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martes, agosto 14, 2012

El TC: ¿inherente a la democracia?

Por Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB (La Vanguardia, 09/08/2012)

Hace unos días, en una relajada cena veraniega, un viejo amigo me preguntó: ¿crees que los tribunales constitucionales son inherentes a la democracia? La pregunta era muy precisa: se dice de algo que es inherente cuando se trata de un elemento que está esencialmente unido a una cosa, es decir, que esta cosa cambia de naturaleza si carece de este elemento. La pregunta, pues, se hubiera podido formular de otra forma: ¿un Estado sin tribunal constitucional no es un Estado democrático?

Le contesté, sin dudarlo, que un Estado podía ser democrático aunque careciera de tribunal constitucional. Si no fuera así, un país tan ligado a los orígenes de la moderna idea de democracia como es Gran Bretaña debería ser considerado no democrático, ya que no sólo carece de tribunal constitucional sino incluso de Constitución. Por tanto, para que un Estado sea considerado democrático no es requisito indispensable el tribunal constitucional. Otros son los elementos indispensables: seguridad jurídica, división y responsabilidad de los poderes, gobierno representativo designado mediante sufragio en elecciones libres, garantías judiciales de los derechos fundamentales. Estos son los elementos básicos inherentes a toda democracia, si falta alguno no estamos ante un Estado democrático.
Ahora bien, a pesar de no ser un requisito democrático esencial, en la inmensa mayoría de países democráticos existen mecanismos judiciales que garantizan la adecuación de las leyes a la Constitución, bien mediante tribunales especializados –es el caso de los tribunales constitucionales, predominantes en Europa–, bien mediante los jueces ordinarios –es la tradición estadounidense, con fuerte influencia en el resto de América–, bien mediante diversos sistemas mixtos. Basta poner, como ejemplo, que entre los 27 estados de la Unión Europea, 18 han creado tribunales constitucionales, 3 ejercen el control constitucional de las leyes los jueces ordinarios y 4 están dotados de sistemas mixtos. Sólo Gran Bretaña y Holanda carecen de procedimientos judiciales de control de constitucionalidad de las leyes, la función más característica de los tribunales constitucionales.
¿A qué se debe esta expansión del control de constitucionalidad de las leyes? Básicamente a que las clásicas democracias liberales han pasado a ser democracias constitucionales y, a su vez, los estados democráticos clásicos se han transformado en Estados constitucionales. Y, volviendo al principio, a estos nuevos Estados constitucionales sí les es inherente alguna forma de control judicial de la constitucionalidad de las leyes, es decir, algún mecanismo mediante el cual los jueces sean los encargados últimos de garantizar la adecuación de todo el ordenamiento jurídico a la Constitución.
¿Por qué ello es así? Porque las constituciones han cambiado de naturaleza. Antes, las constituciones liberales eran normas que regulaban determinados ámbitos, fundamentalmente la organización de los poderes políticos y la garantía de los derechos fundamentales, pero que podían reformarse mediante un procedimiento similar a las otras leyes, sin control judicial alguno. A excepción de la Constitución de Cádiz, así fue en España hasta la II República.
En los actuales estados constitucionales, las constituciones establecen procedimientos de reforma más complicados que los previstos para las demás leyes y, asimismo, están situadas jerárquicamente por encima de las demás normas, es decir, el resto del ordenamiento jurídico –leyes parlamentarias, reglamentos, actos administrativos y sentencias– tiene rango inferior y no puede contradecir lo establecido en la Constitución, a riesgo de ser declarado nulo. La causa de ello es que la ley está subordinada a la Constitución porque el Parlamento ya no es soberano, la soberanía reside en el pueblo que la ejerce mediante un acto constituyente: aprobando o reformando la Constitución. Y el guardián último de esta Constitución son los jueces, constitucionales u ordinarios.
Esta idea de Constitución la resumió muy claramente en 1943 el juez norteamericano Robert Jackson en un famoso voto disidente a una sentencia del Tribunal Supremo: “En síntesis, se puede decir que la Constitución es aquello sobre lo que no se vota; o mejor, en referencia a las constituciones democráticas, es aquello sobre lo que ya no se vota porque en su origen ha sido votado de una vez por todas”. Por tanto, el propósito de una Constitución es sustraer ciertas materias a las vicisitudes de las controversias políticas, no dejar que decidan los órganos políticos constituidos porque sobre ello ya ha decidido el pueblo cuando ha actuado como poder constituyente.
Para velar por la integridad de una Constitución, es decir, por aquello ya decidido por el pueblo que pretende modificar algún órgano político, están, en última instancia, los jueces. Así completo la respuesta a mi amigo. Los tribunales constitucionales, u otras formas de control judicial de constitucionalidad, no son inherentes a la democracia, pero sí son inherentes a la democracia de un Estado constitucional.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

sábado, junio 18, 2011

La democracia entre dos excesos

Por Belén Barreiro Pérez-Pardo, directora del Laboratorio de la Fundación Alternativas y ex presidente del Centro de Investigaciones Sociológicas (EL PAÍS, 16/06/11):

En España, como en otros países, los ciudadanos muestran una insatisfacción creciente con el funcionamiento de la democracia. Este malestar se manifiesta en un rechazo nítido hacia la clase política y los partidos, hasta el punto de que la política no se percibe como solución sino como problema. La política, los partidos y la corrupción preocupan hoy a la ciudadanía cuatro veces más que el terrorismo, seis veces más que la educación, ocho veces más que la sanidad y la vivienda y 20 veces más que la justicia o la violencia de género.

Hay razones para pensar que la desconfianza en la política nace de una cierta desfiguración experimentada por la democracia, tanto en sus fines como en su ejercicio. La demanda del Movimiento 15-M a favor de una “democracia real” debe entenderse, así, como expresión de una decepción democrática, fruto de diversas distorsiones del sistema, algunas de las cuales se han agudizado como consecuencia de la crisis.

La desfiguración de la democracia tiene al menos tres causas: la primera, la pervivencia de prácticas corruptas en algunos ámbitos del poder; la segunda, la pérdida de peso del poder ciudadano frente a los poderes no representativos, y la tercera, posiblemente la más importante, el hecho de que las democracias no consisten solo en el respeto a las reglas y a los procedimientos, sino que deben producir un cierto bienestar social, es decir, las democracias son también resultados.

La desconfianza nace y se alimenta de la corrupción. Según se muestra en el Informe de la Democracia (IDE) 2011 del Laboratorio de la Fundación Alternativas, los estudios más recientes asocian la corrupción a bajos niveles de eficacia de los Gobiernos, a malas burocracias y a Estados de derecho débiles, que afectan negativamente a las inversiones extranjeras, además de a la ciudadanía. Esas mismas investigaciones también apuntan a que aquellos países con más corrupción son los que presentan peor gestión de los recursos medioambientales, una esperanza de vida inferior, una peor opinión de la calidad de la salud y una menor satisfacción con la vida en general.

La desconfianza en la política se deriva, igualmente, de la percepción de que en las democracias los poderes no representativos, como los mercados, han ido ganando terreno, mientras que se ha ido debilitando el poder ciudadano, entendido este como su capacidad para influir en las decisiones políticas. Cuando se pregunta a los españoles por las instituciones o colectivos que tienen más poder, la respuesta más frecuente es que los más poderosos no son los Gobiernos, sino los bancos. Igualmente, los ciudadanos creen que las grandes empresas son más poderosas que el Parlamento, institución que tendría un poder real similar al de los sindicatos. La encuesta a expertos del IDE 2011 muestra también la percepción de una mayor interferencia de las instituciones internacionales y de los poderes económicos en nuestra democracia.

Pero quizá el factor más relevante sea el tercero: para los ciudadanos, la democracia no es solo procedimientos, es también resultados. Entre las características más importantes de la democracia mencionadas por los ciudadanos en las encuestas, la más citada no es ni la celebración de elecciones, ni la libertad para participar en política. La característica más señalada es que haya una economía que asegure un ingreso digno para todos. Los ciudadanos esperan que la democracia acarree bienestar social y más oportunidades. Y al mismo tiempo perciben que no es eso lo que obtienen: 9 de cada 10 españoles cree que en España hay mucha o bastante desigualdad.

Decía Montesquieu que “la democracia debe guardarse de dos excesos: el espíritu de desigualdad, que la conduce a la aristocracia, y el espíritu de igualdad extrema, que la conduce al despotismo”. Algunas investigaciones recientes muestran que el crecimiento de la desigualdad en los países de la OCDE es una de las causas más relevantes del aumento de insatisfacción con la democracia. Por ello, los países más igualitarios en la distribución de los ingresos y aquellos que proveen una mejor sanidad y educación, son también aquellos en los que hay un menor grado de desencanto hacia la política.

En este sentido, llama la atención que el Movimiento 15-M dirija cada vez más su atención hacia las reformas institucionales. Sin duda, algunas de ellas, como la petición de una mayor transparencia, podrían mejorar la calidad de la democracia. Pero otras, como las que se centran en el sistema electoral, no guardan una relación nítida con el bienestar social, ni con el paro, ni con las diferencias de ingresos, ni con el poder ciudadano.

Conseguir una mayor igualdad requiere recetas progresistas adaptadas al contexto de interdependencia económica actual, como redistribuir los ingresos a través de sistemas fiscales más progresivos y transferir las rentas por medio del gasto público, en políticas de bienestar. En los próximos tiempos, no será tanto la ingeniería institucional la que mejore las democracias; la clave está, más bien, en afrontar la reducción de la desigualdad social.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

miércoles, junio 15, 2011

Más pluralidad e igualdad

Por Marc Parés, profesor de Geografía de la Universitat Autònoma de Barcelona e investigador del IGOP (LA VANGUARDIA, 12/06/11):

El movimiento del 15-M ha puesto sobre la mesa el debate en torno a la calidad ética y democrática de nuestro sistema político en un momento en que la incredulidad de la ciudadanía hacia la política institucional es cada vez mayor. Hemos podido constatarlo en las últimas elecciones municipales, con un 45% de abstención y un fuerte aumento tanto del voto en blanco (4,1%) como del voto nulo (1,72%). También son significativos los datos de los últimos comicios autonómicos en Catalunya, a través de los cuales se escogió un Parlamento que sólo representa al 54,83% de la ciudadanía. Tenemos, por lo tanto, una importante crisis de representatividad y, en consecuencia, de legitimidad. Este, sin embargo, no es el único problema de nuestra democracia. Tenemos también un déficit de funcionalidad. En otras palabras, las políticas públicas que están produciendo nuestros gobiernos no son capaces de dar respuestas satisfactorias a las expectativas y las necesidades de los ciudadanos.

Parece, pues, que cada vez se hace más necesario evaluar nuestra democracia y cuestionarse si puede haber otra manera de hacer las cosas. La evaluación de la calidad de las democracias, de hecho, se ha convertido en una práctica bastante extendida a lo largo de la última década. Diversas organizaciones internacionales han desarrollado índices para hacerlo (The Economist,Polity IV, Freedom House).Todos ellos, sin embargo, han tendido a vincular la democracia con el sistema político y sus instituciones, analizando cuestiones como el sistema electoral, la separación de poderes o los derechos y libertades individuales, siempre desde la óptica de la democracia liberal-representativa. En cambio, no se han detenido a analizar la calidad democrática de las políticas públicas impulsadas por los gobiernos.

Para mejorar la calidad de nuestra democracia y hacer frente a la desafección política, sin embargo, no hay bastante con cambiar la ley electoral y llevar a cabo determinadas reformas al sistema. Hace falta que nos fijemos también con las características de los procesos de elaboración de las políticas públicas. Los políticos, de una vez por todas, tendrían que entender que el voto de los ciudadanos no es un cheque en blanco. La democracia no se construye cada cuatro años, se tiene que construir cada día. Para hacerlo hacen falta nuevas maneras de hacer política, nuevos estilos y nuevos instrumentos que permitan canalizar las demandas y que potencien que los poderes públicos no sólo gobiernen para el pueblo sino con el pueblo.

Diversos autores han teorizado sobre esta cuestión. Benjamin Barber publicó el año 1984 el libro Strong democracy: Participatory Politics for a New Age donde cuestionaba la democracia liberal-representativa. Recuperando los principios de la democracia antigua y siguiendo la tradición republicana, Barber apostaba por una democracia fuerte basada en la idea de una comunidad autogobernada de ciudadanos. Siguiendo esta tendencia, autores como Gutmann y Thompson (2004) o Habermas (1999) defienden a un modelo diferente de administración pública, capaz de elaborar sus políticas a partir de la deliberación. Una administración que escuche, fomente el debate y promueva la implicación de la ciudadanía en la toma de decisiones públicas.

Este nuevo modelo de democracia, que puede concretarse con matices y nombres diversos – participativa, deliberativa, directa-,ya se ha empezado a poner en práctica en algunos lugares. Hemos visto recientemente el caso de Islandia, si bien hay otras experiencias, sobre todo a nivel local, que ya hace tiempo que están trabajando en prácticas de profundización democrática que van mucho más allá de un simple referéndum. Ejemplos pioneros como el de los presupuestos participativos del Brasil han demostrado que es posible hacerlo. También en nuestra casa encontramos algunos municipios como El Figaró o Santa Cristina d´Aro que han apostado decididamente por otra manera de hacer política y han tenido éxito.

Es evidente que todavía hay mucho campo para recorrer y no hay recetas mágicas: hay que innovar para encontrar nuevas formas de hacer política que se basen en la transparencia, el rendimiento de cuentas y la participación. Los tradicionales consejos consultivos no son suficientes para hacer frente a este reto. Hay que pensar en otras formas de participación más flexibles, más abiertas y que realmente respondan a las necesidades de la población. Hace falta apostar por nuevos mecanismos que garanticen la pluralidad y la igualdad, que sean capaces de sistematizar las aportaciones de la ciudadanía, que lleguen a resultados concretos, que se apliquen sobre cuestiones realmente relevantes y que doten al pueblo de poder de decisión. Este nuevo modelo requiere voluntad política, tiempo y recursos, es cierto. Pero, al mismo tiempo, revierte en unas mejores políticas públicas, más creativas, más ajustadas a los problemas reales de cada territorio y, sobre todo, más justas.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

domingo, mayo 29, 2011

The Weak Foundations of Arab Democracy

By Timur Kuran, a professor of economics and political science at Duke and the author of The Long Divergence: How Islamic Law Held Back the Middle East (THE NEW YORK TIMES, 29/05/11):

The protesters who have toppled or endangered Arab dictators are demanding more freedoms, fair elections and a crackdown on corruption. But they have not promoted a distinct ideology, let alone a coherent one. This is because private organizations have played only a peripheral role and the demonstrations have lacked leaders of stature.

Both limitations are due to the longstanding dearth, across the Arab world, of autonomous nongovernmental associations serving as intermediaries between the individual and the state. This chronic weakness of civil society suggests that viable Arab democracies — or leaders who could govern them — will not emerge anytime soon. The more likely immediate outcome of the current turmoil is a new set of dictators or single-party regimes.

Democracy requires checks and balances, and it is largely through civil society that citizens protect their rights as individuals, force policy makers to accommodate their interests, and limit abuses of state authority. Civil society also promotes a culture of bargaining and gives future leaders the skills to articulate ideas, form coalitions and govern.

The preconditions for democracy are lacking in the Arab world partly because Hosni Mubarak and other Arab dictators spent the past half-century emasculating the news media, suppressing intellectual inquiry, restricting artistic expression, banning political parties, and co-opting regional, ethnic and religious organizations to silence dissenting voices.

But the handicaps of Arab civil society also have historical causes that transcend the policies of modern rulers. Until the establishment of colonial regimes in the late 19th century, Arab societies were ruled under Shariah law, which essentially precludes autonomous and self-governing private organizations. Thus, while Western Europe was making its tortuous transition from arbitrary rule by monarchs to democratic rule of law, the Middle East retained authoritarian political structures. Such a political environment prevented democratic institutions from taking root and ultimately facilitated the rise of modern Arab dictatorships.

Strikingly, Shariah lacks the concept of the corporation, a perpetual and self-governing organization that can be used either for profit-making purposes or to provide social services. Islam’s alternative to the nonprofit corporation was the waqf, a trust established in accordance with Shariah to deliver specified services forever, through trustees bound by essentially fixed instructions. Until modern times, schools, charities and places of worship, all organized as corporations in Western Europe, were set up as waqfs in the Middle East.

A corporation can adjust to changing conditions and participate in politics. A waqf can do neither. Thus, in premodern Europe, politically vocal churches, universities, professional associations and municipalities provided counterweights to monarchs. In the Middle East, apolitical waqfs did not foster social movements or ideologies.

Starting in the mid-19th century, the Middle East imported the concept of the corporation from Europe. In stages, self-governing Arab municipalities, professional associations, cultural groups and charities assumed the social functions of waqfs. Still, Arab civil society remains shallow by world standards.

A telling indication is that in their interactions with private or public organizations, citizens of Arab states are more likely than those in advanced democracies to rely on personal relationships with employees or representatives. This pattern is reflected in corruption statistics of Transparency International, which show that in Arab countries relationships with government agencies are much more likely to be viewed as personal business deals. A historically rooted preference for personal interactions limits the significance of organizations, which helps to explain why nongovernmental organizations have played only muted roles in the Arab uprisings.

A less powerful business sector also hindered democracy. The Middle East reached the industrial era with an atomistic private sector unequipped to compete with giant enterprises that had come to dominate the global economy. Until then, Arab businesses consisted exclusively of small, short-lived enterprises established under Islamic partnership law. This was a byproduct of Islam’s egalitarian inheritance system, which aimed to spread wealth. Successful enterprises were typically dissolved when a partner died, and to avoid the consequent losses Arab businessmen kept their enterprises both small and transitory.

Arab businesses had less political clout than their counterparts in Western Europe, where huge, established companies contributed to civil society directly as a political force against arbitrary government. They also did so indirectly by supporting social causes. For example, during industrialization, major European businesses financed political campaigns, including the mass education and antislavery movements.

Since the late 19th century, commercial codes transplanted from abroad have enabled Arabs to form large, durable enterprises like major banks, telecommunications giants and retail chains. Still, Arab companies tend to be smaller relative to global norms, which limits their power vis-à-vis the state. Although large Western corporations have been known to suppress political competition and restrict individual rights, in Arab countries it is the paucity of large private companies that poses the greater obstacle to democracy.

Despite these handicaps, there is some cause for optimism when it comes to democratization in the Middle East. The Arab world does not have to start from scratch. A panoply of private organizations are already present, though mainly in embryonic form. And if the current turmoil produces regimes more tolerant of grassroots politics and diversity of opinion, more associations able to defend individual freedoms will surely arise.

Moreover, the cornerstones of a modern economy are in place and widely accepted. Economic features at odds with Shariah, like banks and corporations, were adopted sufficiently long ago to become part of local culture. Their usefulness makes them appealing even to Islamists who find fault with other features of modernity.

Over the last 150 years, the Arab world has achieved structural economic transformations that took Europe a millennium. Its economic progress, whatever the shortcomings, has been remarkable. If political progress has lagged, this is partly because forming strong nongovernmental organizations takes time. Within a generation or two, as the economic transformations of the past century-and-a-half continue to change the way citizens interact with organizations, insurmountable pressure for democracy may yet arise even in those corners of the Arab world where civil society is weakest.

A stronger civil society alone will not bring about democracy. After all, private organizations can promote illiberal and despotic agendas, as Islamist organizations that denounce political pluralism and personal freedoms demonstrate. But without a strong civil society, dictators will never yield power, except in the face of foreign intervention.

Independent and well-financed private organizations are thus essential to the success of democratic transitions. They are also critical to maintaining democracies, once they have emerged. Indeed, without strong private players willing and able to resist undemocratic forces, nascent Arab democracies could easily slip back into authoritarianism.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

martes, mayo 17, 2011

La causa permanente de la libertad

Por Francisco Longo, director del Instituto de Gobernanza y Dirección Pública de Esade (EL PERIÓDICO, 11/05/11):

El alivio por la desaparición de Bin Laden no elimina la desazón que produce el reconocimiento público de la tortura como parte del instrumental de los servicios de inteligencia de un Estado democrático. Impresionan, en este sentido, las revelaciones filtradas por Wikileaks sobre Guantánamo. Nos desvelan ocho años -más los que queden todavía- de violación deliberada y sistemática de los derechos humanos de cientos de personas en el corazón mismo de la civilización que compartimos. Cualquier invocación al pragmatismo nace muerta cuando los hechos nos interpelan desde algún nivel por debajo de lo esencial, perdido todo vestigio de lo que identifica a las colectividades como humanas.

Son tiempos de malas noticias. La condena a Liu Xiaobo y la detención de Ai Weiwei en China, o las matanzas en Libia y Siria, han compartido últimamente notoriedad con el inframundo extraterritorial norteamericano, pero el foco de los medios ilumina la realidad de forma breve y sesgada. Más allá de los espasmos de la actualidad, la opresión tiende a volverse rutinaria, a institucionalizarse, a adquirir respetabilidad. Nada hay peor, más opresivo, en realidad, que ese proceso mediante el cual el abuso de poder se pacifica, se banaliza, se transforma en violencia institucional de baja intensidad.

Situada fuera de foco la resistencia, la privación de derechos pasa a ser, como mucho, materia de interés local en el gran escenario global. Poca cosa para detener el comercio, la diplomacia, el deporte o el show business. En el mundo en que vivimos, la opresión acaba a menudo por ser aceptada como parte de la ecuación reductora de los costes de transacción que lubrica el funcionamiento de la economía globalizada.

Sin embargo, en los últimos meses han brotado también movimientos de signo opuesto. La globalización parece potenciar al mismo tiempo unas fuerzas y sus contrarias, agudizando las paradojas y contradicciones de la acción colectiva a escala mundial. Las revueltas que vemos desarrollarse en la ribera sur del Mediterráneo y en Oriente Próximo se están dando precisamente en un rosario de países en los que la opresión había adquirido esa normalidad homologada. Desde fuera, nos habíamos acostumbrado no ya a tolerarla, sino a sugerir implícitamente a los afectados que se resignaran ante ella, no fueran a resultar conjurados ciertos espíritus desestabilizadores del statu quo universal. Y, sin embargo, las rebeliones en el Magreb, Egipto, Baréin, Siria, Yemen, sus conquistas, sus héroes y sus muertos nos están devolviendo dinámicas sociales que habíamos llegado a dar por extinguidas. En ellas resuenan, ni más ni menos, los ecos de las luchas históricas de los pueblos por la libertad, tan antiguas como la humanidad.

Las democracias liberales de Occidente, incluso aquellas que, como la nuestra, tienen de la tiranía un recuerdo más reciente, han ido perdiendo el aliento movilizador de las grandes causas colectivas. Algunas de esas causas que protagonizaron en Europa nuestro torturado siglo XX son hoy como estrellas muertas cuyo resplandor aparente apenas convoca ya a unos pocos. Bien está aprender del pasado y superarlo, pero nuestro error -el error, sobre todo, de las generaciones jóvenes- sería creer que las libertades de que gozamos son el efecto de un accidente afortunado o una contingencia idiosincrática que nos pertenece como ius soli. Esas libertades públicas y los derechos humanos que promueven ni nos están dados en exclusiva ni los tenemos garantizados para siempre. Guantánamo nos lo recuerda. En Europa, el auge de los populismos y nacionalismos autoritarios nos invita a no bajar la guardia cuando se pretenden utilizar la inseguridad, el desempleo o el temor a lo desconocido como pretextos para limitar derechos o reducir la calidad de nuestras democracias. El intento de revisar el tratado de Schengen está en otra escala, pero en la misma onda.

Por otra parte, la causa de la libertad permanece estrechamente ligada a la del progreso. En los últimos tiempos, han aparecido entre nosotros quienes, alentados sobre todo por los formidables éxitos de China y otras economías emergentes, han comenzado a teorizar el intercambio de libertades por bienestar material. Se llegan a explicar, incluso, tales éxitos contraponiendo el lento, complicado y a veces contradictorio funcionamiento de las democracias con la simplicidad y eficiencia de los procesos decisorios en sistemas menos cargados de contrapesos. En otras palabras, se defiende una supuestamente tolerable y aceptada privación de derechos políticos a cambio de crecimiento y riqueza. Las revueltas sociales de este 2011 nos muestran que, sin perjuicio de reparos más profundos, se trata de teorizaciones poco realistas. Los pueblos mantienen tenazmente sus expectativas de emanciparse de la opresión y de construir, para progresar, sistemas que garanticen los derechos humanos y las libertades públicas. Antes o después, acaban por recordarnos a todos que el bienestar colectivo reúne forzosamente la prosperidad y la libertad en un compendio indisoluble y de validez planetaria.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

lunes, marzo 28, 2011

El hombre político, árbitro de la ciudadanía

Por Manuel Jiménez de Parga, catedrático de Derecho Político y presidente emérito del Tribunal Constitucional (EL MUNDO, 25/03/11):

Dentro de poco se abrirán las urnas electorales en España y a depositar su voto deberán acudir los ciudadanos. Con este motivo, es oportuno reflexionar sobre quiénes son los actores, los agentes y los autores de la actual vida política.

Los personajes se presentan en dos grandes categorías: los individuos y los grupos. Dentro de los primeros, en cuanto actores, hay que hacer distinciones. Existen lo que puede llamarse hombres políticos. Son los que dirigen los asuntos públicos, los que aspiran a asumir los puestos dirigentes, los que tienen cierta versión exterior.

El estudio y la caracterización del hombre político conduce a poder hacer algunas puntualizaciones. Adviértase, en primer lugar, que no suele poseer una preparación técnica concreta. Charles Celier nos recordaba que, a veces, un ministro de Educación, por ejemplo, tenía que pronunciarse en una crisis militar, a altas horas de la madrugada, sin tener preparación técnica alguna sobre la materia. Esta advertencia académica nos pone sobre aviso de algo importante. La vida política no es sólo resultado de la actuación de una determinada técnica ministerial o, si se quiere, de unos burócratas. La misión del hombre político no es conocer técnicamente la mejor solución de los asuntos que se plantean a su departamento. Su papel es muy diferente.

Frank J. Goodnow distinguía entre creación y ejecución de la política: «En todos los sistemas políticos hay dos funciones primordiales o últimas de gobierno, a saber: la expresión de la voluntad del Estado y la ejecución de esa voluntad. También hay en todos los estados órganos separados, cada uno de los cuales se ocupa de modo principal del desempeño de una de esas funciones. Esas funciones son, respectivamente, política y administración». Al hombre político corresponde establecer una articulación con la opinión pública. No es que política y administración queden como compartimentos estancos o distinciones absolutas. Pero entre la creación o programa (en ocasiones técnico) y su ejecución, entre uno y otro momento del mismo proceso, se interpone un espacio, un intervalo que es precisamente el que tiene que rellenar el hombre político.

La misión, pues, de este actor de la vida política tiene varias vertientes. Hemos dicho que opera a modo de articulación entre técnica (que concibe el programa) y el denominado cuerpo político o conjunto de ciudadanos (al que se destina el programa). En segundo lugar, el hombre político recoge las aspiraciones de las diversas clases sociales. Formula a la Administración las directivas políticas, marca sus fines y sus límites. El hombre político es, además, árbitro de las aspiraciones de la ciudadanía y conductor de estos anhelos apoyado, ciertamente, en las ruedas técnicas del Estado. Pero no se piense que con esto acaba su misión. No es que sólo escuche la opinión, sino que la impulsa. Inspira formas y expresa las tendencias más o menos confusas y las aspiraciones más o menos vagas de sus gobernados. Si la soberanía se ejerce por la adhesión, es el político quien propone la fórmula de adhesión de las masas. En otros términos: se nos aparece como un crisol de las aspiraciones del cuerpo político; como una articulación entre las ruedas técnicas del Estado y las aspiraciones de interés general de los gobernados.

Hemos advertido que en la escena política cuentan también los ciudadanos, en el sentido de componentes activos de una sociedad. El modo como estos ciudadanos ejercen realmente una función efectiva es muy variable. El derecho del voto se suele señalar en todos los manuales de ciencia política como un cauce importante de tal actividad. Pero aunque esto sea así, no es sólo mediante la expresión que supone el voto la forma en que el ciudadano participa en la vida del cuerpo político. Junto con el voto, la formación de la opinión. La importancia es tal que no es necesario subrayarlo expresamente.

Con los hombres políticos en sentido estricto y los ciudadanos, hay que considerar la actuación de determinados individuos especialmente caracterizados. Nos referimos ahora a los agentes y a los autores. En efecto: bien por la influencia personal que estos individuos ejercen sobre la organización política, bien por los grandes medios de que disponen en su acción, la ciencia política debe estimar estas conductas. En el primer caso se encuentran los intelectuales profesionales de gran prestigio, que de una manera decisiva contribuyen a aquella formación de opinión aludida. Son esencialmente los autores. Entre los poseedores de grandes medios, apuntemos como ejemplos característicos a los directores de una cadena importante de periódicos, y a los dueños de las televisiones.

La complejidad y potencia de los actuales medios de movilización de voluntades ponen en duda la capacidad del ser humano solitario, o de la persona actuando individualmente, para ejecutar actos políticos. Se disipan estas incógnitas si distinguimos las tres clases aludidas de sujetos políticos: los autores, los agentes y los actores.

Autor es la persona que causa o produce un efecto. El agente suele concebirse también como el productor, el causante o el realizador de algo. Las fronteras entre la labor del autor y la del agente, en suma, no son fáciles de trazar. Sin embargo, en el autor predomina el aspecto de creación, de invención, mientras que en el agente destaca la idea de realización, de producción. El actor se limita a representar la obra concebida y dirigida por otros.

Otro día me ocuparé de los grupos políticos. En filosofía nos costaría mucho -como decía mi maestro- terminar de pintar los cuadros del autor, del agente y del actor. En política no es tan difícil. Pronto se levantará el telón de las elecciones municipales y autonómicas. Los personajes de la escena deben ser bien identificados.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

martes, noviembre 03, 2009

¿El final de la democracia?

Por Walter Laqueur, director del Centro de Estudios Internacionales y Estratégicos de Washington (LA VANGUARDIA, 01/11/09):

Las capitales occidentales están de mal talante. Y su mal humor tiene poco que ver con la situación económica que puede decirse que ha mejorado algo en las últimas semanas. Hace veinte años, cuando cayó el muro de Berlín en Alemania y finalizó la guerra fría, verdaderas multitudes se pusieron a bailar en las calles de la Europa central y oriental. Hace diez años, los primeros ministros y ministros de Economía y de Asuntos Exteriores de Europa se reunieron en Lisboa y en su comunicado final pronosticaron un esplendoroso futuro para el continente en casi todos los aspectos. Se publicaron libros titulados, por ejemplo, El fin de la Historia.La libertad y la democracia estaban a punto de triunfar en todo el mundo; los conflictos internos y tensiones entre los países habían finalizado.

¿Qué cabe decir del momento actual? Discursos pesimistas y numerosos libros y artículos titulados Posdemocracia o incluso El fin de la democracia dudan de si las actuales instituciones políticas en Occidente podrán solucionar los problemas que afrontan estas sociedades. El gran intelectual italiano Claudio Magris, al agradecer la concesión del premio de la Paz de los libreros alemanes en la Feria del Libro de Frankfurt, no tuvo palabras de consuelo, sino de lamentación, sobre la impotencia de Europa, sobre su falta de propósito y de progreso y sobre la falta de cumplimiento de todos los sueños de antaño. Los grandes partidos tradicionales de derecha e izquierda en Europa pierden apoyo, como han mostrado las recientes elecciones en Alemania y harán probablemente lo propio las británicas. El pesimismo reina en Europa del este y la situación italiana suministra materia a los autores satíricos en mayor medida que a los comentaristas políticos serios. En EE. UU. no hace tanto tiempo, se depositaban grandes esperanzas en la elección de Obama como presidente. Su prestigio personal sigue siendo notablemente elevado. Sin embargo, cunde el pesimismo con relación a los resultados de su Administración tanto en el interior como en el exterior.

Hace veinte años, reinaba un optimismo general acerca del avance de Rusia hacia la democracia y su aproximación a Occidente. Poco queda de tal optimismo. Vladimir Putin y su círculo parecen convencidos de que aunque Occidente siga siendo un importante cliente del petróleo y gas rusos, Rusia tiene más que aprender de China desde el punto de vista político. Con su sistema de partido único, China ha realizado grandes progresos en muchos aspectos y se ha convertido en una gran potencia. ¿No está enseñando a Rusia la vía para recuperar su grandeza anterior? Ex Oriente lux…Numerosos pensadores rusos (y no sólo ellos) han pregonado durante mucho tiempo que la salvación provendría de Oriente y no del decadente (y hostil) Occidente.

¿Cómo explicar este cambio radical de talante en pocos años? Algunos motivos son evidentes: las expectativas, sencillamente, eran demasiado elevadas. Reinaba el convencimiento de que cada año seríamos más felices y gozaríamos de mayor seguridad y riqueza. Eran fantasías de capitalismo de casino, por un lado, y antiglobalización revolucionaria, por otro. Pero no había razón alguna para presuponer que porque había terminado la guerra fría la paz irrumpiría en toda la Tierra. Numerosos conflictos sofocados durante la guerra fría salieron a la luz cuando acabó. En las democracias occidentales ganó terreno el convencimiento de que la ciudadanía podía – como en el Cándido,de Voltaire-retirarse tranquilamente y sin riesgo a cultivar su jardín dejando al Estado y a los partidos políticos la tarea de lidiar con los escasos problemas que pudieran quedar. La idea de que la libertad y la defensa de los derechos humanos implicaran una vigilancia constante y una participación activa en la vida pública, de que las sociedades democráticas proporcionaran no sólo derechos sino también deberes… todo eso parecía pertenecer a tiempos pasados.

El problema no está en que las sociedades democráticas afrontaran súbitamente dificultades sin precedentes, tal vez insuperables, que no pudieran posiblemente abordar salvo en el caso de un esfuerzo sobrehumano bajo la guía y liderazgo de líderes que fueran verdaderos genios. No. La cuestión es que la vida se había vuelto excesivamente cómoda. No había peligros evidentes e inmediatos en casa o en el extranjero y se esparcieron toda suerte de fantasías e ilusiones acompañadas de una creciente indolencia e indiferencia.

Veinte años después del famoso “fin de la Historia”, la mayor parte de la humanidad no vive en el seno de sociedades democráticas y las posibilidades de que esto cambie radicalmente en el futuro son casi inexistentes. Al contrario, la influencia política de la democracia liberal en el mundo ha disminuido. EE. UU. se debilita y Europa mucho más. Pero ello no significa el fin de la democracia. Las ganas de vivir en libertad no desaparecen del planeta. Incluso las autocracias han de fingir que son también partidarias de la democracia; sólo que de un modo distinto, no al estilo occidental. Tal vez las sociedades occidentales puedan despertar aún de su sopor y los cambios de talante sigan produciéndose como han hecho a lo largo de la historia.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

miércoles, mayo 27, 2009

Recuperar el porvenir

Por Daniel Innerarity, profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza. Acaba de publicar El futuro y sus enemigos. Una defensa de la esperanza política (EL PAÍS, 17/05/09):

Una de las cosas que la crisis económica ha puesto de manifiesto es que tenemos, en tanto que sociedades, grandes dificultades para relacionarnos con nuestro propio futuro, que estamos insistentemente distraídos con el corto plazo. Vivimos en la tiranía del presente, es decir, de la actual legislatura, el corto plazo, el consumo, nuestra generación, la proximidad… Es la economía que privilegia la lógica financiera, el beneficio frente a la inversión, la reducción de costes frente a la cohesión de la empresa. Practicamos un imperialismo que ya no es espacial sino temporal, del tiempo presente, que lo coloniza todo.

A la vista de todo ello, tiene sentido preguntarse si la democracia en su forma actual está en condiciones de desarrollar una conciencia suficiente del futuro para evitar situaciones de peligro alejadas en el tiempo.

La consecuencia lógica de la tiranía del presente es que el futuro queda desatendido, que nadie se ocupa de él. El futuro distante deja de ser un objeto relevante de la política y la movilización social. Lo que está demasiado presente impide la percepción de las realidades latentes o anticipables, y que muchas veces son más reales que lo que ocupa actualmente toda la escena. ¿O es que resulta razonable prestar tal atención a las amenazas presentes que dejemos de percibir los riesgos futuros? ¿Estamos realmente dispuestos a que las posibilidades actuales arruinen las expectativas del futuro?

La principal urgencia de las democracias contemporáneas no es acelerar los procesos sociales sino recuperar el porvenir. Hay que volver a situar al futuro en un lugar privilegiado de la agenda de las sociedades democráticas. El futuro debe ganar peso político. Sin esa referencia al futuro no serían posibles muchas cosas específicamente humanas, como todas las que requieren previsión o suponen la capacidad de anticipar escenarios futuros.

Configurar una suerte de responsabilidad respecto del futuro es una tarea para la cual la política es fundamental. El problema estriba en que el futuro es políticamente débil, ya que no cuenta con abogados poderosos en el presente, y son las instituciones las que deben hacerlo valer. Las sociedades contemporáneas tienen una enorme capacidad de producir futuros, es decir, de condicionarlos o posibilitarlos. Por contraste, el conocimiento de esos futuros es muy limitado. El alcance potencial de sus acciones y los efectos de sus decisiones son difícilmente anticipables. Como el futuro no puede ser conocido, la responsabilidad suele quedar fuera de consideración. Pero esta dificultad de conocer la repercusión real de nuestras acciones en el futuro no nos exime del esfuerzo deponderarlas desde una perspectiva temporal más amplia.

Vivimos en una sociedad tan dinámica que, sin el esfuerzo de la imaginación, el futuro podría escapársenos en el ajetreo de las ocupaciones cotidianas. La elevada complejidad empuja hacia un presentismo sin perspectiva. El ejercicio rutinario de las instituciones, dominado en gran medida por los imperativos de la economía mundial, y su transposición sin la menor perspectiva de futuro impide la corrección de las anomalías no deseadas y el aprovechamiento de las oportunidades comunes.

Y es que el instantaneísmo impide tomar decisiones coherentes. Cuando la perspectiva es temporalmente estrecha corremos el riesgo de someternos a la “tiranía de las pequeñas decisiones” (Kahn), es decir, ir sumando decisiones que, al final, conducen a una situación que inicialmente no habíamos querido, algo que sabe cualquiera que haya examinado cómo se produce, por ejemplo, un atasco de tráfico. Cada consumidor, mediante su consumo privado, puede estar colaborando a destruir el medio ambiente, y cada votante puede contribuir a destruir el espacio público, lo que no quieren y que, además, haría imposible la satisfacción de sus necesidades. Si hubieran podido anticipar ese resultado y anular o, al menos, moderar su interés privado inmediato habrían actuado de otra manera.

Cuando las decisiones son adoptadas con una visión de corto plazo, sin tener en cuenta las externalidades negativas y las implicaciones en el largo plazo, cuando los ciclos de decisión son demasiados cortos, la racionalidad de los agentes es necesariamente miope. Hay bienes comunes que sólo se pueden asegurar articulando medidas inmediatas con el largo plazo: el medio ambiente, la paz, la estabilidad institucional, la confianza económica, la sostenibilidad en general… Su gestión requiere cambios a nivel individual, colectivo e institucional para incluir en nuestras consideraciones y prácticas una perspectiva temporal más amplia.

Pero para ello necesitamos una diferente base conceptual a la hora de pensar nuestra relación con el futuro y su configuración. Con los debates acerca del cambio climático, la energía nuclear, la ingeniería genética, la gestión de los riesgos financieros, el futuro ha irrumpido en la política del presente. Para la conducción de ese debate ya no valen las clásicas instituciones que diseñaron el futuro de las democracias liberales: ni la ciencia determinista, ni la economía que tiende a ver el futuro como un recurso más, ni el derecho que entiende la justicia como el resultado del contrato entre los contemporáneos y carece de instrumentos para anticipar los derechos de quienes vienen después. Ninguno de estos sistemas están hoy por hoy equipados con los procedimientos para entender y regular un ámbito temporal en el que el futuro juega un papel decisivo.

El futuro se ha convertido en un problema en las sociedades contemporáneas, quizás nuestro mayor problema, pero tal vez también la vía de solución para proceder a una reforma de la política. Nuestro mayor desafío consiste en volver a pensar y articular en la práctica la relación entre acción, conocimiento y responsabilidad. Tenemos que proceder a una relegitimación de nuestras intervenciones en el futuro, de nuestras condiciones de producción de futuro, en los nuevos escenarios sociales de una mayor complejidad, incertidumbre e interdependencia.

No se trata de predecir el futuro, algo cada vez más difícil, si es que alguna vez esa pretensión ha tenido sentido; lo que se nos exige es convertirlo en una categoría reflexiva, incluirlo, con toda su carga de incertidumbre y contingencia, en nuestros horizontes de pensamiento y acción. El futuro ha de ser gestionado mediante procesos que representen una gran innovación institucional.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

miércoles, marzo 25, 2009

El valor de la política democrática

Por Gregorio Peces-Barba Martínez, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid (EL PAÍS, 25/03/09):

La política democrática necesita dignificarse y los políticos, prestigiarse y legitimarse. Una serie de condiciones objetivas deben unirse a las personales para que esos fines puedan alcanzarse.

Entre las condiciones mínimas para situarse en escenarios respetables para la política y los políticos, encontraremos el rechazo de la violencia, que no sea uso de la fuerza legítima a través del Derecho, el valor eminente de la vida humana y de su dignidad y el predominio de la conciencia sobre la potencia.

Es decisivo el escenario democrático para la política, y para los políticos, a través de la existencia de unas reglas de juego que señalen los valores, los principios y los derechos, y los procedimientos y las instituciones comunes que todas deben aceptar. Entre los principios sustanciales están la libertad, la igualdad y la solidaridad, y entre los procedimentales, la seguridad, el pluralismo y los principios de las mayorías y de la negociación.

Autores como Karl Mannheim, Ortega y Gasset o Benedetto Croce, entre otros, expresan de una forma u otra la dimensión moral, de ética pública, de esos criterios comunes, y la necesidad de la presencia de los intelectuales para realzar desde las ideas las justificaciones de ese sistema como sistema preferible: en esos ámbitos, la política está cerca de la cultura. Croce en su Historia de Europa de 1932 señalará que los ideales de la libertad, en esas condiciones de dignidad intelectual, fortalecen sus esperanzas de un futuro de renovación moral de la democracia. La siniestra presencia de los fascismos y de los leninismos fueron la otra cara que presagiaba un desastre moral para Europa y todo el mundo libre. No todo está ganado ni siquiera hoy y debemos seguir estando vigilantes para evitar las nuevas formas de los fascismos y de los leninismos que envenenan a muchos desde su ideología del enemigo sustancial, antítesis de la cultura democrática.

Aunque vivan en democracia hay políticos que no reúnen estas condiciones mínimas para actuar coherentemente en democracia y no sólo deslucen los escenarios de la libertad, sino que los contaminan con nombres ajenos, y corrompen las formas y los contenidos. El juego sucio, la mentira, la dialéctica del odio y del amigo enemigo, la incapacidad para reconocer errores y para limpiar sus filas de corruptos, el tú más, la técnica de lanzar basura contra el adversario para tapar las faltas propias y vivir según la pasión y no según la razón son algunos signos de esa carencia de fundamentos mínimos para hacer política en democracia.

Los políticos pueden ser ideólogos o expertos como “creadores o transmisores de ideas y deconocimientos políticos relevantes, y también según el papel que desempeñen en el contexto político”, según las autorizadas reflexiones de Bobbio en su trabajo Intelectuales y poder. Los primeros se ocupan sobre todo de los principios y los segundos de los medios. Los unos actúan por valores y los otros por el objetivo a alcanzar. En los respectivos extremos están los utopistas y los técnicos. Unos y otros deben ser fieles al valor de la política democrática.

También encontraremos la traición y la deserción. Bobbio dirá que traicionar es pasarse al enemigo y desertar abandonar al amigo. Con la existencia de la corrupción que también nos encontramos en políticos y que puede afectar a todos, la traición y la deserción vienen a significar lo mismo. El corrupto a la vez traiciona y deserta de los ideales y de los valores de ética pública que cada partido representa. Por eso resulta sorprendente la insistencia con la que Rajoy en España respalda sin fisuras a los miembros de su partido acusados de corrupción. Ninguna interpretación de ese comportamiento puede avalar buena fe o lealtad. Más bien avala simpleza o complicidad.

Por otra parte, en las sociedades democráticas el comportamiento de los políticos debe ajustarse a la cultura laica que expresa el espíritu de la modernidad y que supone filosofías mundanas, idea de progreso, respeto al conocimiento racional, al saber y a la difusión de las luces humanas, frente a la fe, pluralismo y tolerancia. Desde estos criterios, la sociedad moderna vive el rechazo del adoctrinamiento y de la servidumbre, la defensa del disenso, el valor de la conciencia, el espíritu crítico, el alejamiento de la violencia, la defensa de la paz, y el impulso de la inteligencia creadora.

Así, la democracia no puede ser sólo una formalidad, debe ser, también, una realidad, gobierno del pueblo, participación de los ciudadanos. Supone hacer desaparecer el vacío entre gobernantes y gobernados a través de la educación para la libertad, la igualdad, la solidaridad y la seguridad. A través de esta educación se desvelan los valores de la ética pública y los comportamientos acordes con la ciudadanía y con los derechos humanos. Después de la sentencia del Tribunal Supremo de 11 de febrero de 2009, entre otras, queda el camino libre para la enseñanza en primaria, secundaria y bachillerato de Educación para la Ciudadanía y derechos humanos, sin excusas ni objeciones de conciencia que están fuera de lugar.

Finalmente, unas últimas observaciones necesarias en el escenario de la política democrática para que pueda ser el ideal del buen gobierno y que, a veces, se olvidan, incluso por defensores de la democracia. Se trata de la necesidad de que el poder en democracia sea visible, y que nada en la política pueda situarse en el espacio del misterio y de la oscuridad. Aquí hablamos de lo público no contrapuesto a lo privado sino a lo secreto. Bobbio habla en El futuro de la democracia como del “gobierno público en público”. Las luces de la Ilustración son el escenario adecuado de la democracia frente al oscurantismo del antiguo régimen. El uso público de la razón exige permanentemente la acción pública de todos los actos del soberano. Kant lo explicitará en el segundo apéndice de La Paz Perpetua con la formulación del principio trascendental del Derecho público que establece lo siguiente: “… Todas las acciones relativas al Derecho de los demás hombres, cuya máxima no sea susceptible de publicidad son injustas…”.

No hay democracia sin luz y taquígrafos. Cada vez que se desvela un escándalo político y se hace público un comportamiento o unos hechos que hasta entonces eran secretos y permanecían en la oscuridad, se está perpetrando un ataque serio contra los valores democráticos. Los que celosamente defienden que nada malo pasa en sus filas políticas para ocultar un escándalo, una corrupción, una malversación, unos intereses privados contra el servicio público, están conscientes o inconscientes, y traicionando al interés general y defendiendo impúdicamente la autocracia y los arcana imperii. Si la democracia es el poder visible, el control del poder por la Constitución y por la ley, desde su trasparencia ante los ciudadanos, cualquier obstáculo a esa máxima inexcusable traiciona lo más valioso de nuestra convivencia libre. Es una traición a nuestras creencias comunes. En la política española más de uno, en los grandes partidos que nos gobiernan deberían recuperar los principios y huir de las malas prácticas. Es necesaria una gran renovación moral.

La política democrática o es moral o no será.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

sábado, marzo 21, 2009

Dirigentes conectados en redes

Por Joseph S. Nye, Jr., profesor en la Escuela Kennedy de la Universidad de Harvard y autor de The Powers to Lead (Las capacidades para dirigir). © Project Syndicate, 2009. Traducción de Carlos Manzano (EL PAÍS, 15/03/09):

En medio de teléfonos portátiles, ordenadores y sitios web como MySpace, Facebook y LinkedIn, resulta trivial decir que vivimos en un mundo conectado en redes. Ahora bien, las diferentes redes ofrecen nuevas formas de ejercer el poder y requieren estilos diferentes de dirección. Barack Obama lo entiende; de hecho, esta comprensión le ayudó a conseguir su victoria. Ahora tiene que plantearse la cuestión de cómo utilizar las redes para gobernar.

Hay redes de muchas formas y tamaños. Unas crean vínculos fuertes, mientras que otras producen lazos débiles. Piénsese en la diferencia entre amigos y conocidos. Es más probable que se comparta información valiosa con los amigos que con los conocidos, pero los lazos débiles tienen una extensión mayor y aportan información más novedosa, innovadora y no redundante.

Las redes basadas en vínculos fuertes crean el poder de la lealtad, pero pueden convertirse en círculos que redistribuyan conocimientos tradicionales. Pueden sucumbir al “pensamiento de grupo”. Por eso, es importante la diversidad de los elegidos por Obama para que formen parte de su Gobierno. Se le ha comparado con Abraham Lincoln por su disposición a incluir a rivales, además de amigos, en su equipo de Gobierno.

Los lazos débiles, como los que encontramos en la red Internet, son más eficaces que los vínculos fuertes para aportar la información necesaria a fin de conectar grupos diversos de forma cooperativa. Dicho de otro modo, las redes débiles son uno de los factores aglutinantes de sociedades diversas. Son también la base de la dirección democrática.

La información crea poder y en la actualidad hay más personas que tienen más información que en ningún otro momento de la historia humana. La tecnología democratiza los procesos políticos y sociales y, para bien y para mal, las instituciones desempeñan en menor medida un papel mediador. De hecho, el concepto básico llamado Web 2.0 se basa en la idea de que el contenido procedente de los usuarios vaya ascendiendo desde abajo, en lugar de descender desde la cima de una jerarquía tradicional de la información.

Históricamente, los Gobiernos han sido muy jerárquicos, pero la revolución de la información está afectando a la estructura de las organizaciones. Las jerarquías se están volviendo más llanas y quedando inmersas en redes fluidas de contactos. Los trabajadores de oficinas que utilizan el conocimiento responden a incentivos y llamamientos políticos diferentes a los de los trabajadores industriales. Las encuestas de opinión muestran que actualmente los ciudadanos tienen una actitud menos deferente para con la autoridad en las organizaciones y la política.

Los estilos tradicionales de dirección de empresas se han vuelto menos eficaces. Según Sam Palmisano, director gerente de IBM, los métodos jerárquicos de mando y control han dejado de funcionar, por decirlo lisa y llanamente. Obstaculizan las corrientes de información dentro de las empresas y entorpecen el carácter colaborador y fluido que hoy tiene el trabajo bien hecho.

Según un estudio de las más importantes empresas que combinan las operaciones informáticas con las tradicionales, la distribución de la dirección era esencial. En el ambiente de la red Internet, la concepción tradicional de un dirigente que mantiene un control total de las decisiones resulta difícil de conciliar con la realidad. Al contrario, la dirección eficaz depende de la utilización de múltiples directores con vistas a una competente adopción de decisiones. El profesor de la Escuela de Administración de Empresas de Harvard John Quelch escribe que “el éxito empresarial depende cada vez más de las sutilezas del poder blando”.

El ex presidente George W. Bush se llamó a sí mismo “el encargado de decidir”, pero en la actualidad la dirección es más colaboradora e integradora de lo que da a entender esa expresión. Resumiendo estudios recientes, un experto en gestión señala que éstos confirman un aumento del recurso a procesos más participativos. Dicho de otro modo, la era de Internet requiere nuevos estilos de dirección en los que el atractivo poder blando debe complementar el tradicional poder duro del mando. En un mundo conectado en redes, la dirección consiste más en estar situado en el centro del círculo y atraerse a los demás que en ser “el rey de la montaña” y dar órdenes a los subordinados de abajo.

Barack Obama entiende esa dimensión de la dirección conectada en redes y la importancia del poder blando de la atracción. No sólo utilizó con éxito las redes en su campaña; ha seguido recurriendo a Internet para llegar a los ciudadanos.

Así ha complementado sus más importantes discursos televisivos y radiofónicos con vídeos en YouTube, y su estilo político se ha caracterizado por intentar llegar, mediante el procedimiento bipartidista, a círculos amplios de dirigentes políticos. Aunque estamos en el comienzo de su presidencia para juzgar el resultado, está claro que está intentando cambiar los procesos y adaptar la dirección a un mundo más conectado en redes.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

miércoles, marzo 18, 2009

"Berlusco-zysmo" y democracia

Por José Vidal-Beneyto, director del Colegio Miguel Servet de París y presidente de la Fundación Amela (EL PAÍS, 14/03/09):

La implacable implosión de las prácticas democráticas en los países occidentales ha producido el creciente deterioro del sistema al que daban vida y el agotamiento y desprestigio de su razón política de ser. La silenciosa consunción de los valores y los modos de la democracia tradicional ha originado una notable extensión del acervo tipológico de las formas que la misma es susceptible de asumir. Pues, más allá de la distinción básica entre democracia representativa, basada en la delegación del poder y en la verticalidad de su ejercicio, y democracia directa, fundada en el protagonismo, sin mediaciones, de los miembros de la comunidad, cualquiera que sea su ámbito -Estado, región, ciudad-, han ido irrumpiendo en el saber político, con voluntad compensatoria y/o sustitutiva, una serie de nuevas propuestas para organizar la vida democrática de la comunidad. Y así la democracia consociativa de Daalder y Arendt Lijpart; la democracia procedimental de Michael Sander; la democracia deliberativa de Habermas y Bobbio; la democracia electrónica que nos venden los tecnólogos; la democracia participativa inspirada en el espíritu de la sociedad civil; y, de acuerdo con la capacidad determinante del espacio y del territorio, la democracia local, la regional, la nacional, la continental y la mundial.

Junto a todas ellas, tan heterogéneas como discutibles, han ido surgiendo en las áreas ajenas a la influencia de Occidente, Asia y Oriente Medio sobre todo, y en las nuevas potencias emergentes -India, Suráfrica y Latinoamérica-, un conjunto de experiencias más o menos directamente influidas por el modelo de la democracia clásica pero con porcentajes diferentes, aunque siempre importantes, derivados de la impregnación de su propia tradición y cultura.

A todas estas desviaciones y variantes, consecuencia, reiterémoslo, de la quiebra de la matriz clásica de la democracia parlamentaria, en el ámbito del Estado-nación hay que agregar la reciente comparecencia de la democracia marketing o democracia-more empresarial, que, además no es una mera hipótesis teórica, sino la expresión de una realidad avalada por una fuerte concernencia popular, una sorprendente consistencia electoral en varias elecciones y muy razonables porcentajes de participación ciudadana y de asentimiento sistémico en dos de los principales países europeos: Francia e Italia. La proximidad de las modalidades y la analogía de los usos de su ejercicio político ha hecho que algunos analistas los hayamos considerado como un solo conjunto, como un régimen único, al que Pierre Musso designa como sarkoberlusconismo -Editions de l’Aube 2008- y que yo prefiero llamar berlusco-zysmo para subrayar la precedencia de Berlusconi en el emparejamiento y su función decisiva en la constitución de la ideología de la empresa como eje central de este nuevo régimen. Los italianos designan su dominación como aziendalismo, del que empresarización podría ser el equivalente castellano, cuyo propósito es conseguir que el Estado-empresa ocupe el lugar del Estado-providencia con el fin de que la Empresa-Italia y su República de Accionistas triunfen en la contienda internacional. (Michele Propero, Lo stato in appalto: Berlusconi e la privatizzazione del politico, Milano 2003; y Alberto Abbruzzese, Tutto e Berlusconi, Milano 2004). Se trata de introducir el management en el corazón de la administración pública y de los aparatos del Estado y de sustituir el enfrentamiento ideológico, comunistas y socialistas frente a liberales, por la competencia de las ofertas políticas al modo de la competencia comercial.

Giuliano Urbani, profesor de Ciencia Política y ministro de Cultura del segundo Gobierno de Berlusconi, insiste en que hoy lo esencial es ser capaces de competir y por eso afirma en la Democrazia competitiva e regole del gioco que la capacidad competidora de los sistemas políticos y por tanto de las democracias es su rasgo fundamental. Competir para vender. El héroe político-comercial es el vendedor y Berlusconi es el vendedor por antonomasia. Giuseppe Fori en Il venditore. Storia di Silvio Berlusconi e della Fininvest nos cuenta la extraordinaria historia del imperio mediático berlusconiano que desde la agencia de publicidad Publitalia, construye una trama irresistible apoyada en tres grandes televisiones generalistas -Canale 5, Italia Uno y Retequattro- que instalan una presencia omnitelevisiva decisiva para vender-vencer. Porque no se vence si no se convence y su capacidad convictiva, derivada de su dominación mediática, es imparable. La combinación de la comunicación con las técnicas de gestión de la empresa -que ha sido calificada como el com-management- permite conjugar la eficiencia gestora con la teatralidad simbólica, dando un golpe de gracia al Estado democrático, que desaparece en todas sus formas, desde el Estado social al Estado de derecho, gracias a la indiferenciación entre lo privado y lo público, con la invasión del campo estatal por los intereses privados.

La cancelación de lo público llega hasta que el ámbito de la Opinión pública, comprendida como un espacio abierto de confrontación y debate para llegar al entendimiento, sucumbe a manos de la Opinión mediática, es decir, aquélla producida e impuesta por los poderes centrales de la sociedad, gracias a la capacidad de conformación de los medios de comunicación dominantes. Éstos operan una selección de lo, según ellos, relevante y por ende comunicable y lo acondicionan de acuerdo con unas matrices sociales responsables de la modalidad del conocer público y de la noticiosidad y significancia de sus contenidos.

La Opinión mediática prima lo obvio e inmediato y opera un reduccionismo que hace ininteligible lo más nuevo y transformador confinando la noticia en lo sabido o presumible. Sarkozy, que en su estructura ideológica y en sus opciones políticas básicas coincide sustancialmente, payasadas aparte, con Berlusconi -como analizan con tanta pertinencia Alain Badiou, De quoi Sarkozy est-il le nom?, Lignes 2007; Dany-Robert Dufour, Le divin marché, Denoel 2007, y François Jost, Le Téléprésident, L’Aube 2008- crea gracias a sus amigos la telecracia que necesita.

Esa red mediática la constituyen sus amigos: Martin Bouygues con TF1 y LCI; Bernard Arnault con La Tribune, Les Echos, Radio Classique, Investir; Olivier Dassault con Figaro, Express; François Pi-nault con Le Point; Arnaud Lagardère con un grupo de 52 revistas y 21 diarios regionales, aparte de Europe 1 y 2; sin olvidar a Hersant, Gérard de Roquemaurel, Jean-Marie Colombani y Alain Minc, gracias a los cuales puede verificar la máxima de Reagan de que “la política pertenece a la industria del espectáculo”.

Pero lo más significativo es comprobar las decisivas transformaciones que el nuevo régimen introduce en los principales parámetros de la democracia parlamentaria y representativa. Entre ellos, en la naturaleza y funcionamiento de los partidos que han dejado de ser, con excepción de los situados en los extremos -derecha e izquierda-, estructuras de militantes para convertirse en formaciones de masa, que apelan directamente a los ciudadanos, a título individual o formando parte de colectivos como redes de clubs, grupos asociativos, conjuntos de Comités de Apoyo, de propósito eminentemente electoral como los Círculos de la Libertad de Berlusconi, promovidos y animados por Maria Vittoria Brambilla, que tanto contribuyen a las victorias de Forza Italia.

El pasado octubre, escribí sobre la ruidosa batalla entre Ségolène Royal y Martine Aubry por la secretaría general del Partido Socialista francés poniendo de relieve que la lucha por el poder personal entre ambas, en que se centró la información, había ocultado la dramática desideologización de la confrontación política. Ésta, desde el conservadurismo disfrazado de socioliberalismo y apoyado en la prevalencia de los partidos-empresa y la supremacía del líder, ha sustituido la mediación electoral, el debate parlamentario y el enfrentamiento social y laboral por el telepopulismo mediático, que Eco calificó de cesarismo electrónico, destituyendo al ciudadano e instituyendo al espectador, para acabar cambiando al pueblo por el público. Sin ideologías, partidos y militantes, y con la corrupción como componente cotidiano, ¿qué queda de la democracia? Lo peor es que ni los políticos ni los informadores parecen haberse enterado de ello.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

miércoles, marzo 04, 2009

El gobierno emocional

Por Daniel Innerarity, profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza y autor de El nuevo espacio público (EL PAÍS, 04/03/09):

Las emociones tienen una gran importancia a la hora de configurar el espacio público. Se equivoca quien vea en ellas únicamente un factor que distorsionaría la racionalidad de los procesos políticos. Adela Cortina escribía en estas mismas páginas un brillante artículo sobre esta cuestión (¿Cómo se forman las mayorías?, 17.02.2008) pero que me gustaría complementar con otro punto de vista en parte alternativo.

Las emociones pueden ciertamente actuar como elementos de despolitización, pero también pueden contribuir de una manera insustituible a la configuración de bienes públicos. De esto último son un buen ejemplo la necesidad de la confianza para la economía o de la esperanza colectiva para la movilización política; las autoridades del tráfico intentarán que los conductores no sean demasiado intrépidos e incluso que tengan un poco de miedo; quienes tienen la responsabilidad de fomentar la innovación están interesados en que la ciudadanía sea menos temerosa y arriesgue…

Son ejemplos que ilustran hasta qué punto la acción política tiene que ver con el gobierno de las emociones sociales, sobre las que debe incidir, del mismo modo que se gestionan otros aspectos de la ciudadanía no menos relevantes para la consecución del interés general.

Es cierto que venimos de una cultura que no sabe muy bien qué hacer con las emociones y que, en este tema, se polariza entre quienes tienen una profunda desconfianza frente a la presencia de los sentimientos en política y los que, sabedores de este vacío sentimental, utilizan de una manera populista los sentimientos. Como tantas veces ocurre con los antagonismos, unos y otros se realimentan: el empeño de unos por vaciar sentimentalmente la política es visto por otros como una oportunidad de llenar ese hueco mediante la movilización sentimental, lo que a su vez acrecienta la desconfianza en los primeros y continúa alimentando la espiral.

El secreto punto de acuerdo entre unos y otros consiste en su concepción de que los sentimientos son motivaciones irracionales, que irrumpen desde fuera en el espacio de la política y lo distorsionan.

Lo único que diferencia a los racionalistas y a los sentimentales es que unos temen esa irrupción y otros la celebran, pero ambos coinciden en considerar tener una idea despolitizada de la esfera emocional, autosuficiente respecto de la esfera política. Entienden los sentimientos como algo que los individuos poseen, pero no como algo que es socialmente construido.

Concebidos de una manera esencialista, los sentimientos quedan fuera de la esfera política y del discurso público, pero también son pensados como un recurso del que puede disponerse en cualquier momento e integrables en un proyecto político desdemocratizador, es decir, como una amenaza latente.

Esta despolitización de lo sentimental es uno de los factores que más empobrecen nuestra vida pública. Los sentimientos pueden estar al servicio de la renovación de las democracias, aunque para ello tengamos que pensar de otra manera su articulación. Que la política y el sentimiento se excluyen mutuamente es uno de los mitos modernos que debemos revisar, un corolario de otras contraposiciones como la de razón-sentimiento, conocimiento-emoción, cultura-naturaleza, hombre-mujer, público-privado, de cuyo simplismo no se obtiene nada bueno, ni en orden a comprender nuestra realidad social ni para intervenir positivamente en ella.

Uno de los efectos colaterales de tales dualismos ha sido favorecer la hegemonía masculina. El modelo burocrático-racionalista no ha servido para que triunfe la neutralidad y la imparcialidad sino para consagrar la polarización de los géneros, es decir, para desemocionalizar el mundo público de los varones e hiperemocionalizar el mundo privado de las mujeres, en un esquema que sigue siendo dominante a pesar de que se promuevan cuotas y repartos del trabajo. Y es que la burocracia no es algo neutral desde el punto de vista del género, sino, por el contrario, una desfeminización de lo público. La idea weberiana de racionalidad supone la construcción de un tipo particular de masculinidad basado en la exclusión de lo personal, lo sexual y lo femenino de toda definición de “racionalidad”.

Nuestro modelo de ciudadano activo es un varón sin emociones que persigue racionalmente sus intereses de acuerdo con un cálculo de utilidad. La emocionalidad en el ámbito público es devalorizada como una muestra de incompetencia. Las instituciones y los procesos políticos son concebidos como algo ajeno a la condición personal o sexuada de sus “autores”, como instrumental y desprovisto de emoción. Las emociones o el género tienen, a lo sumo, el estatuto de variables externas del espacio público. Los sentimientos son políticamente disfuncionales, caotizantes, en la medida en que impedirían el conocimiento y dificultarían la toma de decisiones. ¿Cómo es que alguien se extrañe de que nos llame la atención el vestuario de una mujer política? ¿No será porque eso despierta, sobre el trasfondo de nuestros estereotipos dominantes, un recelo más atávico de que las mujeres, como los sentimientos, son un factor distorsionante en la política?

Uno de nuestros grandes desafíos a la hora de pensar de nuevo la función de la política consiste precisamente en examinar cómo los sentimientos configuran el espacio público, qué función pueden ejercer en él. Sólo entonces podríamos establecer cuándo y por qué los sentimientos debilitan la democracia y bajo qué condiciones sirven, por el contrario, como recursos democráticos y emancipadores. Debemos considerar los sentimientos como una forma de experiencia política y de saber social. Las emociones están presentes en todos los ámbitos de la vida y en todas las acciones. No hay, por ejemplo, conocimiento sin emoción. Los sentimientos y la racionalidad no son cualidades excluyentes. Ambos son praxis sociales y ambos son formas específicas de conocimiento. Conocemos también a través del miedo o la confianza, que son formas de relacionarse cognoscitivamente con la realidad.

Seguramente es verdad la idea de Norbert Elias de que el proceso de civilización implica un control sobre la afectividad, pero esto no puede interpretarse como si las emociones fueran algo salvaje y sin ninguna función en nuestra vida, personal y colectiva. Los sentimientos no son reacciones que proceden de lo profundo e irracional de las personas y que irrumpen desde allí en el espacio de la política. Los sentimientos no pueden ser recluidos en una esfera privada en la que podrían “satisfacerse”. También la esfera pública es un ámbito de legítimo despliegue de lo emocional. Politizar las emociones puede ser un factor de renovación democrática. El espacio público no se revitaliza desemocionalizándolo, sino repolitizando y democratizando los sentimientos.

El debilitamiento de las instituciones que proporcionaban identidad e integración ha dejado un vacío que frecuentemente se llena con discursos emocionales populistas. Se está configurando un nuevo orden de los sentimientos y gobernarlos adecuadamente es una tarea tan difícil como ineludible. Se trataría de algo muy parecido a lo que Marcuse proponía cuando hablaba de erotizar la política, tal vez el único procedimiento para arrebatársela a los interesados y volver a hacerla interesante.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

viernes, febrero 27, 2009

Eclipse de la democracia

Por Antonio Elorza, catedrático de Ciencia Política (EL PAÍS, 27/02/09):

Tanto en el caso de la Roma clásica como en las ciudades-república de la Italia medieval, el factor que provocó la degeneración de las instituciones republicanas fue la conversión de magistraturas sometidas a límites temporales muy estrictos en magistraturas ejercidas indefinidamente, incluso de modo vitalicio. El armazón institucional permanecía; su contenido pasaba a ser un poder personal. No es casual que fuera la extensión de la “dictadura”, en principio semestral, por Sila y por César, lo que diera lugar tanto al cambio semántico como a la naturaleza de los nuevos regímenes centrados en el ejercicio individual del poder. El tránsito de las repúblicas urbanas a las señorías en el siglo XIII, con la entrada en escena del signore permanente, en otro marco histórico, reproduce la deriva autoritaria.

Porque ese señor permanente, aun cuando subsistan las instituciones democráticas, dispondrá de los medios para someter el funcionamiento de las mismas a su voluntad, desfigurándolas. Es lo que convierte en extremadamente peligroso el resultado del referéndum ganado por Hugo Chávez. Sus turiferarios recuerdan que las futuras elecciones siguen ahí y que él se ha impuesto en un proceso democrático. Pero eso significa olvidar que el episodio se sitúa en el marco de un proyecto de poder personal archiproclamado por el propio líder venezolano, una revolución “socialista” ya confirmada a su juicio hasta el año 2019, y que parte de la formulación torticera creada para eliminar el precedente resultado desfavorable del referéndum de 2007. Es decir, si un resultado no le conviene a Chávez, se repetirá la consulta hasta que gane y se estreche cada vez más el cerco a la libertad. Curioso respeto a la democracia.

El caos de su política económica no le preocupa. Le basta con declarar la bondad del proyecto populista radical, personificado en él y ennoblecido con la etiqueta de socialismo, y con denostar y aplastar progresivamente a los opositores. El gorila ilustrado que nos describe Enrique Krauze en El poder y el delirio exhibe aquí esa primera condición. Sabe que mientras se sostenga la política asistencial en vigor, y domine en los medios, podrá seguir adelante hasta la eliminación del pluralismo. Conviene recordar que la construcción del totalitarismo fascista no fue en su primer modelo, el italiano, el resultado de un vuelco súbito sino el resultado de un largo proceso de eliminación de libertades e instituciones representativas que, según Emilio Gentile, llega a los años 30. Chávez sigue esa vía hacia su encuentro con el papel soñado de nuevo Fidel Castro que ahora guía a todo un continente.

La cuestión es entonces qué hacer desde planteamientos democráticos cuando la democracia es arruinada de modo irreversible. Pensaba en ello cuando esta misma semana presenté la primera edición española por B. Pendás del clásico de la oposición al poder despótico, el Vyndiciae contra tyrannos: el ejercicio del derecho de resistencia recupera su necesidad.

Hace unos años, el último residuo dictatorial era el castrismo. Ahora su precaria supervivencia resulta garantizada por la tutela chavista, y se perfilan otras sombras, además justificadas por el carácter oligárquico de los regímenes democráticos que parecieron asentarse en el último cuarto del siglo XX. Si hoy Evo Morales, con su nueva Constitución, parte en dos la nación boliviana haciéndola recaer sobre la mayoría indígena y marginando a los criollos, vistos como herederos de la opresión colonial, hasta su llegada al Gobierno y durante dos siglos la jerarquía de poder fue la inversa. En otras circunstancias, la exigencia de cambio resultaba asimismo bien explicable en Ecuador. Pero eso no exime del riesgo de autoritarismo que también despunta en Nicaragua, con Daniel Ortega en busca de su perpetuación como presidente, conjugando el fraude electoral (municipales de 2008), las políticas asistenciales y la persecución del aborto.

Frente a las conmociones externas, Javier Pradera habló alguna vez de “la Europa-balneario”. Desde el ángulo de la democracia, eso parecía gracias a las transformaciones políticas del último cuarto del novecientos: caída de las dictaduras en la Europa del sur, desplome del totalitarismo comunista. Las expectativas favorables empezaron a nublarse con el nuevo autoritarismo de Putin, otro que busca perpetuarse. Ahora el riesgo de un eclipse de la democracia reaparece en Italia. La resistible ascensión de Silvio Berlusconi ha culminado en una situación radicalmente nueva: la perversión del sistema democrático por su subordinación a una trama de poder que destruye el espíritu de las instituciones, consagra la corrupción hecha Gobierno y sume en la impotencia a la oposición. Todo ello logrado merced a la hegemonía del poder de los medios controlados por un líder, atento sólo al dominio del mercado político y carente de escrúpulos. En el trágico episodio de la muerte de Eluana, no le importó al ateo Berlusconi aliarse con el clericalismo vaticano. Sólo el fallecimiento de la joven evitó que de paso lograra la autorización para gobernar a voluntad con decretos-leyes saltándose el Parlamento con la excusa de la urgencia. Dejó claro que en Italia, por encima de su pésima gestión económica, el poder es todo suyo. Las elecciones en Cerdeña le han dado la razón y consagrado el hundimiento de la izquierda. Las formas democráticas perviven.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

miércoles, febrero 18, 2009

¿Cómo se forman las mayorías?

Por Adela Cortina, catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, directora de la Fundación ÉTNOR y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (EL PAÍS, 17/02/09):

“La regla de la mayoría es tan absurda como sus detractores le acusan de serlo”. Así empieza un célebre texto de John Dewey, que continúa aclarando: “Lo que importa es cómo una mayoría llega a serlo”. Y, a mi juicio, caben al menos tres caminos: el debate sereno y la discusión pública bien argumentada, la agregación de intereses individuales y grupales o, pura y llanamente, la manipulación de los sentimientos. En el primer caso estamos ante una democracia deliberativa, en el segundo, ante una democracia agregativa, y en el tercero, ante lo que podríamos llamar la democracia emotiva, en la que reina el arte de la manipulación.

Claro que en la vida real las tres se dan de algún modo mezcladas, pero también es cierto que una de esas dimensiones puede imponerse a las restantes hasta el punto de imprimirles su sello.

Creo que llevaba razón Dewey. La democracia representativa no es el gobierno del pueblo, en ningún lugar de la tierra gobierna el pueblo. Es más bien, como se ha dicho, el gobierno querido por el pueblo, y ni siquiera eso: es el gobierno querido por la mayoría del pueblo, incluso por la minoría cuando los partidos en el poder no tienen mayoría absoluta. Cómo se forma esa mayoría cuyos representantes pactan con las minorías es un gran problema.

Puede hacerse por agregación de los intereses de los votantes. Los partidos políticos compiten por sus votos tratando de sacar a la luz cuáles pueden ser los intereses de los distintos sectores y les aseguran que van a satisfacerlos. Las gentes sopesan bien las diferentes ofertas, las estudian y optan por las que les parecen mejores para ellas. El deliberacionista critica esta forma de actuar porque la considera equivocada de plano. No nacemos ya con intereses que después agregamos, sino que los intereses se forman socialmente, ni es auténtica democracia aquella en que las gentes buscan su interés particular, como si no fuera posible forjarse una voluntad común mediante la deliberación y el intercambio de argumentos. Esto es lo propio de un pueblo, de un demos, el poder decir “sí, nosotros queremos”, y sin él no hay democracia posible.

Sólo que el deliberacionista suele ser estadounidense y contar con el suelo de un patriotismo indiscutible con el que no contamos otros, con un sentido del “nosotros”, ligado a valores universales, que impregnaba el discurso de Obama. Aquí no hay nosotros que valga, y cuando lo hay, es contra otros.

Pero tampoco es muy seguro que estemos forjando una democracia agregativa inteligente, tampoco es muy seguro que las gentes estemos mostrando el caletre necesario para sopesar qué nos interesa, para estudiar las propuestas y pedir responsabilidades cuando no se cumplen. Estamos más bien en manos de quien nos sepa manipular.

Como el colesterol, que puede ser malo o bueno, hay una buena retórica y una mala. La primera trata de conocer los sentimientos de los interlocutores para que puedan entender el mensaje que se les quiere transmitir y por qué les beneficia. El mensaje, claro está, ha de ser bueno para ellos. Si no se logra la sintonía, si no se alcanza la comunicación, entonces el buen mensaje no llega. La mala retórica, por su parte, trata también de conocer los sentimientos de los interlocutores, pero para intentar colocarles el producto que interesa al retórico sin que se den ni cuenta, aunque se produzca con ello un daño irreparable. Es todo un arte el de la mala retórica, que en román paladino puede y debe llamarse manipulación.

En él tienen un papel clave los medios de comunicación con sólo destacar unos sucesos u otros, con sólo subrayar unas frases y callar otras.

Que un país sumido en una brutal crisis económica, con un índice de paro que es el sufrimiento cotidiano de personas concretas y de familias enteras, al que se amenaza con excluirle de la zona euro, tenga como portada en los diarios, como primera plana, el fallo del Tribunal Supremo sobre Educación para la Ciudadanía es, a mi juicio, un síntoma pésimo, el de un país que no tiene pueblo, sino masa, dispuesta a seguir bailando a cualquier flautista embaucador.

Algunos hemos venido diciendo desde hace tiempo que EpC no va a forjar ciudadanos comprometidos ni detritus sociales, que el asunto son los manuales y quién imparte la asignatura, y sobre todo que el problema de la educación no se reduce a enseñar el uso del preservativo, que es lo que al parecer les importa a representantes visibles de los dos grandes partidos. Cuando la educación en su conjunto es deplorable y los alumnos llegan a la Universidad con un nivel cada vez más bajo.

Hay muchas tareas pendientes para la construcción de una democracia: crear partidos democráticos, capaces de contagiar a la sociedad democracia y pluralismo, poner trabas al gobierno de las minorías, quitar fuerza a los aparatos de los partidos, promover una ciudadanía activa. Pero la más importante consiste, a mi juicio, en formar mayorías cultivando pueblo y no masa.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

domingo, febrero 01, 2009

El cesarismo empírico en el presidencialismo encubierto

Por Manuel Jiménez de Parga, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (ABC, 31/01/09):

Para algunos gobernantes los programas políticos contienen los objetivos de sus actuaciones. En caso de que lleguen a obtener poder suficiente los realizarán. Para otros gobernantes, por el contrario, los programas no son un fin, sino un medio de conseguir apoyos en las elecciones, prometiendo cosas que luego, si llega el caso, dejarán en el cajón.
La diferencia entre unos y otros sirve para aproximarnos a los tipos de presidencialismo encubierto y de cesarismo empírico, aunque esta última forma de gobernar tenga unas características propias, más destacadas.

En el cesarismo empírico se van afrontando los problemas según éstos surjen. A veces con acierto y a veces equivocadamente. No se salta al campo -utilizando el símil de un equipo de fútbol- sabiendo lo que hay que hacer, atacar a fondo por las alas o replegándose en el área propia. El político del cesarismo empírico, cuyo programa era sólo un incentivo para los electores, espera a que las dificultades se presenten, sin anticiparse nunca con soluciones bien elaboradas.

El político del cesarismo empírico, además, se suele cubrir con el ropaje de un texto constitucional que, por supuesto, no respeta. Se citan al respecto, entre otros casos, la Constitución chilena de 18 de septiembre de 1925 y la polaca de 23 de abril de 1935. La lectura de estos textos nos podría desorientar, pues los correspondientes regímenes políticos que allí funcionaron no tuvieron en cuenta las reglas del ordenamiento constitucional.

El ordenamiento constitucional y el régimen político son cosas distintas. El observador miope no aprecia las diferencias y si las normas de la Constitución, por ejemplo, diseñan un sistema parlamentario, con predominio de las asambleas de diputados y senadores, en la práctica (o sea, en el régimen político en el que realmente se convive) el jefe del Ejecutivo se convierte en la figura central. Del parlamentarismo se pasa al presidencialismo encubierto.

Ha sido objeto de estudio detallado el cesarismo empírico en Turquía, donde en 1923 parecía que iban a funcionar las instituciones parlamentarias. La ley orgánica del 24 de abril de 1924 define a Turquía como una república parlamentaria. Pero Turquía carecía de madurez política y de un clima social favorables para el funcionamiento correcto de varios partidos. Todo desembocó en un cesarismo empírico.

Aceptar «lo que viene de arriba» es más cómodo que oponerse al gobernante, transformado en césar. Una vez ocupado el puesto de mando, el capitán recibe innumerables adhesiones, algunas de ellas inesperadas. Sabemos que no es un fenómeno exclusivo de los países de Iberoamerica, como algunos analistas europeos nos quieren hacer creer. Una visión parcial, por ejemplo, son las observaciones de un autor tan admirado como André Siegfried. Describe así el cesarismo empírico: «Que el jefe se imponga por la fuerza, que sea plebiscitado o regularmente elegido, poco importa en Iberoamérica, ya que la conclusión es siempre la misma: no se trata más que de él, sólo de él. El jefe encarna en su persona la noción misma del poder, de la soberanía; los ministros, sus ministros, son meros comisionados, responsables solamente ante él, simples reflejos de su persona y siempre revocables a su voluntad».
Estas apreciaciones de Siegfried fueron escritas en 1934. Europa, incluida Francia, conocería luego lo que puede ser el cesarismo, ideológico o empírico, cuando se padece directamente. ¿Por qué no reaccionaron los franceses durante el Gobierno de Vichy? ¿Por qué se sometieron los alemanes y los italianos ante sus respectivos dictadores? ¿Por qué los españoles aguantamos los casi cuarenta años de régimen franquista?

A mi juicio, la clave para entender en Europa el cesarismo se encuentra en la preponderancia de los tibios en todas las sociedades. Por los años cincuenta del siglo XX, en mis estancias estudiantiles en Alemania pude comprobar que los padres de mis compañeros se negaban a hablar de lo ocurrido allí bajo el mandato de Hitler. No se me olvida la escena que contemplé durante la comida en la casa de un notable empresario, serio y de espíritu abierto, al que uno de sus hijos se atrevió a preguntar en mi presencia lo que habían hecho él y sus amigos durante el nacionalsocialismo. «Eso no se pregunta», contestó cortante el padre de familia. Los comensales nos quedamos paralizados.

Estoy seguro de que en aquel ambiente no había antiguos nazis, ni simpatizantes del III Reich. Eran unos ciudadanos de buena fe, pero de carácter tibio. Soportaron años en silencio cuanto les echaban encima.

Mi preocupación actual es que nuestro sistema parlamentario, articulado correctamente en la Constitución de 1978, degenere también en un presidencialismo encubierto, o, si se quiere continuar los caminos antes indicados de Iberoamérica y de la Europa central, en un cesarismo empírico.

Es indiscutible que en el texto de 1978 el Congreso de los Diputados es la institución central del sistema. Las Cortes Generales controlan la acción del Gobierno y es el Congreso el que otorga su confianza para que el Rey nombre al Presidente del Ejecutivo. El Gobierno responde solidariamente en su gestión política ante el Congreso de los Diputados. Este último puede exigir la responsabilidad política del Gobierno mediante la adopción de la moción de censura, y puede negar su confianza al Gobierno. Todo esto se escribe en el texto constitucional, así como que los diputados no están ligados por mandato imperativo alguno, o sea que no tienen que obedecer ciegamente ni a sus electores, en las reclamaciones que estos les presenten, ni al partido que les llevó a ocupar el escaño.

Se llega a la conclusión en los casos estudiados de cesarismo empírico, tanto en Europa como en América, que el fracaso del sistema parlamentario fue debido a las deficiencias de los partidos, piezas necesarias del régimen. Sin unos partidos de «estructura interna y funcionamiento democráticos» -palabras del art. 6 de nuestra Constitución- no es posible la consolidación del régimen parlamentario.

He aquí el gran problema. ¿Cree alguien en la España actual que el Parlamento es la institución capital con plena capacidad de decisión política? ¿Puede prosperar una moción de censura de los presentes diputados pertenecientes a «partidos de empleados»? ¿No es acaso el Presidente del Gobierno la personalidad que domina el hacer y el quehacer, tanto dentro como fuera del Parlamento?

He aludido, por ello, al presidencialismo encubierto o camuflado por el texto constitucional. Y no se piense que es algo reciente, pues desde el primer momento Adolfo Suárez controló al grupo parlamentario y al partido que le sostenía. En la misma línea presidencialista de Suárez siguieron Felipe González y José María Aznar. El aparente y constitucional parlamentarismo, se convirtió en un cesarismo más o menos empírico, pero siempre al margen de los mandatos de la Constitución de 1978.

No se trata, en suma, de hacer una crítica política a los XXX años de vigencia de nuestra Constitución. He querido destacar, simplemente, que el régimen político de los últimos tres decenios se ha apartado del proyecto que se pensó en 1978 que iba a realizarse. Vivimos y convivimos en un presidencialismo encubierto. Otros se fijarán más en el cesarismo empírico imperante, donde los programas de los partidos no son fines sino medios. ¿No fue reveladora, a este respecto, la intervención de Rodríguez Zapatero en el programa «Tengo una pregunta para usted» del último lunes? ¿No se puso de manifiesto, además, una manera de ser y de ver la realidad?

Algunos equipos de fútbol ganaron los encuentros deportivos jugando a la contra. En los graderíos siempre hay unos que aplauden y otros que chillan descontentos.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona