martes, octubre 02, 2012

El ejemplo de Alemania

Por Joseba Arregi, fue consejero del Gobierno vasco y es ensayista y presidente de Aldaketa (El Mundo, 01/10/2012).
Merece una reflexión la querencia de tantos políticos nacionalistas, pero no sólo, a tomar y poner como ejemplo a Alemania cuando se trata de querer ser o tener Estado propio, cuando se trata de proponer algún tipo de federalismo -especialmente con el añadido de asimétrico-, o cuando se trata de limitar la contribución a la solidaridad interterritorial y contar con Agencia Tributaria propia.
El uso del ejemplo alemán se caracteriza más por la manipulación interesada que por el conocimiento de la realidad constitucional alemana. Se ha llegado a afirmar que en Alemania existen más de 500 Agencias Tributarias, confundiendo éstas con oficinas de recaudación. También hay quien toma como ejemplo Baviera para hablar de soberanismo, de estatalidad propia, de lugar donde existen sentimientos soberanistas.
Baviera ocupa un lugar exactamente igual a los demás Länder de Alemania en el sistema constitucional alemán. A cualquier político de la CSU (el partido socialcristiano bávaro) le encanta ser ministro del Gobierno federal: el más famoso político del CSU, Franz Joseph Strauss, peleó duramente con Helmuth Kohl para ser el candidato común a la cancillería federal. Nadie puede hablar en serio de movimientos soberanistas en Baviera, a no ser que esté soñando.
No es fácil resumir el sistema financiero que rige en la República Federal de Alemania y el reparto entre los distintos niveles de gobierno. Lo primero que es preciso indicar es que el sistema federal alemán es un sistema de federalismo ejecutivo y cooperativo: las funciones de Estado las cumplen los Länder, menos aquéllas que están explícitamente reservadas en la Constitución a la federación -cláusula de reserva competencial-, y menos las concurrentes en el caso de que la federación haya hecho uso de su capacidad de legislar. En este sentido, los ingresos fiscales son considerados como ingresos del conjunto del Estado, y no del Gobierno federal, que los puede ceder o no. En esto se distingue claramente de la Constitución española en la que, por desgracia, se confunde el Estado y el Gobierno central. Lo curioso es que ningún nacionalista se refiere a estas cuestiones reclamando su reforma.
Lo segundo que hay que decir es que la Constitución alemana establece un reparto claro de financiación: del impuesto sobre las rentas de las personas físicas, 50% para la federación y 50% para los Länder. Del impuesto de Sociedades, lo mismo. Respecto al IVA, la Constitución dice que una ley federal establecerá los porcentajes de reparto. Una revisión rápida de la historia larga de aplicación de este mandato deja ver que aproximadamente la federación recibe el 54% y los Länder el 46%.
El siguiente paso en la solidaridad interterritorial es el de calcular los ingresos fiscales totales en Alemania para repartirlos -después de aplicar lo dicho en el apartado anterior- entre los Länder, para lo cual se tiene en cuenta el lugar en el que se han generado los ingresos y la población de cada Land. En tercer lugar, los Länder que quedan por encima de la media están obligados a pagar -equilibrar, ausgleichen-a los que quedan por debajo, con medidas que impidan que se revierta el orden de generación de ingresos.
Actualmente existen tres Länder que pagan -Baviera, Hesse y Baden-Würtemberg-, mientras que los demás son receptores, destacando entre todos ellos el Land Berlín, que es la capital de Alemania. Los Länder que pagan han intentado una y otra vez cambiar las reglas de juego o bien anular la Ley de solidaridad. Últimamente se ha distinguido en ello Baviera, aunque en los comienzos de la República Federal de Alemania comenzó siendo un Land receptor.
La última versión de este reequilibrio fiscal y financiero entre Länder se aprobó en 2001 -con el voto entusiasta de Baviera- con la previsión de validez hasta 2019. En la raíz de este acuerdo estaban una sentencia del Tribunal Constitucional de 1999 y una ley federal que respondía a ella. La sentencia obligaba a sacar de los debates políticos el equilibrio fiscal y financiero entre los Länder, obligando a establecer unas medidas y criterios de cálculo a largo plazo, más allá de eventualidades del momento.
Los analistas reconocen que es necesario reformar la regulación de la solidaridad, que es muy difícil hacerlo de forma aceptable para todos, y que es imposible anular la regulación de la solidaridad por el mandato constitucional de establecer situaciones de vida parecidas para todos en todo el territorio alemán. La ley de 2001 citada dice que es preciso mantener el principio de estatalidad propia de los Länder y su integración en la comunidad solidaria federal.
En Alemania no supone ningún problema que cada Land cuente con su Agencia Tributaria, más o menos propia. Y añado lo demás o menos porque no se trata de lo que se insinúa a veces en España: una Agencia Tributaria que se queda con todos los ingresos de un Land, y luego paga una parte negociada al Gobierno central. No. La Agencia Tributaria de cada Land recauda todos los impuestos que corresponden a cada Land, lo hace en aplicación de las leyes federales -aprobadas en el Bundestag o Parlamento federal, y en el Bundesrat o Senado, donde participan los gobiernos de los Länder-, estando obligada cada Agencia al reparto de los ingresos fiscales establecido en la Constitución y en las Leyes federales.
Aunque la última reforma del orden federal ha introducido algunos cambios en estas cuestiones, el presidente de cada Agencia Tributaria es nombrado de consuno por el Land y el Gobierno federal, y el reglamento que guía su funcionamiento es también establecido por consenso. En la última reforma, los Länder han adquirido mayor capacidad reglamentaria a cambio de dar mayor capacidad legislativa al Gobierno federal.
Ya ha quedado dicho que Baviera es, a todos los efectos, un Land más, con el mismo nivel competencial que el resto. Quizá sirva recordar lo que dice la Constitución alemana por un lado y, por ejemplo, la Constitución del Land del Norte del Rin y Westfalia, para entender lo que significa ser Estado en el sistema federal alemán. El preámbulo de la Constitución de Alemania dice lo siguiente: «Con la conciencia de su responsabilidad ante Dios y los hombres, animados por la voluntad de servir a la paz del mundo como miembro de pleno derecho en una Europa unida, el pueblo alemán, por la fuerza de su poder constituyente, se ha dado esta Constitución. Los alemanes en los Länder Baden-Würtemberg, Baviera, Berlín, Brandenburgo, Bremen, Hamburgo, Mecklemburgo-Pomerania anterior, Baja Sajonia, Norte del Rin-Westfalia, Renania-Palatinado, Sarre, Sajonia, Sajonia-Anhalt, Schleswig-Holstein y Turingia han completado en libre autodeterminación la unidad de Alemania. Con ello esta Constitución vale para el conjunto del pueblo alemán».
Y el Preámbulo de la Constitución del Land (estado) del Norte del Rin-Westfalia (1950) dice lo siguiente: «En responsabilidad ante Dios y los hombres, unidos a todos los alemanes… los hombres y mujeres del Land Norte del Rin-Westfalia se han dado esta Constitución». «Art. 4.1. Los derechos fundamentales y los derechos ciudadanos establecidos en la Constitución de la República Federal de Alemania son elementos constitutivos de esta Constitución y derecho estatal (de Land) de forma directa».
Conviene tener en cuenta todas estas cosas cuando se habla del ejemplo de Alemania: no se pueden tomar elementos sueltos sin tener en cuenta el sistema en el que poseen significado.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

El peligro populista en Europa

Monika Zgustova, escritora (El País, 01/10/2012).
“Europa está en una fase peligrosa”, advirtió hace unos días Mario Monti, tecnócrata en principio que se está revelando como uno de los mejores políticos europeos actuales, y propuso que se convocara una cumbre europea para discutir cómo afrontar el populismo que crece a medida que se ahonda la crisis económica. Monti añadió que un palpable populismo divisorio está presente en casi todos los países de la zona euro y pretende fragmentar las sociedades justo cuando Europa lucha por una mayor integración política, fiscal y financiera.
La preocupación de Monti está justificada, ya que la sombra de Berlusconi sigue cerniéndose sobre Italia. Además, hoy, el populismo antieuropeísta lo tiene más fácil que nunca porque Europa está sumida en dudas sobre sí misma: nuestro continente está atravesando una crisis de autoestima que lo debilita sobremanera.
Durante las primeras dos décadas tras la Segunda Guerra Mundial la mayor parte de Europa Occidental se expandía económicamente en un plácido clima de consenso político. Sin embargo, ese período fue relativamente breve: el final de los 60 y la década de los 70 trajeron masivas protestas sociales que desembocaron en el desencanto con las instituciones políticas y la desilusión con las grandes ideologías de la modernidad que caracterizaron la década de los 80. Fue en los 90 cuando las democracias europeas empezaron a encontrarse bajo la presión de una derecha radical, políticamente rompedora y electoralmente dinámica. Desmarcándose de la extrema derecha tradicional —los neofascistas y neonazis— y de sus incitaciones a la violencia, la irrupción de esos partidos “modernizados” en la política representa uno de los mayores peligros con los que se enfrentan las democracias europeas. Los excesos berlusconianos de múltiples y nefastas facetas son un ejemplo de ello.
Sin llegar a criticar abiertamente la legitimidad de la democracia, esos partidos se caracterizan por su rechazo del sistema sociopolítico establecido y abogan por un mercado ultraliberal, acompañado de una drástica reducción del papel del Estado. Son partidos derechistas en su oposición a la igualdad individual y social, en su rechazo de la integración de grupos marginales y en su apelación a la xenofobia, al racismo y, a veces, de modo más velado, hasta al antisemitismo (este es el caso del actual gobierno húngaro liderado por Viktor Orban). El populismo de esos partidos utiliza para sus fines los sentimientos mayoritarios en los ciudadanos e instrumentaliza la ansiedad y el desencanto socialmente extendidos.
Hasta hace poco, esos partidos ultraderechistas y populistas se concentraban en demonizar al inmigrante (así lo hizo el holandés Geert Wilders y el austríaco Jörg Haider, que emitían mensajes antiislámicos y xenófobos). Hoy, con la crisis económica extendida por toda Europa, esos partidos se multiplican (como se ha visto en Grecia, económicamente la más afectada), vilipendian el euro y los esfuerzos europeos por integrarse e incitan a la salida de la moneda común y de la UE. La francesa Marine Le Pen es la abanderada de esas posturas.
La mayoría de los países europeos tienen la ultraderecha y el populismo bien infiltrados en sus filas; en este aspecto España es una rara excepción digna de elogio. Alemania no cesa de desplegar esfuerzos por mantener a raya a sus grupos neonazis y algo parecido ocurre, aunque en menor medida, en los países escandinavos. Casi todos los Estados excomunistas de la Europa Central y del Este tienen, o han tenido recientemente, un partido populista gobernándolos: Polonia a los gemelos Jaroslaw y Lech Kaczynski, la República Checa a Václav Klaus, un ardiente euroescéptico que ha intentado tumbar más de un proyecto europeísta. Serbia acaba de elegir a su primer ministro, el nacionalista a ultranza Ivica Dacic, antes portavoz del difunto criminal de guerra Milosevic; al igual que este, también Dacic niega el genocidio perpetrado por los serbios contra el pueblo bosnio en Srebrenica y otras ciudades bosnias. Hungría se ha convertido en un Estado autocrático a espaldas de una Europa ocupada con su crisis: el primer ministro húngaro lleva a cabo un meticuloso ataque contra los medios de comunicación de su país, contra su sistema jurídico, el banco central y las leyes electorales hasta convertir a Hungría en el caso más flagrante de debilitación de la democracia en Europa.
Bajo el populismo y la ultraderecha la sustancia de la democracia tiende a disiparse. Por eso el ministro de exteriores polaco, Radoslaw Sikorski, muy escuchado en Berlín, afirmó hace poco que “es necesario aportar más transparencia y democracia a nuestras instituciones como respuesta a la falta de confianza que hoy se puede ver en la UE”.
Al igual que el de Sikorski y el de Monti, es notable el llamamiento del presidente de la Comisión Europea, Durao Barroso, por una federación europea de Estados, porque, en sus palabras, “no debemos permitir que nos dominen los populistas”, y el último discurso de François Hollande en Alemania en el que el presidente francés decía que “hay que avanzar hacia la integración si Europa no quiere caer en el egoísmo o el populismo”.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

Cándido en Bengazi

Por Serafín Fanjul, de la Real Academia de la Historia (ABC, 01/10/2012).
En su trepidante novela Lituma en los Andes Mario Vargas Llosa refiere la trágica suerte corrida, a manos de Sendero Luminoso, por varios europeos, despreocupados paseantes por los Andes. En un caso, dos francesitos jóvenes, en busca de la más excitante aventura de su vida, viajan en desconchiflados autocares por carreteras de barrancos espeluznantes, rodeados de gallinas y chanchos, de campesinos calzados con ojotas. Todo precioso: para contarlo en París, mostrar las fotos, alardear para los restos de un halo original y atrevido. Su peripecia —a todas luces sacada por el autor de la prensa de la época— termina peor que mal: apedreados hasta morir por los terrucos de Sendero. Más grave aún, si cabe, es el caso de la naturalista-ecologista-botánica de confuso origen europeo, pero afincada ya muchos años en el Perú, y sobre el cual había escrito numerosas obras sin enterarse de nada, de nada de lo fundamental: por su tozudez buenista hace perecer con ella a varios funcionarios peruanos cansados de advertirle cómo los estaba metiendo inermes y de puros cojudos en la boca del lobo. Momentos antes de enfrentarse a la lapidación, la irreducible gringa loca —aquí dirían guiri— no comprende lo que sucede, si ella ha decidido hacer la excursión sin escolta militar, si ella no está con el Gobierno, si ha escrito muchos y buenos libros para difundir sus estudios sobre plantas, paisajes, tesoros humanos… Si ella está con el pueblo, ¿por qué la matan?¿Por qué la odian? ¿Por qué no valoran la entrega de su vida al amor por el Perú y a proyectos para ayudar a los serranos? Desde la cruda objetividad del narrador o de nuestros ojos espectadores sabemos la respuesta: simplemente porque es ella. Y no es una de los suyos. Ni siquiera hay que acudir a la explicación pseudorracional del mesianismo maoísta, mezclado con el mito de Inkarri —vengativo restaurador del Tahuantinsuyo— por Abimael Guzmán y otros descerebrados; o a la utilización del terror como arma para desanimar y paralizar al adversario. Simplemente por ser ella.
Podríamos añadir una larga lista de casos similares en distintas latitudes, circunstancias y tiempos, desde algunos —por fortuna incruentos, aunque del todo baldíos—, como esos párrocos ilusos que piensan resolver la confrontación con el islam desarmando a las imágenes de Santiago Matamoros (v. g. en Nieva de Cameros, ver ABC, 03.08.08), o, si el cura es progre-progre, escondiendo al santo tras mil lienzos en la sacristía, hasta otros menos chuscos y más tristes, como aquella desgraciada actriz teatral italiana, con más sentimientos que ideas, quien, vestida de novia, en autostop y sola, se lanzó a las carreteras para detener la guerra de Irak, la de los Balcanes, todas las guerras. Naturalmente —y lo decimos con amargura— su ingenuo impulso terminó en una cuneta de Macedonia, violada y asesinada. También ella creía que la mera bondad de su causa sería parte suficiente para conjurar y derrotar a las fuerzas del Mal, y es ocioso extenderse comentando la inutilidad de las buenas intenciones si no van acompañadas de medios contundentes de convicción y/o coacción, la complejidad y duración de los procesos de cambio histórico y social, el componente de fe religiosa —personalísima— mal encauzada que late en todas estas acciones. Con proclamar su verdad, el mundo entero caerá de hinojos, comprenderá su error y mimará a las ballenas, mandará los tanques al chatarrero y confraternizará tiernamente y sin titubeos con los aborígenes de las antípodas, aunque no entiendan una palabra de su charla ni vayan a verlos jamás.
Han asesinado al embajador americano en Libia y —como es natural— nada podemos, ni debemos, opinar sobre sus motivaciones últimas, pues las desconocemos, al tiempo que respetamos el sacrificio de su existencia. Pero en términos generales, sí se debe recordar que fue uno de los impulsores de la supuesta Primavera Árabe y que su condición de arabista —en alguna medida lo era— pudo influir en su modo de entender las cosas. Porque eso que, de manera un tanto sumaria, denominamos «deformación profesional», en este caso un exacerbado sentido de identificación con el Buen Salvaje, o El Otro, induce a numerosos arabistas a verse como una prolongación del objeto de su estudio (en otras especializaciones con el suyo), redactando magníficos tratados y estudios sobre matices y aspectos de detalle en su materia de trabajo, pero tercos y ciegos en la negativa a replantear asunto alguno que afecte a las raíces de la cultura árabe o a sus relaciones con la nuestra. Tabú. Y a partir de ahí, profesionales serios, o analistas de medio pelo que vienen detrás, pueden incurrir en graves errores de bulto, por basarse en datos y valoraciones no pocas veces inexactas o incompletas, por decirlo educadamente. Que un conocedor del mundo árabe —como era el embajador Stevens— sobrevalore el poder de arrastre de sus buenas intenciones parece apuntar en el sentido que venimos indicando: como si a Sendero Luminoso, al-Qa‘ida, Boko Haram o los Hermanos Musulmanes les importasen un comino los miles de horas de estudio y dedicación, el cansancio de viajes y lugares inhóspitos soportados, las enfermedades contraídas —sé de lo que hablo— «en busca de la ciencia», dicho sea calcando la expresión árabe. Nada de esto redime al estudioso o al simpatizante arabófilo a los ojos del fanático de enfrente, que sólo quiere sumisión (o sea, islam); más bien lo vuelve del todo sospechoso, acreedor de reticencias y pesquisas: por algo lo hará…
En estos mismos días el Papa ha visitado el Líbano, tratando de coadyuvar, cuando menos, a un apaciguamiento de la violencia permanente que allá se vive desde tiempo inmemorial; se ha reunido en protocolarias ceremonias con dirigentes religiosos de diversas confesiones y ha lanzado sentidos llamamientos a la cooperación y unidad de cristianos y musulmanes. Ha demostrado preocupación y buenos sentimientos, testimonio de su misión y caridad por los que sufren. En suma, ha cumplido como máximo representante de la principal confesión religiosa del momento y de la historia. Pero es imposible que ignore —y por tanto no es él el Cándido de Bengazi— la dificultad ciclópea que entraña su exhorto. Los intentos de acercamiento pacífico a los musulmanes tienen larga trayectoria: desde que a mediados del siglo XV fray Juan de Segovia (con antecedentes en Ramón Llull) compusiera su obra de aproximación teórica ( De mittendo gladio Divini Spiritus in corda Sarracenorum), o a fines de la misma centuria fray Hernando de Talavera, primer arzobispo de Granada tras la toma de la ciudad, pretendiese la conversión de los moros locales por la vía de la dulzura persuasiva sin coerción ni presiones. El fracaso práctico de tan loables métodos (como años más tarde el de fray Bartolomé de las Casas en Cumaná) trajo el golpe pendular del cardenal Cisneros, su orden coactiva de bautismo y la primera rebelión de las Alpujarras. Justo lo contrario de lo pretendido.
Bien es cierto —y es una diferencia notable— que Benedicto XVI, siguiendo el respetuoso ecumenismo de la Iglesia actual, no pretende convertir a nadie, tan sólo coexistir en paz, cooperar y mantener el status quo, tan menguado, de la fe en Oriente Próximo. Nada más. O, en otras palabras, salvar el cristianismo subsistente en la zona en espera de tiempos mejores. El problema —que sin duda el santo Padre tampoco ignora— es que eso también lo saben los dirigentes musulmanes, y saben que el tiempo siempre ha jugado a su favor, desde la caída de Jerusalén en el año 636. Tenemos, pues, ante nosotros un presente y un futuro en los que no cabe candidez alguna.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona