miércoles, agosto 20, 2008

Guerra en Georgia

Por Pascal Boniface, director del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas de París. Traducción: José María Puig de la Bellacasa (LA VANGUARDIA, 19/08/08):

La mayoría de comentarios de los medios de comunicación occidentales sobre el conflicto que opone Georgia a Rusia a propósito de Osetia del Sur dibujan un enfrentamiento desigual entre una gran potencia y un pequeño país democrático que merece una respuesta solidaria.

Las cosas son seguramente un poco más complicadas, más allá de la valoración del carácter del régimen georgiano.

Si bien es verdad que desde hace tres o cuatro años se asiste a un regreso con brío de Rusia a la escena internacional y Moscú emplea crecientemente un lenguaje de fuerza, es realmente Georgia la que tomó la iniciativa de desencadenar las hostilidades lanzando un ataque contra los separatistas osetios el mismo día de la apertura de los Juegos Olímpicos.

El presidente Saakashvili ha cometido un grave error de análisis. Ciertamente se las ha arreglado para consolidar su poder interno galvanizando la unión nacional. Sin embargo, ¿esperaba que Moscú no reaccionara? ¿Confiaba en que en caso contrario contaría con un respaldo firme de sus aliados occidentales, con Estados Unidos a la cabeza? ¿Quería obligar a Washington a actuar a su pesar aprovechando los últimos meses de la presencia de George W. Bush en la Casa Blanca?

No era menester ser un gran experto para saber que el Kremlin no se sentiría suficientemente impresionado por la tregua olímpica como para permitir que las fuerzas georgianas reconquistaran Osetia: habría sido una enorme confesión de debilidad que el nuevo presidente Medvedev no podía ni quería permitirse. Rusia había lanzado advertencias suficientemente numerosas como para disipar cualquier ilusión o espejismo. La correlación de fuerzas militares se inclina indiscutiblemente en favor de Moscú, sabiamente consciente de que en el peor de los casos los países occidentales respaldarán moralmente a Tiflis pero evitarán cuidadosamente involucrarse directamente en el plano militar, postura que les enfrentaría a Rusia.

Lo más previsible, en consecuencia, es que el control directo de Rusia o bien por aliados interpuestos sobre Osetia o sobre la otra región separatista georgiana Abjasia se reforzará especialmente. Cabe preguntarse si el gesto irreflexivo del presidente Saakashvili anuncia el final de las esperanzas de ver restablecida la soberanía georgiana en estos territorios. Los países occidentales alegarán indudablemente la necesidad de respetar la integridad territorial de Georgia. Pero, aparte de que no disponen de instrumento específico alguno para imponerla a Rusia, esta última cuidará de recordar en todo momento que tal principio no se juzgó sacrosanto en el caso de Serbia cuando la mayoría de ellos reconocieron la independencia de Kosovo.

Georgia puede asimismo ir arrinconando su sueño de ser admitida en el seno de la OTAN. Desde luego, podrá afirmar que la amenaza rusa que invoca desde hace mucho tiempo para justificar el ingreso en la Alianza Atlántica ha resultado ser muy tangible. Sin embargo, mediante su iniciativa el presidente georgiano no ha incrementado indudablemente los deseos de algunos países miembros de la Alianza de admitir en su seno a un país capaz de desencadenar un conflicto armado con Rusia.

La guerra ha regresado aparatosamente a Europa. No obstante, y aunque lo peor no debe descartarse nunca, este conflicto debería poder solucionarse a través de una mediación internacional plausiblemente en términos mucho más próximos a los deseados por Moscú que por Tiflis. Los rusos no han desdeñado la oportunidad de mostrar a las claras que su declive estratégico de los años noventa (mientras asistían impotentes a las sucesivas ampliaciones de la OTAN y a la guerra de Kosovo) ha terminado. Ya no están a la defensiva en ese plano estratégico y rechazan los razonamientos morales que califican de geometría variable de los occidentales.

De Praga a Gori

Por Antonio Elorza, catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense (EL CORREO DIGITAL, 19/08/08):

El viejo topo tiene a veces ocurrencias macabras. ¿Quién le iba a decir a Stalin que el más fiel de sus sucesores políticos bombardearía Gori, la que fue su ciudad natal? Y sobre todo, ¿quién podía suponer que una insensata y también brutal acción del presidente de Georgia, Saakashvili, haría posible que casi cuarenta años día por día después de la ocupación militar de Praga, el 20 de agosto de 1968, Rusia tuviera ocasión de invadir otro país soberano?

Más allá de las coincidencias, no faltan elementos de continuidad y de ruptura. ¿Rupturas? La más notable es la diferencia entre lo sucedido en Praga, una crisis interior del mundo comunista, donde las potencias occidentales tuvieron buen cuidado de no ofrecer pretextos a Moscú para sacar sus tanques, y la gestación del desastre de Osetia. Parece absurdo pensar que Estados Unidos animase a Saakashvili a dar su salto en el vacío, en la creencia de que Putin iba a aceptar el hecho consumado. Pero sí hay que cargar en la cuenta de Bush la responsabilidad última de lo ocurrido en su enésimo error estratégico, que además en este caso ha consistido en una cadena de disparates.

El primero, el espectáculo de su visita a Tiflis en 2005, ensalzando al dudoso demócrata que es Saakashvili para empujarle a formar parte de lo que Putin estima que es un cerco militar a Rusia. Nada mejor para que el líder ruso decidiera hacer todo lo posible en lo sucesivo para evitarlo y, si había ocasión, darle el castigo debido a Georgia, como lo habría hecho el «maravilloso georgiano».

El segundo, compartido por otros países europeos, el apoyo a la independencia de Kosovo, con total ignorancia de lo que representa históricamente Serbia para Rusia y de la humillación que supuso para Putin ver ignoradas todas sus advertencias sobre el tema. Consecuencia en que coincide la práctica totalidad de los observadores: si la OTAN se salta todos los acuerdos internacionales y los derechos de los serbios de Mitrovica en Kosovo, ¿por qué no hacer lo mismo en Georgia? Dicho con una expresión castiza, Bush y quienes le siguieron, la UE, han puesto de relieve en el asunto de Kosovo que no ven un palmo más allá de sus narices.

El tercero y más inexplicable, cuando Bush se encuentra al lado de Putin en Pekín, y tiene conocimiento tanto de la invasión georgiana como de la pronta respuesta rusa, no se le ocurre otra cosa que charlar con Putin -¿de qué, de las hazañas previsibles de Phelps?- y hacer una declaración a favor de la integridad territorial de Georgia, provocación inocua, en vez de comprometerse con Putin a que sería él quien intervendría de inmediato para lograr que Saakashvili cortase de cuajo su agresión, pues no otra cosa es afirmar un derecho a cañonazos. A estas alturas, ¿no se ha enterado Bush de la desproporción de recursos militares entre Rusia y Georgia, y de cómo Putin aplastó a los rebeldes chechenos, sin detenerse ante la comisión sistemática de crímenes contra la Humanidad? Después del éxito que tuvo al recuperar un pedacito de Abjazia en 2006, sin darse cuenta de que ahora Osetia del Sur estaba prácticamente ocupada y tenía frontera inmediata con Rusia, ¿no pensó Saakashvili que iba directo al suicidio? Un suicidio a costa de sus ciudadanos y de los osetios: los miles de refugiados hacia el norte del primer día no engañan. Son cuestiones que, como el grado de violencia utilizada por los georgianos en la toma de la capital osetia, esperan todavía un análisis para fijar las innegables responsabilidades.

En suma, una vez más, las decisiones de Bush en política exterior han tenido un grave efecto bumerán para los intereses de su país y de todo Occidente. Fue la ocasión óptima que Putin esperaba para ajustarles las cuentas a los georgianos por su deriva hacia la OTAN y lo ha hecho aplicando la ley del Talión: Gori ha pagado por Tsijnvali. El vocabulario utilizado por Putin y ’su’ presidente muestra hasta qué punto su posición respecto de Estados Unidos es antagónica: las referencias al «genocidio» cometido y a la criminalidad de Saakashvili, nuevo Sadam Hussein, eran miméticas respecto de los argumentos utilizados por Bush para la invasión de Irak. En buen heredero de Stalin, para Putin las normas internacionales -respeto de la soberanía de los Estados y a la vida de los civiles- no cuentan cuando como en este caso surge la ocasión de aplicar la fuerza. Menos mal que la agilidad diplomática de Sarkozy, apoyándose en los argumentos esgrimidos por Putin sobre su voluntad de protección, no de conquista, ha permitido aminorar el desastre, impidiendo una ocupación total de Georgia.

Así que vuelve esa lógica de imperio por parte de Rusia, que sorprendentemente el propio Stalin asumía en los años 30 para justificar el aniquilamiento de reales y supuestos enemigos interiores: con todos sus defectos, los zares habían logrado para Rusia un inmenso territorio que a toda costa había que preservar. Tras la invasión de Checoslovaquia (agosto del 68), en las conversaciones de Moscú, Brezhnev utilizará ante Dubcek un argumento similar para legitimar aquélla: con millones de muertos, la URSS había llevado sus fronteras al centro de Europa y por nada estaba dispuesta a retroceder. En sus propias palabras, Putin se ha mostrado siempre heredero de esa visión imperial. En su calidad de miembro del KGB, asistió a la caída del muro de Berlín, que le produjo un hondo dolor, y es sabido que el desmembramiento de la URSS lo considera «una catástrofe geoestratégica» para su país. Chechenia fue el primer banco de prueba para exhibir una firmeza inexorable en esa dirección, y la victoria en la crisis de Georgia lo confirma, así como la inevitable lógica de confrontación con Occidente que bajo un liderazgo insensato le ha proporcionado, de Kosovo a Osetia, las razones para poner en marcha la resurrección de la política de Moscú interrumpida en 1989.

En vez de ensayar la integración de Rusia en un entramado común de intereses y de poder, Bush trató a Moscú como una amenaza potencial para el futuro, y por ahora, como un adversario impotente. Llegada la crisis, en términos literales, Putin estuvo así en condiciones de hacer lo que desde el principio le pedía el cuerpo (y que por otra parte tenía precedentes en los primeros 90 respecto de Georgia: sin la intervención encubierta rusa no habrían triunfado entonces las dos secesiones, la de Osetia del Sur y la de Abjazia, donde casi la mitad de la población era georgiana, más del doble de la abjazia, cosa que se olvida al hablar del tema).

Y con la lógica del imperio, vuelve también, ahora abiertamente, una política exterior de áreas de influencia y atención exclusiva al propio poder. Nada hay que esperar de Rusia en el tema del camino hacia la bomba de Irán ni, al lado aquí de China, en ninguna de las causas del tipo Birmania o Darfur, donde la afirmación de los derechos humanos pueda desembocar en cambios favorables para los intereses exteriores norteamericanos.

Sólo hay una razón para felicitarse: el próximo relevo en la presidencia de EE UU.

¡Adiós, Bush, adiós!

lunes, agosto 18, 2008

El modelo vietnamita

Por Jorge Castañeda, ex secretario de Relaciones Exteriores de México, y profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nueva York (EL PAÍS, 18/08/08):

Hace unas semanas, el flamante Emerging Markets Forum, dirigido por Harinder Kohli y The Centennial Group, una especie de Davos de los mercados emergentes, organizó una reunión de alto nivel en Hanoi, después de haber hecho lo mismo en España, en Uruguay y en Marruecos. Dicha reunión permitió a varios participantes, incluyendo al que escribe, formarse una idea, sin duda inicial y superficial, pero no por ello menos fascinante, del “modelo vietnamita”. Se trata, como es bien sabido, de la combinación de un férreo régimen de partido único, en el clásico estilo socialista (que va desde el mausoleo de Ho Chi Minh, idéntico a los de Lenin y Mao, hasta una prensa acrítica, oficial, y propagandista) con una economía de mercado casi salvaje, apenas regulada, pero tan boyante que le ha brindado al país casi 15 años de un crecimiento anual del 8%, y más de 18.000 millones dólares de inversión extranjera el año pasado, uno de los montos más altos del mundo con relación al PIB.

Es cierto que actualmente la economía de Vietnam atraviesa por zonas de turbulencia -un repunte inflacionario, quizá un cierto aletargamiento- pero, de todas maneras, su desempeño a lo largo de los últimos 15 años es impresionante. A ello se debe que, junto con la perpetuación en el poder del Partido Comunista, el país sea percibido por varias otras naciones que hoy se encuentran en una situación semejante a la de Vietnam hace 20 años, como un modelo digno de emular. Huelga decir que la nación más tentada por este esquema es Cuba.

Se ha mencionado repetidamente a lo largo de los últimos años que quien condujo siempre la antigua y estrecha relación de la isla con Hanoi fue Raúl Castro. Se sabe también que volvió muy entusiasmado con lo que vio, en Vietnam, durante su viaje a aquel país para asistir en abril de 2005 a los festejos conmemorativos del 30º aniversario de la toma de Saigón por los tanques del general Giap y los guerrilleros del Vietcong. Entusiasmo, por cierto, que contrasta con la reacción del hermano mayor de Raúl, quien supuestamente lamentó que los vietnamitas se hubieran vuelto revisionistas y partidarios del capitalismo. Y sobre todo es casi una perogrullada afirmar que Vietnam constituye un ejemplo mucho más adecuado y viable para Cuba que China -una analogía imposible- para salir del atolladero en el que se encuentra.

Pero el esquema vietnamita representa igualmente una opción atractiva para aquellos Gobiernos que buscan hacer negocios con La Habana y normalizar sus relaciones con ella, sin correr los riesgos que podrían implicar una exigencia de democratización: un éxodo migratorio masivo o un enfrentamiento directo. Así, reformas económicas con altos niveles de crecimiento en el horizonte, aunado a un control político total del poder y de la estabilidad por parte de las Fuerzas Armadas y del Partido Comunista, parecería ser la mezcla ideal anhelada por Raúl Castro y muchos de sus amigos y aliados, hipotéticos o reales, para la isla: he allí la tentación vietnamita.

Por desgracia, incluso un sobrevuelo breve y distante de la experiencia de Vietnam sugiere que la emulación cubana consiste probablemente en un sueño guajiro. Habría muchos factores que explicaran por qué, pero como prenda basten tres botones. En primer lugar, la sociedad vietnamita constituye un conglomerado mucho más jerarquizado, homogéneo y aislado del resto del mundo que la cubana; el país ha derrotado lo que denomina cinco ataques imperiales a lo largo de los siglos (los mongoles, los Han, de China, Francia, Estados Unidos, y de nuevo, los chinos de la República Popular), gracias a su disciplina y su sentido de sacrificio absolutamente inverosímiles.

Contrario senso, y quizá para bien, la sociedad cubana reviste exactamente los rasgos opuestos: la diversidad, el caos, el calor humano y la hospitalidad, la práctica perenne de “resolver”, y su coexistencia más o menos pacífica, durante mucho más tiempo que sus vecinos, con tres manifestaciones de dominio externo, a saber: España durante el siglo XIX, EE UU hasta 1959, y la URSS durante los siguientes 30 años. Todo ello nos conduce al segundo factor.

En Vietnam se ha consolidado la propiedad privada a lo largo y ancho de la economía. Abarca la tierra, la vivienda, los negocios pequeños y grandes, los millones de motonetas, y las decenas de millones de teléfonos celulares; en Cuba prácticamente no existe. Debido a los rasgos culturales anteriormente descritos, el pueblo vietnamita parece haber aceptado un intercambio que otros pueblos no tolerarían: el libre acceso a la propiedad privada, a múltiples bienes de consumo, y a una prosperidad relativa, sin ningún acceso a ninguna libertad de ningún tipo. A algunos cubanos quizá también les agradaría este quid pro quo, pero a muchos más tal vez no, razón por la cual, por lo menos a lo largo de los últimos dos años, Raúl Castro no se ha atrevido a permitir la propiedad privada de casi nada, por temor a perder el control del proceso sucesorio. Acaba de ofrecerle a los cubanos la oportunidad de volver al campo y recibir pequeñas extensiones de tierra en usufructo por 10 años; tierras que no pueden poseer, vender, alquilar o hipotecar. Veremos si esto seduce a alguien. Sí seduciría a muchos la plena propiedad de su casa, pequeños negocios, tierras, o un acceso generalizado a las comunicaciones, ya que tal vez decidirían conversar interminablemente con otros cubanos y venderles sus bienes a otros cubanos, también: los que residen del otro lado del estrecho de Florida.

Se trata, por supuesto, del tercer factor, y no es despreciable. La población de Vietnam alcanza 85 millones de habitantes; dos millones y medio de vietnamitas se hallan fuera de su país, muchos en EE UU, pero muchos otros repartidos por todo el mundo. Algunos quieren volver, otros no; a algunos se les permite la adquisición de propiedades en su patria anterior, a otros no; pero no representan un elemento significativo de la ecuación económica, política o internacional de su país.

En cambio, existe aproximadamente un millón y medio de cubanos en el exilio, casi todos ellos concentrados en Miami, a 150 kilómetros de La Habana; representan casi el 15% de la población cubana total, y mantienen vínculos notablemente cercanos con sus familiares en la isla, a pesar de medio siglo de dificultades y obstáculos en materia de viajes, remesas y comunicaciones.

Este exilio cubano jamás obtendrá la satisfacción de haber derrocado a Fidel Castro, pero muy posiblemente pueda disfrutar de la oportunidad de comprar un tajo considerable de su legado. Impedírselo por la fuerza probablemente resulte imposible; convencerlo por las buenas de que desista de hacerlo, o persuadir a los cubanos de la isla de no vender sus propiedades hipotéticamente recién adquiridas, también se antoja improbable. Por tanto, si Cuba persiste en seguir el camino de Vietnam, cambiando para seguir igual, quizá acabe en el peor de todos los mundos posibles: sin una verdadera economía de mercado nacional, y sin un sistema político democrático.

El «Coltán» del Congo: Laboratorio infernal ante la pasividad del mundo

Por Ángel Expósito Mora, director de ABC (ABC, 18/08/08):

Lo que está ocurriendo desde hace años en la República Democrática del Congo es un perfecto ejemplo del puzle imposible que lo peor de la globalización ha traído consigo. Luchas étnicas, fuerzas armadas incomprensibles, fronteras inexistentes, antiguas potencias coloniales desaparecidas, nuevas potencias sin escrúpulos, riqueza inimaginable en el subsuelo, violencia sexual y una caprichosa geografía que rodea los Grandes Lagos; es decir, todos los ingredientes para el horror ante la pasividad de esta parte del mundo a la que pertenecemos, desde donde asistimos entre ignorantes y disimulados al infierno de la región de los Kivus.

Se trata de la comarca central del Oriente congoleño, a su vez fronteriza por el Este nada menos que con Uganda, Ruanda y Burundi. Un auténtico laboratorio de todos los desastres del mundo en tan solo un par de provincias. Si alguien se puede imaginar lo peor de lo peor del ser humano, que eche un vistazo a lo que acontece en el antiguo Congo belga.

Si analizamos por partes el conflicto debemos comenzar por el principio, o lo que es lo mismo, las minas de coltán. El mineral compuesto de columbita y tantalita es el elemento clave para la construcción de videoconsolas, teléfonos móviles y misiles de última generación. Curiosa coincidencia: el componente fundamental de la PSP de nuestros hijos y de las armas más sofisticadas de nuestros ejércitos proviene del mismo lugar del mundo. Se trata de un material superconductor que se encuentra por toneladas en el subsuelo de esa parte más oriental de la R. D. del Congo. Y aquí surge la primera sorpresa para los estudiosos del fenómeno, cuando se percibe que la explotación de los yacimientos de coltán está dirigida por industriales chinos e indios. De hecho, decenas de pequeñas avionetas parten a diario de las zonas mineras hacia países limítrofes desde donde posteriormente se envía a las plantas productoras. La organización, distribución y posterior comercialización del material se realiza por empresarios provenientes de China y de la India, donde se fabrican la mayoría de los mencionados productos industriales derivados del coltán. La extracción, obviamente, corre a cargo de los varones locales en jornadas laborales de auténtica explotación, insalubridad y carentes de derecho alguno.

El colmo del descontrol económico del tesoro lo escenifica el hecho de que la fronteriza Ruanda sea uno de los mayores exportadores mundiales del preciado material, cuando de su suelo no se extrae ni un solo kilo de este mineral.

En segundo término, y junto a las comarcas mineras, proliferan decenas de grupúsculos armados y ejércitos más o menos organizados que no sólo no contribuyen a aliviar el caos, sino que, al contrario, lo alimentan hasta límites de desastre histórico. Un breve repaso por las fuerzas más representativas pone los pelos de punta: Fuerzas Armadas de la República Democrática del Congo (FARDC), o lo que es lo mismo, el ejército regular del presidente Joseph Kabila, si no fuera porque apenas cobran regularmente sus salarios y porque saquean para subsistir en las zonas de despliegue como cualquier otra banda armada. Este ejército ha sido el gran proyecto pacificador de la comunidad internacional y a la vez uno de los más sonados fracasos.

A partir de ahí, el «collage» es imposible y a cada elemento más sangriento: las Fuerzas Democráticas de Liberación de Ruanda (FDLR), soldados hutus responsables del genocidio de mediados de los noventa que están bien vistos por el régimen congoleño porque, al fin y al cabo, debilitan a la Ruanda de donde provienen; las Fuerzas Nacionales para la Liberación de Burundi (FNL), también hutus extendidos por el Kivu Sur cuya obsesión es atacar a los tutsis congoleños (banyamulengues); el Consejo Nacional para la Defensa de los Pueblos (CNDP), ejército tutsi y disidente de las Fuerzas Armadas congoleñas, al mando del mítico y descontrolado general Nkunda cuyo soporte fundamental es el régimen ruandés y las Fuerzas Democráticas Aliadas de Uganda que luchan contra su propio gobierno pero en suelo congoleño.

A los anteriores hay que unir pequeñas organizaciones que operan a modo de bandas organizadas como el Frente de Resistencia Patriótica de Ituri, el Movimiento Revolucionario del Congo, los Interhamwe y los temibles Mai-Mai que comenzaron como grupos de autoprotección y se han diseminado en infinitos grupúsculos tribales al mando de sus respectivos señores de la guerra, que han terminado horrorizando a las ONG’s que aún aguantan en la zona.

Y falta el tercer elemento, una enorme y desconocida crisis humanitaria, que surge como consecuencia de los dos elementos anteriores: el coltán y las milicias. Y es que más de 700.000 personas suponen la impresionante masa de desplazados hacia ninguna parte en poco más de un año, lo que es, a su vez, un nefasto récord en la larga lista de desastres humanitarios.

Pero lo que más llama la atención, o debería hacerlo porque en verdad no provoca la más mínima reacción, es el empleo de la violencia sexual no como arma de guerra, sino ya como costumbre local sin más.
Según Médicos Sin Fronteras, la patología más habitual es la fístula grado 3 provocada en las mujeres y niñas violadas sistemáticamente durante días. Cuentan los voluntarios que en determinadas aldeas, donde ya no quedan hombres, los grupúsculos armados o las bandas organizadas vuelven una y otra vez, acampan durante días y se entretienen violando por orden a la misma mujer durante jornadas enteras. Así, en miles de casos contabilizados e irrecuperables por los daños causados en sus cuerpos. Como conclusión, se deduce que cerca del 80 por ciento de los casos de violencia sexual que se llevan a cabo en las distintas guerras del mundo se producen en el Congo.

El colmo de los colmos es el papel que determinados contingentes de cascos azules están desarrollando en territorio congoleño, cual es el caso de indios y pakistaníes. De hecho, esta misma semana conocimos la denuncia que desde Naciones Unidas se destapó contra un destacamento de soldados indios que bajo el mando de MONUC desató una oleada de crímenes sexuales en el Kivu Norte.

Esa es otra, porque con la que está cayendo en la región, ¿cómo se explica que más de la mitad de los cascos azules allí destacados sean asiáticos o uruguayos? Por cierto, nada en contra de estos suramericanos que rescataron en sus blindados al mismísimo embajador español, Miguel Fernández Palacios, cuando hace meses fue objetivo de un ataque con granadas contra las oficinas de la Embajada española en Kinshasha.
¿A partir de ahora, qué? ¿Continuaremos desde el mundo «rico» impasibles ante lo que allí está ocurriendo? ¿Cuál es el límite de aguante de la población centroafricana? ¿No estaremos disimulando a la vez que observamos con detenimiento cómo se desarrollan los acontecimientos en el mejor laboratorio del horror imaginable en el siglo XXI? ¿Podrá hacer frente el presidente Kabila a sus disidentes?

No se trata de ser pesimista, sino realista, aunque en este caso, y una vez más, sea lo mismo. El futuro de la región de los Grandes Lagos y del Oriente de la R. D. del Congo es terrorífico porque lo peor, más allá del propio horror, es que desde aquí lo ignoramos mientras lo usamos como laboratorio de pruebas.

Si alguien tiene alguna duda, que contacte con cualquiera de los legionarios españoles que durante el período electoral sirvieron en la capital del país, en una misión arriesgadísima y difícil que, muy a su pesar, pasó sin pena ni gloria; o con nuestras monjas, misioneros y voluntarios que, sin que nadie lo sepa, se dejan lo mejor de su vida allí mismo.

La frontera de la nueva guerra fría

Por Josep Borrell, presidente de la Comisión de Desarrollo del Parlamento Europeo (EL PERIÓDICO, 18/08/08):

¿Cómo pudo pensar Mijail Saakashvili que la Rusia de Vladimir Putin no reaccionaría al ataque de las tropas georgianas a la separatista Osetia y a la destrucción de Tsjinvali? Era minusvalorar la voluntad de Moscú de jugar fuerte como potencia militar y su rechazo a la extensión de la OTAN por su flanco sur. Y más aún tras la solución dada a Kosovo por EEUU y la UE, que Rusia ha considerado un precedente para otras situaciones más o menos parecidas.

En su respuesta al ataque georgiano contra sus protegidos osetios, el gigante militar ruso ha querido castigar a la pequeña Georgia para que sirva de aviso a todos los navegantes por las turbulentas tierras del Cáucaso sur. Y sus tropas no han aceptado un alto el fuego hasta que han conseguido crear un cinturón de seguridad al sur de Osetia y Abjasia para impedir que Georgia vuelva a las andadas.

RUSIA NO esperaba más que una ocasión, como la que le ha brindado Saakashvili para demostrar que ese gran cartel con la imagen de Putin, “nuestro protector”, que recibe al viajero al entrar en Osetia, responde a una realidad dispuesta a convertirse en acción. Y Georgia no podía esperar una respuesta parecida del otro gran cartel con la imagen de Bush, “nuestro presidente”, a la salida del aeropuerto de Tiflis.

EEUU ha hecho todo para penetrar en el continente euroasiático a través de las exrepúblicas soviéticas, y Georgia y Ucrania eran considerados en Washington como los alumnos aventajados de esa estrategia. La revolución de la rosas en el 2003, prólogo de otras revoluciones coloreadas en la región, desplazó a Georgia del área de influencia soviética encarnada por el viejo Shevardnadze, último ministro de Exteriores de la URSS, a la americana de Saakashvili, entonces joven abogado neoyorquino. Y nada desea más Georgia que ingresar en la OTAN y reforzar su alianza con EEUU, al que ha ofrecido sus soldados en Irak y su territorio para instalar el escudo antimisiles rechazado por Moscú.

Por ello, Georgia, de alguna manera, juega en la nueva geopolítica el papel de Cuba durante los enfrentamientos de la vieja guerra fría. Hoy el Cáucaso es la frontera de una nueva guerra fría que amenaza con volverse caliente.

Saakashvili puede clamar que lo ocurrido no afecta solo a Georgia, sino también a EEUU y a los valores del “mundo libre”.El discurso de Bush en Tiflis en el 2005, llamando a Georgia “faro de la libertad”, y su proximidad a la OTAN pudo hacerle creer que tenía margen de maniobra para atacar el primero. Pero por el momento solo puede esperar reacciones verbales de unos EEUU en plena campaña electoral y poco deseosos de sumar un nuevo conflicto a los dramas de Irak y Afganistán.

Esta corta pero brutal guerra en el Cáucaso muestra un nuevo fracaso de la política exterior del segundo mandato de Bush. EEUU tendrá ahora la tentación de culpar a los europeos por haber rechazado en abril un plan de acción para la entrada de Georgia en la OTAN, enviando así un mensaje de debilidad que Putin ha entendido bien. Pero, y sobre todo después de lo ocurrido, solo Europa puede tener un papel de estabilización en la región, tanto por su política de vecindad con los estados del Cáucaso como por sus relaciones económicas y energéticas con Rusia.

Así lo ha demostrado la rápida mediación de la presidencia francesa de la UE. Hará falta que la creciente dependencia europea del gas ruso –40 % de las importaciones–, pero muy diferente según los países, no debilite esta capacidad de influir. En realidad, las nuevas rutas del gas y el petróleo tienen mucho que ver con la exacerbación de conflictos que suman a sus viejas raíces históricas nuevas realidades geoestratégicas.

El oleoducto Bakú-Tiflis-Ceyhan (Turquía), que lleva el petróleo de Azerbaiyán a Europa, evitando su paso por Armenia, la gran aliada de Rusia en la región, ha constituido para esta un agravio mayor que para Polonia el gasoducto ruso-germano que pasa por el fondo del Báltico para evitar su territorio.

Así, a los problemas interétnicos se suman los de seguridad frente a la amenaza terrorista y al conflicto con Irán. Hoy, 16 años después de una independencia conquistada por la fuerza, todos los países del Cáucaso sur se enfrentan a una tensión geopolítica que suma los llamados “conflictos congelados”, entre Rusia y Georgia por Osetia y Abjasia, y del Alto Karabaj entre Armenia y Azerbaiyán, con las guerras del gas, la nueva rivalidad entre EEUU y Rusia, el proceso de adhesión de Turquía a la UE y la crisis nuclear con Irán. Todos esos países participan del mosaico de etnias y religiones de ese laberinto de la historia que es el Cáucaso sur, al que se puede llamar con razón los Balcanes euroasiáticos.

LO ÚNICO que ha impedido que ese avispero explotara en conflictos mayores ha sido su fuerte crecimiento económico, a pesar de la falta de cooperación entre los tres países, que ha impedido un mínimo de integración regional. Pero si la guerra abierta detiene la expansión económica, lo peor estará por venir.

Hoy por hoy, lo mejor que se podía esperar de los “conflictos congelados” del Cáucaso es que siguieran congelados y que la guerra fría no se volviera caliente. Para evitar más sufrimientos humanos como los causados por una guerra desatada, quizá no por casualidad, cuando el mundo occidental se va de vacaciones, se inician los Juegos de Pekín y EEUU se sumerge en su campaña electoral, hará falta un gran sentido de responsabilidad por parte de todos los que se sientan encima de ese barril de pólvora. Y la capacidad de los europeos de desempeñar el papel que la historia espera de nuestra Unión.

The Russians yearn for respect in the same way as a street kid with a knife

By Max Hastings (THE GUARDIAN, 18/08/08):

Seldom since the 1968 Russian invasion of Czechoslovakia has the west found itself in such a muddle as it is today about events in Georgia and South Ossetia. Among rightwingers, hawks are suddenly back in fashion, and not only in Washington. David Cameron wants Georgia admitted to Nato in quick time. Russian threats to Poland are compared to the Cuban missile confrontation.

In truth, of course, this remains a small crisis by comparison with those of the cold war, even if some of the principals, in Moscow as well as Washington, talk as if Stanley Kubrick was writing their lines. It is nonetheless a real one, because Moscow has shown its readiness to use force in its proclaimed sphere of influence.

Since the collapse of the Soviet Union, US policy in eastern Europe and beyond has sought to exploit Russian weakness to install pro-western regimes wherever fertile soil could be found. In Washington’s perception, this does not represent aggression or even unreasonable assertiveness, because its honourable objective is to replace tyranny and repression with democracy and freedom.

The Russians do not care sixpence about these fine things. They perceive only that American missiles are on their way into Poland and the Czech Republic, while Georgia is becoming a US puppet. A Russian academic living in the west inquired in my hearing a few weeks ago: “What would George Bush say if our government announced that it was installing an anti-missile system in Cuba?”

Even those of us who deplore US attempts to include Georgia and Ukraine in Nato should not lose sight of the fact that, if Moscow’s will prevails in the states around Russia’s borders, precious few human rights are likely to be available to their citizens. Thirty years ago many western Europeans were too ready to acquiesce in eastern Europe’s indefinite enslavement by the Soviet Union. In the name of “peaceful coexistence”, it was deemed prudent to allow the Poles, Czechs, East Germans, Hungarians and so on to remain, often literally, behind barbed wire.

It was one of the happiest events of the past century when the Warsaw Pact collapsed, and the nations of eastern Europe became free. Granted the problems of Romania and Bulgaria, it is astonishing how successfully the other former Soviet satellites have embraced democracy and the European Union.

Many British people are so preoccupied with the relatively minor inconveniences imposed by the EU upon this country that they ignore its triumph in bringing peace and stability to many societies that had not known these things in living memory.

Yet Russian exceptionalism persists. It remains unlikely that, in the foreseeable future, it will want to join the EU or share its values. For almost half a century, Russia saw everything through the prism of its second world war experience and that of the cold war. Today its people are obsessed with the collapse of the Soviet Union and their perceived loss of status in the world. Far from recognising this as the consequence of political and economic failure, most Russians from Putin downwards blame western malice and domestic traitors succumbing to western intrigues.

Moscow’s behaviour today should be seen not as a reflection of “oil arrogance”, though this plays a part, but of neurosis about its own weakness and failure. The Russians yearn for respect, in the same fashion as any inner-city street kid with a knife. They will become willing to play with the west by western rules only if or when they no longer perceive those rules as disadvantaging themselves. Today they cannot compete on the EU’s terms, still less those of the US, so they make up their own.

It is unnecessary for the west silently to acquiesce in the Russians’ excesses, but it must tread cautiously in the face of their sensitivities. America must stop pretending that democracy is, of itself, the answer to all the world’s ills. Washington is already learning painful lessons about this in the Muslim world. Few people doubt that, even if Russian elections are flawed, Putin’s policies command overwhelming support among his own people.

While the west can offer political and economic encouragement to nations on Russia’s borders, it is folly to go further, seeking to include them in western security organisations, or bribe them to accept US military installations. Such policies merely provoke violent Russian virility displays, to which the west can make no effective response.

Edward Lucas, an impassioned hawk, wrote before the latest Georgian imbroglio: “The west is losing the new cold war, while hardly having noticed that it has started.” The Bush administration today talks of gallant little Georgia in 2008 as if it was gallant little Poland in 1939. As so often, it draws the wrong lesson from history. Britain and France had to fight Hitler. But in September 1939 both countries found themselves in the grotesque position of having offered security guarantees to Poland, while being incapable of doing anything practical to frustrate the German invasion.

It is several bridges too far today to pretend that the west can defend Georgia, or indeed Ukraine. The only sensible advice Washington and its allies can offer their governments is to rub along as best they can with the Russians, and avoid offering them military provocations.

Appeasement gained such a bad name in the 1930s that it is sometimes forgotten, especially by Washington’s neoconservatives, that it is often indispensable. It can be defined by more honourable names. Most of the world’s problems cannot be “solved”, least of all by force of arms. They must be managed or endured, in the hope that better times will come, as they often do.

In a world which has seen within the past 20 years the peaceful transfer of power to the black majority in South Africa, as well as the peaceful collapse of the Soviet European empire, it seems absurdly pessimistic to suggest that current difficulties with Russia can be resolved only through confrontation.

American foreign policy is still cursed by post-cold war triumphalism, and aspirations to the “victory” of democracy and capitalist values, while that of Russia languishes under the stigma of defeat. These sensations inspire excessive hubris in both. If Barack Obama wins the US election, the highest hope of the rest of the world must be for a revival of traditional diplomacy, an understanding of the virtues of talking to everybody: the Iranians, the Syrians, Hamas - and the Russians. Successful diplomacy also requires recognition of banal principles of give-and-take, you-win-some-you-lose-some.

US policy towards Moscow for almost two decades has been based upon the assumption that since the Russians were losers, their wishes could be ignored or defied on every front. No useful business could result from such a posture. Putin conducts an ugly polity, and his Russia is not a place where even most successful Russians want to live. But the west will find it easier to coexist with this tormented, intransigent, melancholy and oil-rich neighbour when Russia feels comfortable with itself, not when its nose is rubbed in its long history of failure.

Europe Gets Started On Quelling a Crisis

By Nicolas Sarkozy, president of France. This column is published today in the French newspaper Le Figaro (THE WASHINGTON POST, 18/08/08):

The time will come when the sequence of events and responsibilities can be established in an indisputable and impartial manner: several weeks of provocations and skirmishes along the lines separating South Ossetia from the rest of Georgia; the thoughtless Georgian military intervention in South Ossetia the night of Aug. 7-8; the brutal and disproportionate response of Russian troops, driving the small Georgian army from South Ossetia and dislodging it from Abkhazia — the other separatist province, where it had regained a foothold in 2006 — before occupying part of the rest of Georgian territory.

As the world was confronted with this outburst of violence, there were more urgent matters. As soon as hostilities broke out, France and Europe engaged in a full-fledged diplomatic effort. The first priority was to obtain a cease-fire, end the suffering of populations and stop the destruction. For that, conditions had to be created ensuring that both the Russians and Georgians would accept the cease-fire. Against the advice of many, who assured us we would fail, I and my foreign minister, Bernard Kouchner, traveled to Moscow and Tbilisi on Aug. 12, armed with proposals to convince the Russians that it was past time for them to lay down their weapons and to convince the Georgians that they had still more to lose by continuing to fight. My long conversations with Dmitry Medvedev and Vladimir Putin at the Kremlin during the day and with Mikheil Saakashvili in Tbilisi during the night finally made it possible to gain the two parties’ agreement to a six-point plan to end the crisis.

This plan did not solve everything. It did not aim to. But it did get the parties to agree to the cease-fire. The signatures of Presidents Medvedev and Saakashvili, and myself, on behalf of the European Union, allow the withdrawal of Russian forces to the positions they had held before hostilities broke out, in line with the assurances I was given by President Medvedev.

This withdrawal has to be carried out without delay. For me, this point is not negotiable. It must extend to all Russian forces that have entered into Georgia since Aug. 7. If this clause of the cease-fire agreement is not abided by rapidly and completely, I will be prompted to convene an extraordinary meeting of the European Council to decide about the consequences that should follow.

Beyond the withdrawal, much remains to be done to stabilize the situation in a lasting manner. A U.N. Security Council resolution will have to consolidate these first achievements by giving them universal legal force. International arrangements must be established to separate the parties and to verify that they are fulfilling their commitments. The international community must rally to the aid of displaced persons and refugees and help Georgia recover from the destruction. We must also determine whether Russia’s intervention was a one-time, brutal — and excessive — response, or whether it is ushering in a new hardening of Moscow’s line toward its neighbors and toward the international community, which would inevitably have consequences for its relationship with the European Union. Russia must realize that it will be all the more heeded and respected as it makes a responsible, constructive contribution to resolving the problems of our time.

But there are lessons we can draw from this crisis. First, the European Union rose to the occasion. At the behest of the French presidency, Europe put itself on the front lines from the outset of hostilities to resolve this conflict — the third on European soil since the fall of the Berlin Wall. Throughout the first phase of this latest crisis, Europe’s commitment was decisive: It was the European Union, through France, that created a space for diplomacy by quickly proposing reasonable terms for a cease-fire and rendering the political cost of pursuing war exorbitant for both parties. If our efforts finally paid off, it is because Europe — despite a few differences in tone — did not limit itself to condemnation. By choosing action and negotiation over rhetoric and mere denunciation, Europe was able to reestablish a positive balance of strength with Russia and to be heard by that country. When the house is burning, the priority is to put out the fire. Europe can be proud of this success, which proves that it can do a lot when it is motivated by a strong political will.

Second, it is notable that had the Lisbon Treaty, which is in the process of being ratified, already been in force, the European Union would have had the institutions it needs to cope with international crises: a stable president of the European Council acting in close cooperation with the heads of state and government of the most concerned states, as well as a high representative endowed with a real European diplomatic service and considerable financial means in order to put decisions into force in coordination with member states.

I remain convinced that the first mission of the European Union is to protect Europeans. This is exactly what we have been doing in sparing no efforts to calm this new conflict, the consequences of which could be catastrophic were it to prove a sign of a new Cold War.

Sobre el racismo en las aulas

Por Juan Goytisolo, escritor (EL PAÍS, 17/08/08):

Imaginemos un plató de televisión -no hace falta mucha imaginación para ello, lo podemos ver a diario-, en el que, con el tirón del título ¿Qué piensas de tus vecinos?, la persona invitada, consciente de su visibilidad mediática, responde a las preguntas del presentador:

“¿Te llevas bien con ellos?”.

“En general, sí”.

“¡Ah! y ¿sólo en general? ¿Alguno te fastidia en particular?”.

“Tanto como fastidiar… a veces, sí”.

“Cuenta, cuenta”.

“Bueno, con esa gente ya se sabe”.

“¿Vienen de afuera?”.

“Sí”.

“¿Qué les reprochas? ¿El ruido, la promiscuidad?”.

“El griterío que arman, no te dejan ni dormir”.

“Claro, sus fiestas”.

“Se lían a gritos hasta en la escalera”.

“Tienen muchos críos, ¿verdad?”.

“Más de la cuenta”.

Etcétera.

Trasladémonos ahora a un centro escolar en el que los alumnos de secundaria son invitados a marcar una crucecita indicativa de su apreciación positiva o negativa en una decena de casillas en las que se lee: Gitanos, Marroquíes, Judíos, Europeos del Este, Africanos, Asiáticos, Latinoamericanos, Estadounidenses…, y pongámonos en la piel de una muchacha o de un joven que, en el brete de valorar a una comunidad que tal vez desconocen, darán una respuesta basada, no ya en la experiencia propia de las aulas, sino en los prejuicios de la opinión ajena: “Esa gente no es como nosotros”, “Tiene costumbres extrañas”, “Viene de forma ilegal”… Cuanto han oído en casa, en la calle o en el metro se concreta de golpe ante la casilla en blanco.

Escribo esto a propósito del reciente estudio llevado a cabo, con las mejores intenciones del mundo, por el Observatorio de Convivencia Escolar, organismo dependiente del Ministerio de Educación, sobre el racismo y los prejuicios étnicos existentes en las aulas de toda España, y cuyas conclusiones han sido para muchos, mas no para mí, “un jarro de agua fría”.

Dejando de lado la conveniencia de tales encuestas -asunto sobre el que vuelvo luego-, sus resultados no constituyen ninguna novedad, ya que repiten los que figuraban en la realizada en la pasada década en el ámbito de la Comunidad de Madrid.

Muy poco glorioso palmarés de los prejuicios del estudiantado coincidía casi con el actual. En el primer puesto de la clasificación discriminatoria se hallaban los gitanos. En el segundo, los magrebíes; en el cuarto (¡frótense los ojos de asombro!), los judíos. Venían a continuación los iberoamericanos y africanos… El tercer lugar -cuya casilla fue borrada en la actual encuesta- correspondía (¡frotémonos de nuevo los ojos!) a los catalanes: ¡una singular manifestación de convivencia interpeninsular que nada tenía que ver por aquellas fechas con el Estatut ni con las competencias económicas reclamadas por la Generalitat!

Entendemos muy bien, por razones de elemental corrección política, que los encuestadores del Foro de Convivencia Escolar se abstuvieran de incluir la casilla correspondiente a los catalanes.

Pero entendemos menos bien algunos puntos de la encuesta y, sobre todo, su divulgación. Pues, ¿es útil escarbar en los sentimientos y pulsiones más bajos del ser humano respecto a las diferencias raciales, éticas, religiosas o sociales? La denuncia de los acosadores, tanto en las aulas como fuera de ellas, y la defensa de los acosados son un deber primordial: nos concierne a todos.

Pero preguntas de la índole “¿Te gustaría trabajar o compartir estudios con un gitano, un magrebí o un judío?” ¿ayudan a combatir la discriminación? No estoy convencido de ello. Ya que si la convivencia en las aulas con algunas de las comunidades gitanas en la encuesta puede plantear problemas que la política educativa del Estado debe resolver con la energía y serenidad que se imponen, ¿cuántos alumnos frecuentan a compañeros judíos y se inquietan ante la idea de trabajar codo a codo con ellos? Su número es insignificante: se trata de judíos mentales.

Y, sin embargo, el 56,5% del alumnado se muestra reacio a convivir con quienes sólo conoce de oídas. ¿No será entonces, me pregunto, la propia encuesta y la casilla vacía, las que activan dicho rechazo? Las estadísticas pueden ser útiles a condición de que se manejen con prudencia.

Si la bestia del racismo anida potencialmente en el ser humano, no contribuyamos a despertarla con el noble propósito de combatirla con los instrumentos que nos procuran las ciencias de la información.

El contenido de muchos espectáculos televisivos volcados en la exposición nauseabunda de lo privado en la esfera pública es un elocuente indicativo del peligro que acecha al planteamiento y la difusión de algunas encuestas que, al interpretar la realidad, consciente o inconscientemente, la deforman o alteran.

¡Dejad en paz a Walesa!

Por Adam Michnik, escritor polaco. Este artículo es un resumen de otro más amplio. Traducción de Jorge Ruiz Lardizábal (EL PAÍS, 17/08/08):

Le escribo porque la mayoría silenciosa no reacciona ante la campaña de difamación contra Walesa. Me desespera que se crucifique a una persona que supo plantarse cuando la valentía costaba muy cara. Le pido que haga oír su voz”. Decidí hablar, aunque sabía que no convencería a los sabuesos que trataban de despedazar a su presa. Conozco su mentalidad, recuerdo lo que escribieron de Walesa bajo la dictadura comunista. El libro que describe los contactos de Walesa con la policía comunista no es histórico ni científico, es un acta de acusación. Pero las acusaciones no son sentencias y, menos, cuando sus autores no son honestos, no entienden la época que describen, la compleja personalidad de Walesa ni el carácter de los agentes comunistas. Walesa, obrero joven e inexperimentado, pudo cometer un error, pero como activista de los sindicatos libres, líder de la huelga de Gdansk de 1980, presidente de Solidaridad, preso de la junta de Jaruzelski, líder de la resistencia clandestina, premio Nobel de la Paz y presidente de Polonia, no fue confidente de los comunistas.

La policía quería que se creyese que era un traidor y elaboró muchos documentos falsos que afirmaban que Walesa era el confidente Bolek, que vendía a sus colegas, líder de las huelgas por orden de la policía; que echó de Solidaridad a los mejores dirigentes y reunió a su cúpula en vísperas del golpe de Jaruzelski para que los comunistas la atrapasen y encarcelasen. Me pregunto, ¿qué policía del mundo desprestigia así a su agente?

El actual presidente de Polonia, Lech Kaczynski, tampoco se creía entonces que Walesa fuese un confidente. En cierta entrevista dijo que presentía que en el pasado de Walesa había algo oscuro, pero consideraba el problema zanjado. “Yo sabía que todos teníamos debilidades y que la policía pegaba a los obreros. Pensé que algo malo pudo ocurrir, pero consideré que Walesa supo levantar la cabeza y hacerse fuerte. Desempeñó un papel singular en la historia polaca y nunca creí que fuese un confidente”. El propio Walesa escribió: “Tuve contactos con la policía y no salí limpio de aquellos contactos. Me hicieron firmar algo”. Yo me lo creo. No sé si los documentos presentados en el libro son auténticos, pero sé que los policías no escribían en sus informes lo que oían, sino lo que querían oír. Pero supongamos que los documentos dicen la verdad y Walesa, a comienzos de los años setenta, tuvo contactos con la policía. Probablemente entonces lo hubiese condenado, pero hoy no puedo tirarle la primera piedra, porque recuerdo al líder de las huelgas, fiel a la causa aunque estuvo aislado un año de sus colegas. De su actitud inquebrantable dependían la suerte de Solidaridad y la lucha clandestina.

Con su firmeza, Walesa levantó su monumento que no destruirán esos seres ruines que no saben que uno no se conoce hasta que el destino no lo pone a prueba. Por eso siempre consideraré seres mezquinos a aquellos que, creyéndose puros, gozan descubriendo los pecados ajenos. Cuando dicen que buscan la verdad, ocultan que su verdad proviene de la mentira, porque la ruindad es hermana de la mentira. Si Walesa pisó en falso en los setenta hay que compadecerle, pero si supo romper con la policía y luchar contra la dictadura, hay que rendirle homenaje. Pocos se comportaron así.

Nunca fui cortesano de Walesa, muchas veces me atacó brutalmente y yo muchas veces lo critiqué, pero siempre fue para mí especial. En él convivían el egoísmo y la sabiduría campesina con el carisma del gran tribuno. Sabía hechizar a las masas y manipular a la gente, tenía la habilidad del intrigante y la grandeza del líder de una revolución pacífica. Carecía de cultura y de conocimientos, pero sabía aprovechar los consejos de los expertos, aunque siempre desconfiaba de ellos. Yo pensaba de él: “Es un tramposo honesto, un mentiroso sincero”, pero nunca un confidente.

Cuando perdió las presidenciales de 1995 oí hablar a dos de sus amigos ya enemistados con él: “Te comportas como si fueses la viuda de Walesa”, dijo uno y el otro le respondió: “Y tú como si te hubiese dejado huérfano”. Y los dos dijeron la verdad, porque Polonia sin Walesa en la vida política era otra.

Walesa se perdió muchas veces, pero ahora se ha perdido la democracia polaca, porque permite a unos miserables que traten de destruir a una gran figura con un suceso de hace más de 30 años. Leo los textos de esos seres mezquinos y veo puños dispuestos a golpear sin compasión, y es que la dictadura es el paraíso para los criminales y la democracia, el de los seres ruines.

Esos ruines se creen que todo es válido en la lucha por el poder, que la gente carece de principios y valores, que su único móvil es el egoísmo. Creen que todos son como ellos, pero Walesa nunca fue un ser ruin.

Jaroslaw Kaczynski, hermano del presidente, dijo que el libro que denigra a Walesa golpea al establishment, pero diga lo que diga, Walesa pasará a la historia y sus difamadores serán olvidados. Así piensa el establishment polaco que cree en la libertad, la igualdad y la fraternidad, pero nunca dirá como los jacobinos: “Si no te hermanas conmigo, te mataré”. Cree en la tolerancia, el respeto por la dignidad humana, la bondad y la reconciliación y no en el odio y la revancha. Cree que los méritos se deben respetar, aunque sean de los adversarios, que la pluralidad de las razones y valores es un pilar de la democracia, que nadie dispone de la verdad absoluta y que no se delata a los compañeros, ni se patea al que yace en el suelo. Cree que los archivos de la policía comunista no pueden ser fuente de ningún saber positivo, porque están llenos de fango y mentiras. Los que se valen de esos archivos dan una victoria a la policía comunista.

Muchos de esos miserables dicen: la lucha contra el comunismo comenzó en Polonia en 2005, con el triunfo electoral de los hermanos Kaczynski. Prometieron una revolución moral y la pusieron en marcha según sus propias costumbres, declarando la guerra a todos los que tenían otras ideas o hicieron algo por la democracia, la libertad y la independencia sin deberles nada a los gemelos. Los canallas ponen la etiqueta de enemigos de la libertad de la ciencia y de la verdad a quienes les critican. Una vez me contaron que la policía comunista fabricó pruebas falsas sobre una aventura amorosa del entonces obispo de Cracovia, Karol Wojtyla, que posteriormente sería el papa Juan Pablo II. ¿Sacarán esos miserables esa “verdad” de los archivos comunistas?

Nunca pensé que, en el 25º aniversario del premio Nobel de la Paz, alguien pagaría así a Walesa lo que hizo por Polonia. Por eso, al creador de Solidarnosc, le deseo: “Que nunca te falte como bendición la maldición de tus enemigos”.

Paradojas olímpicas

Por J. M. Ruiz Soroa (EL CORREO DIGITAL, 17/08/08):

La celebración de los Juegos Olímpicos en China está provocando una curiosa serie de descubrimientos intelectuales. El primero, desde luego, el de la escasa correspondencia con la realidad del pensamiento cultural relativista tan difundido entre nosotros, ese pensamiento que proclama una radical diferencia e incomunicación de valores entre las diversas culturas del mundo. Si tal cosa fuera cierta resultaría difícil de entender el entusiasmo con que los chinos ponen en práctica un evento que fue ‘inventado’ en el corazón mismo de la cultura occidental, asumiendo sin dificultad alguna todo su significado, incluido el nacionalista y propagandístico, que conlleva. Parece que competir para exaltar el triunfo propio frente al otro es un universal antropológico (aquéllos a quienes repugna este término pueden poner aquí el de ‘común’), una pauta en la que todos los grupos étnicos se expresan con idéntico sentido y similar eficacia.

Por el contrario, los derechos de las personas a una igual dignidad se siguen considerando entre nosotros como un ‘invento occidental’ cargado de etnocentrismo, que no podría ni debería traducirse a culturas diversas. De manera que habría que respetar la privación que sufren ciertas poblaciones como una expresión de su particularismo cultural. Los orientales prefieren la fraternidad a la libertad, se llega a afirmar entre nosotros con toda tranquilidad (aunque sin explicar nunca qué es en concreto eso de la fraternidad). Curiosa actitud ésta que acepta con toda docilidad la universalización del deporte competitivo o de la economía mercantilista, y sin embargo aduce tantas (malas) razones para evitar la universalización de la dignidad del ser humano. Es el tributo que pagamos al culto idolátrico a la diferencia que se practica entre los pensadores políticamente correctos.

No menos curiosa y paradójica resulta la posición oficial del Comité Olímpico y de las autoridades de algunos países invitados a China (entre ellas las españolas) de censurar a sus atletas y prohibirles hacer cualquier manifestación o comentario político críticos (se entiende) sobre el país de acogida, bajo amenaza de mandarlos a casa de inmediato. La verdad es que en el País Vasco tenemos una larga tradición en esto de mirar para otro lado cuando vamos de fiesta o cuando acudimos al fútbol. Nunca se ha visto, en efecto, que unas ‘jaiak’ se suspendieran por el asesinato de un ciudadano, o que el Athletic guardara un minuto entero de silencio por las víctimas. Pero resulta sorprendente contemplar cómo nuestro modelo de separación entre fiesta deportiva y derechos humanos se adopta a nivel mundial. Difundimos uno de los peores aspectos de nuestra idiosincrasia.

La prédica de que política y deporte deben separarse se funda en un gigantesco equívoco, el de pensar que la política es una cuestión que se sitúa en un lugar particular y aislado dentro de la sociedad civil, que posee un ‘locus’ separado nítidamente de otros como el deporte, la familia o la economía. Y no es así, sino que la política permea y tiñe cualquier ámbito de actividad interpersonal y cualquier institución social. Tal como el movimiento feminista ha puesto de manifiesto modernamente (y antes que él hicieron ese descubrimiento los trabajadores o los esclavos), ‘lo privado es político’. Mantener esferas de actividad sociales a resguardo de la política, por mucho que se haga invocando altos ideales, no es en último término sino una forma de perpetuar un poder y unos intereses muy concretos. En este caso, el poder de un régimen autoritario chino que recuerda extraordinariamente a nuestro tardofranquismo, todo él imbuido de desarrollismo económico y autoritarismo social. Pero también el poder omnímodo y preocupante que en nuestras sociedades están usurpando los organismos rectores del deporte.

En efecto, el deporte está conformándose progresivamente en la actual sociedad como un ámbito sometido a unas reglas particulares, que instauran y administran unas instituciones de borrosa composición y más que dudoso control público, dotadas de unos particulares sistemas de justicia y sanción. Comportamientos que no se tolerarían en otros sectores de actividad, como el de prohibir a sus miembros ejercitar su derecho a la libre expresión de sus ideas, se aceptan dócilmente en el ámbito deportivo so capa de respeto a un espíritu olímpico vago y etéreo. Al igual que, so capa de acabar con la lacra del dopaje, se acepta que a los deportistas se les trate en una forma que sería inadmisible incluso en caso de delincuentes confesos.

Pero lo que resulta más sorprendente y paradójico es que nuestro propio Gobierno avale esa suspensión temporal del derecho constitucional de libre expresión de sus ideas para unos ciudadanos españoles. Que ponga entre paréntesis su propio Estado de Derecho y obligue a sus deportistas desplazados a comportarse como si fueran chinos. Es decir, como personas a las que no se reconoce ni ampara su autonomía crítica. Quienes con toda seguridad se emocionaron en su juventud viendo a los atletas negros levantar sus puños enguantados en el México de 1968 amenazan con la expulsión a quienes ahora alcen nada más que su voz para criticar una realidad china muy concreta. Incongruente. Como lo es que unos países occidentales democráticos pretendan convencer de lo valioso de su régimen político a los demás, pero al mismo tiempo estén dispuestos a conculcarlo para poder mantener fructíferas relaciones mutuas. ¿De verdad creen que así se prestigia la causa de la dignidad humana?

Adiós a una visión de los Balcanes

Por Ismail Kadare, novelista y poeta albanés. Traducción: Toni Tobella (EL PERIÓDICO, 17/08/08):

Según algunos estudiosos, el origen de la novela El Quijote hay que encontrarlo en los años en que su autor, Miguel de Cervantes, pasó en Argel, preso de unos piratas, posiblemente balcánicos, según algunas fuentes. Esposado y aislado en una celda, el escritor soñó sin duda en las infinitas maneras de poder burlar a sus captores. El Quijote, la obra que escribió tras una experiencia tan desgraciada, narra precisamente los sucesivos triunfos imaginarios de un soñador.

Los pueblos de los Balcanes, durante sus cinco siglos de servilismo bajo el imperio otomano, pasaron por una experiencia extrañamente parecida a la de Cervantes o su famosa creación. Encadenados y sin ninguna opción de liberarse de un imperio detestado, vivían de sueños imposibles, a veces irracionales. Tal y como muestran sus baladas medievales, sus imaginaciones se desbordaban: en su impotencia por desbancar al imperio y fundar estados propios, hilaron mitos y fantasías. Sus estados visionarios a menudo fueron proyecciones e imitaciones del todopoderoso imperio, con toda su inmensidad, su ceremonial e ineludible sombra.

CUANDO, después de cinco siglos, los pueblos balcánicos uno a uno fueron obteniendo su libertad, su esclavitud había durado tanto tiempo que la imaginación no podía desprenderse de aquellas fantasías, y siguió generándolas como antaño en formas totalmente desconectadas de la realidad. Los territorios de sus países eran pequeños y, como trajes muy ajustados, no podían contener sus henchidos sueños.

Todos estos pueblos sin excepción quedaron infectados de megalomanía, y mostraron, uno tras otro, padecerla. Pero su conducta quijotesca era más trágica que cómica, e incluso ya en el siglo XXI, sus interpretaciones fantasiosas de la realidad influyeron en la historia manchada de sangre de los Balcanes.

En una de sus manifestaciones más violentas, la enfermedad tomó la forma de celo misionero. Cada uno de los pueblos balcánicos se persuadió a sí mismo de que la historia o el destino le había elegido para una gran misión. No tengo ninguna duda en poner a mi propio pueblo, el albano, el primero de la lista de la enfermería. El fervor misionero albano vivió su punto álgido de fanatismo en los años 60, medio siglo después de que el país se liberara del imperio otomano. Albania en aquellos tiempos era un país comunista, y de pronto proclamó su misión (o quizá mejor, su enfermedad) a escala global. Fue el absurdo máximo. ¡Este minúsculo y pobre país comunista declaró su disponibilidad a sacrificarse en defensa del marxismo-leninismo, que había sido traicionado virtualmente en todo el resto del planeta!

EL PRECIO QUE Albania tuvo que pagar por ese insensato sueño fue muy alto, un sueño que persistió hasta el derrocamiento del comunismo. Mientras, la vecina Grecia, aunque era un país capitalista, no quedó inmune a la plaga, lo que demuestra que la identidad balcánica es más fuerte que cualquier ideología. En el caso de los griegos, su fervor misionero ha estado vinculado a la idea de la panortodoxia. El resurgido sueño de Bizancio, la expansión de Grecia más allá de sus estrechas fronteras actuales, la reconquista de Constantinopla, la moderna Estambul de los turcos, y una alianza con la ortodoxia rusa, he aquí algunos de los síntomas de su enfermedad.

La misión serbia, aunque distinta en forma y consecuencias, guarda algún parecido con la griega. Durante el conflicto de Kosovo, en las paredes aparecieron pintadas con el eslogan Serbia, de Belgrado a Tokio. Esta especie de histeria expansionista nunca aparece aislada. En el caso serbio, venía asociada no solo con la panortodoxia, sino también con el síndrome de la cuna. Una batalla que se perdió hace 600 años, revestía de pronto una significación bíblica, y Kosovo, el lugar donde tuvo lugar, fue declarado “la cuna de Serbia”. Algo que corría en paralelo con la obsesión griega con Constantinopla, pero aún más absurda. Identificar el campo donde uno pierde una batalla como su cuna es más o menos como si Francia fuera a anunciar que su cuna es Waterloo, que está en Bélgica, o si Alemania fuera a hacer lo mismo con Stalingrado, aún más distante. España podría declarar que su cuna es el canal de la Mancha, donde la Armada Invencible fue hundida, y así Europa entera quedaría reducida al caos, con cunas generalmente situadas más allá de las fronteras de los estados demandantes.

NO SE PIENSE que estas fantasías pertenecen ya al pasado. En absoluto. Ante los ojos del mundo, existe hoy día una discusión entre Grecia y Macedonia acerca del nombre de esta. Detrás de tan absurda lucha merodean los fantasmas del mito y de la historia, que se remontan a Alejandro Magno, cuyo imperio se esfumó antes de Cristo.

Los caprichosos pueblos de los Balcanes, con su excesiva carga de historia, sueñan ahora con entrar en Europa. Saben muy bien que muchos de sus recuerdos espectrales no tienen cabida en la Unión Europea, pero les está costando prescindir de ellos. Normalmente, cuanto más absurda es una obsesión, tanto más fácil es desprenderse de ella, y los albaneses fueron los primeros en los Balcanes en abandonar su enloquecido celo misionero. Su actual pasión por la integración europea, que es inseparable de su amistad con Estados Unidos, implica un vigoroso repudio de su pasado. El resto de países balcánicos, a mayor o menor velocidad, también se dirigen hacia Europa. La victoria del presidente Boris Tadic en Serbia y la reciente detención de Radovan Karadic son expresiones de un firme propósito de entrar en Europa. Por lo que a Karadic se refiere, esta determinación se agradece más por el tiempo que se ha tardado en detenerle.

Fantasmagoría olímpica

Por Salvador Giner, sociólogo (EL PERIÓDICO, 17/08/08):

El circo olímpico que cada cuatro años ocupa la época boba mediática, la canicular, tiene sus aguafiestas. ¿A quién se le ocurre entrometerse en una fiesta de universal buena voluntad, deseos generales de paz y noble concurrencia entre los deportistas de todas partes? Esta vez, solo a Rusia y a Georgia, que inauguraron los Juegos con una guerra sanguinaria caucásica.

Permítanseme, sin afán de incordiar, solamente algunas constataciones. El Comité Olímpico Internacional sostiene, como el Gobierno tiránico de China, que estos Juegos no son políticos. El apoliticismo olímpico de un Gobierno que aplasta la nación tibetana y niega toda autonomía a los pueblos turcomanos y musulmanes de Xinjiang –dos territorios enormes– es una sublime entelequia. Con el latiguillo de Un mundo, un sueño el Partido Comunista Chino, plenamente dedicado a la promoción del capitalismo –y cómo– parece haberse unido a la idea del llamado pensamiento único, promovido –sin éxito, por cierto– por la derecha más neoliberal y reaccionaria.

EN ESTO los chinos no innovan nada. Los Juegos berlineses de 1936 –como en Georgia, empezaba entonces otra guerra simultáneamente, la civil española, con intervención alemana al lado de la barbarie– les precedieron en politización, aquella vez, fascista. Durante la preparación de las de México, en 1968, la policía, tres semanas antes, realizó una gran matanza de estudiantes. (La gente se acuerda más de los románticos disturbios parisinos de aquel año que de la represión mexicana.) Ahora, en cambio, todo parece controlado. Sobre todo, la buena educación pequinesa. Se ha prohibido a la gente escupir en público (hasta las escupideras que adornan los rincones han sido retiradas) y estrechar la mano más de tres segundos.

Eso es bueno para los efímeros visitantes y llena de satisfacción al Comité Olímpico Internacional. Consiste el COI en una comisión que se autorreproduce y perpetúa, y cuyo 90% de miembros son varones, además de occidentales y, muchos, miembros de la nobleza o de las diversas realezas que quedan por el mundo. El mayor poder en el COI queda en manos del comité ejecutivo, con 15 miembros (uno de ellos, uno nada más, mujer) y media docena solamente, no europea. Con lo cual este helénico continente nuestro sigue controlando la cosa, como los dioses del monte Olimpo deseaban. En las Olimpiadas clásicas no había persas.

Nunca ha tenido límites la credulidad humana, de modo que uno comprende que cunda tanto la admiración por los ceremoniales olímpicos. Bien está, pues, que nos creamos aquello de que en la inauguración se representaron 5.000 años de historia de la civilización china. (Aunque Gengis Jan y otros angélicos orientales no aparecieran, ni tampoco Mao y su edificante Revolución Cultural). Pero cuesta algo más de entender cómo tantos de los que han presenciado los Juegos no se sorprendan ante un despliegue tan descomunal de disciplina y precisión multitudinaria, con su anulación de toda individualidad, de todo pluralismo, de todo atisbo de humana variedad.

En ello los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992, con su elegancia, su ironía estética, su inventiva y la modestia de la población, contrastan de modo extraordinario. Ni Atlanta en 1996, ni Sydney en el 2000, ni Atenas en el 2004, alcanzaron tanta elegancia: pero como soy catalán, pueden ustedes pensar que me dejo llevar por mis sentimientos tribales. Pero tengo razón. Lo que vino después de Barcelona fue pura Disneylandia. Y lo que hay hoy en Pekín, el canto del cisne de un orden explosivo.

China es un gran país, con una sobrecogedora civilización, pero un país al que esperan tiempos difíciles. Estos Juegos pequineses han sido una orgía triunfalista de un gigante cuyo crecimiento industrial y económico parece imparable, pero que va a sufrir pronto una crisis de gravísimas proporciones. El capitalismo industrial desaforado necesita homologarse con un sistema político y otro cultural que encajen con él. Si los gobernantes chinos creen que no se producirán disfunciones y desajustes entre lo uno y lo otro, se equivocan trágicamente. La represión en la plaza de Tiananmen pudo llevarse a cabo con impunidad; la destrucción del Tibet, previa la entrada en él del ferrocarril más alto del mundo y la invasión demográfica planificada, también.

PERO LO que se avecina es mucho más grave. Los levantamientos ya no serán de unos cuantos estudiantes desesperados, de afán democrático. No bastarán ni los sindicatos verticales que hoy dominan la vasta clase obrera, ni la policía política, ni la censura contra internet y la prensa libre, ni las sumarias ejecuciones que sin cesar denuncia Amnistía Internacional. Lo que era fácil para una dictadura militar reaccionaria como la nuestra –la transición a la democracia liberal– no va a serlo para el régimen tiránico chino. No falta pues mucho para el descalabro posolímpico.

Unos pocos años a lo sumo.

Russia’s Challenge

By John McLaughlin, a senior fellow at the Johns Hopkins School of Advanced International Studies. From 2000 to 2004, he served as deputy director of central intelligence (THE WASHINGTON POST, 17/08/08):

The crisis in Georgia has been discussed largely in terms of whether it echoes what we knew in the Cold War. Yet this is too narrow a conception. We must bear in mind that when the Soviet Union collapsed in 1991, it was not just the end of the Cold War. It was, more important, the collapse of an empire — one that took Russia centuries to build and that, during the Soviet period, exerted global influence.

The last time empires collapsed on anything approaching this scale was during World War I, whose end saw the demise of both the Ottoman and Austro-Hungarian empires. Their collapse created enormous geopolitical vacuums and sent shock waves through Europe and the Middle East that eventually culminated in the largest single event in human history, World War II.

It has been 17 years since the Soviet collapse. Measured against the post-World War I-era time frame, we are at about the equivalent of 1935. In 1935, no one would have confidently foreseen the major events to come — not just World War II but the Holocaust, the invention of nuclear weaponry, the more than doubling of the world’s nations, the long struggle with the Soviet Union.

I am not suggesting that we are in for similarly dramatic or catastrophic events. But it’s clear that the dust has hardly begun to settle from the Soviet collapse, and we should not expect global stability for many years.

What are the implications of this?

First, given the tectonic shifts in the global underpinning, as in the aftermath of World War I, the potential for surprise is enormous — a warning bell for our nation’s intelligence community in particular. The Balkan crises of the 1990s were harbingers; when empires collapse, something has to fill the vacuum, and it usually challenges the status quo or brings an element of unpredictability. The most visible examples today are Georgia and the other states newly independent of the former Soviet Union.

Second, in a chaotic world countries fall back on old instincts. Consider this shorthand way to think about recent Russian history: Gorbachev with his half-hearted reforms destroyed the Soviet Union; Yeltsin with his unrestrained commitment to privatization destroyed Soviet-era communism; and Putin is now reinventing Russia. As he does this, it is not so much Soviet instinct that Putin is falling back on. Authoritarianism in Russia preceded the Bolsheviks, as did the czarist reach for empire. Those are the wellsprings of Russian policy in this new century, conditioned by 70 years of Soviet history.

It is impossible to know how far Russia wants or is able to take this in a globalized world that bears little resemblance to the relatively uncluttered landscape of czarist times. But we will surely face an increasingly complex calculus in our dealings with Russia — and its neighbors.

Third, in a less predictable world, the United States will require unprecedented agility to maintain the kind of leverage we became accustomed to during the Cold War and during the “sole superpower” period that followed the Soviet collapse — a moment that may now be passing. But as Defense Secretary Robert M. Gates and others have noted, agility is not our strong suit.

This reflects, in part, the fact that our national security institutions and decision-making structures were formed more than 60 years ago, during a period when we faced a singular and less agile adversary. That system allowed us to create impressive capabilities in separate areas of the foreign policy tool kit — military, diplomacy, intelligence — but we do not integrate them well, and we have trouble handling more than one or two major issues at once. It is past time to reexamine the National Security Act of 1947, the foundation upon which our current practices rest.

Fourth, we need to devote more time to long-range thinking and strategy — other areas where we have fallen short and where intelligence can play a key role. Our tendency to be driven by crises and to deal with problems as they arise stands in sharp contrast to the patterns of major countries that will also seek to shape the emerging world. Americans tend to think in four-year administrations and five-year budget cycles — particularly short horizons when you consider that Russia and China in particular, schooled by centuries of intrigue and competition, reflexively look further down the road.

Our leaders, especially presidential candidates and future intelligence leaders, would do well to contemplate a broader view of history. Those with the longer view will have a natural advantage as this post-unipolar world takes shape. The daily jousting of a presidential campaign is never conducive to long-range thinking, but once it is over, American partisans should recall the maxim that differences on national security should end, or at least blur, at the waters’ edge.

A Measured Response To Putin

By Jim Hoagland (THE WASHINGTON POST, 17/08/08):

Russia’s brutal and calculated invasion of Georgia raises the curtain on a dangerously volatile period in world politics. Further miscalculation and posturing by Russian, American and European leaders could damage the prospects of global peace for years to come.

Unilateral U.S. sanctions and more rhetoric are unlikely to succeed in reversing the immediate consequences of Vladimir Putin’s lunge for revenge and advantage in the Caucasus. The overriding policy goal for Washington should be to forge a new U.S.-European understanding on Russia that will be as durable and agile as containment was in the Cold War.

Times change, as Secretary of State Condoleezza Rice pointed out when asserting that “this is not 1968 and the invasion of Czechoslovakia,” even if there are eerie parallels to that presidential election year for Americans. But transatlantic cooperation is still essential to managing relations with a Kremlin that seems resurgent but may in fact be overreaching.

Called “Putin’s War” by some in Moscow, this conflict exposes the failure of Russia’s post-communist leadership to develop a political culture that does not depend on force, intimidation and tactical cleverness that frequently backfires.

For Putin, the attack on Georgian President Mikheil Saakashvili’s forces was not just business. It was intensely personal. Putin set out to bring about the downfall of the brash, impulsive Georgian who has overplayed the support he received from Washington.

“Putin’s feelings about Saakashvili resemble those George W. Bush had about Saddam Hussein,” a Russian friend observed as his nation’s troops moved out of South Ossetia and into the Georgian heartland. “This could turn out to be our Iraq.”

The invasion has also stripped away the pretense that Putin is sharing power with President Dmitry Medvedev, whose real job is to act as Putin’s lawyer. Medvedev negotiated enough loopholes in the cease-fire deal brokered by fellow lawyer and French President Nicolas Sarkozy to drive a tank force through — which Putin promptly did.

The Russian prime minister’s thirst for revenge extends far beyond Georgia. He is a transactional leader, expecting clear quids whenever he offers quos. In Putin’s view, President Bush did not reciprocate for the help and support Putin provided in the immediate wake of Sept. 11, 2001. Instead, the Americans continued to push for NATO expansion into Ukraine and Georgia, decided to place U.S. missile defenses near the Russian border, and egged on the Europeans in granting Kosovo an independence from Serbia that Russians refuse to recognize.

None of these actions, it turns out, were cost-free, as both the Clinton and Bush 43 administrations seemed to assume, or at least pretend, when challenged on them. Putin is someone who believes that a thumb in the eye deserves two if not three in return.

The invasion of Georgia was carefully if unpersuasively choreographed to echo NATO’s 1999 humanitarian intervention in Kosovo, with Russia claiming it acted to stop ethnic cleansing and genocide. By making the severing of any Georgian control over the enclaves of South Ossetia and Abkhazia a fait accompli, Moscow would turn this conflict into the kind of bleeding wound for the West that Kosovo is for Russia.

None of this excuses or attenuates the rape of Georgia. But the next American president should avoid the arrogance demonstrated by the Clinton and Bush administrations, which acted as if Russia would have no choice but to swallow NATO expansion into Georgia or Kosovo independence in any form Washington chose to dictate.

Putin now acts in similar fashion, apparently heedless that the Georgia action was certain to make former Soviet satellites and states more determined to seek U.S. protection. A few days after the invasion began, Poland put aside its reservations and signed a long-delayed accord to host U.S. missile interceptors.

Bush and Rice initially focused on getting a tough declaration from the Group of Seven industrial democracies condemning Russia. But the initial resistance Rice encountered in a conference call with other G-7 foreign ministers shows how hard Bush — and his successor — will have to work to rebuild alliance unity on the Kremlin.

That work must be done first at NATO, at an emergency meeting of foreign ministers in Brussels that the United States has called for Tuesday. The United States expects to get broad support there for suspending Russian participation in alliance maneuvers and rushing NATO reconstruction aid to Georgia. Poland and other ex-Soviet satellites are likely to demand harsher steps, which could include bans on Western investment in Russia’s oil and gas industry and a threat to boycott the 2014 Winter Olympics in Sochi.

European and U.S. cooperation should emphasize strategic steps that do not descend to Putinesque payback. Americans should not march to the same vindictive and erratic drummer the Russian leader follows into a Georgian quagmire. What is needed is a steady, controlled — and united — effort to confront Russian excesses without a trace of spite or pique.

Latin America Needs Better Than a Wall

By Óscar Arias Sánchez, president of Costa Rica in his second term and Nobel Peace Prize in 1987 (THE WASHINGTON POST, 17/08/08):

The designation this summer of $465 million in U.S. aid to combat drug trafficking in Mexico and Central America — along with the valuable cross-border dialogue that helped bring about this Merida Initiative — is a step in the right direction. With certain notable exceptions, the United States has largely ignored its southern neighbors, and signs of new cooperation are welcome.

But given the urgency of the problems we face, this step is disappointingly small. A long road lies ahead. We in the Americas have an unprecedented opportunity to create a better, safer hemisphere, but only if each country contributes all that it can. It is high time for the United States to redefine its approach to regional aid, not merely in the name of friendship but also in its own interest.

The Merida Initiative is stingy by any standard but especially by U.S. standards. Central America, Haiti and the Dominican Republic are allocated only $65 million — one-sixth the amount that legislators initially deemed necessary. Mexico receives $400 million a year, a comparatively princely sum but the same amount that the United States spends in Iraq in a single day. With such expensive enemies, there is apparently little room for friends.

A government, of course, is free to allocate its funds as it sees fit, especially where foreign aid is concerned. Yet support for the war on drugs is an investment in a shared problem, one that is largely fed by the enormous demand for drugs in the United States. Fighting drug traffickers is not only a Latin American responsibility, it is also an American responsibility, in the hemispheric sense, and the Merida package only begins to fulfill the United States’ share.

The amount of money is part of the issue. The choice of areas to fund is more important. The foremost responsibility of national leaders is to protect their citizens. To this end, the United States must broaden its definition of national security. Like all developed nations, it must confront the fact that no country can be safe while poverty, illiteracy, violence, preventable diseases and environmental destruction wreak havoc on others. Any foreign policy that views these issues as someone else’s problems is doomed.

The primary U.S. concerns regarding Latin America are drugs and illegal immigration. Yet these are symptoms, not diseases. The disease itself, the cause of these visible effects, is poverty in the Western Hemisphere’s developing nations. It is poverty that creates fertile ground for drug trafficking. It is poverty that sends so many legal and illegal immigrants over U.S. borders. Poverty needs no passport to travel and cannot be detained by walls.

This disease could be countered by investing in education, the only tool that can lift Latin Americans out of poverty for good. The United States could make a tremendous difference by making education a priority. According to recent estimates, the country is spending $3 million per mile to build a fence along its border with Mexico designed to keep out illegal immigrants seeking opportunities they cannot find at home. But for every mile of that fence, 2,500 young Latin Americans could receive monthly $100 grants to cover the costs of staying in school so they can get good jobs. For every mile of that fence, 15,000 children could receive Internet-capable laptop computers from MIT’s Media Lab, enabling them to join the globalized world rather than falling behind. The possibilities go on and on.

These are the investments that could keep Latin Americans from risking their lives to enter the United States anyway they can. These investments would be good for all our countries.

These are exciting times in the Americas. The United States has new leadership on the horizon and a chance to reexamine its foreign policy. Latin America has never been more democratic or better equipped to spend aid money effectively and transparently. If the United States were to extend its generosity to us, I am confident that the results would be extraordinary. After all, a more prosperous Latin America benefits not only its own people but the United States’ as well.

sábado, agosto 16, 2008

Hacia la berlusconización de Europa

Por Zouhir Louassini, periodista marroquí. Trabaja en la Radiotelevisión Italiana (RAI). Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 16/08/08):

El periodista Indro Montanelli, que era de derechas, se equivocó al pronosticar que la elección de Berlusconi sería útil. “Ese hombre es una enfermedad: sólo se cura con una vacuna. Una buena inyección de Cavaliere como primer ministro para inmunizarnos”. Sin embargo, el pueblo italiano le ha votado no dos, sino tres veces. “El pueblo” admira a este hombre. También se equivocaba Montanelli al insistir en que “los italianos no son capaces de virar hacia la derecha sin la cachiporra”, en referencia al fascismo. Esta derecha berlusconiana no necesita cachiporras, tiene las televisiones.

Si la demagogia es la degeneración de la democracia, aceptemos que la Italia berlusconiana es el reino de todas las demagogias posibles. Crisis económica, basuras en Nápoles, crimen organizado, corrupción en las más altas instancias. Pero el nuevo Gobierno italiano ha identificado de inmediato las causas de todos los males del país: los inmigrantes y los niños gitanos. Espero que las decisiones consiguientes no se tomen con el fin de enderezar Europa, como ha declarado il Cavaliere, que la ha encontrado cambiada tras sus dos años de ausencia. “Europa sin Tony Blair, Aznar, Chirac y yo mismo ha perdido personalidad y protagonismo y ha retrocedido”. Más claro imposible.

Cuando Silvio Berlusconi promete enderezar Europa, eso significa, en su diccionario, que en Italia ya se han alcanzado los objetivos propuestos. Tenía una receta para el país y la ha aplicado. Deseaba un país sin normas, sin espíritu crítico, con individuos adormecidos en una pasividad carente de significado. Y lo ha conseguido en dos decenios. Un proyecto nacido con la creación de su imperio mediático. Con el control de los medios de comunicación, le ha sido fácil obtener el consenso con el que sueñan numerosos políticos. Cuando Berlusconi habla de Europa, sus palabras se toman a la ligera. De hecho, con su lenguaje “colorido”, hace que todo parezca menos serio de lo que es. Racismo, xenofobia y machismo se convierten en opiniones, en bromas. Es la misma técnica que se utiliza desde siempre en sus medios: acostumbrar a la gente a este tipo de discursos hasta convertirlos en normales. Se trata de que no haya obstáculos. La democracia debe perder toda su fuerza. Debe enfermar. Hay que acabar con toda posibilidad de defensa, que a veces se apoya exclusivamente en el uso de un lenguaje comedido, respetuoso hacia el otro. El lenguaje que Berlusconi y su entorno llaman con desprecio “políticamente correcto”.

Por eso, cuando Berlusconi habla de enderezar Europa, hay que tomarle en serio. Se ha dado cuenta de las dificultades de adaptar Italia a las reglas del juego europeo y, en vista de ello, ha decidido adecuar Europa al modelo italiano. Adaptar la realidad a su medida. Si ha funcionado en Italia, ¿por qué no intentar “exportarlo” a toda Europa? En el fondo, es un gran empresario. Y está creando imitadores. ¿Qué creen que es Sarkozy, más que un alumno de la escuela de Berlusconi? Ése es el sueño del Cavaliere: una Europa a su imagen y semejanza.

La cuestión de la inmigración podría ser un buen ejemplo para demostrar que Europa se está volviendo cada día más berlusconiana. El berlusconismo es un modo de analizar el mundo, una auténtica filosofía. En vez de afrontar el problema con seriedad, basta con soltar unos cuantos eslóganes. Para los inmigrantes ilegales, leyes estrictas. La cárcel, por ejemplo. ¿Vamos a explicar después al pueblo el miedo que puede dar la idea de unos años en prisión a una persona que está dispuesta a morir para huir del hambre o la persecución?

Para hacer frente a la caída libre de su popularidad, Sarkozy propone la creación del búnquer europeo: blindar la Unión para dejar fuera a la inmigración indiscriminada. Una de las cuatro prioridades para los seis meses de presidencia francesa de la UE. Su “contrato de integración” es, en este sentido, una obra maestra, la apoteosis de la demagogia. Una muestra de berlusconismo de alto nivel. La idea de que alguien pueda integrarse sólo por haber firmado un contrato es producto de una imaginación que no comprende ni qué es la inmigración ni qué significa la pobreza. Hace muchos años, cuando colaboraba con la iglesia de Tánger en Marruecos, fui testigo de la cantidad de personas dispuestas a convertirse al catolicismo a cambio de un visado para entrar en España. Si la gente está dispuesta a cambiar de religión, ¿por qué no va a firmar una hoja de papel?

En situaciones extremas, las personas están dispuestas a firmar todos los contratos posibles, a aceptar infinitas humillaciones, pero es evidente que eso no va a resolver la situación de la inmigración ni las incomodidades de la población local. En un mundo globalizado, afrontar la cuestión de la inmigración con eslóganes y demagogia puede aumentar la popularidad de quien los utiliza, pero no ayuda a resolver nada.

Sólo con una visión abierta del mundo y aceptando la realidad actual podremos derrotar el verdadero mal: la pobreza. Cerrar las puertas de Europa es una fantasía, una gran mentira. Por el contrario, el berlusconismo, que está invadiendo el Viejo Continente, es una realidad consolidada; y el problema es “su capacidad de mentira casi conmovedora -como decía Montanelli-, porque el primero que se cree sus propias mentiras es él”.

Cara y cruz de Fidel y el Che Guevara

Por Juan María Alponte, profesor titular de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (EL PAÍS, 16/08/08):

En noviembre de 1953, Ernesto Guevara, nacido en Santa Fe, Argentina, el 14 de junio de 1928, acababa de llegar a Guatemala después de un largo viaje por América Latina. Buscaba trabajo en un periodo presidencial: el de Jacobo Arbenz. Éste, elegido en 1950, había promulgado, en 1952, la Reforma Agraria y hecho su famosa confrontación con la United Fruit. Una exiliada, perseguida por la dictadura peruana porque representaba el aprismo de Víctor Raúl Haya de la Torre, fue encargada de encontrar soluciones para el joven médico argentino. Ella se llamaba Hilda Gadea. Sería, después, la primera esposa de Ernesto Guevara. Él no era, todavía, el Che.

Fue evidente que la revolución -¿no era decir demasiado?- de Jacobo Arbenz impulsaría (en Estados Unidos se decía, sin más, que era un comunista y, con el paralelo torrente simplista de la United Fruit, se cerraba el “análisis”) y transformaría la vida de Guevara. En efecto, las tropas de Castillo Armas, bajo el concreto mando de la CIA, cruzaron la frontera el 17 de junio de 1954.

Con apoyo aéreo y metralleta en mano, durante la noche del sábado 26 al domingo 27, la resistencia se hizo imposible. El derrumbe del Gobierno de Jacobo Arbenz fue la primera experiencia seria, auténtica, del Che Guevara. Hilda dice que Ernesto Guevara escribió, en esa anochecida de bombas y fusiles, su primer artículo político de combate. Después, el texto se perdió. Se tituló así: Yo he visto la caída de Jacobo Arbenz. El artículo, según Hilda Gadea, desapareció en aquellas horas finales de la caída de un presidente a balazos. Derrumbe que Ernesto Guevara no dudó en calificar por su origen político y su dimensión, como “una intervención imperialista”.

El médico, hijo de una familia ilustrada y de la alta clase media, entraba en la historia cotidiana. Su contextualización dialéctica sería parte de su propia evolución personal. Veinte años después hablaría yo de ello con Víctor Raúl Haya de la Torre. Miro la dedicatoria que me hiciera, en Lima, en su libro El Antiimperialismo y el APRA. Acierto. Debajo de su firma está el año: 1974.

Le recordaba sus inicios en México donde, con el apoyo y protección de José Vasconcelos, se fundó el APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana, que después se entendió como Alianza Antiimperialista), y el sólo nombre de Vasconcelos le revivió aquel exilio. Uno de tantos, entre opresiones. Recuerdo su casona de Lima. En su despacho había 15 o 20 personas, todas hablando al tiempo. El presidente de Perú, el general Alvarado, gobernaba un seudosocialismo militar y su esposa (las criollas blancas casadas con los hombres de la casta militar), segura de sí misma, más que él, bailaba en las fiestas populares. Hablé con Haya de la Torre de esa estructura de poder y del fascinante encuentro, en Guatemala, de Ernesto Guevara con una aprista. Todo ello en un proyecto de cambio con la dura respuesta de la CIA. La cabeza móvil y festiva de Haya de la Torre aceptaba la coincidencia del tiempo. Me preguntó: “¿Has visto al general Alvarado?”. “Sí. Le hice una entrevista para el Canal 2 de Televisa en México”.

Tuve claro, oyendo al general, que el proyecto militar, acuciado por necesidades imperiosas, naufragaría. Así fue. De todas formas, la apasionante conversación con Haya de la Torre sobre el aprismo y el nacimiento político de Ernesto Guevara en Guatemala, bajo el Gobierno de Jacobo Arbenz, nos permitió entender al joven médico. Desde Guatemala a México. Aquí, en México, Ernesto Guevara se encontró con Fidel Castro. Ninguno de ellos lo previó. Tampoco, un día, su separación.

Se lo recordaba yo al padre de Ernesto Guevara cuando vivía, me parece recordar que era en el último piso del hotel Habana Libre. Fueron conversaciones apretadas, calientes. Pensaba hacer, y le animé para ello, un libro sobre su hijo, el Che. Después lo hizo. Nuestras palabras se encendían en la terraza que miraba el esplender del cielo del Caribe. Me dijo: “Voy a enseñarte algo prodigioso”. Entró en la habitación y me trajo dos fotografías. Una era la de Ernesto Guevara, hijo que tuvo en su primer matrimonio; la segunda era la de sus tres hijos habidos en el segundo enlace. Vi y entendí lo que me quería mostrar: el parecido portentoso de sus tres últimos hijos pequeños con Ernesto Guevara. Quedé sobrecogido: como si los genes quisieran perpetuar, en las vidas humanas, el juego misterioso de la sangre y la historia.

Lo que fue Guatemala para Ernesto Guevara, lo fue Bogotá para el hijo del soldado español (Ángel Castro) que en 1898 fuera conducido desde Galicia a los campos de guerra de Cuba para combatir a José Martí, el libertador, hijo de un sargento valenciano. Ángel Castro, terminado su periodo militar, regresó a España. Pronto, fascinado, retornó a Cuba. Fue arrastrado por un imán mágico que le transformó en un grande y rico hacendado con dos familias paralelas. De la segunda descienden Fidel, Raúl y Ramón. El padre debía ser hombre consciente. Sus hijos pasaron los años en los mejores colegios de jesuitas. No sé qué les enseñarían. Ignacio de Loyola y el duque de Gandía, que fueron generales de la orden, lo pasaron mal con la Inquisición. Lo digo, obviamente, en su honor.

Lo cierto es que el universitario Fidel Castro tuvo, como Ernesto Guevara de la Serna (el último virrey De la Serna fue derrotado en la batalla de Ayacucho y hecho prisionero por el joven mariscal Sucre, que firmó con los vencidos una paz de hombre con alma grande) un bautismo de fuego especial. Aquél, en Guatemala; Fidel, en Bogotá. En efecto, en 1948, participó, con otros universitarios cubanos, en la Conferencia Estudiantil a celebrar en Bogotá, a la vez que allí se desarrollaba la Conferencia de los Estados Americanos.

Hubo parada, en el camino a Bogotá, en Venezuela, donde, por vez primera desde la Independencia, el país eligió en 1948 a un presidente en las urnas: Rómulo Gallegos, el autor de Doña Bárbara. Estuvieron Fidel y los cubanos en su casa, en La Guaira. Fidel se asombró: “No había un guardia”. Duró don Rómulo 11 meses en el poder. Hasta que mi amigo, Pablo Pérez Alfonzo, el futuro cofundador de la OPEP, obligó el fifty-fifty a las compañías petroleras estadounidenses. Una dictadura militar se impuso hasta el levantamiento popular, en Caracas, de 1958. Duro es vivir. Eso no lo sabían aún los estudiantes de La Habana.

En Bogotá los cubanos visitaron a un famoso dirigente colombiano: el liberal de izquierda Jorge Eliécer Gaitán. Su noble verbo transformaba la política. El 7 de abril estuvieron a verle en su despacho. Le entregó a Fidel Castro un texto suyo conmovedor: El discurso en favor de la paz. Quedaron en verse, de nuevo, el día 9. La cita fue para las once de la mañana. Cuando llegaron, la ciudad lloraba. Se acababa de asesinar a sangre fría a Gaitán. Bogotá la Noble entró en una furia inclemente -el Bogotazo- y, por vez primera, Fidel Castro, entre el oscuro río de la revuelta, tomó un fusil después de querer apropiarse de las botas de un militar que le gritó: “No; son las mías”. El incendio de Bogotá fue terrible. Nadie sabe lo que pasaría en el corazón de un joven universitario ante la infamia. Colombia iba a universalizar e institucionalizar, entre la agonía, la violencia que tendría para los colombianos un sentido terrible.

Crecieron las guerrillas que ahora cuentan sus muertos. Pero el epicentro de Jacobo Arbenz y el Bogotazo cambiaron la vida a dos hombres. El joven Fidel diría: “Durante esos días tuve [en Bogotá] un máuser y 16 balas en mis manos. Empleé, entonces, cuatro”. ¿Cuántas se han disparado en el edificio de la intransigencia? Tirofijo, ahora, estrena su muerte. Volvieron a Cuba aquellos del Bogotazo en un avión de ganado.

La violencia ganaría en Colombia su batalla a la concordia. Ni shalom ni salam.