lunes, marzo 31, 2008

Por qué me convierto del islam al catolicismo

Por Magdi Cristiano Allam, escritor de origen egipcio, vicedirector de Corriere della Sera y especialista en temas de Oriente Próximo. Su último libro es Viva Israel, 2007 (EL MUNDO, 24/03/08):

Querido director: Lo que te voy a contar se refiere a una decisión de fe y de vida personal, que, de ninguna manera, quiere implicar al Corriere della Sera, del que me honro en formar parte desde 2003, con el cargo de vicedirector ad personam. Te escribo, por lo tanto, como protagonista de la vivencia y como ciudadano privado. Ayer por la noche me convertí a la religión católica, renunciando a mi anterior fe islámica. De esta forma y por la gracia divina, vio la luz el fruto sano y maduro de una larga gestación vivida en medio del sufrimiento y de la alegría, entre la profunda e íntima reflexión y la consciente y manifiesta exteriorización. Estoy especialmente agradecido a Su Santidad, el Papa Benedicto XVI, que me administró los sacramentos de la iniciación cristiana, Bautismo, Confirmación y Eucaristía, en la Basílica de San Pedro, durante la solemne celebración de la Vigilia Pascual. Y adopté el nombre cristiano más sencillo y explícito: «Cristiano».

Desde ayer, pues, me llamo Magdi Cristiano Allam. El de ayer fue, para mí, el día más bello de mi vida. Adquirir el don de la fe cristiana en la celebración de la Resurrección de Cristo de manos del Santo Padre es, para un creyente, un privilegio inigualable y un bien inestimable. A mis casi 56 años, es en mi historia personal un hecho histórico, excepcional e inolvidable, que marca un punto de inflexión radical y definitivo respecto al pasado.

El milagro de la Resurrección de Cristo se ha reflejado en mi alma, liberándola de las tinieblas de una predicación donde el odio y la intolerancia hacia el «diferente», condenado acríticamente como «enemigo», priman sobre el amor y el respeto al «prójimo», que es siempre y en cualquier circunstancia «persona». Al mismo tiempo, mi mente se ha liberado del oscurantismo de una ideología que legitima la sumisión y la tiranía, permitiéndome adherirme a la auténtica religión de la Verdad, de la Vida y de la Libertad. En mi primera Pascua como cristiano, no sólo he descubierto a Jesús, sino que he descubierto, por vez primera, al auténtico y único Dios, que es el Dios de la Fe y de la Razón.

Mi conversión al catolicismo es el punto de llegada de una gradual y profunda reflexión interior, a la que no pude sustraerme, dado que, desde hace cinco años, me veo obligado a llevar una vida blindada, con vigilancia fija en mi casa y con la escolta de los carabineros en todos mis desplazamientos, por culpa de las amenazas y de las condenas a muerte dictadas contra mí por los extremistas y los terroristas islámicos, tanto por los residentes en Italia como por los que viven en el extranjero.

He tenido que interrogarme, pues, sobre la actitud de los que han dictado públicamente fatuas (condenas jurídicas islámicas), denunciándome a mí, que era musulmán, como «enemigo del islam», como «hipócrita cristiano copto que finge ser musulmán para perjudicar al islam» y como «traidor y difamador del islam», legitimando de esta forma mi condena a muerte. Me he preguntado a menudo cómo es posible que a alguien como yo que luchó de una forma convencida y ardiente por un «islam moderado», asumiendo la responsabilidad de exponerme en primera persona en la denuncia del extremismo y del terrorismo islámico, haya terminado por ser condenado a muerte en nombre del islam y tras una supuesta legitimación coránica. De esta forma me fui dando cuenta de que, más allá de la coyuntura que registra la implantación del fenómeno de los extremistas y del terrorismo islámico en todo el mundo, la raíz del mal está inscrita en un islam que es fisiológicamente violento e históricamente, conflictivo.

Paralelamente, la Providencia me ha ido poniendo en el camino a personas católicas practicantes de buena voluntad que, en virtud de su testimonio y de su amistad, se convirtieron, poco a poco para mí, en punto de referencia en el plano de las certezas de la verdad y de la solidez de los valores. Comenzando por tantos amigos de Comunión y Liberación, con Don Julián Carrón a la cabeza; por sencillos religiosos como Gabriele Mangiarotti, sor Maria Gloria Riva, Don Carlo Maurizi y el padre Yohannis Lahzi Gaid; o por el redescubrimiento de los salesianos gracias a Don Angelo Tengattini y Don Maurizio Verlezza, culminado en una renovada amistad con el Rector Mayor, Don Pascual Chávez Villanueva; hasta el abrazo de altos prelados de gran humanidad como el cardenal Tarcisio Bertone, monseñor Luigi Negri, Giancarlo Vecerrica, Gino Romanazzi y, sobre todo, monseñor Rino Fisichella, que me ha acompañado personalmente en mi recorrido espiritual de aceptación de la fe cristiana.

Pero indudablemente el encuentro más extraordinario y significativo en la decisión de convertirme fue el que mantuve con el Papa Benedicto XVI, al que siempre he admirado y defendido siendo musulmán, por su maestría a la hora de establecer el vínculo indisoluble entre la fe y la razón como fundamento de la auténtica religión y de la civilización humana, y al que me adhiero plenamente como cristiano por inspirarme una nueva luz en el cumplimiento de la misión que Dios me ha reservado.

Querido director, me has preguntado si no temo por mi vida, consciente de que la conversión al cristianismo implicará ciertamente una enésima, y mucho más grave, condena a muerte por apostasía. Tienes razón. Sé a lo que me expongo, pero afrontaré mi destino con la cabeza alta y erguida y con la solidez interior del que tiene la certeza de la propia fe.

Y todavía más, después del gesto histórico y valiente del Papa que, desde el primer momento en que tuvo noticias de mi deseo, aceptó de inmediato administrarme en persona los sacramentos de la iniciación al cristianismo.

Su Santidad lanzó un mensaje explícito y revolucionario a una Iglesia que, hasta ahora, quizás haya sido demasiado prudente en la conversión de musulmanes, absteniéndose de hacer proselitismo en los países de mayoría islámica y silenciando la realidad de los conversos en los países cristianos. Por miedo. Por miedo a no poder ayudar a los conversos frente a la condena a muerte por apostasía y por miedo a las represalias sobre los cristianos residentes en los países musulmanes. Pues bien, hoy, Benedicto XVI, con su testimonio, nos dice que hay que vencer el miedo y no temer a la hora de proclamar la verdad de Jesús incluso a los musulmanes.

Por mi parte, quiero afirmar que es hora de poner fin al puro arbitrio y a la violencia de los musulmanes, que no respetan la libertad religiosa. En Italia, hay miles de conversos al islam que viven serenamente su nueva fe. Pero también hay miles de musulmanes convertidos al cristianismo, que se ven obligados a ocultar su nueva fe por miedo a ser asesinados por los extremistas islámicos, que se ocultan entre nosotros.

Por una de esas casualidades que evocan la mano del Señor, mi primer artículo escrito en el Corriere el 3 de septiembre de 2003 se titulaba Las nuevas catacumbas de los islámicos conversos. Era una investigación sobre algunos neocristianos que, en Italia, denunciaban su profunda soledad espiritual y humana frente a la contumacia de las instituciones del Estado, que no tutelaban su seguridad, y frente al silencio de la propia Iglesia.

Pues bien, quiero que del gesto histórico del Papa y de mi testimonio extraigan el convencimiento de que llegó el momento de salir de las tinieblas de las catacumbas y proclamar públicamente su voluntad de ser plenamente ellos mismos.

Si aquí, en Italia, la cuna del catolicismo, si aquí, en nuestra casa, no somos capaces de garantizar a todos la plena libertad religiosa, ¿cómo podremos ser creíbles cuando denunciamos la violación de dicha libertad en otras partes del mundo? Pido a Dios que esta Pascua especial otorgue la resurrección del espíritu a todos los fieles en Cristo, que, hasta ahora, han estado sojuzgados por el miedo.

(Este artículo es la reproducción íntegra del texto publicado ayer en ‘Corriere della Sera’ enviado por el autor al director del periódico italiano con ocasión de su bautismo por el Papa).

Fondos soberanos

Por Fred Halliday, profesor visitante del IBEI y profesor de la London School of Economics. Traducción: José María Puig de la Bellacasa (LA VANGUARDIA, 24/03/08):

La reciente lectura de noticias sobre los fondos soberanos en la prensa económica, en unión de la reflexión sobre las implicaciones de la existencia de esta enorme masa de capital - con su influencia potencial sobre los mercados y empresas occidentales-, me ha recordado la ocupación actual de un ex alumno mío, asesor de un banco del golfo Pérsico, que viaja por el mundo dando charlas sobre las oportunidades de inversión en la región. “Me llaman Abu Dekor - me dijo una vez-. Soy interiorista. Al elegir el color de una pared, indico mediante esta decisión que no hay inflación. Merced al color de otra, digo que no hay paro. Con el color de una tercera, doy a entender que no hay corrupción. Valiéndome del color de una cuarta sostengo que las perspectivas de inversión son excelentes. Me pagan por esto, y esto es lo que hago”.

Se calcula que el valor de estos fondos ronda los tres billones de dólares, cifra superior al producto nacional bruto (PNB) de Gran Bretaña y que puede quintuplicarse en el futuro próximo. En Davos se intentó negociar - en vano- un código de conducta con representantes de los fondos soberanos. Australia, por su parte, considera la aplicación de requisitos más estrictos. Y recientemente la Comisión Europea emitió una serie de directrices destinadas a regular las inversiones de los países de fondos soberanos en los mercados europeos y estadounidenses, que prevén que esos fondos declaren anualmente el origen y la venta de sus activos, se abstengan del uso político de las inversiones y garanticen la transparencia. La UE, interesada en mostrar que Europa cree en mercados de capitales abiertos y en impedir al propio tiempo el posible control de empresas estratégicas europeas, sobre todo francesas y alemanas, por parte de tales fondos soberanos, opta - ante la negativa de los fondos soberanos a firmar un acuerdo- por una lista a su medida.

Es indudable que los fondos en cuestión representan un importante cambio en el panorama de los mercados financieros y de inversión. No sólo la magnitud de su riqueza ha sido rápida y enorme - con un auge sin precedentes históricos-, sino que la propia significación de este auge reviste gran trascendencia: después de tres decenios de acción política y propaganda a bombo y platillo en los países occidentales - y de parte del FMI y el Banco Mundial- a favor de la liberalización de los mercados, la reducción del papel del Estado y el fomento del sector privado, estamos presenciando ahora un importante e imparable cambio de influencia a favor de las que son, en realidad, entidades de titularidad estatal. El nuevo poder de empresas estatales es más patente especialmente en el mercado energético y sobre todo en Oriente Medio, donde Estado y empresas asociadas son titulares de la principal producción y distribución de las riquezas, hecho de importantes implicaciones - como se observa en el caso de los fondos soberanos- en el plano internacional.

Las propuestas de la CE adolecen, sin embargo, de falta de realismo porque pasan por alto las distintas clases de países - y de sociedad- de que proceden los fondos soberanos. Es evidente lo que está sucediendo: al igual que la dirección y la gestión de una empresa familiar reflejan los intereses y la naturaleza de esta familia, el fondo de propiedad estatal mostrará un comportamiento similar al del propio Estado en cuestión. Resulta ilógico - y, sobre todo, poco realista- presuponer que tales fondos (dado, sobre todo, el control estatal ejercido sobre ellos) vayan a comportarse de manera distinta, en términos de administración y gestión, de los estados de los que constituyen un mero apéndice.

En Rusia y los países árabes del Golfo no existe una línea divisoria clara entre el Estado y los intereses privados, y, en un contexto de autoritarismo y secretismo, difícilmente puede disponerse de pruebas fehacientes del modo en que se adoptan las decisiones en el seno de los citados fondos ni con qué criterios. Y lo propio cabe decir de China.

En el caso de los países del Golfo, pese a sus modernas autopistas, altos rascacielos, ciudades del conocimiento y ostentosas cumbres y reuniones, lo cierto es que están controlados por un puñado de familias gobernantes que actúan con gran reserva y que consideran el Estado y sus rentas como objeto de su propiedad. Como me dijo recientemente un embajador árabe, el ministro de Finanzas es en realidad el contable privado del gobernante. Nadie conoce los ingresos del Estado o de sus gobernantes. Las rentas del petróleo permiten un cálculo aproximado, pero cuando se trata de los igualmente grandes ingresos procedentes del capital invertido en el extranjero y de quien los controla, la verdad es que navegamos sin rumbo.

Al propio tiempo, si bien se guarda un orden mínimo en los asuntos financieros y estatales, brillan por su ausencia tres requisitos básicos del libre mercado y la necesaria transparencia. No existe prensa libre ni, por tanto, investigación o información independientes en materia económica (no hay más que leer la prensa rusa o de los países de Golfo para cerciorarse); en segundo lugar, no se vislumbra por parte alguna el imperio de la ley: quienes tienen poder en estos países pueden quebrantar contratos y compromisos o reasignar activos arbitrariamente, para no hablar de sisar a hurtadillas o quedarse llanamente con fondos públicos según les conviene; en tercer lugar, no existe sistema parlamentario o político en general independiente: como muestran las últimas elecciones rusas, las legislaturas apenas cuentan, y lo demás (intimidación, exilio forzado, prisión o - mejor, si se puede- soborno) soluciona el resto. En cuanto a los países del Golfo, toda esa cháchara sobre una transición a la democracia o algo similar son bobadas y vaciedades: los gobernantes, y sus colaboradores, siguen tomando las principales decisiones. Y de China, mejor no hablar.

Uno de los requisitos de las aludidas directrices de la CE se refiere a la publicación de datos y estadísticas: dejando a un lado el hecho de que las prácticas contables occidentales (desde Enron hasta los inversores en bancos de Liechtenstein) dejan mucho que desear, cualquier conocedor de esos países sabe que todas (repito, todas) las estadísticas oficiales y empresariales son falsas. En Oriente Medio no hay estadísticas, cifras de ingresos por petróleo o de producción ni de ingresos o gastos públicos que sean de fiar. Algunos países disponen a lo sumo de una fuente estadística más o menos precisa y fiable… que también puede tergiversarse por intereses políticos. Y lo demás se maquilla según las conveniencias.

Una ojeada sumaria confirma, pues, que pensar en directrices en relación con tales países es un sueño imposible. En el caso de Rusia, por ejemplo, se han quebrantado reiteradamente los contratos con firmas extranjeras en tanto que empresarios rusos como Jodorkovsky, de Yukos, han visto cómo los socios del Kremlin se apoderaban de sus empresas. Podemos figurarnos qué sucederá en el caso de los países del Golfo si miramos a Arabia Saudí: cuando los británicos empezaron a investigar los presuntos sobornos del contratista militar BAE Systems Plc a Arabia Saudí, los saudíes amenazaron de inmediato con suspender la cooperación en materia antiterrorista e incluso aludieron a la eventualidad de nuevos ataques si no se paralizaba la investigación.

Cabe aplicar lo propio a la cuestión de la transparencia o a la separación entre economía y política.

Falsamente inocentes

Por Reyes Mate, filósofo e investigador del CSIC (EL PERIÓDICO, 24/03/08):

Gianfranco Girotti es el obispo regente de un dicasterio, o ministerio vaticano, llamado Penitenciaría Apostólica, del que había pocas noticias hasta que un comentario suyo sobre nuevos pecados sociales ha dado la vuelta al mundo. El arte periodístico ha conseguido relacionar estos nuevos “pecados sociales” con los consagrados “pecados capitales”, dando a entender que por decreto se ampliaba el número de puertas que comunicaban con el infierno.

No ha habido ninguna definición solemne, sino una respuesta a la pregunta del periodista, y no ha habido ninguna novedad, sino repetición de puntos de vistas referidos a la bioética, las drogas, la ecología y la justicia social. Sobre cualquiera de estos asuntos hay decenas de pronunciamientos vaticanos.

¿POR QUÉ, entonces, esa media docena de líneas, en una entrevista periodística, han causado tanto interés? Si descartamos que fuera debido a la solemnidad de un pronunciamiento o a su novedad rompedora, hay que atribuirlo al lugar desde el que se pronuncia: desde un dicasterio especializado en asuntos de conciencia, siempre relacionados, en la tradición católica, con la culpa y el perdón. La sorna con que han sido acogidos los comentarios del obispo no se para en la severidad de los temas aludidos, sino en la implícita invitación a pasar por el confesionario, un mueble casi en desuso que el gerente de la Penitenciaría desearía revitalizar. Es la relación de los males sociales con la culpa lo que la opinión pública ha sentido como una novedad provocadora.

Para entenderlo debemos recordar que vivimos en un mundo muy sensible a la responsabilidad, pero sin sentido de la culpabilidad. Se pide responsabilidad por todo y a todos: al político, al médico, al ma- estro, al conductor. Si nos fijamos bien, la mayoría de las veces esa responsabilidad se sustancia en indemnización material. Lo que se exige del responsable de un accidente de tráfico o de un error médico es que pague en dinero por su mala acción. No interesa la figura del sujeto de la acción. Mejor: solo interesa identificarle para que pague la factura, pero no para señalarle como culpable de una acción inmoral. Si un conductor borracho atropella a un peatón en el paso de cebra, tendrá que indemnizar a la víctima, pero no sufrirá un juicio moral condenatorio por parte de la sociedad. Nadie le llamará asesino, porque no se asocia la responsabilidad a la culpabilidad. La nuestra es la era de la responsabilidad sin culpa, de los falsamente inocentes.

EN UN MUNDO así, calificar al narcotráfico, a los atentados a la naturaleza, a los abusos de la ciencia o a la globalización económica –que causa anualmente, según informe de la ONU, unos 18 millones de muertes por hambre– de “pecado” parece un anacronismo, porque ese término pone el acento en el daño objetivo, por supuesto, pero sobre todo, en la culpa del sujeto individual. Y eso no se lleva. Ahora bien, la culpa puede ser un elemento anacrónico, pero no por eso falso o inútil, aunque produzca la hilaridad de tantos comentaristas. Otro tanto podría decirse del término perdón, un concepto de indiscutible raigambre judeocristiana, que, convertido en virtud política, puede ser clave en sociedades flageladas por el terrorismo. Hannah Arendt asocia la virtud política del perdón a la posibilidad de un nuevo comienzo en sociedades escindidas y empobrecidas por la violencia terrorista.

Lo que hay que preguntarse es por qué asuntos tan graves son tomados a chirigota. Señalaría dos razones. En primer lugar, el uso perverso que ha hecho la Iglesia de la culpa. No hay más que recordar a la España nacionalcatólica en la que la Iglesia utilizaba la culpa para apoderarse de las conciencias y así mantener su dominio. Entonces todo era pecado: leer El sentimiento trágico de la vida, de Unamuno, ver a Rita Hayworth en Gilda, ser marxista o ir al baile en Cuaresma. Primero traducían culpa por angustia y luego ofrecían los confesionarios como divanes salvadores.

ESTE TIPO de experiencias ha quitado credibilidad al discurso eclesiástico sobre la culpa, de ahí la dureza de las reacciones, aunque haya sido bajo la forma de la risa. En segundo lugar, porque la Iglesia católica no puede hablar públicamente de la culpa y del perdón sin hacer un esfuerzo de traducción política de esos términos. Gianfranco Girotti habla, bien es verdad, en L’Osservatore Romano, el periódico del Vaticano, a creyentes católicos.

Ahora bien, un católico adulto es un ciudadano creyente y no un creyente ciudadano. Difícilmente seguirá un criterio moral, por muy católico que sea, si no se le presenta como teniendo interés y valor también para el no creyente, es decir, si no puede ser traducido en un lenguaje profano. Si la culpa y el perdón son tan importantes para el hombre católico, tiene que haber manera de que esa explicación llegue al no creyente, es decir, hay que intentar explicar –lo que no hace el obispo romano– que más allá del perdón del confesionario hay una forma política de perdón que interesa a toda la sociedad. Solo así podrá ser fecunda la osada anacronía de llamar “pecado” a daños modernos que atentan a la naturaleza del hombre y del planeta, a la justicia social y al uso de la ciencia.

El último maldito

Por Mario Vargas Llosa (EL PAÍS, 23/03/08):

Curioso por el entusiasmo que despertó en Onetti, sobre el que escribo un ensayo, la primera novela de Céline, he vuelto a leer -¡después de casi medio siglo!- al último escritor “maldito” que produjo Francia. Como escribió panfletos antisemitas y fue simpatizante de Hitler, muchos se resisten a reconocer el talento de Louis-Ferdinand Céline (1894-1961). Pero lo tuvo, y escribió dos obras maestras, Viaje al final de la noche (1932) y Muerte a crédito (1936), que significaron una verdadera revolución en la narrativa de su tiempo. Luego de estas dos novelas su obra posterior se desmoronó y nunca más despegó de esa pequeñez y mediocridad en que viven, medio asfixiados y al borde de la apoplejía histérica, todos sus personajes.

En aquellas dos primeras novelas lo que destaca es la ferocidad de una postura -la del verboso narrador- que arremete contra todo y contra todos, cubriendo de vituperios y exabruptos a instituciones, personas, creencias, ideas, hasta esbozar una imagen de la sociedad y de la vida como un verdadero infierno de malvados, imbéciles, locos y oportunistas, en el que sólo triunfan los peores canallas y donde todo está corrompido o por corromper. El mundo de estas dos novelas, narradas ambas en primera persona por un Ferdinand que parece ser el mismo (en Muerte a crédito cuenta su niñez y adolescencia hasta que se enrola en el Ejército y, en El viaje al final de la noche, su experiencia de soldado en la Primera Guerra Mundial, sus aventuras en el África y en Estados Unidos y su madurez de médico en los suburbios de París), sería intolerable por su pesimismo y negrura, si no fuera por la fuerza cautivadora de un lenguaje virulento, pirotécnico y sabroso que recrea maravillosamente el argot popular y finge con éxito la oralidad, y por el humor truculento e incandescente que, de tanto en tanto, transforma la narración en pequeños aquelarres apocalípticos. Estas dos novelas de Céline, más que para ser leídas, parecen escritas para ser oídas, para entrar por los oídos de un lector al que los dichos, exclamaciones, improperios y metáforas del titi parisién de los suburbios le sugieren todo el tiempo un gran espectáculo sonoro y visual a la par que literario. Qué oído fantástico tuvo Céline para detectar esa poesía secreta que escondía la jerga barriobajera enterrada bajo su soez vulgaridad y sacarla a la luz hecha literatura.

No hay un solo personaje entrañable en estas novelas, ni siquiera alguno que merezca solidaridad y compasión. Todos están marcados por el resentimiento, el egoísmo y alguna forma de estupidez y de vileza. Pero todos imantan al lector, que no puede apartar los ojos -los oídos- de sus disparatadas y sórdidas peripecias, sobre todo cuando hablan. El menos repelente de todos ellos es, sin duda, el astronauta e inventor de Muerte a crédito, Courtial des Pereires -una versión gangsteril y diabólica del tierno Silvestre Paradox de Pío Baroja-, que luego de estafar a media Francia con sus delirantes invenciones y sus exhibiciones aerostáticas, termina descerrajándose un escopetazo en la boca que lo convierte en una masa gelatinosa que pringa las últimas cincuenta páginas de la novela y hasta a los lectores los ensucia de pestilentes detritus humanos. No creo haber leído jamás unas novelas que se sumerjan tanto y con semejante placer y regocijo en la mugre humana, en toda ella, desde las funciones orgánicas hasta los vericuetos más puercos de los bajos instintos.

Siempre se ha dicho que el Céline político sólo apareció después de escribir sus dos primeras novelas, cuando su antisemitismo lo llevó a excretar Bagatelles pour une masacre y otros repugnantes panfletos de un racismo homicida. Pero la verdad es que, aunque, en términos estrictamente anecdóticos, estas novelas no desarrollen temas políticos, ambas constituyen una penetrante radiografía del contexto social en que el nazismo y el fascismo echaron raíces en Europa en los primeros años del siglo veinte. El mundo que Céline describió en sus novelas no es el de la burguesía próspera, ni el de la desfalleciente aristocracia, ni el de los sectores obreros de lo que, a partir de aquellos años, se llamaría el cinturón rojo de París. Es el de los pequeños burgueses pobres y empobrecidos de la periferia urbana, los artesanos a los que las nuevas industrias están dejando sin trabajo y empujando a convertirse en proletarios, los empleados y profesionales que han perdido sus puestos y clientes o viven en el pánico constante de perderlos, los jubilados a los que la inflación encoge sus pensiones y condena a la estrechez y al hambre. El sentimiento que prevalece en todos esos hogares modestos, donde los apuros económicos provocan una sordidez creciente, es la inseguridad. La sensación de que sus vidas avanzan hacia un abismo y que nada puede detener las fuerzas destructoras que los acosan. Y, como consecuencia, esa exasperación que posee a hombres y mujeres y los induce a buscar chivos expiatorios contra la condición precaria y miedosa en la que transcurre su existencia. Bajo las apariencias ordenadas de un mundo que guarda las formas, anidan toda clase de monstruos: maridos que se desquitan de sus fracasos golpeando a sus mujeres, empleados y policías coloniales que maltratan con brutalidad vertiginosa a los nativos, el odio al otro -sea forastero al barrio, o de distinta raza, lengua o religión-, el abuso de autoridad, y, en el ánimo de esos espíritus enfermos, en resumen, la secreta esperanza de que algo, alguien, venga por fin a poner orden y jerarquías a pistoletazos y carajos en este burdel degenerado en que se ha convertido la sociedad.

Todos estos personajes son nacionalistas y provincianos en el peor sentido de estas palabras: porque no ven ni quieren ver más allá de sus narices. Como el Ferdinand Bardamu de El viaje al final de la noche pueden recorrer el África negra y vivir en Estados Unidos, o, como el Ferdinand de Muerte a crédito pasar cerca de dos años en Inglaterra. Inútil: no entenderán ni aprenderán nada sobre los otros porque, por prejuicio, desgana o desconfianza, son incapaces de abrirse a los demás y salir de sí mismos. Por eso, regresarán a su suburbio aldeano, a su campanario, como si nunca lo hubieran abandonado. No saben nada de lo que ocurre más allá de su entorno porque no quieren saberlo: como si romper las celdas en que se han encerrado por el miedo crónico en que viven, fuera a hacerlos más vulnerables a esos misteriosos enemigos de que se sienten rodeados. Pocos escritores han descrito mejor que Céline ese espíritu tribal que es el peor lastre que arrastra una sociedad que intenta progresar y dejar atrás los prejuicios y hábitos reñidos con la modernidad. En Céline no hay la menor intención crítica frente a esta humanidad obtusa y estúpida que describió con intuición genial. Para él, el mundo es así, los seres humanos están hechos de ese apestoso barro y nada ni nadie los mejorará.

Céline pertenecía a este mundillo y nunca salió de él. Por sus simpatías hitlerianas, al final de la guerra huyó a Alemania tras los nazis que escapaban de París y, luego de un peregrinaje patético que narró en unas seudo novelas que no son ni sombra de las dos primeras que escribió, terminó en una cárcel danesa. Dinamarca se negó a extraditarlo argumentando que si lo entregaba a Francia no tendría un juicio imparcial y sería poco menos que linchado. (Estuvo a punto de ser asesinado durante la ocupación por un comando de la resistencia en el que, por lo menos eso juraba él, participó el escritor Roger Vailland). En 1953, fue amnistiado y pudo regresar a París. Volvió a la banlieu donde acostumbraba jugar a la pétanque con amigos de su barrio. Jamás se arrepintió de nada. Poco antes de morir concedió una entrevista en la televisión a Roger Stéphane. Nunca he olvidado esa cara del viejo Céline con la barba crecida y sus ojos enloquecidos, clavados en el vacío, mientras, apretando su puñito esquelético, su vocecita cascada rugía, frenética, ante la cámara: “¡Cuando los amarillos entren a Bretaña, ustedes, franceses, reconocerán que Céline tenía razón!”.

Demócratas, los tiempos han cambiado

Por Carlos Fuentes es escritor mexicano (EL PAÍS, 23/03/08):

Una mujer y un afroamericano. Una u otro serán el candidato del Partido Demócrata a la Presidencia de los Estados Unidos en noviembre. El hecho, en sí, culmina dos de las más persistentes y arduas luchas políticas y sociales de la nación norteamericana. La emancipación de las mujeres y la emancipación de los negros.

No se puede acusar a la Constitución de 1789 y a la Declaración de Derechos del Hombre de consagrar libertades que no existían en la práctica: la igualdad para las mujeres y los negros. Pero es de la naturaleza de las cartas magnas no sólo consagrar derechos, sino proponerlos como metas a alcanzar. Fue este hecho lo que movió a los norteamericanos a crear un sistema partidista que propusiese, sin menoscabo de la Constitución, leyes y acciones que atendiesen asuntos concretos y evoluciones parciales.

Tanto la condición jurídica de la mujer como la esclavitud negaron los principios de igualdad y justicia constitucionales. Ganar el derecho de la mujer y la libertad del esclavo tomaron tiempo, esfuerzo y voluntad muy grandes. Ni las mujeres ni los esclavos contaban con el voto.

Como lo reseña el gran historiador James MacGregor Burns en su libro The vineyard of liberty (El viñedo de la libertad) que cubre la historia de Estados Unidos entre la Revolución de Independencia y la Guerra de Secesión, el camino de los derechos de la mujer fue largo y difícil. Para llegar al sufragio femenino obtenido en 1920, la mujer campesina debió soportar, antes, la sujeción legal al marido y la situación de ama de casa o ama de llaves. En el campo, se esperaba que una mujer diese a luz seis hijos entre los veinte y los treinta años. En las fábricas urbanas, la mujer se sofocaba por la falta de ventilación, martirizada por el ruido y víctima de la insalubridad. La tifoidea y la disentería diezmaban las filas del trabajo femenino. No había derechos de la mujer: había costumbres, mitos, religión y machismo.

La educación abrió el resquicio de la libertad. Muchas mujeres optaron por ser maestras y escapar al dominio del marido. Se abrieron escuelas nocturnas. Se crearon bibliotecas circulantes. Penetraron las ideas utópicas y socialistas. Por fin, en 1834 estalló la huelga de las trabajadoras de la fábrica textil de Lowell. Denigradas como “amazonas”, las huelguistas fueron puestas en la lista negra. Pedían ventilación y jornada de trabajo tolerable. Estos fueron, entre otros, los derechos exigidos en la Convención de los Derechos de la Mujer celebrada en 1848, seguida de la obtención del primer derecho al sufragio en 1869 en Wyoming y la consagración del voto femenino en quince Estados más antes de la enmienda constitucional de 1920.

Elizabeth Cady Stanton, Lucrecia Mott y Susan B. Anthony son las heroínas de este proceso de emancipación femenina. Lo comentaba así Mehitabel Eastman, trabajadora textil: las palabras de la mujer están subdesarrolladas, sus destinos frustrados. “Es una ironía de la vida que las condiciones que crean nuestro potencial y la conciencia del mismo, sean las mismas condiciones que obstaculizan nuestro camino”.

¿Podía decirse otro tanto de la lucha por la emancipación de los negros? Las condiciones de trabajo de los esclavos afroamericanos las ilustran en su más cruel manera los Corrales Flotantes en los que los esclavos eran azotados, mutilados, sodomizados, arrojados al mar, abandonados a morir de sed, ejecutados si se mostraban rebeldes. La boca de un negro, decían sus torturadores, sólo se lava con vinagre.

Como trabajador de la plantación, la suerte del negro era sólo relativamente mejor. Tragedia más grande que la privación de la libertad era la separación de padres e hijos, marido y mujer. Vendidos a diferentes amos u obligada, la mujer negra, a procrear esclavos con un esclavo indeseado.

El reverendo Charles Jones, dueño de la plantación Montevideo en la costa de Georgia, se asombra de la “extravagancia” de sus esclavos, sus cantos y bailes, la mezcla de tribalismo africano y religión evangélica. Los cantos espirituales, son el anuncio de una cultura propia y de una rebeldía incipiente. La rebelión de Nat Turner en 1831, tema de la gran novela de William Styron, condujo al rebelde a la horca. Pero a la postre cinco Estados de Nueva Inglaterra otorgaron el derecho de votar a los negros aunque Massachusetts prohibió los matrimonios interraciales y reforzó la segregación en transportes, hoteles y restaurantes.

Si Nat Turner pagó su rebeldía con la muerte, Frederick Douglass pagó su libertad con la vida. Este esclavo fugitivo aprendió a leer y escribir, educó a otros negros, se hizo marinero y acabó mesmerizando con su retórica a los públicos del norte. Su mensaje: la abolición de la esclavitud.

Tomaría una guerra civil para completar la Revolución de Independencia y un movimiento para los derechos civiles en la década de 1960 para completar la promesa de la Guerra de Secesión. Pero la misma intolerancia que asesinó a Martin Luther King y a Robert Kennedy, volverá a asomar la cabeza contra Barack Obama. Y el mismo prejuicio misógino atacará a Hillary Clinton.

Lo extraordinario es el hecho mismo de que la candidatura demócrata recaiga sobre una mujer o sobre un afroamericano. Como cantara Bob Dylan, los tiempos han cambiado. Y los ha cambiado la historia que aquí recuento.

Multilingüismo estratégico

Por Albert Branchadell, profesor de Sociolingüística en la UAB, y Ferran Requejo, profesor de Ciencia Política en la UPF (LA VANGUARDIA, 23/03/08):

Siempre que el espacio se ensancha - escribe Stefan Zweig en Montaigne-el alma se tensa”. El Espacio Europeo de Educación Superior (modelo Bolonia) supone la extensión del horizonte universitario más allá de las fronteras estatales. Y es un proceso no exento de tensiones. Uno de sus atractivos es la promoción de la movilidad y del multilingüismo, propósitos que se solapan con una formación de calidad y la excelencia en investigación. Y no siempre resulta fácil armonizar todos estos objetivos.

Las políticas lingüísticas de las universidades europeas dibujan un mapa muy variado y en transformación. Hay universidades que siguen ofreciendo sus cursos sólo en la(s) lengua (s) propia (s) de su entorno, otras apuestan por combinar estas últimas con el inglés, otras optan por un multilingüismo más amplio. Una tendencia común es hacia la adopción del inglés como lengua franca en las enseñanzas de posgrado (máster y doctorado). Son las universidades quienes diseñan su propia política. La principal conclusión es que no existe un solo modelo adecuado para todos los contextos. El multilingüismo es un fenómeno multidimensional, y los problemas multidimensionales difícilmente tienen una solución única. Así, las políticas lingüísticas universitarias necesitan tanto decisiones de macropolítica (de orientación general) como de micropolítica (de modulación). Y las primeras no pueden suplantar a las segundas. Poner, por ejemplo, un número de créditos mínimo en inglés para todos los estudios no parece muy pertinente.

Es conveniente tener ideas claras sobre dos cosas: 1) hacia dónde se quiere ir, y 2) cómo se quiere ir hacia donde se quiere ir. De ahí la importancia de los liderazgos en los gobiernos y en los equipos directivos de las universidades.

En el caso de Catalunya, ¿hacia dónde se quiere ir? A nuestro entender, hay que rehuir el modelo californiano del English only.No deja de ser curioso que cuando los británicos se han dado cuenta de que el inglés no es suficiente para hacer negocios en Europa (informe ELAN), algunos europeos todavía estemos pensando en jugar exclusivamente esa carta lingüística. El multilingüismo es una inversión de país que no puede limitarse a una sola lengua. En la universidad habría que discernir quién necesita el inglés y, sobre todo, para qué. Desde aquí proponemos ir hacia un modelo de multilingüismo estratégico, con un mínimo de tres lenguas vehiculares: el catalán como centro de gravedad, el castellano, y al menos una lengua extranjera - no necesariamente el inglés-, especialmente en másters i doctorados. Es un modelo asimétrico, pues las lenguas no tienen el mismo peso, y un modelo plural porque este peso varía según el nivel (grado, máster y doctorado) y el tipo de titulación.

¿Cómo se debe ir hacia ahí? Algunos criterios en la dirección propuesta serían los siguientes:

1) No confundir la universidad con una escuela de idiomas. La universidad puede elevar la competencia y especialización en lenguas extranjeras de sus estudiantes, pero no puede emplear sus recursos en proporcionarles una competencia lingüística básica. Si la enseñanza de idiomas en la enseñanza secundaria es deficiente, lo que hay que hacer es reformarla en serio, no aplazar el problema. Una mayor imbricación entre estos dos niveles de enseñanza resulta hoy una necesidad flagrante.

2) Establecer en las universidades planes lingüísticos con una graduación de objetivos realistas adecuados a cada titulación.

3) Ofrecer una política de seguridad lingüística:establecer información pública y vinculante sobre el régimen lingüístico de cada asignatura (lengua o lenguas que utilizará oralmente el profesor; lengua o lenguas que deberán conocer los estudiantes, sea de modo pasivo o activo; lengua o lenguas de los materiales docentes, etcétera).

4) Conviene que las universidades tengan órganos específicos para lograr los objetivos lingüísticos propuestos. Incentivar una cultura de la evaluación (evaluaciones internas y externas), aún muy incipiente en nuestro contexto, que compare objetivos con resultados y que permita corregir lo que no va bien.

5) Encauzar las resistencias detectadas (estudiantes, profesorado y personal administrativo). Los incentivos suelen ser muchas veces más exitosos que las normas.

En este tema debe avanzarse con liderazgo a través de criterios claros y realistas - y no sólo anglicanizando un ingente número de asignaturas-, con dotaciones presupuestarias, medidas de incentivación y voluntad de rectificación cuando sea necesario. Debería evitarse que en unos años fuera aplicable el dicho de Mark Twain: “El púlpito y los optimistas no dejan de hablar sobre la firme marcha de la humanidad hacia la perfección final. Como siempre, se saltan a la torera las estadísticas”.

Cómo financiar la guerra de Iraq

Por William R. Polk, miembro del Consejo de Planificación Política del Departamento de Estado durante la presidencia de John F. Kennedy (LA VANGUARDIA, 23/03/08):

Para librar la guerra de Iraq sin perder el respaldo de la sociedad estadounidense, la Admistración Bush adoptó dos decisiones importantes: en primer lugar, no alistaría jóvenes estadounidenses (recabaría el concurso de países aliados como España para el envío de tropas) y, en segundo lugar, atendería los costes de la guerra por la vía del endeudamiento en lugar de la imposición fiscal.

El respaldo de los aliados ha disminuido notablemente, factor que ha podido constatarse con el goteo de los países que, uno tras otro, han seguido la senda española de retirada de las tropas, de forma que la coalición es, hoy por hoy, casi exclusivamente estadounidense. Sin embargo, el principal impacto de la política de Bush es patente, sobre todo, en el plano económico.

En noviembre del 2007, la sección jurídica de la Biblioteca del Congreso estadounidense informó de que la Administración de Estados Unidos gestionó créditos extraordinarios (obligaciones del Tesoro) por valor de 2,7 billones de dólares desde el comienzo de la guerra en el 2003; asimismo, los empréstitos en el sector privado en el 2006 (última fecha disponible) ascendían a 5,8 billones de dólares. China por sí sola ya posee más de un billón de dólares en obligaciones del Gobierno estadounidense. Es decir, China ha prestado a Estados Unidos alrededor de un 60% de sus ingresos anuales y el equivalente de casi el 10% del producto nacional bruto estadounidense. Por otra parte, los mencionados créditos extraordinarios del Gobierno representan un pago anual de intereses de unos 300.000 millones de dólares. Y el endeudamiento prosigue: Estados Unidos se endeuda - no se dispone de cifras totales más recientes- en una cifra mínima de alrededor de 343 millones de dólares diarios.

Pese a esta enorme inyección de dinero, la Administración Bush prevé este año un déficit presupuestario de 410.000 millones de dólares, tal vez la cifra más solvente de que disponemos en la actualidad.

Las demás cifras son equívocas y engañosas. Es prácticamente imposible averiguar las cifras exactas porque las estadísticas de los costes de la guerra de Iraq están notablemente amañadas. La Administración Bush ha manifestado que Estados Unidos, de hecho, obtuvo cierto beneficio durante la guerra del Golfo de 1991: sencillamente, es falso. El país gastó 80.000 millones de dólares en dólares del 2002.

Y, a fin de persuadir a los estadounidenses de que podrían afrontar los costes de la guerra actual, el entonces secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, dijo a los estadounidenses que los costes serían inferiores a 50.000 millones de dólares. Paul Wolfowitz, entonces subsecretario de Defensa y posteriormente presidente del Banco Mundial, llegó incluso a decir que el coste sería nulo porque los iraquíes ya se pagarían ellos mismos la operación. Tras constatar, pues, la magnitud del error, cabe la pregunta: ¿cuáles son, de hecho, los costes de esta guerra?

Las guerras de Iraq y Afganistán han costado hasta ahora a Estados Unidos - contando sólo los gastos aprobados por el Congreso- 535.000 millones de dólares, más un desembolso adicional de 300.000 millones de dólares, con una subida gradual a razón de 380.000 dólares el minuto - un crecimiento anual del 20%- en dirección del billón de dólares.

Pero ni siquiera tales cifras son completas: la sección de referencia de la Biblioteca del Congreso estadounidense se ha quejado de que no ha podido obtener cifras completas del Departamento de Defensa. Por ejemplo, el coste de equipamiento empleado en Iraq no está comprendido en las cifras anteriores. Gran parte de este coste queda oculto en el presupuesto del Pentágono.

Luego figura lo que los economistas llaman “costos de oportunidad” y los más generales costos generales o nacionales que pesan sobre las espaldas de la economía estadounidense. Los cálculos sobre estos conceptos oscilan entre los 2 y los 6 billones de dólares, lo que asciende hasta 20.000 dólares por hombre, mujer y niño en Estados Unidos.

Una de las consecuencias de estas cifras gigantescas es la caída del dólar. El dólar ha caído aproximadamente un 45% con respecto al euro. Hace tres años, con 80 centavos se podía comprar un euro. En la actualidad, un euro cuesta 1,55 dólares. Lo cierto es que la banca europea y asiática han analizado atentamente el rumbo de la economía estadounidense y han perdido gran parte de su confianza en el dólar.

Y no son las únicas. Una de las personalidades más respetadas de la economía estadounidense, el ex presidente de la Reserva Federal Alan Greenspan, declaró a The Wall Street Journal: “Ya no reconozco al Partido Republicano que controló la Cámara de Representantes, el Senado y la propia presidencia”.

Este parón de la estructura económica mundial producirá también efectos a largo plazo sobre la economía española; será más difícil vender productos españoles y numerosos turistas estadounidenses encontrarán la visita a España demasiado cara para sus bolsillos.

Belleza y muerte en Sicilia

Por Gregorio Morán (LA VANGUARDIA, 22/03/08):

De todas las obviedades que nos malenseñaron, la más escandalosa quizá sea la de Grecia, la civilización helénica. Se hizo necesario viajar para darnos cuenta de que la cultura griega era tanto más isleña que continental, y que recorriendo la Grecia moderna estaban más visibles las tradiciones del imperio bizantino, de la Iglesia de Oriente, con sus ritos y sus pompas, que la propia idea helenística. La primera gran sorpresa del visitante que cae en Sicilia sin complejos y sin guías es que estamos bajo el bucle de acanto de la cultura helenística. El filósofo Gorgias nació aquí, Arquímedes también, y Teócrito, y otros. Y si fuera posible distinguir entre la fealdad de la Gela de hoy descubriríamos que a esa ciudad se retiró Esquilo para morir, porque había perdido el favor del público helénico, desbancado por Sófocles.

Basta con ir a Segesta. El templo de Segesta merece por sí solo una visita a Sicilia. Por muy sencillo que sea el visitante le provocará una reflexión sobre cómo nace, crece y sobrevive la belleza entre los eriales de la barbarie. Debió de ser durante siglos pastizal de cabras y meadero de ovejas, y ahí está, impávido, con su majestuosa planta rectangular y sus 36 columnas excelsas, tan trabajadas por el tiempo que tienen la piel picada de viruela; arrugas de la edad, tan intimidantes y orgullosas como las de un abuelo que hubiera aguantado en pie después de haber visto pasar 25 siglos de historia. ¡Y qué historia! Se murió el río que acompañaba el idilio entre arte y naturaleza, talaron los bosques que rodeaban la gloria, espantaron los rebaños y robaron las piedras para mansiones de notables, pero ahí está, perfecto en su desamparo. Un templo desnudo de todo lo que no sea esencial: la proporción exacta de la belleza. Un acicate para la reflexión que no sería capaz de provocar ningún otro templo o catedral. Templos como este no necesitan instalar dioses para llegar a la trascendencia; se bastan a sí mismos. Los dioses son ellos, con su perfección y su atmósfera. Al fin y a la postre, ¿qué es un dios, sino alguien que otorga dones accesibles a los humanos?

Así es la belleza de Sicilia. Pero basta dejarse caer hacia el mar para recuperar el pálpito de la barbarie. En apenas unos kilómetros saltamos de la reflexión trascendente sobre la belleza a la conversación sobre lo definitivo, la muerte. No hace falta esfuerzo alguno, simplemente echarse hacia la costa y entrar en el primer puerto, Castellammare del Golfo. No se exige ningún ejercicio espiritual para ese salto entre trascendencias. En Castellammare del Golfo estamos en una fábrica de muerte. De aquí salieron grandes capos de la Cosa Nostra. Y cuesta creerlo, porque en este pueblo pequeño arropado a un puerto aún más pequeño, nadie en su sano juicio se detendría para nada de no ser por un par de restaurantes con terraza acristalada, volada sobre el muelle, donde no es difícil detectar que se maneja dinero, o más exactamente sangre y dinero, mucho dinero. Aquí, en cualquiera de las tabernas del puerto puede usted degustar uno de los platos más insólitos de la cocina siciliana, el cuscús de pescado.

Aseguran que uno de los enigmas para la policía de Estados Unidos consistía en situar Castellammare del Golfo. Sospechaban que debía tratarse de una gran ciudad de gente ingeniosa e implacable, a tenor de su influencia en la vida norteamericana. Familias importantes de la mafia procedían de Castellammare del Golfo, una mierda de pueblo que, como tantos en la Sicilia contemporánea, hay que contemplar en la distancia porque patear sus calles decepciona. Unos miles de habitantes y mucha pobreza, modestas actividades pesqueras y notables movimientos portuarios de irregulares mercancías. Aquí echaron los dientes los Bonnano. La irresistible ascensión de aquel chico, Giuseppe Bonnano, que salió de Castellammare y se convirtió en el rey de Brooklyn, el famoso Joe Bananas,y lo hizo sin llegar jamás a hablar inglés. ¿Qué sería de la ciudad norteamericana de Buffalo sin su casino y sin su dueño, Stefano Magaddino? ¿Y el famoso boss Salvatore Maranzano? Leyendas sangrientas de Castellammare del Golfo.

La belleza y la muerte, vecinas. No creo que haya otro lugar mejor para instalar un gran monumento a la muerte que Portopalo.

Es el punto más meridional de Sicilia, con un puerto destartalado y algunos viejos barcos disfrazados de bajeles piratas. No es fácil visitar Portopalo a menos que te lleven y por más que te pregunten “¿qué coño se le ha perdido a usted en Portopalo?”. A lo máximo que se llega con cierta facilidad es a la vecina Pachino, paso casi obligado, hacia ese fin del mundo que se llama Portopalo. Pachino dicen que es buen lugar para cultivar tomates. Nadie cuenta que allí nació Vitaliano Brancati. Así es Sicilia, te acercas a un barandal de basura sobre un fondo de muro histórico y te aseguran que en esa casa creció Elio Vittorini, o rodó una película Giuseppe Tornatore, que era de Bagheria, o tenía unos almendros Pirandello, o cultivaba limones la familia del filósofo Giovanni Gentile, el fascista laico que disputaba la hegemonía a Benedetto Croce. Pedanterías que se me ocurrieron cuando cruzaba la vulgar Pachino donde nació Brancati, un siciliano de manual, que escribió una novela de lectura fascinante, El bello Antonio (Seix Barral, 1983; descatalogado), y un libro brillante y primerizo, utilísimo para entender algo de Catania y los cataneses, Don Juan en Sicilia (Quaderns Crema, 1994; descatalogado).

En Portopalo ocurrió una de esas historias que retratan una sociedad, una época y una concepción del mundo. La noche de Navidad de 1996 zozobró un barco cargado de emigrantes. Murieron ahogadas 283 personas, entre indios, pakistaníes y tamiles. Posiblemente la mayor catástrofe en aguas del Mediterráneo. Pero lo curioso es que no se enteró nadie; o más exactamente nadie se dio por enterado. Los pescadores de Portopalo estuvieron durante semanas sacando sus redes cargadas de cadáveres, enteros o troceados, que echaban de nuevo en alta mar. Tuvieron buen cuidado de no dar parte a los carabineros porque los jueces habrían confiscado las barcas y se hubiera decretado un moratoria pesquera; es decir, el paro. Silencio. Lo mismo ocurrió, aunque por diferentes motivos, con las autoridades y con los medios de comunicación. Todos, sin demasiado esfuerzo, se propusieron no darse por enterados hasta que un periodista sardo, Giovanni Mario Bellu, escribió su estremecedor libro I fantasmi di Portopalo (Mondadori, Milano. 2004).

Para contrastar, puede elegir bellezas. Hacia un lado Noto. Solicite que le dejen en la vía principal, es ancha, borbónica, emparedada de grandes edificios también borbónicos y eclesiales. Las escaleras de las iglesias conventuales de Noto, de su catedral barroca, parecen escenarios para un auto sacramental de Calderón. Si va hacia el otro lado, tiene Modica, la patria del poeta Quasimodo, premio Nobel en 1959, ciudad tan curiosa que puede escoger entre la de arriba y la de abajo. Ya está en condiciones de dirigirse hacia Ragusa, pero recomiéndele al conductor que vaya despacio, no porque pueda despeñarse, que en eso están los dioses mafiosos que se ocupan de las obras públicas, sino porque llegará a una curva, y allí, como en un milagro de la naturaleza, verá Ragusa incrustada en la pared de la montaña, esculpida en blancos grisáceos y sepias encanecidos. Si puede hacerse trampas a sí mismo, esa actividad tan siciliana, debería decirle al conductor que usted se tapará los ojos para que él dé marcha atrás, y repetir la aparición de Ragusa hasta que su retina la fije a buril sobre su mente. Pocas veces la impresión de un hallazgo, tal plenamente insólito en su belleza, le dejará una evocación tan duradera.

Nunca olvidaré la aparición de Ragusa y aquellos versos de Quasimodo “para el hermano muerto”, donde se refiere a la “herencia de ensueños deshechos… donde cada cosa es más fuerte que el hombre”.

Libertad y música

Por Ian Buruma, profesor de Derechos Humanos en el Bard College. Su último libro es Asesinato en Amsterdam. La muerte de Theo van Gogh © Project Syndicate, 2008. Traducción: Carlos Manzano (LA VANGUARDIA, 22/03/08):

Corea del Norte es una de las dictaduras más opresivas, cerradas y brutales del mundo. Tal vez sea el último ejemplo vivo de totalitarismo puro: control por el Estado de todos los aspectos de la vida humana. ¿Es semejante país el lugar idóneo para que actúe una orquesta occidental? ¿Puede alguien imaginar a la Filarmónica de Nueva York, que actuó con gran aclamación en Pyongyang, haciéndolo para Stalin o Hitler?

Todos los sistemas totalitarios tienen una cosa en común: al aplastar todas las formas de expresión política, excepto la adulación del régimen, confieren carácter político a todas las cosas.

La invitación a la Filarmónica de Nueva York iba encaminada a dar lustre a un régimen, dirigido por el Amado Dirigente, Kim Jong Il, cuya reputación es tan mala - incluso en su vecina China-, que necesita todo el lustre que pueda conseguir.

Las entrevistas con algunos de los músicos revelaron que eran conscientes de ello. Según una violinista citada, “muchos de nosotros no nos creemos ese cuento del partido de que la música trasciende la política”. Estaba “segura de que (sería) utilizada por Pyongyang y por nuestro gobierno para obtener réditos políticos”. El director, Lorin Maazel, quien eligió un programa de Wagner, Dvorák, Gershwin y Bernstein, se mostró menos escéptico. Según dijo, el concierto cobraría “un impulso propio” y tendría un efecto positivo en la sociedad norcoreana.

Nadie, ni siquiera Maazel, afirma que un concierto de una orquesta occidental pueda barrer una dictadura, pero la cautela de los autoritarios ante la capacidad subversiva de la música se remonta a La República de Platón. Según la concepción de este, la música, si no se la controla estrictamente, enciende las pasiones y vuelve rebeldes a los hombres. Quería limitar la expresión musical a los sonidos que inspiraban armonía y orden.

Esa, más o menos, ha sido también la actitud adoptada por las dictaduras. La dieta musical oficialmente prescrita para los norcoreanos consiste en himnos patrióticos al Partido Comunista, odas al Amado Dirigente, a su padre, el Gran Dirigente, Kim Il Sung, y al heroico espíritu del pueblo coreano. Casi nada más está permitido… excepto en el sanctasanctórum de los propios gobernantes. Según dicen, el hijo del Amado Dirigente, Kim Jon Chol, es un admirador de Eric Clapton. Se acaba de cursar una invitación al astro británico del rock para que actúe en Corea del Norte, lo que constituiría en verdad una novedad.

La música de rock estaba severamente prohibida en las dictaduras comunistas, como el jazz en la Alemania nazi, por todas las razones platónicas: se consideraban las pasiones incontroladas una amenaza para el orden perfecto del Estado. La juventud subversiva en la Alemania de Hitler - la Swing Jugend- escuchaba jazz en secreto.

En 1968 la atmósfera de Checoslovaquia estaba eléctrica con los sonidos importados de los Rolling Stones y los Mothers of Invention de Frank Zappa. Después de que los tanques soviéticos pusieran fin a la primavera de Praga, un policía ruso amenazó a un joven checo con “darle una paliza para que se olvidara de la música de Zappa”. Vaclav Havel era un admirador de Zappa, como también lo era una banda de rock checa llamada Plastic People of the Universe, que tanto desagradó a los comisarios, que metieron a sus miembros en la cárcel… no porque participaran en actividades políticas, sino porque, como dijo su cantante, Milan Hlavsa, “simplemente queríamos hacer lo que nos gustaba”. Naturalmente, de eso se trataba. Hlavsa y sus melenudos seguidores, celebrados en la brillante obra de teatro de Tom Stoppard Rock n´roll,no querían que el Estado les aguara la fiesta.

Evidentemente, Dvorák y Wagner no son Zappa y los Stones y, si Clapton fuera a Pyongyang como invitado del Gobierno, no tendría la suficiente popularidad para encender el espíritu de rebelión. Cuando los Stones actuaron por fin en China, en el 2003, aceptaron suprimir las canciones más atrevidas de su programa, porque, como dijo su promotor local, “saben que hay diferencias entre las culturas china y occidental. No quieren hacer nada contra el Gobierno de China”. Así se defiende el espíritu de 1968. Aun así, Maazel puede no estar del todo equivocado. Interpretar buena música en Corea del Norte puede tener un efecto positivo. El imperio de Stalin no necesitaba orquestas clásicas. China tampoco necesitaba ya a los Stones. Ya hay muchas bandas de rock en China, pero el control absoluto de la dictadura de Corea del Norte se basa en un aislamiento total.

Durante medio siglo, los norcoreanos han estado privados de cualesquiera ideas, arte o música no autorizados por el Estado. Se les decía que Corea del Norte era un pequeño y heroico país asediado por enemigos satánicos, encabezados por EE. UU. En esas condiciones, incluso un programa tradicional de música clásica interpretado por la Filarmónica de Nueva York resulta un soplo de aire fresco. Tal vez no derribe la dictadura, pero ofrecerá cierto consuelo a quienes se ven obligados a vivir en ella y de momento esa es una buena razón para actuar.

Ni se le ocurra continuar leyendo

Por Manuel Cruz, catedrático de Filosofía de la UB y director de la revista Barcelona Metropolis (EL PERIÓDICO, 22/03/08):

Probablemente este texto apenas interese a unos pocos: a fin de cuentas se refiere a un ámbito, el de la cultura superior, y a una institución, la universitaria, que, a pesar de la retórica oficial, hace tiempo que perdieron protagonismo e importancia en la vida colectiva. El detonante de las consideraciones que siguen fue la lectura en un diario barcelonés de una noticia que, he de confesarlo, me impresionó.

Uno de los intelectuales más brillantes de este país, Jordi Llovet, había decidido acogerse a la posibilidad de jubilación anticipada que ofrece la Universitat de Barcelona, abandonando la primera línea de la docencia. Si la decisión hubiera respondido a motivos personales, quizá me habría limitado a lamentar la sensible pérdida que sufrirán los estudiantes de su facultad en los próximos años.

Pero fue la explicación que el propio interesado proporcionaba lo que más llamó mi atención. Se aludía en la noticia a intrigas de palacio, a nuevos planes de estudio (de inspiración boloñesa) que eliminaban las asignaturas de Teoría Literaria y Literatura Comparada y, finalmente, a una cierta decepción ante la actitud que el propio Llovet creía encontrar en los nuevos estudiantes, más interesados en ganarse la vida que en saber. Leyendo sus declaraciones, resultaba poco menos que inevitable formularse la pregunta: ¿cómo hemos venido a parar hasta aquí?

Echar la vista atrás y dedicarse a ir señalando con el dedo los momentos en los que se fueron adoptando las decisiones equivocadas puede resultar, sin duda, tan falaz como ventajista. Quizá no valga la pena a estas alturas del partido esforzarse en reconstruir con precisión de cartógrafo la geografía del error, especialmente cuando queda tan poco margen para la enmienda.

Bastará con señalar que es posible que la institución universitaria está recogiendo los frutos de su particular transición, del específico cambio de modelo llevado a cabo en los años 80. Alguien argumentará –y estoy dispuesto a reconocer la parte de razón que pudiera tener– que con aquellos mimbres no se podía hacer un cesto muy diferente al que terminó elaborándose. Pero parece claro que a aquella población, hoy avejentada, de penenes (profesores no numerarios) que empujó hacia determinados cambios le corresponde una severa responsabilidad sobre lo que ha terminado por ocurrir.

PORQUE, UNA VEZ alcanzada la estabilidad profesional a la que tenían derecho muchos de aquellos profesores –instalados en la precariedad durante años y a merced del dedo, a veces caprichoso, del catedrático jefe de departamento– fueron ellos mismos los protagonistas –y, por tanto, en buena medida los responsables– del encanallamiento de la vida en esos mismos departamentos. Los cuales pronto se transformaron en el campo de batalla de una guerra sin cuartel por cátedras y titularidades, así como por las comisiones destinadas a dictaminarlas.

No intento referir en este contexto detalles muy particulares, que no vendrían al caso, o aludir a cuitas internas. No se trata de eso. Se trata de que fue esa misma lógica la que, una vez ocupadas todas las plazas de profesorado disponibles, provocó que la energía de muchos (presuntos vocacionales de la docencia universitaria) se aplicara a otros objetivos, convirtiéndose la política institucional y sus cargos en el nuevo objeto del deseo.

Pues bien, no parece demasiado aventurado (ni injusto) suponer que algo tendrán que ver tantas sucesivas autoridades académicas en una situación como la actual, dominada por la burocracia, el ordenancismo pedagogista, la atonía de una parte significativa del estudiantado y la rampante precarización del escaso profesorado joven que ha podido incorporarse en los últimos años a nuestras facultades.

A buen seguro, este apresurado análisis omitirá vectores que permitirían comprender mejor lo que está pasando. Pero enredarnos en debatir eso nos distraería de lo más importante. Es lo que queda, a mi entender sobradamente ilustrado, a partir de la anécdota de una decisión en el seno de la Universitat de Barcelona con la que arrancaba el presente artículo, la de que la medida-estrella sobre la que se apoya el proyecto de regeneración del profesorado universitario sea la jubilación anticipada de los docentes que cumplan determinados requisitos (una cierta edad y no sé cuántos años de servicio). Significativa, ciertamente, la mentalidad que parece traslucir la propuesta: como si la cuestión a resolver fuera un simple hagan sitio, y no la calidad de la enseñanza o la excelencia investigadora.

AHORA QUE hacen mutis por el foro profesores de la valía de Jordi Llovet (o Felipe Martínez Marzoa, catedrático de la Facultad de Filosofía, acogido también a la prejubilación sin el menor detalle de reconocimiento a su tarea por parte de quien corresponda), lo menos que podemos hacer es dejar constancia de la situación, plantearnos por qué prefieren irse los mejores, agradecer a quienes tanto han hecho por su especialidad el generoso esfuerzo, asumir cada cual la cuota de responsabilidad que le corresponda y, qué menos, intentar que esta caída libre, en las formas y en el fondo, se detenga.
Cuanto antes, por favor.

Injerencia o silencio en el Tíbet

Por Mateos Madridejos, periodista e historiador (EL PERIÓDICO, 22/03/08):

La trágica convulsión del Tíbet era previsible, y probablemente inevitable, como protesta anticipada por los Juegos Olímpicos de Pekín, un acontecimiento que desde hace mucho tiempo se configura como arma política y propagandística por los anfitriones y por los que protestan y/o se escandalizan por su celebración en un país poco respetuoso con el espíritu olímpico y los valores de la democracia. Tan pronto como China decidió que la antorcha, símbolo universal de los JJOO, visitara Taiwán y el Tíbet, las fuerzas secesionistas de ambos territorios pusieron el grito en el cielo.

La represión arreció a medida que se aproximaban los Juegos, como reveló un informe de Amnistía Internacional, de abril del 2007, mientras Pekín condenaba, como es habitual en las dictaduras, la politización del evento con el objetivo de “perjudicar la imagen de China y ejercer presión sobre su Gobierno”. No es menos cierto que los defensores de los derechos humanos apelaron al Comité Olímpico, denunciaron la colusión china con el régimen de Sudán, responsable de los crímenes de Darfur, y lanzaron una campaña denigrando los Genocide Olimpics.

Tras los disturbios de Lasa, el primer ministro chino, Wen Jiabao, salió a escena para dictar una diatriba contra el dalái lama y asegurar que las protestas fueron “fomentadas y organizadas por la camarilla” que le rodea, para “sabotear los Juegos”, acusación cuya retórica recuerda los dicterios que los guardias rojos, armados con el libro de Mao, arrojaban contra el grupo de dirigentes acusados de seguir “la senda capitalista” durante la tumultuosa revolución cultural (1965-1966). Algo parecido al sermón absolutorio que Deng Xiaoping pronunció ante los jerarcas del régimen tras haber ahogado en sangre la revuelta de Tiananmen (junio de 1989.

China está sometida a un régimen despótico, de capitalismo exacerbado, mas el partido comunista mantiene el monopolio de la actividad política y, por supuesto, de la represión. Si el Comité Olímpico creyó en algún momento que los JJOO servirían para ampliar los estrechos límites de la tolerancia y mitigar la represión, confundió sus deseos con la realidad. El secretario general de la ONU exhorta a las autoridades de Pekín a la moderación y la Unión Europea sostiene sin razonarlo que el boicot olímpico es ineficaz, quizá porque China no puede ser tratada como Serbia.

SEGÚN EL disidente Wei Jingsheng, que pasó 18 años en las cárceles chinas, “solo la presión internacional combinada con la interna puede ofrecer sólidos resultados”. Pero tanto el Comité Olímpico, escondido detrás del apoliticismo, como las potencias occidentales que miran para otro lado olvidan que la concesión de los Juegos implicaba como contrapartida una sustancial mejora de los derechos humanos y la promesa de Pekín de no utilizar la fuerza contra los que son víctimas de una opresión que se confunde con la historia del régimen.

Si el dalái lama es sincero cuando aboga por la autonomía cultural, no por la independencia, reconoce su “impotencia” y rechaza cualquier responsabilidad en el motín, todo parece indicar que los activistas de Lasa y los jóvenes exiliados que organizan las marchas Free Tibet 2008 rechazan tanto el proyecto del jefe espiritual refugiado en la India desde 1959 como la fallida estrategia de la no violencia. El escritor Tenzin Tsundue declaró recientemente que la pretensión del dalái lama era patética y “altamente improbable” porque China jamás otorgará una genuina autonomía al Tíbet.

Pekín se mostrará inflexible mientras la agitación no decaiga. Al valor geopolítico del Tíbet se une el temor de alentar un movimiento susceptible de abrir la caja de pandora de las minorías en otras regiones periféricas en las que anida una creciente hostilidad hacia los han, la etnia mayoritaria. Si los tibetanos denuncian la sinización abusiva, las trampas burocráticas o el traslado de poblaciones, el Gobierno chino explota la fiebre nacionalista, que alcanza su paroxismo en internet, y fustiga la supuesta conspiración exterior. Por eso la India extrema las precauciones y exige prudencia a los exiliados.

NADIE ESTÁ interesado en el descarrilamiento de la economía china, uno de los pilares del progreso asociado con la globalización. Un poder fuerte en Pekín, que garantice la unidad del país, la coordinación de tan gigantesco esfuerzo y la disciplina laboral, constituye una necesidad insustituible. Tratándose de China, potencia nuclear que dispone del mayor ejército del mundo, el naciente derecho de injerencia humanitaria entra en colisión con la soberanía, base del orden jurídico internacional. Con la ONU, donde Pekín tiene derecho de veto, o más allá de la ONU.

La anarquía, la destrucción o debilitamiento de un Estado, aun en defensa de la libertad, es siempre un acto políticamente arriesgado y moralmente problemático. Las democracias deberían reflexionar sobre la mejor acción conjunta para llenar el vacío que se abre entre la no injerencia, el ineficaz boicot de los JJOO y la intolerable pasividad. Hay que enterrar la deificación del mercantilismo, el doble rasero (liberad Kosovo y abandonad el Tíbet) y el cinismo que prevalece en las relaciones entre las potencias. O el error del Departamento de Estado de EEUU, que retiró a China de la lista de países que pisotean los derechos humanos, o el silencio en vez de la denuncia del horror.

Rusia después de Putin

Por Carmen Claudín, adjunta a dirección de la Fundación CIDOB, experta en Rusia (EL PAÍS, 21/03/08):

No tiene mucho sentido intentar ahora dilucidar si el sucesor de Vladímir Putin será más liberal que su predecesor, como piensan algunos analistas, o sólo una marioneta en manos de éste, como piensan otros; o si el ejercicio del cargo de primer ministro por Putin modificará en la práctica una Constitución presidencialista sin tocarla formalmente, a la espera tal vez de volver al poder en las siguientes elecciones en 2012.

Todo ello es altamente especulativo y no tiene en cuenta que nadie sabe qué tipo de dinámica se establecerá entre ambos una vez cambiados los roles, aunque sea formalmente, cómo evolucionará el entorno político y económico interno y externo, y cómo ello afectará lo que se presenta ahora como un equipo unido.

Es importante mirar a Rusia desde dentro y desde abajo para evaluar las percepciones externas y los mensajes de la cúpula del poder y entender las contradicciones del momento actual. Para quien viaja regularmente a Rusia y sigue su evolución de cerca, tres constataciones se imponen: la primera es que la gente ha empezado a vivir mejor y, si bien es cierto que no todo lo que brilla es consistente, tampoco se puede decir que todo es pura vitrina. La segunda es que las libertades públicas han retrocedido de forma alarmante, en comparación con los periodos de Mijaíl Gorbachov y de Borís Yeltsin; la tercera es que el entrelazamiento entre continuidad y cambio (o, si se prefiere, entre tradición ruso-soviética y modernidad) sigue siendo probablemente la característica más dominante de Rusia y que seguirá así por mucho tiempo, con tempos muy largos, décadas probablemente.

Con la mejora de las condiciones de vida, la población ha entrado en un ciclo de confianza en el futuro que desconocía desde hacia más de una década. Por primera vez en muchos años, las encuestas de opinión muestran que la gente piensa cada vez más que su porvenir o el de sus hijos puede mejorar. Y, aunque nunca han sido realmente limpias -muy en particular, las últimas-, las elecciones han mostrado repetidamente un sentimiento mayoritario real de la población a favor del curso actual. Lo cual no quiere decir que la gente toma por buena toda acción del Gobierno.

Así, por ejemplo, encuestas recientes del Centro Levada, el más independiente de Rusia, indican que la misma gente que apoya al poder actual quiere orden, pero, a la vez, no está en contra de que la oposición pueda manifestarse, que no se hace ninguna ilusión acerca de la independencia del sistema judicial, de la protección de la ley o de su propia capacidad de influir sobre el curso de las cosas en su país. La cuestión es que ahora se establece un mecanismo de compensación que explica la base de apoyo al periodo Putin y al candidato elegido por éste.

El deterioro y grave retroceso de las libertades públicas son evidentes. Mientras sube la calidad de vida material, la calidad democrática que latía en los años anteriores ha desaparecido. La libertad de palabra en la calle sigue pero los medios ya no son más que una sombra del bullicio de debates e ideas de la perestroika y de los noventa.

El ataque a la libertad de expresión, el acoso a diversas ONG y a centros de estudios so pretexto de su financiación extranjera, son las muestras más visibles de esta situación que tuvo dos momentos clave de inicio: la liquidación de las elecciones directas a gobernador en las regiones y repúblicas de la Federación Rusa, y el arresto del magnate Mijaíl Jodorkovski por motivos políticos disfrazados.

Pero el problema endémico de la realidad rusa, y antes soviética, la corrupción, es sin duda el que más se ha agravado. Según los datos de la Fundación INDEM, especializada en el estudio de la corrupción, ésta se habría multiplicado por 10 desde 2000. El director de INDEM, Georgui Satarov, explica este fenómeno principalmente por la falta de control político de la sociedad en los asuntos públicos, su falta de capacidad de sancionar a los dirigentes a través de las urnas.

Con todo, según Valery Ryzhkov -uno de los últimos políticos liberales en desaparecer de la Duma, al no poder presentarse a los comicios debido al cambio de ley electoral-, el seguimiento atento de varias encuestas de opinión solventes indica que existe una base social para las ideas liberales, alrededor de un 25% de la población.

De hecho, Putin parece haber ido en cierto modo en ese sentido al designar como sucesor a Dmitri Medvédev. Lo cierto es que una personalidad como Medvédev -joven, jurista, autor de libros, formado en el periodo de la perestroika, sin vínculos con la nomenklatura soviética, con experiencia empresarial- era difícilmente imaginable hace tan sólo unos años. Aunque muchos observadores rusos consideran que únicamente se trata de un barniz de modernidad al servicio del mismo sistema clánico de poder que ha imperado con Putin, la cuestión es que se ha buscado esa imagen y no la de otro agente de inteligencia, como el anterior ministro de Defensa, Serguei Ivanov.

A pesar de la bonanza económica que ha traído el alto precio del barril de crudo y de las inmensas reservas en divisas acumuladas para tiempos peores, los problemas que tendrá que afrontar el tándem Medvédev-Putin son muchos y profundos. Para empezar, sigue ausente una clara estrategia de desarrollo para el país más allá del recurso privilegiado a sus materias primas, sin que otros sectores potenciales de la actividad económica sean identificados y promovidos como estratégicos.

Otra de las grandes debilidades de Rusia es lo que aparenta ser su fuerza, a saber, la concentración del poder, político y económico, en una sola figura. La “desinstitucionalización” que se ha producido bajo el mandato de Putin acabará fragilizando la capacidad del país para actuar en el complejo entramado de la globalización.

La “mentalidad del pueblo ruso” no puede ser indefinidamente una explicación suficiente para justificar la naturaleza del poder actual y sus prácticas, a menudo más feudales que otra cosa. Mientras el destino del país siga en manos de un solo hombre y no de una sociedad, Rusia no será fuerte.

El otro gran ámbito de problemas con que se encontrará es, por supuesto, el marco internacional, sin que ninguna nueva guerra fría apunte al horizonte. Rusia siempre ha sido consciente de la importancia de la dimensión económica de sus relaciones con la Unión Europea, pero esta consideración nunca ha conseguido desplazar el eje Rusia/Estados Unidos del lugar central que ocupa en la política exterior rusa. Y nada permite pensar que la nueva etapa que se abre verá algo muy distinto.

La cuestión de la relación de Rusia con Europa (y, en el otro extremo, con Asia) ha estado en el corazón de la identidad rusa y del debate sobre la “especificidad de una vía rusa”, y ha marcado la complejidad de sus relaciones con Europa. Y ésta siempre ha percibido a Rusia, ante todo, como un problema. Pero la contradicción básica de la política exterior rusa -y de su relación con el mundo exterior y la Unión Europea, muy en particular- proviene fundamentalmente de ella misma: exige de forma recurrente ser tratada como un interlocutor-vecino normal, pero a la vez recuerda constantemente que es un actor especial.

El analista ruso Dmitri Trenin apuntaba hace unos años que “la ‘entrada en Europa’ de Rusia no puede ser negociada con Bruselas. Primero ella misma ha de ser made in Russia” a través de su transformación interna. Pero Europa no puede dejar de buscar el modo de que el proceso vaya en esa dirección.

Ruanda: nueve voces que ya no podrán silenciar

Por Juan Carrero, presidente del Fórum Internacional por la Verdad y la Justicia en el África de los Grandes Lagos, y Jordi Palou-Loverdos, representante legal de las víctimas españolas y ruandesas y del Fórum ante la Audiencia Nacional (EL PAÍS, 21/03/08):

En febrero, el juez de la Audiencia Nacional Fernando Andreu dictó 40 órdenes de arresto internacional por delito de genocidio en Ruanda y la República Democrática del Congo contra otros tantos militares que ocupan altos cargos en el actual Gobierno. Entre los muertos, nueve españoles: seis misiones y tres miembros de Médicos del Mundo.

En Ruanda, el misionero Joaquim Vallmajó, poco antes de ser torturado y asesinado junto a otros cinco compañeros, fue abofeteado por el coronel Rwahama mientras le espetaba “No volverás a informar a nadie, Vallmajó”. Sin embargo, su voz silenciada resuena hoy más ampliada. Las denuncias de Quim eran certeras y perturbadoras. En diversas cartas a sus amigos de Figueres les rogaba que denunciasen que los “invasores” del FPR (Frente Patriótico Ruandés) buscaban el poder a cualquier precio. O que habían “puesto en marcha una campaña de desinformación para hacer creer que las víctimas son los verdugos y los verdugos son las víctimas”. Tres días antes de su secuestro -desapareció en abril de 1994- inevitablemente tuvo que oír en su casa parroquial los alaridos, explosiones y ametralladoras de la matanza a medianoche de unos 2.500 campesinos hutu en el estadio de Byumba.

Quim fue la primera víctima española, pero tanto los seis misioneros como los tres miembros de Médicos del Mundo fueron testigos incómodos de crímenes masivos contra civiles hutu, realizados por la cúpula del FPR, que actualmente gobierna Ruanda. Eran testigos que cuestionaban la versión oficial, que se ha logrado imponer internacionalmente, sobre lo sucedido allí en la última década del siglo XX. Una versión parcial, ya que todo lo reduce a las grandes masacres de abril-junio de 1994, realizadas por los extremistas hutu y calificadas de genocidio. Y una versión distorsionada, porque presenta como nobles liberadores a aquellos contra los que ahora la justicia española -conforme al principio de justicia universal- ha dictado orden internacional de captura, acusándolos a su vez de genocidio por crímenes aún mayores cometidos desde 1990 hasta la actualidad, tanto en Ruanda como en la República Democrática del Congo.

En el vértice, controlando hasta los más pequeños detalles y temido por todos, está el entonces rebelde y ahora presidente Paul Kagame. Los múltiples testimonios son concordantes: sus repetidas órdenes son siempre de screening, código interno que significa “eliminación sin distinción” de miles de civiles desarmados. Aunque en el caso de los tres obispos y diversos sacerdotes y religiosas asesinados en Kabgayi junto a una multitud de civiles, usó una variante: “Limpiad esa basura”.

No sólo sorprende la magnitud de estos crímenes, también el grado de perversidad en los métodos usados para alcanzar el poder.El FPR pretendía un poder absoluto, no compartido ni siquiera con sus partidos coaligados: el MDR, el PL y el PSD. Un poder total que el FPR, dada su realidad minoritaria, jamás alcanzaría por el voto sino sólo si dinamitaba los Acuerdos de Paz de Arusha y llevaba al país a una dinámica de caos y guerra, de la que se sabían vencedores. Tenía objetivos muy claros: el asesinato de líderes hutu y tutsi, incluso los de los partidos aliados, y su adjudicación al Gobierno de Habyarimana; el asesinato de este mismo, ya que entonces era el único capaz de representar un mínimo orden y consenso en el país; no impedir las matanzas de tutsis del interior tras el magnicidio, orientando intencionadamente sus tropas hacia otros objetivos, para abandonar a estos “traidores” de su propia etnia a los machetes de los extremistas hutu. Todos estos objetivos fueron alcanzados y están abundantemente probados. Además de la reconquista de la idílica Ruanda, cuyo Gobierno, según su ancestral imaginario feudal, les correspondía desde siempre, el FPR pretendía otro gran objetivo: los importantes recursos naturales del vecino Zaire. Los crímenes de pillaje sistemático de coltan, diamantes y oro son descarados y masivos.

El triste papel de la ONU, manipulada por EE UU y decenas de multinacionales mineras, ha sido especialmente lamentable en todo lo referente al ACNUR. Este organismo, en contra de su propio mandato y del Informe Gersony (que denunció crímenes contra al menos 30.000 personas) forzó el retorno de los refugiados hutu desde el Zaire a Ruanda, a sabiendas que conllevaría en muchos casos la desaparición, la prisión o la muerte violenta de los refugiados que tenía encomendado proteger.

A pesar de que el secretario de Estado adjunto para Asuntos Africanos y el director general de la Agencia de Cooperación estadounidenses ofrecieron al FPR embargar tal Informe si detenían las matanzas, éste sigue aún ocultado en la ONU. Las matanzas no cesaron en Ruanda ni en la República Democrática del Congo.

La fiscal del Tribunal Internacional para Ruanda TPIR, Carla del Ponte, fue inmediatamente destituida cuando pretendió imputar a uno sólo de estos 40 presuntos terroristas de estado en activo. Ahora el juez Fernando Andreu, con su integridad y profesionalidad, en un auto sólidamente fundamentado, ha marcado un hito, ha procesado por crímenes internacionales por primera vez en la historia a los vencedores.

La segunda partición de Palestina

Por José María Ridao (EL PAÍS, 20/03/08):

La última escalada de violencia en la franja de Gaza no ha dado lugar a reacciones políticas ni intelectuales a la altura de lo que está sucediendo. El centenar largo de víctimas mortales que han provocado las acciones de palestinos e israelíes, en una proporción de al menos 10 a una desfavorable a los primeros, se ha integrado sin dificultad en la macabra rutina de Oriente Próximo, una zona de la que ya nadie parece esperar otra cosa que una ración cotidiana de cadáveres y hogares destruidos. En esta ocasión, sin embargo, el balance fúnebre arroja cifras que deberían haber golpeado las conciencias: no sólo la práctica totalidad de las víctimas son civiles, sino que, además, un alto porcentaje de ellas eran niños de corta edad.

La brutalidad con la que se desarrolla el conflicto queda cabalmente resumida en las declaraciones de un miembro del Gobierno israelí, quien anunció un holocausto entre los habitantes de Gaza en respuesta a los misiles lanzados por Hamás. Baste recordar que hace apenas unos años José Saramago fue objeto de duros reproches por comparar la situación de los palestinos en los territorios ocupados con la de los judíos bajo el nazismo. Las declaraciones del ministro israelí no hacen buenas las del premio Nobel; sencillamente demuestran que la capacidad de reacción se ha embotado. Con el agravante de que el premio Nobel se limitaba a establecer un discutible paralelismo histórico mientras que, en el otro caso, se trata de una aterradora amenaza.

La victoria de Hamás en las últimas elecciones celebradas en los territorios ocupados, así como el golpe de Estado recíproco entre Abbas y Haniye que ha provocado una segunda partición de Palestina, de tantas consecuencias como la acordada por Naciones Unidas en 1947, ha tenido efectos que desbordan la estricta dimensión política del conflicto. Puesto que Hamás está incluido en la lista de organizaciones terroristas de Estados Unidos y la Unión Europea y, por otra parte, llegó al poder mediante una victoria electoral, la actuación israelí y de gran parte de la comunidad internacional parece apoyarse en un sobrentendido monstruoso: los castigos contra Gaza son colectivos porque, según se viene a insinuar, en Gaza nadie es inocente. Si esta ecuación se consolida, y nada indica que no se esté consolidando cuando se asiste, en riguroso silencio, al férreo embargo israelí que dura desde hace meses, el conflicto de Oriente Próximo se habrá instalado en una lógica que sólo lleva a la expulsión, sino a la aniquilación o al exterminio. La defensa de los derechos más elementales de una población civil como la de Gaza no puede quedar en suspenso en razón de lo que esa población haya votado en unas elecciones democráticas; se trata, por el contrario, de una defensa para la que no cabe excepción, y que vale lo mismo para condenar el lanzamiento de misiles por parte de Hamás contra las ciudades israelíes fronterizas que para reprobar las incursiones israelíes en las ciudades palestinas. La cuestión de principio no se ve afectada por la eficacia mortífera de uno y otro contendiente.

La grave responsabilidad contraída por Abbas y Haniye al haber propiciado la separación política entre Gaza y Cisjordania es sólo comparable a la que, por miope ventajismo, han asumido los patrocinadores de Annapolis. La expresión “proceso de paz” se ha convertido con los años en la manera corriente de nombrar una de las guerras más desiguales que ha conocido el siglo XX, y que lleva visos de ocupar parte del XXI. En resumidas cuentas, Annapolis no tuvo más resultado que el de seguir alimentando el espantajo del “proceso de paz” para no enfrentarse a la realidad de una guerra librada entre un poderoso ejército ocupante y un enjambre de organizaciones provistas de armas azarosas, en la que la población civil desempeña el trágico papel de campo de batalla. Los patrocinadores de Annapolis sabían de antemano que la alfombra roja extendida a los pies de Abbas se traduciría, de inmediato, en insoportable sufrimiento para la población de Gaza, pero no tuvieron la lucidez o los escrúpulos suficientes para no adentrarse por ese tortuoso camino. Pretendían reforzar a Abbas y debilitar a Haniye, pero no fueron capaces de prever que el acoso a Haniye invalidaría la interlocución de Abbas, como se ha visto con ocasión de esta nueva escalada de violencia. Y puede que aún no se haya tocado el fondo: de persistir el ensañamiento con la población civil de Gaza, sus atroces privaciones, sus escalofriantes dosis de muerte y destrucción, acabarán volviéndose contra el frágil poder de Abbas. En realidad, su permanencia al frente de una Autoridad mermada depende de lo que quiera Israel.

La segunda partición de Palestina ha concedido un renovado aliento a las doctrinas que sueñan con una transferencia de los territorios ocupados, o de una parte de ellos, a los países árabes colindantes, cerrando el paso a la solución de los dos Estados. Al margen de las ingentes dificultades para avanzar por esta vía, su eventual puesta en práctica sólo significaría exportar a toda la región la inestabilidad que padecen los palestinos. Al menos en ese punto Annapolis no incurrió en el que, tal vez, hubiera sido el más irreparable de los errores: reafirmó la solución de los dos Estados, aunque fijó una estrategia inviable para llegar al objetivo. Una estrategia que, además, puede propiciar la liquidación de uno de los pocos elementos del “proceso de paz” que sigue en pie pese a sus reiterados fracasos. A diferencia de lo que ocurría hasta los años noventa, antes de la Conferencia de Madrid y de los Acuerdos de Oslo, los palestinos dispusieron a partir de entonces de un mecanismo democrático para elegir a sus representantes, tanto en la gestión de los asuntos dependientes de la Autoridad como, sobre todo, en el trato con los israelíes.

Cualquier negociación emprendida con éstos venía, así, avalada políticamente por el respaldo de una mayoría, aunque las diversas organizaciones armadas en los territorios ocupados dispusieran de una contundente capacidad para interponer obstáculos, sobre todo si Israel se obstinaba en no identificar y deslindar responsabilidades. Abbas y Haniye han desarticulado ese mecanismo democrático y, por su parte, los patrocinadores de Annapolis han dado carta de naturaleza a la nueva situación de hecho. Del lado israelí, además, se ha jugado con una doble baraja, manteniendo la apariencia de una negociación con Abbas y, al mismo tiempo, prosiguiendo con la colonización.

El principal problema a estas alturas no es sólo que Annapolis resulte inviable para alcanzar la paz o, al menos, un arreglo que limite el horror que se vive en Oriente Próximo. Al suponer que es posible un acuerdo por separado con Abbas, los patrocinadores de Annapolis están abandonando a su suerte a los habitantes de Gaza, están cerrando los ojos a un sufrimiento que nada puede justificar, ni siquiera la quimera de una paz que difícilmente se alcanzará sobre semejantes presupuestos. En estas circunstancias, los contendientes se sienten empujados a reafirmarse en sus respectivos maximalismos, para los que la población civil no cuenta. Aunque será sin duda muy difícil cerrar la fractura que se ha instalado en los territorios ocupados, la prioridad internacional, como también la de los dirigentes israelíes y palestinos a los que la actual espiral de violencia no haya cegado todavía, debería dirigirse a recomponer la unidad, propiciando que Palestina vuelva a estar representada por una sola Autoridad elegida democráticamente.

Cualquier intento de sacar provecho de la división política entre Gaza y Cisjordania está condenado al fracaso. Pero un fracaso que dejará un rastro de horror que pesará como una losa de vergüenza durante mucho tiempo.

Erase una vez Churchill

Por Umberto Eco, semiólogo y escritor italiano. Su última novela publicada es La misteriosa llama de la reina Loana (EL MUNDO, 20/03/08):

Leí a comienzos de marzo en un diario italiano una pequeña nota en la que se comentaba un sondeo, realizado días atrás en el Reino Unido, según el cual la cuarta parte de los ingleses piensa que Winston Churchill es un personaje de ficción. Y lo mismo sucede con Ghandi y con Charles Dickens. Muchos entrevistados (no se precisaba cuántos) habrían colocado, en cambio, entre las personas que realmente existieron a Sherlock Holmes, Robin Hood y Eleanor Rigby.

Como primera reacción ante esta revelación, tendería a no dramatizar. Me interesaría saber, ante todo, a qué franja social pertenece esa cuarta parte de los encuestados que no tiene ideas claras sobre Churchill o sobre Dickens. Si hubiesen entrevistado a los londinenses de los tiempos de este último, a los que se ven en sus incisos sobre las miserias del Londres de Dor o en las escenas de Hogarth, al menos tres cuartas partes de ellos -sucios, embrutecidos y hambrientos-, no habrían sabido quién era Shakespeare.

Tampoco me sorprende que crean que han existido realmente Sherlock Holmes o Robin Hood. Uno porque existe un negocio holmesiano, que, en Londres, hace visitar incluso su supuesto apartamento de Baker Street. Y el otro, porque el personaje que inspiró la leyenda de Robin Hood existió realmente. Lo único que lo hace irreal es que, en los tiempos de la economía feudal, se robaba a los ricos para dárselo a los pobres, mientras tras la llegada de la economía de mercado, se roba a los pobres para dárselo a los ricos.

Por otra parte, también yo, cuando era niño, creía que Búfalo Bill era un personaje imaginario, hasta que mi padre me desveló que no sólo había existido, sino que incluso él lo había visto, una vez que pasó, con su circo, por nuestra ciudad, trayendo el mítico West al Piamonte.

La verdad es que lo que sabemos sobre el pasado, incluso el más próximo, es poco, como se demuestra cada vez que se hacen encuestas a nuestros jóvenes (y no digamos, a los estadounidenses). He leído sondeos en los que algunos creían que Aldo Moro fue un brigadista rojo, De Gasperi, un jefe fascista y Badoglio, un partisano. Algunos dicen: ¿Por qué los quinceañeros tienen que saber quién gobernaba más de cincuenta años antes de que naciesen? Pues yo, incluso en la escuela fascista, sabía, a los 10 años, que el primer ministro en los tiempos de la marcha sobre Roma (20 años antes) era Facta. Y a los 18, sabía quiénes habían sido Rattazzi o Crispi, que pertenecían al siglo anterior.

El hecho es que ha cambiado nuestra relación con el pasado, probablemente incluso en la escuela. Antaño, nos interesábamos mucho por el pasado, porque las noticias sobre el presente eran pocas, dado que los periódicos las contaban todas en ocho páginas.

Con los medios de comunicación de masas, se difunde una inmensa información sobre el presente. Piénsese que, en internet, puede haber noticias sobre millones de cosas que están sucediendo en este mismo momento (incluso sobre las más irrelevantes).

El pasado del que nos hablan los medios de comunicación de masas, como por ejemplo la historia de los emperadores romanos o Ricardo Corazón de León o, incluso, la Primera Guerra mundial, pasa (a través de Hollywood y de las industrias afines) junto al enorme flujo de información sobre el presente, y es muy difícil que un usuario de películas perciba la diferencia temporal entre Espartaco y Ricardo Corazón de León.

De esta forma, se difumina o, en cualquier caso, pierde consistencia la diferencia entre lo imaginario y lo real. Díganme si no, por qué un chaval que está viendo una película en la televisión debe retener que Espartaco ha existido y el Vinicio de Quo vadis, no, que la condesa de Castiglione fue un personaje histórico y Elisa de Rivombrosa, no, que Iván el Terrible fue real y Ming, tirano de Mongo, no, dado lo muchísimo que se asemejan entre sí.

En la cultura estadounidense, esta difuminación del pasado en el presente se vive con total desenvoltura, de tal forma que puede encontrar, incluso a un profesor de Filosofía, que le diga lo irrelevante que es saber qué dijo Descartes sobre nuestro modo de pensar, dado que lo que interesa es lo que están descubriendo hoy las ciencias del conocimiento.

Está olvidando que, si las ciencias del conocimiento han llegado a donde han llegado, es porque ese discurso comenzó con los filósofos del Seiscientos. Pero sobre todo se está renunciando a extraer de la experiencia del pasado una lección para el presente.

Muchos creen que el viejo aforismo de que la historia es maestra de la vida es una banalidad de maestro antiguo, pero está claro que, si Hitler hubiese estudiado con atención la campaña de Rusia de Napoleón, no habría caído en la trampa en la que cayó. Y si Bush hubiese estudiado bien las guerras de los ingleses en Afganistán en el Ochocientos (e incluso la ultimísima guerra de los soviéticos contra los talibanes), habría diseñado de otra forma su campaña afgana.

Puede parecer que entre el imbécil inglés que cree que Churchill fue un personaje imaginario y el Bush que va a Irak convencido de terminar ese asunto en 15 días hay una diferencia abismal, pero no es así. Se trata del mismo fenómeno de ofuscación de la dimensión histórica.

China y el alma del boicot

Por Bernard-Henri Lévy, filósofo francés (EL MUNDO, 20/03/08):

Se nos decía que por el efecto mecánico de los Juegos Olímpicos, China se abriría al mundo y, por lo tanto, a la democracia. Y se añadía que los chinos, sabiéndose observados y analizados como nunca antes lo estuvieron, querrían ofrecer por todos los medios una imagen decente de sí mismos y de su régimen.

La verdad obliga a decir que, por el momento, lo que ha pasado es exactamente todo lo contrario. Se ha expulsado de las principales ciudades del país a los pobres y a los parados. Y se ha acelerado la destrucción de los hutong, los barrios populares del centro de Pekín.

De esta forma, se ha multiplicado el número de los sin techo, que malviven por doquier, sin que se haya puesto en marcha política de realojo alguna. Con ello se acentúa, además, el fenómeno de la miseria urbana y de la insalubridad contra el que, supuestamente, se pretendía luchar.

En estos últimos meses, se ha encarcelado, a menudo sin juicio alguno, a miles de posibles disidentes. Como el artículo 306 del Código Penal permite encarcelar a cualquier abogado sospechoso de «manipular o destruir pruebas», se ha detenido y colocado fuera de órbita a los letrados más valientes. También se ha hecho limpieza en la prensa. Se compró a la francesa Thales antenas parabólicas capaces de reforzar la gran muralla de las ondas, para borrar e interferir las emisiones en chino de las radios anglosajonas. Y las revueltas se han multiplicado en las zonas rurales sin que la prensa local se haya hecho eco de ellas.

El ritmo de las ejecuciones capitales parece no haber desfallecido, sin que eso llame especialmente la atención de la prensa internacional que, ella sí, es libre para escribir lo que le parezca. Se sigue practicando igual que antes el tráfico de órganos extraídos de los cuerpos de los ajusticiados. Y el número de campos de trabajo, contabilizados por la Laogai Research Foundation, no ha menguado en absoluto.

En definitiva, las mejoras no se han visto por ninguna parte. O mejor dicho, se ha producido el resultado concreto de que en China se hayan intensificado las violaciones de los Derechos Humanos.

En el Tíbet se ha desencadenado la represión más brutal que haya conocido jamás la región autónoma, desde que la puso en marcha, hace 18 años -y sólo unos meses después de los acontecimientos de Tiananmen-, el actual presidente de la República Popular, Hu Jinto, que ganó precisamente en el Tíbet su reputación de hombre de hierro y sus galones en el partido.

¿Cuáles son las circunstancias exactas de esta nueva represión? ¿Qué crédito hay que conceder a la verborrea oficial sobre el «secesionismo» tibetano y sobre la voluntad de sus jefes espirituales de utilizar la caja de resonancia de la etapa preolímpica para hacer oír, por fin, su voz?

Al final, todo eso importa poco. Porque lo importante es que, exactamente igual que hace 18 años, se ha disparado contra la multitud. Lo que importa es que la capital tibetana, Lhasa, se ha transformado, en el momento en el que escribo, en una zona de guerra, desconectada del mundo y ocupada por la policía y por los tanques del Ejército chino.

Lo que importa es que los chinos han hecho gala de nuevo de una indiferencia soberana ante lo que pueda decir un Occidente al que desprecian. Lo que importa es que, aleccionados por nuestra pusilanimidad ante las masacres de Darfur y de Birmania, los chinos comprendieron, o creyeron comprender, que tampoco moveríamos un dedo, si pasaban al Tíbet a sangre y fuego.

Ante tal cinismo, sigo pensando que todavía estamos a tiempo de hacer uso del lenguaje de la firmeza. A pesar de que nos sigan considerando demasiado cobardes o, quizás, demasiado dependientes de ellos, para osar articular tal lenguaje.

Sigo diciendo que no es demasiado tarde para utilizar el arma de los Juegos, para exigirles, al menos, que dejen de matar y apliquen al pie de la letra -sobre todo, en materia de respeto de las libertades- las disposiciones de la Constitución sobre la autonomía regional tibetana.

¿Que Pekín no cederá? ¿Que los boicots generalizados nunca funcionan? Eso, nunca lo sabremos, mientras no lo hayamos intentado. Y no tenemos nada que perder por intentarlo. Y los pueblos, chino y tibetano, tienen mucho que ganar.

¿Que no se mezcla el deporte con la política? ¿Que no se puede privar al mundo de ese gran jolgorio que son los Juegos? De acuerdo, amigos deportistas. Pero no cambiemos los papeles. Son los chinos los que están estropeando la fiesta. Son ellos los que están pisoteando los principios del olimpismo. Son ellos los que hacen que la llama que, los próximos días, cruzará el Everest, pase literalmente por encima de los cuerpos de hombres de oración y de paz asesinados.

Es por culpa de los chinos, por culpa de los carniceros de Tiananmen y, ahora, del Tíbet, que, el próximo mes de agosto, cuando los deportistas disputéis vuestras medallas a sus atletas anabolizados, transfundidos y transformados casi en robots, tendréis que correr, luchar y desfilar en estadios manchados de sangre.

Todavía estamos a tiempo de salvar el deporte, el honor y muchas vidas. Arriesgándonos, como acaba de hacer Obama, todavía estamos a tiempo de evocar la posibilidad (justa posibilidad) del boicot. Todavía estamos a tiempo de decir a la vez sí al ideal olímpico y no a los Juegos de la vergüenza. Son las doce menos cinco, también allí.