martes, octubre 02, 2012

El ejemplo de Alemania

Por Joseba Arregi, fue consejero del Gobierno vasco y es ensayista y presidente de Aldaketa (El Mundo, 01/10/2012).
Merece una reflexión la querencia de tantos políticos nacionalistas, pero no sólo, a tomar y poner como ejemplo a Alemania cuando se trata de querer ser o tener Estado propio, cuando se trata de proponer algún tipo de federalismo -especialmente con el añadido de asimétrico-, o cuando se trata de limitar la contribución a la solidaridad interterritorial y contar con Agencia Tributaria propia.
El uso del ejemplo alemán se caracteriza más por la manipulación interesada que por el conocimiento de la realidad constitucional alemana. Se ha llegado a afirmar que en Alemania existen más de 500 Agencias Tributarias, confundiendo éstas con oficinas de recaudación. También hay quien toma como ejemplo Baviera para hablar de soberanismo, de estatalidad propia, de lugar donde existen sentimientos soberanistas.
Baviera ocupa un lugar exactamente igual a los demás Länder de Alemania en el sistema constitucional alemán. A cualquier político de la CSU (el partido socialcristiano bávaro) le encanta ser ministro del Gobierno federal: el más famoso político del CSU, Franz Joseph Strauss, peleó duramente con Helmuth Kohl para ser el candidato común a la cancillería federal. Nadie puede hablar en serio de movimientos soberanistas en Baviera, a no ser que esté soñando.
No es fácil resumir el sistema financiero que rige en la República Federal de Alemania y el reparto entre los distintos niveles de gobierno. Lo primero que es preciso indicar es que el sistema federal alemán es un sistema de federalismo ejecutivo y cooperativo: las funciones de Estado las cumplen los Länder, menos aquéllas que están explícitamente reservadas en la Constitución a la federación -cláusula de reserva competencial-, y menos las concurrentes en el caso de que la federación haya hecho uso de su capacidad de legislar. En este sentido, los ingresos fiscales son considerados como ingresos del conjunto del Estado, y no del Gobierno federal, que los puede ceder o no. En esto se distingue claramente de la Constitución española en la que, por desgracia, se confunde el Estado y el Gobierno central. Lo curioso es que ningún nacionalista se refiere a estas cuestiones reclamando su reforma.
Lo segundo que hay que decir es que la Constitución alemana establece un reparto claro de financiación: del impuesto sobre las rentas de las personas físicas, 50% para la federación y 50% para los Länder. Del impuesto de Sociedades, lo mismo. Respecto al IVA, la Constitución dice que una ley federal establecerá los porcentajes de reparto. Una revisión rápida de la historia larga de aplicación de este mandato deja ver que aproximadamente la federación recibe el 54% y los Länder el 46%.
El siguiente paso en la solidaridad interterritorial es el de calcular los ingresos fiscales totales en Alemania para repartirlos -después de aplicar lo dicho en el apartado anterior- entre los Länder, para lo cual se tiene en cuenta el lugar en el que se han generado los ingresos y la población de cada Land. En tercer lugar, los Länder que quedan por encima de la media están obligados a pagar -equilibrar, ausgleichen-a los que quedan por debajo, con medidas que impidan que se revierta el orden de generación de ingresos.
Actualmente existen tres Länder que pagan -Baviera, Hesse y Baden-Würtemberg-, mientras que los demás son receptores, destacando entre todos ellos el Land Berlín, que es la capital de Alemania. Los Länder que pagan han intentado una y otra vez cambiar las reglas de juego o bien anular la Ley de solidaridad. Últimamente se ha distinguido en ello Baviera, aunque en los comienzos de la República Federal de Alemania comenzó siendo un Land receptor.
La última versión de este reequilibrio fiscal y financiero entre Länder se aprobó en 2001 -con el voto entusiasta de Baviera- con la previsión de validez hasta 2019. En la raíz de este acuerdo estaban una sentencia del Tribunal Constitucional de 1999 y una ley federal que respondía a ella. La sentencia obligaba a sacar de los debates políticos el equilibrio fiscal y financiero entre los Länder, obligando a establecer unas medidas y criterios de cálculo a largo plazo, más allá de eventualidades del momento.
Los analistas reconocen que es necesario reformar la regulación de la solidaridad, que es muy difícil hacerlo de forma aceptable para todos, y que es imposible anular la regulación de la solidaridad por el mandato constitucional de establecer situaciones de vida parecidas para todos en todo el territorio alemán. La ley de 2001 citada dice que es preciso mantener el principio de estatalidad propia de los Länder y su integración en la comunidad solidaria federal.
En Alemania no supone ningún problema que cada Land cuente con su Agencia Tributaria, más o menos propia. Y añado lo demás o menos porque no se trata de lo que se insinúa a veces en España: una Agencia Tributaria que se queda con todos los ingresos de un Land, y luego paga una parte negociada al Gobierno central. No. La Agencia Tributaria de cada Land recauda todos los impuestos que corresponden a cada Land, lo hace en aplicación de las leyes federales -aprobadas en el Bundestag o Parlamento federal, y en el Bundesrat o Senado, donde participan los gobiernos de los Länder-, estando obligada cada Agencia al reparto de los ingresos fiscales establecido en la Constitución y en las Leyes federales.
Aunque la última reforma del orden federal ha introducido algunos cambios en estas cuestiones, el presidente de cada Agencia Tributaria es nombrado de consuno por el Land y el Gobierno federal, y el reglamento que guía su funcionamiento es también establecido por consenso. En la última reforma, los Länder han adquirido mayor capacidad reglamentaria a cambio de dar mayor capacidad legislativa al Gobierno federal.
Ya ha quedado dicho que Baviera es, a todos los efectos, un Land más, con el mismo nivel competencial que el resto. Quizá sirva recordar lo que dice la Constitución alemana por un lado y, por ejemplo, la Constitución del Land del Norte del Rin y Westfalia, para entender lo que significa ser Estado en el sistema federal alemán. El preámbulo de la Constitución de Alemania dice lo siguiente: «Con la conciencia de su responsabilidad ante Dios y los hombres, animados por la voluntad de servir a la paz del mundo como miembro de pleno derecho en una Europa unida, el pueblo alemán, por la fuerza de su poder constituyente, se ha dado esta Constitución. Los alemanes en los Länder Baden-Würtemberg, Baviera, Berlín, Brandenburgo, Bremen, Hamburgo, Mecklemburgo-Pomerania anterior, Baja Sajonia, Norte del Rin-Westfalia, Renania-Palatinado, Sarre, Sajonia, Sajonia-Anhalt, Schleswig-Holstein y Turingia han completado en libre autodeterminación la unidad de Alemania. Con ello esta Constitución vale para el conjunto del pueblo alemán».
Y el Preámbulo de la Constitución del Land (estado) del Norte del Rin-Westfalia (1950) dice lo siguiente: «En responsabilidad ante Dios y los hombres, unidos a todos los alemanes… los hombres y mujeres del Land Norte del Rin-Westfalia se han dado esta Constitución». «Art. 4.1. Los derechos fundamentales y los derechos ciudadanos establecidos en la Constitución de la República Federal de Alemania son elementos constitutivos de esta Constitución y derecho estatal (de Land) de forma directa».
Conviene tener en cuenta todas estas cosas cuando se habla del ejemplo de Alemania: no se pueden tomar elementos sueltos sin tener en cuenta el sistema en el que poseen significado.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

El peligro populista en Europa

Monika Zgustova, escritora (El País, 01/10/2012).
“Europa está en una fase peligrosa”, advirtió hace unos días Mario Monti, tecnócrata en principio que se está revelando como uno de los mejores políticos europeos actuales, y propuso que se convocara una cumbre europea para discutir cómo afrontar el populismo que crece a medida que se ahonda la crisis económica. Monti añadió que un palpable populismo divisorio está presente en casi todos los países de la zona euro y pretende fragmentar las sociedades justo cuando Europa lucha por una mayor integración política, fiscal y financiera.
La preocupación de Monti está justificada, ya que la sombra de Berlusconi sigue cerniéndose sobre Italia. Además, hoy, el populismo antieuropeísta lo tiene más fácil que nunca porque Europa está sumida en dudas sobre sí misma: nuestro continente está atravesando una crisis de autoestima que lo debilita sobremanera.
Durante las primeras dos décadas tras la Segunda Guerra Mundial la mayor parte de Europa Occidental se expandía económicamente en un plácido clima de consenso político. Sin embargo, ese período fue relativamente breve: el final de los 60 y la década de los 70 trajeron masivas protestas sociales que desembocaron en el desencanto con las instituciones políticas y la desilusión con las grandes ideologías de la modernidad que caracterizaron la década de los 80. Fue en los 90 cuando las democracias europeas empezaron a encontrarse bajo la presión de una derecha radical, políticamente rompedora y electoralmente dinámica. Desmarcándose de la extrema derecha tradicional —los neofascistas y neonazis— y de sus incitaciones a la violencia, la irrupción de esos partidos “modernizados” en la política representa uno de los mayores peligros con los que se enfrentan las democracias europeas. Los excesos berlusconianos de múltiples y nefastas facetas son un ejemplo de ello.
Sin llegar a criticar abiertamente la legitimidad de la democracia, esos partidos se caracterizan por su rechazo del sistema sociopolítico establecido y abogan por un mercado ultraliberal, acompañado de una drástica reducción del papel del Estado. Son partidos derechistas en su oposición a la igualdad individual y social, en su rechazo de la integración de grupos marginales y en su apelación a la xenofobia, al racismo y, a veces, de modo más velado, hasta al antisemitismo (este es el caso del actual gobierno húngaro liderado por Viktor Orban). El populismo de esos partidos utiliza para sus fines los sentimientos mayoritarios en los ciudadanos e instrumentaliza la ansiedad y el desencanto socialmente extendidos.
Hasta hace poco, esos partidos ultraderechistas y populistas se concentraban en demonizar al inmigrante (así lo hizo el holandés Geert Wilders y el austríaco Jörg Haider, que emitían mensajes antiislámicos y xenófobos). Hoy, con la crisis económica extendida por toda Europa, esos partidos se multiplican (como se ha visto en Grecia, económicamente la más afectada), vilipendian el euro y los esfuerzos europeos por integrarse e incitan a la salida de la moneda común y de la UE. La francesa Marine Le Pen es la abanderada de esas posturas.
La mayoría de los países europeos tienen la ultraderecha y el populismo bien infiltrados en sus filas; en este aspecto España es una rara excepción digna de elogio. Alemania no cesa de desplegar esfuerzos por mantener a raya a sus grupos neonazis y algo parecido ocurre, aunque en menor medida, en los países escandinavos. Casi todos los Estados excomunistas de la Europa Central y del Este tienen, o han tenido recientemente, un partido populista gobernándolos: Polonia a los gemelos Jaroslaw y Lech Kaczynski, la República Checa a Václav Klaus, un ardiente euroescéptico que ha intentado tumbar más de un proyecto europeísta. Serbia acaba de elegir a su primer ministro, el nacionalista a ultranza Ivica Dacic, antes portavoz del difunto criminal de guerra Milosevic; al igual que este, también Dacic niega el genocidio perpetrado por los serbios contra el pueblo bosnio en Srebrenica y otras ciudades bosnias. Hungría se ha convertido en un Estado autocrático a espaldas de una Europa ocupada con su crisis: el primer ministro húngaro lleva a cabo un meticuloso ataque contra los medios de comunicación de su país, contra su sistema jurídico, el banco central y las leyes electorales hasta convertir a Hungría en el caso más flagrante de debilitación de la democracia en Europa.
Bajo el populismo y la ultraderecha la sustancia de la democracia tiende a disiparse. Por eso el ministro de exteriores polaco, Radoslaw Sikorski, muy escuchado en Berlín, afirmó hace poco que “es necesario aportar más transparencia y democracia a nuestras instituciones como respuesta a la falta de confianza que hoy se puede ver en la UE”.
Al igual que el de Sikorski y el de Monti, es notable el llamamiento del presidente de la Comisión Europea, Durao Barroso, por una federación europea de Estados, porque, en sus palabras, “no debemos permitir que nos dominen los populistas”, y el último discurso de François Hollande en Alemania en el que el presidente francés decía que “hay que avanzar hacia la integración si Europa no quiere caer en el egoísmo o el populismo”.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

Cándido en Bengazi

Por Serafín Fanjul, de la Real Academia de la Historia (ABC, 01/10/2012).
En su trepidante novela Lituma en los Andes Mario Vargas Llosa refiere la trágica suerte corrida, a manos de Sendero Luminoso, por varios europeos, despreocupados paseantes por los Andes. En un caso, dos francesitos jóvenes, en busca de la más excitante aventura de su vida, viajan en desconchiflados autocares por carreteras de barrancos espeluznantes, rodeados de gallinas y chanchos, de campesinos calzados con ojotas. Todo precioso: para contarlo en París, mostrar las fotos, alardear para los restos de un halo original y atrevido. Su peripecia —a todas luces sacada por el autor de la prensa de la época— termina peor que mal: apedreados hasta morir por los terrucos de Sendero. Más grave aún, si cabe, es el caso de la naturalista-ecologista-botánica de confuso origen europeo, pero afincada ya muchos años en el Perú, y sobre el cual había escrito numerosas obras sin enterarse de nada, de nada de lo fundamental: por su tozudez buenista hace perecer con ella a varios funcionarios peruanos cansados de advertirle cómo los estaba metiendo inermes y de puros cojudos en la boca del lobo. Momentos antes de enfrentarse a la lapidación, la irreducible gringa loca —aquí dirían guiri— no comprende lo que sucede, si ella ha decidido hacer la excursión sin escolta militar, si ella no está con el Gobierno, si ha escrito muchos y buenos libros para difundir sus estudios sobre plantas, paisajes, tesoros humanos… Si ella está con el pueblo, ¿por qué la matan?¿Por qué la odian? ¿Por qué no valoran la entrega de su vida al amor por el Perú y a proyectos para ayudar a los serranos? Desde la cruda objetividad del narrador o de nuestros ojos espectadores sabemos la respuesta: simplemente porque es ella. Y no es una de los suyos. Ni siquiera hay que acudir a la explicación pseudorracional del mesianismo maoísta, mezclado con el mito de Inkarri —vengativo restaurador del Tahuantinsuyo— por Abimael Guzmán y otros descerebrados; o a la utilización del terror como arma para desanimar y paralizar al adversario. Simplemente por ser ella.
Podríamos añadir una larga lista de casos similares en distintas latitudes, circunstancias y tiempos, desde algunos —por fortuna incruentos, aunque del todo baldíos—, como esos párrocos ilusos que piensan resolver la confrontación con el islam desarmando a las imágenes de Santiago Matamoros (v. g. en Nieva de Cameros, ver ABC, 03.08.08), o, si el cura es progre-progre, escondiendo al santo tras mil lienzos en la sacristía, hasta otros menos chuscos y más tristes, como aquella desgraciada actriz teatral italiana, con más sentimientos que ideas, quien, vestida de novia, en autostop y sola, se lanzó a las carreteras para detener la guerra de Irak, la de los Balcanes, todas las guerras. Naturalmente —y lo decimos con amargura— su ingenuo impulso terminó en una cuneta de Macedonia, violada y asesinada. También ella creía que la mera bondad de su causa sería parte suficiente para conjurar y derrotar a las fuerzas del Mal, y es ocioso extenderse comentando la inutilidad de las buenas intenciones si no van acompañadas de medios contundentes de convicción y/o coacción, la complejidad y duración de los procesos de cambio histórico y social, el componente de fe religiosa —personalísima— mal encauzada que late en todas estas acciones. Con proclamar su verdad, el mundo entero caerá de hinojos, comprenderá su error y mimará a las ballenas, mandará los tanques al chatarrero y confraternizará tiernamente y sin titubeos con los aborígenes de las antípodas, aunque no entiendan una palabra de su charla ni vayan a verlos jamás.
Han asesinado al embajador americano en Libia y —como es natural— nada podemos, ni debemos, opinar sobre sus motivaciones últimas, pues las desconocemos, al tiempo que respetamos el sacrificio de su existencia. Pero en términos generales, sí se debe recordar que fue uno de los impulsores de la supuesta Primavera Árabe y que su condición de arabista —en alguna medida lo era— pudo influir en su modo de entender las cosas. Porque eso que, de manera un tanto sumaria, denominamos «deformación profesional», en este caso un exacerbado sentido de identificación con el Buen Salvaje, o El Otro, induce a numerosos arabistas a verse como una prolongación del objeto de su estudio (en otras especializaciones con el suyo), redactando magníficos tratados y estudios sobre matices y aspectos de detalle en su materia de trabajo, pero tercos y ciegos en la negativa a replantear asunto alguno que afecte a las raíces de la cultura árabe o a sus relaciones con la nuestra. Tabú. Y a partir de ahí, profesionales serios, o analistas de medio pelo que vienen detrás, pueden incurrir en graves errores de bulto, por basarse en datos y valoraciones no pocas veces inexactas o incompletas, por decirlo educadamente. Que un conocedor del mundo árabe —como era el embajador Stevens— sobrevalore el poder de arrastre de sus buenas intenciones parece apuntar en el sentido que venimos indicando: como si a Sendero Luminoso, al-Qa‘ida, Boko Haram o los Hermanos Musulmanes les importasen un comino los miles de horas de estudio y dedicación, el cansancio de viajes y lugares inhóspitos soportados, las enfermedades contraídas —sé de lo que hablo— «en busca de la ciencia», dicho sea calcando la expresión árabe. Nada de esto redime al estudioso o al simpatizante arabófilo a los ojos del fanático de enfrente, que sólo quiere sumisión (o sea, islam); más bien lo vuelve del todo sospechoso, acreedor de reticencias y pesquisas: por algo lo hará…
En estos mismos días el Papa ha visitado el Líbano, tratando de coadyuvar, cuando menos, a un apaciguamiento de la violencia permanente que allá se vive desde tiempo inmemorial; se ha reunido en protocolarias ceremonias con dirigentes religiosos de diversas confesiones y ha lanzado sentidos llamamientos a la cooperación y unidad de cristianos y musulmanes. Ha demostrado preocupación y buenos sentimientos, testimonio de su misión y caridad por los que sufren. En suma, ha cumplido como máximo representante de la principal confesión religiosa del momento y de la historia. Pero es imposible que ignore —y por tanto no es él el Cándido de Bengazi— la dificultad ciclópea que entraña su exhorto. Los intentos de acercamiento pacífico a los musulmanes tienen larga trayectoria: desde que a mediados del siglo XV fray Juan de Segovia (con antecedentes en Ramón Llull) compusiera su obra de aproximación teórica ( De mittendo gladio Divini Spiritus in corda Sarracenorum), o a fines de la misma centuria fray Hernando de Talavera, primer arzobispo de Granada tras la toma de la ciudad, pretendiese la conversión de los moros locales por la vía de la dulzura persuasiva sin coerción ni presiones. El fracaso práctico de tan loables métodos (como años más tarde el de fray Bartolomé de las Casas en Cumaná) trajo el golpe pendular del cardenal Cisneros, su orden coactiva de bautismo y la primera rebelión de las Alpujarras. Justo lo contrario de lo pretendido.
Bien es cierto —y es una diferencia notable— que Benedicto XVI, siguiendo el respetuoso ecumenismo de la Iglesia actual, no pretende convertir a nadie, tan sólo coexistir en paz, cooperar y mantener el status quo, tan menguado, de la fe en Oriente Próximo. Nada más. O, en otras palabras, salvar el cristianismo subsistente en la zona en espera de tiempos mejores. El problema —que sin duda el santo Padre tampoco ignora— es que eso también lo saben los dirigentes musulmanes, y saben que el tiempo siempre ha jugado a su favor, desde la caída de Jerusalén en el año 636. Tenemos, pues, ante nosotros un presente y un futuro en los que no cabe candidez alguna.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

domingo, septiembre 09, 2012

¿Paz en Colombia?

Por Shlomo Ben-Ami, Vice-President of the Toledo International Center for Peace, is the Israeli foreign minister who came closest to devising a viable peace agreement between Israel and Palestine. Traducido del inglés por Carlos Manzano (Project Syndicate, 05/09/2012).
El Acuerdo Marco para poner fin al conflicto armado en Colombia que acaba de anunciar el Presidente Juan Manuel Santos es un hito para su país y toda América Latina. Es también un tributo a la habilidad diplomática y negociadora.
El acuerdo con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, más conocidas como FARC, llega después de muchos años de intentos fallidos por parte de gobiernos colombianos de todas las orientaciones políticas para conseguir un acuerdo satisfactorio con el último movimiento guerrillero –y uno de los más odiosos– que ha actuado en América Latina. Las FARC, monumental aparato de terror, asesinatos en masa y tráfico de drogas, nunca habían accedido a debatir el desarme, la reintegración social y política de sus guerrilleros, los derechos de las víctimas, el fin de la producción de drogas y la participación en las comisiones “de la verdad y la responsabilidad” para examinar los crímenes cometidos durante medio siglo de conflicto, pero ahora sí.
Ese transcendental cambio refleja el estado de las FARC, diezmadas tras muchos años de lucha, la capacidad de resistencia de la sociedad colombiana y –y tal vez sea lo más importante– la brillante política regional de Santos. Al debilitarse el llamado Eje Bolivariano (Venezuela, Ecuador y Bolivia), las guerrillas de las FARC quedaron sin apoyo regional.
Como en el caso de los procesos de paz en Oriente Medio y América Central después del fin de la Guerra Fría, los cambios regionales crearon las condiciones para que se iniciara el proceso colombiano, pero en Oriente Medio y en América Central los protagonistas externos –los Estados Unidos y la Unión Soviética– produjeron el cambio; en el caso del proceso colombiano, el cambio surgió de dentro.
Antes de celebrar conversaciones secretas con las FARC en Cuba, la diplomacia regional de Santos cambió la política de la región al substituir las bravuconadas por una denodada labor de cooperación. Convirtió a Venezuela y el Ecuador, que durante mucho tiempo habían sido refugios para las FARC, en vecinos amistosos y deseosos de poner fin a la arcaica tradición de guerras revolucionarias. De hecho, el Presidente de Venezuela, Hugo Chávez, ha pasado a ser –con el que tal vez sea el vuelco diplomático más notable– un facilitador decisivo para la resolución del conflicto colombiano.
Las conversaciones con las FARC se iniciaron cuando a la distensión regional siguió una iniciativa ambiciosa de abordar las causas fundamentales del conflicto colombiano. Lo más notable es que Santos firmara la Ley de Víctimas y Devolución de Tierras en junio de 2011, con la presencia del Secretario General de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon. Dicha ley dispone la reparación para las víctimas de violaciones de los derechos humanos durante los sesenta años del conflicto, además de la devolución de los millones de hectáreas robadas a campesinos. Así, la ley introduce a Colombia en la senda de la paz al desbaratar la apelación de las FARC a la reforma agraria para justificar sus indecibles atrocidades.
Indudablemente, se trata de una ley compleja y no carece precisamente de defectos, pero, si se aplica como está previsto, podría desencadenar una profunda revolución social. También representa un nuevo planteamiento de la paz, dado que normalmente semejantes leyes se introducen sólo después de que haya concluido un conflicto. En este caso, la devolución de tierras a los campesinos desposeídos de ellas y el ofrecimiento de una reparación final a las víctimas y a los desplazados por el conflicto llegó a ser la vía para la paz. De hecho, fue nada menos que Alfonso Cano, ex dirigente de las FARC, quien calificó la ley de “esencial para un futuro de reconciliación” y “una contribución a la una solución real del conflicto”.
Sin embargo, los escépticos y los contrarios a las negociaciones no carecen de razones para serlo. La ejecutoria de las FARC en las anteriores conversaciones de paz revela una inclinación a manipular las negociaciones para obtener una legitimidad nacional e internacional sin la voluntad auténtica de llegar a un acuerdo. Así, pues, Santos podría haber sentido la tentación de seguir la vía de Sri Lanka: una acometida militar implacable para derrotar a los insurgentes, a costa de muy graves violaciones de los derechos humanos y la destrucción de comunidades civiles.
En cambio, Santos optó por la vía menos oportunista. Al fin y al cabo, la guerra, en Colombia y en otros países, une con frecuencia a las naciones, mientras que la paz las divide.
Las repercusiones de un final auténtico del conflicto armado colombiano se sentirían mucho más allá de las fronteras del país. Si la Venezuela de Chávez se ha convertido en un narcoestado en el que los acólitos del régimen son los señores de la droga, es el reflejo de sus privilegiadas relaciones con las FARC. Las repercusiones se sentirían también en México, donde los cárteles de la droga están destrozando el país, y en los Estados Unidos, que son la mayor fuente de demanda. También el África occidental se vería afectada, por haber pasado a ser en los últimos años el principal punto de tránsito para las drogas sudamericanas destinadas a Europa.
Sigue habiendo por delante dificultades formidables y en modo alguno es seguro un acuerdo, pero, aun así, Santos tiene muchas posibilidades de enterrar de una vez por todas la engañosa mística del cambio revolucionario violento que durante tanto tiempo ha frenado la modernización política y económica de América Latina.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

Unir las flotas de Europa

Por Vice-Admiral (Retd) Anne-François de Saint Salvy was until recently in command of France’s Atlantic maritime zone in charge of maritime security, environmental protection, and policing at sea (Project Syndicate, 05/09/2012).
De las 23 fuerzas navales de Europa, sólo la de Francia posee un portaaviones plenamente operativo, el buque insignia Charles de Gaulle de 40.000 toneladas. Si bien el Reino Unido actualmente está construyendo dos portaaviones propios, la Marina Real está a años de distancia de poder ofrecer poder aéreo instantáneo desde el mar. Sin embargo, Europa está razonablemente equipada para defenderse de las amenazas externas. Más difícil le resultará, en cambio, hacer frente a los recortes presupuestarios que se avizoran en el horizonte.
La estrategia de seguridad marítima de Europa desde hace mucho tiempo está basada en dos principios elementales. Primero, las rutas comerciales marítimas, que representan casi el 85% de las exportaciones e importaciones totales de la Unión Europea, deben mantenerse libres y seguras. Y, segundo, los países europeos deben mantener la capacidad de lidiar con cualquier crisis de seguridad importante.
Los acontecimientos internacionales resaltan la relevancia de estas prioridades. Por ejemplo, las crecientes tensiones con Irán podrían obligar a Europa a desplegar sus fuerzas navales para formar un bloqueo alrededor del Golfo Pérsico, y así asegurar el tránsito del petróleo. De la misma manera, la piratería en el Golfo de Guinea y el Océano Indico, particularmente a lo largo de la costa de Somalia, amenaza las actividades marítimas de Europa, incluido su amplio comercio marítimo.
Por cierto, las crecientes preocupaciones sobre la piratería llevaron al lanzamiento en 2008 de la primera respuesta naval de la UE dentro del marco de la Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD): la Operación Atalanta. La operación, llevada a cabo anualmente y que involucra 5-10 navíos de combate, 1-2 buques auxiliares y 2-4 aviones de patrulla marítima, incluye fuerzas de 26 marinas europeas, y sin duda ayudó a desalentar, si no a eliminar, los ataques piratas.
El éxito de Atalanta, combinado con el rol preponderante de las fuerzas navales europeas en las operaciones del año pasado en Libia, demuestra que Europa posee gran parte de la infraestructura naval que necesita para asegurar su seguridad marítima.
Pero la crisis libia también reveló que la seguridad naval de Europa es limitada y rápidamente se ve demasiado forzada. Más de la mitad de las fuerzas navales francesas se desplegaron durante la crisis libia, durante la cual su tasa de actividad normal aumentó en 10-40%, a un costo de 40 millones de euros (50 millones de dólares), para no mencionar los trastornos del entrenamiento y el mantenimiento estándar.
Los activos navales no sólo son costosos en cuanto a su construcción; son extremadamente costosos de operar, ya que cada unidad requiere un equipo especializado y personal altamente capacitado. En consecuencia, las fuerzas navales suelen ser las primeras víctimas de los recortes en los presupuestos de defensa.
Y, sin embargo, si bien los despliegues navales no siempre ponen fin a los conflictos, son un componente vital de la respuesta militar ante cualquier crisis, y son críticos para garantizar la seguridad de Europa. En vista de esto, resulta imperativo que los gobiernos europeos adopten medidas de reducción de costos que no pongan en peligro sus activos navales.
En primer lugar, la UE debería asumir un rol preponderante a la hora de maximizar la eficiencia de la marina de cada estado miembro, creando mecanismos que faciliten el intercambio de información entre gobiernos, agencias marítimas y fuerzas navales. De hecho, con decisiones políticas sólidas se pueden lograr prácticamente los mismos objetivos que comprando barcos nuevos -y a un costo mucho menor.
Adoptar un marco legal integral sería un primer paso muy útil. De hecho, una mejor coordinación entre países contribuiría a un uso más costo-efectivo de los recursos y los equipos. Las estrategias de vigilancia, por ejemplo, suelen ser más costosas de lo necesario, debido a una mala comunicación. Que las marinas de Europa compartan información también ayudaría a identificar y cubrir las brechas existentes, abriendo así el camino para una infraestructura de seguridad marítima europea más eficiente.
Al mismo tiempo, para poder mantener un marco de seguridad capaz de enfrentar cualquier amenaza concebible a la seguridad, los gobiernos de Europa deberían preservar todo el espectro de sus activos navales. Arrumbar barcos por el hecho de ahorrar dinero podría tener consecuencias nefastas para la seguridad de Europa.
En lugar de concentrarse en achicar el volumen de las flotas existentes, los líderes europeos deberían centrarse en sacarles más provecho. Con este objetivo, las fuerzas navales y las agencias marítimas de Europa deberían fusionar sus capacidades, especialmente las relacionadas con las misiones de defensa y seguridad. Esto implicaría ahorros masivos, que podrían invertirse en avances tecnológicos, equipando así más las fuerzas navales de Europa para enfrentar amenazas futuras.
Evaluar con precisión el éxito de las operaciones marítimas requiere tiempo y atención, porque las capacidades navales no se pueden incrementar rápidamente. Si bien reducir estas capacidades podría parecer una manera conveniente de achicar costos, los gobiernos europeos no deben perder de vista sus prioridades de seguridad a largo plazo.
Por sobre todo, los líderes europeos deben promover una mayor cooperación naval. Después de todo, las capacidades navales son esenciales para la proyección de poder europeo, y cruciales para mantener la estabilidad geopolítica en todo el mundo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

Demócratas al ataque

Por Jorge Dezcallar es embajador de España. Su último destino ha sido Washington (El País, 05/09/2012).
Apenas una semana después de la convención republicana en Tampa, Florida, el partido Demócrata abre la suya en Charlotte, Carolina del Norte. Los dos partidos han elegido Estados oscilantes para tratar de inclinarles en su favor. Tanto Florida como Carolina del Norte votaron demócrata con el vendaval Obama de 2008 pero ambos habían votado en 2004 al candidato republicano.
En Tampa los republicanos, empujados por el radicalismo del Tea Party y disparando con pólvora del rey, han hecho gala de acendrado conservadurismo y no han ahorrado críticas a sus rivales que se enfrentan ahora a la tarea de defender la gestión de los cuatro últimos años en medio de una difícil situación económica y sin contar con el entusiasmo que originó en 2008 la aparición del primer presidente negro en la historia de los Estados Unidos. Nunca olvidaré el espectáculo que ofrecía el Mall de Washington el gélido día de su investidura. Durante este tiempo Obama se ha enfrentado a la mala herencia recibida de Bush con dos guerras abiertas y una crisis económica brutal, la peor desde 1929, que ha hecho quebrar bancos, ha estallado la burbuja inmobiliaria, ha dejado sin trabajo a tres millones de norteamericanos y ha forzado a masivas intervenciones de la Reserva Federal con el resultado del aumento del déficit hasta límites intolerables. Pero como dijo Jeb Bush en Tampa, Obama no puede culpar eternamente a su predecesor por lo mal que van las cosas cuatro años más tarde.
Todo ello en medio de una polarización política cada vez más acusada que ha bloqueado el Congreso impidiendo acuerdos sobre la emigración, para aumentar el techo de gasto, o para cerrar la prisión de Guantánamo como Obama había prometido con la lógica decepción de muchos jóvenes, independientes e hispanos que le dieron su apoyo en 2008. Estos últimos —que ya son el 16,5% de la población— votarán demócrata en una proporción de 2 a 1 aunque todavía no se han dado cuenta de la enorme influencia política que les pueden dar las urnas. Ayer un senador amigo me decía desde Tampa que los republicanos daban por perdido el voto hispano porque “Romney no lo había trabajado bastante”. Por su parte, el 94% de los afroamericanos (13,5% de la población) declaran que votarán monolíticamente a Obama. Nunca ha sucedido algo parecido. Los judíos, no numerosos pero influyentes, también votarán demócrata en un 70% a pesar de los rifirrafes de estos años entre Obama y Netanyahu, que no oculta sus simpatías por Romney. Finalmente, las mujeres, que son el 50% de la población muestran crecientes signos de irritación con algunas posiciones republicanas sobre temas como el aborto y la libertad de decidir, mientras que el voto gay es tradicionalmente demócrata.
Está por ver cómo influirá en esta elección el novedoso fenómeno de las llamadas Superpacs (Political Action Committees) que entran en juego por vez primera gracias a una decisión del Tribunal Supremo que, al amparo de la Primera Enmienda, permite a las grandes corporaciones dar dinero sin límites a la campaña de los candidatos así como hacer “gastos independientes”, es decir, no coordinados con ellos, No sería de extrañar que los grandes intereses de Wall Street, el mundo del petróleo, la industria farmacéutica, el sector del carbón o el de los seguros médicos decidieran entrar en la carrera presidencial con medios económicos ilimitados y cabe aventurar a quién apoyarán. Algunos Estados como Montana ya se han quejado de la intromisión de ingentes sumas de dinero durante las primarias que alteraban el juego político local.
Hasta ahora, los demócratas han conseguido centrar el debate en el terreno que les interesa, sobre cuestiones morales como el aborto o sociales como el hecho de que los ricos paguen muy pocos impuestos. El propio Romney, que ingresó 20 millones de dólares al año de rentas en 2011 confiesa haber pagado solo un 13% de impuestos y si las propuestas que ha hecho Paul Ryan en Tampa salen adelante podría acabar pagando menos del 1%. Es claro que ese es el debate que quiere Obama en lugar de debatir la situación económica donde puede mostrar menos éxitos y que es precisamente donde insistirá Romney a partir de ahora. De hecho, ningún presidente de EE UU ha sido elegido con más de un 7% de desempleo y ahora está en un 8,3%.
El gran problema de Obama es que la victoria no se la dará ni la política exterior ni la de seguridad, donde puede exhibir éxitos como la muerte de Bin Laden, sino que se decidirá por la economía y eso explica su creciente nerviosismo con la tardanza de los europeos en resolver sus problemas. Obama no lo tiene fácil pues más del 60% de los americanos piensan que el país va en dirección equivocada, pero si Europa empeora lo tendrá imposible y él necesita ganar para consolidar la reforma sanitaria(Affordable Care Act) que es su gran obra, porque si no gana en noviembre los republicanos la desmantelarán —como acaba de prometer Romney en Tampa— y desaparecerá el gran legado de su presidencia. Solo por eso no se puede arriesgar a ser un presidente de un solo mandato. Y es que la América profunda es muy profunda y por eso tanto Obama como Woody Allen son más populares a este lado del Atlántico.
Sea como fuere, los americanos se enfrentan a una elección fascinante con dos filosofías radicalmente diferentes en relación al papel del gobierno y a cómo arreglar la economía.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

Diplomacia conductista

Por Florentino Portero, profesor de Historia Contemporánea de la UNED (ABC, 05/09/2012).
La Unión Europea no es ni nación, ni estado, ni federación ni confederación. Es «un algo» a medio camino, en proceso de acelerada y caótica transformación hacia un estadio desconocido. Los estados que la conforman han hecho impresionantes renuncias al ejercicio de sus soberanías, convencidos de que el tiempo presente exige que la vieja Europa actúe unida ante los retos que plantea un mundo globalizado. Pero no todo es visión de futuro, tras el discurso políticamente correcto del europeísmo oficial se esconde la voluntad de no volver a caer en los excesos del nacionalismo, que llevaron a dos guerra mundiales y a barbaridades desconocidas en otras latitudes, así como el deseo de impedir hegemonías que pudieran poner en peligro el actual equilibrio de poder. No nos puede sorprender que dos excancilleres de la talla de Helmut Schmidt y Helmut Kohl hayan irrumpido en la escena pública, cuando en Alemania se habla abiertamente de un futuro más allá del euro, para recordar que la principal razón de ser de la moneda única es mantener la paz en el Viejo Continente.
Los españoles tuvimos la fortuna de no participar en ninguna de las dos grandes guerras, pero eso no significa que nuestra vinculación al proyecto europeo sea el resultado de un sincero espíritu europeísta, entre otras cosas porque el desconocimiento de ese movimiento alcanza entre nosotros cotas sobresalientes. Los españoles apostamos por la Europa Unida porque era garantía de democracia y bienestar, las dos grandes aspiraciones de una sociedad acomplejada tras décadas de un limitado pero humillante aislamiento. Teníamos muy claro, y con buen conocimiento de causa, que las posibilidades de que la democracia arraigara entre nosotros eran limitadas, por lo que convenía apostar por un proyecto que condicionara nuestro comportamiento. España no está a la vanguardia del federalismo europeo por europeísmo, sino por la ausencia de un proyecto nacional y por nuestra extrema dificultad para asumir y superar un pasado que nos incomoda. De ahí que con tanta naturalidad españoles sensatos confíen en el diktat alemán para resolver los problemas domésticos, descontando la incompetencia o irresponsabilidad de nuestros legisladores.
Con estos antecedentes no es de extrañar que más de uno esté considerando lo afortunados que somos al estar en la Unión y vernos así abocados a una nueva y más decidida intervención, que imponga los recortes necesarios en nuestras administraciones para que dejen de ser el lastre que nos impide tanto crecer como cumplir con nuestros compromisos. Para algún político de pocos vuelos es el perfecto parapeto ideológico para hacer lo que sabe que debe hacer, pero responsabilizando a otros que habitan más allá del Rin. Sin embargo, lo que toca es exactamente lo contrario. Ya hemos demostrado a Europa que somos capaces de perder la cabeza y entregar el Estado a personas que no estuvieron a la altura de las circunstancias. Ahora ha llegado el momento de dejar claro que somos conscientes de los graves errores que hemos cometido y que no necesitamos que nadie nos diga lo que tenemos que hacer para superar la situación de crisis en que nos encontramos y volver al crecimiento.
Europa no es todavía una unidad, pero hace tiempo que dejó de ser una península asiática organizada en estados-nación. El euro no tiene opción de marcha atrás. Puede sobrevivir o fracasar, con todo lo que ello implicaría. Alemania, líder natural del Eurogrupo, es perfectamente consciente de ello y está comprometida con su supervivencia. No me encuentro entre la gran mayoría de los analistas españoles que consideran que la política seguida por la canciller Merkel es irresponsable, aunque comparto con ellos la sorprendente acusación de que prima los intereses nacionales. ¿Por qué habría de ser el único dirigente europeo que no lo hiciera? ¿Acaso no le paga el contribuyente alemán un sueldo todo los meses precisamente para eso? ¿No tiene que rendir cuentas ante el Bundestag para demostrar que está defendiendo correctamente los intereses de la República Federal? Quizá lo que deberíamos preguntarnos es por qué dirigentes y ciudadanos de la Europa meridional se comportan sistemáticamente en contra de los intereses nacionales. Si respeto a la canciller Merkel es porque actúa con coherencia y principios y eso no es tan común en nuestros días.
Si proyectamos sobre un mapa de Europa los datos económicos básicos comprobaremos hasta qué punto la historia está presente en nuestros días. Con la excepción de Austria, nos encontraríamos ante el mapa de la Reforma. La razón es simple. Europa está fragmentada en dos, con éticas tan poco conciliables como en los días de Trento. La Europa protestante no confía en un sur donde la mentira y la corrupción son premiadas por una sociedad tan cómplice como complaciente; donde los ciudadanos se han instalado en un estado de bienestar que está muy por encima de sus posibilidades y no tienen ningún reparo en endosar la factura a sus vecinos del norte con no se sabe qué argumentos relativos a la solidaridad y el europeísmo. El sur genera escándalo e indignación en el norte, donde la población presiona a su clase política para que ponga coto a un trasvase de recursos que parece no tener ni fin ni justificación.
Los estados no han desaparecido en el seno de la Unión, pero las relaciones diplomáticas intraeuropeas no pueden ser similares a las mantenidas con aquellos que no comparten todo lo que ya es común entre nosotros. Un destino único invita a la injerencia, más aún cuando algunos parecen reclamarla. Estamos asistiendo a un ensayo de modificación de la conducta nacional que va mucho más allá del tradicional stick and carrot británico, del palo y la zanahoria. El sur recibirá ayuda en la medida en que cambie, abandonando hábitos inviables y asumiendo la realidad tal cual es. Atrás quedará el mátrix de un Estado del bienestar inagotable, de un régimen laboral delirante, de un estado de irresponsabilidad permanente. Los miembros solventes del Eurogrupo ayudarán si primero nos ayudamos nosotros mismos, recuperando la cordura y poniendo en orden nuestra casa ¿Qué sentido tiene que nos presten dinero si seguimos gastando más de lo que ingresamos, si los gastos corrientes de mantener las administraciones en pie están por encima de nuestras posibilidades?
Una crisis de confianza no es algo que se resuelva de la noche a la mañana, más aún cuando va acompañada de prejuicios culturales enraizados a lo largo de siglos. No nos van a dar facilidades para recaer en nuestros viejos hábitos caciquiles, controlarán nuestras cuentas y condicionarán los ingresos a pasos concretos en el recorte de los gastos. Será una experiencia humillante, como humillante es la situación a la que hemos llegado por culpa de muchos españoles. Pero peor es la ausencia de un proyecto nacional. Esta ni es la primera ni será la última crisis que nos tocará vivir. En la historia reciente solo es comparable a la Transición del franquismo a la monarquía democrática, pero entonces había ilusión por modernizar España y entrar en un nuevo y más atractivo capítulo. Se daba por sentado que habría que cambiar muchas cosas y los políticos de entonces se pusieron al frente de ese proceso. El contraste con la falta de ilusión de la población y la actitud conservadora de nuestros dirigentes de hoy, tratando de mantener en pie la ruina de un estado inviable, resulta desalentador. Que la esperanza venga del diktat alemán es la constatación de que la crisis en que nos encontramos no es económica, sino nacional.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

La rápida transformación de Egipto

Por Francisco Veiga, profesor de Historia Contemporánea (El Periódico, 05/09/2012).
La Administración de Bararck Obama ha heredado de la que dirigió George Bush un gran proyecto de cambio para eso que los estadounidenses denominan MENA (Middle East &North Africa). Quizá el equipo del presidente republicano pensaba en nuevas fronteras, mientras que el demócrata incide más en un cambio sociopolítico global en el mundo árabe, basado en algo parecido al modelo turco surgido hace diez años: sistemas democráticos controlados por islamistas moderados. Egipto entra en ese esquema: desde la revuelta de Tahrir, en enero del 2011, hasta el presente régimen islamista moderado presidido por Mohamed Mursi desde hace dos meses.
De ahí el desconcierto que ha generado en los medios occidentales, e incluso egipcios, el reciente viaje del presidente a Teherán antes que a Washington o Ankara. Además, era la primera visita de un mandatario egipcio a Irán en más de tres décadas. Y parecía rematar el inquietante acercamiento egipcio-iraní que siguió a la caída de Mubarak y marcó el viraje político que terminó llevando a los islamistas al poder en El Cairo.
Una parte nada desdeñable de los analistas políticos occidentales cercanos a las tesis estadounidenses más combativas solo entiende la raíz de los conflictos en Oriente Próximo a partir de la dicotomía chiís-sunís. No faltan islamófobos que imaginan un gran combate final entre unos y otros que los lleve al exterminio mutuo. Una guerra imposible entre Arabia Saudí e Irán, o una sucesión interminable de coches bomba de unos contra otros. De ahí que el acercamiento entre Egipto e Irán no cuadre en el esquema. O que las informaciones de hace un año y medio, según las cuales Irán estaba ayudando a los Hermanos Musulmanes egipcios, parecieran inconcebibles.
En realidad, las cosas son más matizadas. El Egipto de Mursi está apostando por el viejo papel que ya instituyó el archienemigo presidente Nasser en los años 50: el no alineamiento. La prensa occidental parece haber pasado de puntillas sobre uno de los motivos del viaje del presidente egipcio a Teherán: entregar formalmente la presidencia del Movimiento de Países No Alineados a Irán en su 16º cumbre. En esa misma línea, se han resaltado las palabras del presidente egipcio contra Bashar el Asad, cierto; pero no se ha dicho nada de su petición de reconocer el Estado palestino ante la ONU, también efectuado en esa misma cumbre del Movimiento de Países No Alineados. Y debe recordarse que tanto EEUU como Israel están ejerciendo fuertes presiones para que toda una serie de países -entre ellos España– no apoyen diplomáticamente esa iniciativa, que se va a plantear en breve.
Así que el Egipto pos-Mubarak parece estar resituándose en la órbita de los no alineados más combativos, al menos en el plano internacional. Por si faltaba algún síntoma más: el inminente viaje a China del egipcio. En la política interior sí podríamos considerar que el nuevo régimen apuesta por seguir al pie de la letra la experiencia turca del Partido de la Justicia y el Desarrollo, en el poder desde hace ya una década. Al fin y al cabo, el partido que preside Mursi se denomina, no por casualidad, Partido de la Libertad y la Justicia.
Si atendemos la contundencia con la que los islamistas han llegado al poder en Egipto, por la vía estrictamente electoral, y cómo han copado la presidencia, el paralelismo con lo sucedido en Turquía es evidente. Mucho más si consideramos que el presidente Mursi, que se mueve con mucha rapidez, hace muy pocas semanas destituyó a la cúpula militar encabezada por el mariscal Tantaui, poniendo en jaque al poder del Ejército en el Estado egipcio de una forma muy parecida a como lo hizo Erdogan en Turquía. Más paralelismos: el turco permitió que las Fuerzas Armadas se implicasen de nuevo en la lucha contra el PKK kurdo, esta vez en Irak, en el 2008. Mursi ha enviado a las tropas a luchar contra los fundamentalistas en el Sinaí. Y para completar las semejanzas, la manifestación del pasado 24 de agosto en El Cairo, que debía ser un desafío de los sectores laicos contra el acaparamiento del poder por los islamistas, pinchó como las que se organizaron con ese mismo fin en Turquía en abril del 2007, pero de una forma mucho más rotunda.
Por lo tanto, los islamistas egipcios parecen firmemente asentados en el poder. ¿Pero estamos tan seguros de que todo se va a desarrollar según el modelo turco? Y aquí entra de nuevo en escena la política exterior. El mal llamado neootomanismo de la diplomacia turca, diseñado por el ministro Davutoglu y aplicada con la bendición de Washington, está haciendo aguas en la tormenta siria, un mar lleno de escollos. Si en la orgullosa política exterior turca afloran las contradicciones críticas, la política interior también se resentirá. Porque el neootomanismo era una forma de arrinconar el legado de Atatürk, sobre el que se había fundado la república en 1923. Así que el activismo no alineado de los islamistas egipcios, poco complaciente con la UE, puede ser otro síntoma de que la influencia del modelo turco, tal como fue imaginada por los americanos, está tocando techo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

Explotar la globalización

Por J. Solana y Ángel Saz-Carranza, profesores de Esade y presidente y director, respectivamente, de Esadegeo Centro de Economía Global y Geopolítica La Vanguardia, 05/09/2012).
Muchos países desarrollados están haciendo esfuerzos para incrementar sus exportaciones y recuperar procesos de producción, manufactura e industria perdidos durante las últimas décadas de globalización. Estos países –sobre todo los menos exportadores como Estados Unidos (donde las exportaciones suponen el 13% del PIB) y el Reino Unido (30%), lejos de los campeones de la exportación como Suecia (50%) y Alemania (47%)– están intentando reposicionarse en un mundo globalizado y pretenden pasar de meros consumidores a ser países con niveles de exportación e importación más equilibrados.
Así, por ejemplo, el plan federal americano National Export Initiative (export.gov), presentado por el presidente Obama en 2010, y la cascada de planes equivalentes a nivel local (los “Metropolitan Export Initiatives”), tienen el objetivo de doblar las exportaciones estadounidenses en los próximos cinco años. Según el Gobierno federal, este aumento en las exportaciones generará dos millones de empleos y conseguirá un crecimiento global más equilibrado, así como reducir la división global entre los países consumidores y los exportadores.
La globalización económica –la integración global de los mercados nacionales– es un proceso milenario, pero podemos identificar un aceleramiento de este fenómeno a partir de los 70, con la apertura de China al mundo, la revolución tecnológica precipitada en los 80 y la caída de la Unión Soviética en el 89. Desde 1980 los países emergentes han crecido a una media del 7% anual. China por sí sola ha sacado de la pobreza a casi 400 millones de personas (más que toda la población de EE.UU.) desde finales de los 70.
Por su parte, los países desarrollados han crecido a una media anual de 2,5%. Aunque, como ilustra el premio Nobel de economía Michael Spence, los efectos de la globalización sobre el empleo y el crecimiento en los países desarrollados son distintos en función de si el sector es lo que el autor llama comercializable o no.
Un sector comercializable (o transable o comerciable; tradable en inglés) puede exportar sus servicios y productos al extranjero. Una industria no-comercializable produce bienes y servicios que deben consumirse necesariamente en el mercado doméstico. Sectores no-comercializables son los servicios públicos o de salud. Tanto su producción como su consumo deben ocurrir en el ámbito interno. Los servicios de urgencias hospitalarias, la seguridad vial, la seguridad social o la regulación comercial no se exportan ni se importan.
Los sectores industriales son, en general, comercializables –producen bienes exportables– y muchos servicios como los servicios financieros, de diseño, o administrativos también lo son. Por ejemplo, una empresa europea del sector automoción puede subcontratar servicios de diseño automovilísticos a una empresa californiana, o viceversa.
Según Spence, en Estados Unidos durante estas últimas tres décadas el crecimiento medio tanto en sectores comercializables como no-comercializables fue de 2,5%, pero los salarios y el empleo se han comportado muy distintamente según el sector. Los sectores no-comercializables han crecido en empleo un 98% en treinta años pero en cambio prácticamente no han crecido en salarios (un 12%). Por otra parte, los sectores comercializables no han crecido en empleo (sólo un 2%) pero sí en salarios: un 52%.
Las industrias comercializables se han beneficiado del crecimiento de los países emergentes, ya que han podido exportarles sus servicios y bienes. Y precisamente porque son comercializables, estos sectores han podido externalizar los componentes más intensivos en mano de obra poco cualificada de la cadena de producción a países emergentes con costes salariales mucho más bajos. Además, estas industrias han estado sometidas a la competencia exterior por lo que han estado muy incentivadas a mejorar su productividad. Estos supuestos no se dan para las industrias no-comercializables.
En definitiva, la mayoría del empleo generado en muchos países desarrollados durante estas décadas se ha dado en sectores no-comercializables. En cambio, el incremento salarial se lo han llevado prácticamente todo los sectores comercializables, que han deslocalizado los procesos básicos de fabricación a los países emergentes.
En el contexto de crisis fiscal y bajo crecimiento de los países desarrollados, difícilmente podrán los sectores nocomercializables retomar el ritmo de creación de ocupación precrisis. Los sectores comercializables deben tomar el relevo y crear empleo. De hecho, en la crisis brutal que se está viviendo en España, vemos cómo los sectores no-comercializables y las industrias dependientes del mercado doméstico están destruyendo empleo Por ejemplo. el número de asalariados del sector público español bajó 5,5% el último año. Mientras, nuestras industrias exportadoras han ganado cuota de mercado durante esta crisis.
Sin duda, esta dinámica nos marca el camino: el futuro económico de España (cuyas exportaciones suponen el 27% de su PIB) pasa por abrirse al mercado exterior en un momento en que la demanda interna es muy débil. Además, para sacar el máximo beneficio social de esta internacionalización, hay que conseguir que las industrias manufactureras mantengan parte de sus cadenas productivas en el país. Alemania ha sido el último país en conseguirlo.
Al contrario, las empresas estadounidenses se han expandido internacionalmente mediante la deslocalización y la inversión extranjera directa. Las empresas del índice S&P 500 generan más del 40% de sus beneficios fuera de EE.UU. y se estima que mantienen en el extranjero unos beneficios generados por sus filiales extranjeras de un billón de dólares. Las empresas estadounidenses están muy internacionalizadas pero exportan relativamente poco ya que producen localmente en los países. De ahí el esfuerzo de Obama por incrementar las exportaciones, ya que éstas implican mantener la producción, y el empleo, en Estados Unidos.
El momento parece ser propicio para dicho reposicionamiento de los países desarrollados. China, el gran aglutinador de los procesos manufactureros más simples, está viendo sus salarios incrementar rápidamente: la mano de obra china, en algunos casos, cuadruplica el coste del de la vietnamita. También los costes logísticos y de transporte, fundamentales en los procesos de deslocalización, están aumentando debido al alza en el precio del petróleo. Además, los países desarrollados están viendo su productividad incrementar debido a los duros ajustes en respuesta a la crisis.
Para evitar la total deslocalización de la fabricación a países emergentes, España debe seguir incrementando su productividad. Solo así podrá competir con los bajos costes laborales de los países emergentes. Las empresas españolas deben también elevar su inversión en I+D –ahora mismo dedican, en términos relativos, la mitad a investigación que sus homólogas alemanas–. La fiscalidad, además, debe ayudar en este proceso e incentivar el gasto en I+D.
Nuestro sistema educativo debe alinearse con estos objetivos de empleabilidad y productividad. Idiomas, conocimiento del mundo, emprendeduría, enfoque a resultados, solidaridad y competitividad deben ser centrales en la educación de nuestros jóvenes. Por último, las políticas sociales deben adecuarse para reequilibrar las desigualdades que, inevitablemente, produce la globalización en los países desarrollados: los países más abiertos al mundo tienen los estados más grandes precisamente para amortiguar los efectos sociales negativos de la globalización.
Sin duda, los países desarrollados deben evitar caer en la tentación de cerrarse ante la globalización. Aislarse es, seguramente, irrealizable en la práctica y, en todo caso, muy perjudicial para un país de las características y dimensiones de España. A pesar de las muy serias dificultades actuales, la evolución de España durante los últimos treinta años, desde que se incorporó de pleno al mundo, es milagrosa, multiplicando por 9 su renta per cápita. Nuestro futuro pasa por más excelencia, más solidaridad y más mundo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

Alemania, el euro no es gratis

Por Manuel Sanchis i Marco, profesor de Economía Aplicada de la Universitat de València y profesor invitado de la Universidad de Maastricht (El País, 04/09/2012).
La crisis del euro es política; su solución también. Desde su lanzamiento en 2002 quedó suprimido el coste de transacción entre monedas y la incertidumbre sobre las variaciones cambiarias, lo que aumentó la eficiencia económica y estimuló la integración económica y el crecimiento de los países miembros. Sin embargo, no todos han salido beneficiados en igual medida. Quien más ha aprovechado la ampliación del tamaño de la antigua zona marco ha sido Alemania, porque las ganancias de utilizar el euro como medio de pago y disfrutar del privilegio de usarlo como segunda moneda de reserva internacional son directamente proporcionales al tamaño del área económica que lo usa.
Además, el peso atribuido a Alemania, a justo título, sobre la gestión de la política monetaria se ha traducido en una política monetaria europea de talla única hecha a su medida, tanto en el exterior (tipo de cambio) como en el interior (creación de dinero). En el ámbito exterior, Alemania se ha beneficiado de la ausencia de devaluaciones del resto de países, antes utilizadas de forma recurrente para recuperar competitividad. En el ámbito interior, que el BCE accediese a sus deseos de relajación monetaria cuando su economía estancada pedía árnica (2000-2003), le permitió gestionar con holgura financiera las reformas del mercado de trabajo y de pensiones. En el terreno fiscal, aquella parálisis económica hizo engrosar sus cifras de déficit, pero la violación de los compromisos fiscales fue vista con benevolencia por los demás países que, complacientes, esperaban ser tratados de igual modo cuando, en el futuro, tuviesen necesidad de oxígeno para estimular sus economías.
Sin embargo, lo que para Alemania era una política necesaria para superar el estancamiento fue un regalo envenenado para los periféricos que, al sufrir ese exceso de laxitud monetaria, se atragantaron de liquidez. Ante un contexto financiero laxo, las empresas españolas concedieron aumentos de costes laborales superiores a la productividad y tomaron decisiones de inversión en sectores equivocados. Las expectativas de beneficios en España estimulaba la entrada de capitales y la expansión española fue aprovechada por las empresas alemanas para aumentar sus exportaciones, y por los bancos alemanes para que el ahorro alemán, canalizado hacia España, financiase aquellas inversiones equivocadas.
A ello cabe añadir las transferencias de recursos provenientes de la generosa voluntad de nuestros compatriotas europeos alemanes por construir Europa. Recursos no siempre gestionados con rigor. Como los alemanes, los españoles renegamos tanto o más del gasto irresponsable y somos los primeros en indignarnos cuando la gestión macroeconómica se realiza en beneficio de unos pocos y sin otro criterio que un enriquecimiento a corto plazo que contribuye a socavar nuestras conquistas sociales.
Pero ¿es sólo “culpa” (Schuld) de los periféricos haber gastado y derrochado en tales condiciones de laxitud monetaria extrema? ¿No habrían incurrido en las mismas “deudas” y cometido los mismos excesos los alemanes si hubiesen vivido en el mismo contexto de superabundancia de liquidez? ¿Qué parte de responsabilidad cabe atribuir al diseño de una política monetaria de talla única que se acopla principalmente a Alemania? Cuando ese embalsamiento de liquidez se ha transformado en deuda (Schuld) privada, y se han sembrado dudas sobre sus posibilidades de devolución, los países periféricos se han visto obligados a desandar lo andado. Han aplicado reformas estructurales en un contexto de recesión, huida de capitales e inversiones y con una prima de riesgo en niveles insostenibles para cualquier economía por muy robusta que sea, incluida la alemana.
Hasta ahora Alemania sólo ha recogido los beneficios de permanecer en el euro, escapando a los costes de su mala gestión. La racionalidad dañina del euro ha creado las condiciones para que la política monetaria del BCE haga prosperar el despilfarro en aquellos países a los que inunda de liquidez. Atender las necesidades del centro ha condenado a la periferia. ¿Se comportó Alemania de forma diferente en un contexto económico-financiero similar como el de la reunificación? ¿Ha olvidado Alemania que la unión monetaria de 1990 le provocó enormes déficits fiscales así como la posterior crisis del SME? Esta doble vara de medir que aplica la arquitectura institucional europea, ya sea a través del BCE o del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, es injusta y crea la falsa apariencia de que los comportamientos divergentes entre unos países más virtuosos y otros menos son el resultado de la idiosincrasia propia de dichos países y no del contexto en el que se ven obligados a gestionar sus políticas macro.
Alemania debe comprender que ningún país sale indemne en una eurozona en crisis, pues no existe un almuerzo gratis en economía; tampoco para Alemania. Tarde o temprano, la economía alemana deberá encontrar una solución de compromiso entre alternativas excluyentes en un universo finito, pero todas ellas contienen un coste que Alemania no puede eludir. Una primera consistiría en una expansión salarial, en movilizar su exceso de ahorro aumentando sus costes laborales (salarios y cargas sociales). Mientras que un aumento salarial expandiría su demanda doméstica, y parte de ese gasto se filtraría hacia importaciones de la eurozona facilitando su crecimiento, el aumento de cargas sociales robustecería la generosidad del sistema alemán de protección social. A diferencia de una expansión fiscal, propuesta hace un año por Martin Wolf, esta expansión salarial no penalizaría al contribuyente alemán, aunque sí a las empresas exportadoras que tendrían que elegir entre aumentar precios y perder competitividad o comprimir el margen de beneficios (ahora exorbitantes, algo que las autoridades alemanas no suelen subrayar) y mantenerla. Con más inflación se reduciría el superávit exterior y se estimularía el crecimiento, lo que aliviaría a los periféricos en el pago de su deuda, y alejaría el fantasma del impago de deuda a los bancos alemanes que la mantienen como activos en sus balances.
Si no se elige este camino ni la emisión de eurobonos mientras viva la canciller Merkel (“solange ich lebe”) nos queda la opción de compra de deuda pública en el secundario por parte del BCE y/o del FEEF/MEDE para que los periféricos no vean cerrado su acceso a los mercados financieros. Si los eurobonos mutualizan los riesgos, la compra de deuda es inflacionista, lo que explica la negativa alemana y del BCE. Pero condenar a la indigencia a países que se están ajustando y fiarlo todo al lentísimo proceso institucional que repare los defectos de fábrica del euro tampoco sale gratis. La razón reside en que tanto los recortes, que se están manifestando contraproducentes, como las dudas que genera la reforma institucional erosionarán la calidad de la deuda alemana y, a medio plazo, acabarán socavando la capacidad y el coste de financiación de Alemania.
A menos que se cambie de rumbo, estarán abocados a la salida de la eurozona aquellos países que están cumpliendo con mandatos institucionales en condiciones adversas, lo que dejaría la eurozona reducida a una zona marco. Si esto es lo que busca Alemania, está claro que para tal viaje no hacían falta alforjas, pero el coste que Alemania sufrirá en términos económicos y de responsabilidad histórica y política será enorme. Tanto EE UU como China tienen sumo interés en la normalización de la eurozona. Pero sería triste constatar como europeos que solo una eventual explosión de la burbuja inmobiliaria en China, que afectase a las exportaciones alemanas y provocase una recesión en Alemania, podría hacer tomar un rumbo más europeísta a la canciller Merkel. Las presiones sobre la prima de riesgo van a seguir hasta que Alemania decida qué camino tomar pero, sea cual sea, su decisión tendrá un coste. Alemania debe buscar una salida europea a la crisis de la eurozona que salvaguarde sus intereses tanto como los del euro, pero no puede aspirar a tenerlo todo: le beurre et l’argent du beurre.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona