sábado, noviembre 29, 2008

Dioses de América

Por Umberto Eco, escritor. Traducción del italiano: Helena Lozano (EL PERIÓDICO, 29/11/08):

Una de las mayores diversiones del visitante europeo que va a Estados Unidos ha consistido desde siempre en sintonizar el domingo por la mañana los canales de televisión dedicados a las retransmisiones religiosas. Quienes no han visto nunca estas asambleas de fieles arrebatados en éxtasis, pastores que lanzan anatemas y grupos de mujeres que se parecen a Whoopi Goldberg y bailan rítmicamente gritando “Oh, Jesus”, quizá se hayan hecho una idea viendo recientemente la película Borat. Pero, claro, habrán pensado que se trataba de una invención satírica, tal como lo era la representación de Kazajstán. Pues no, el de Sacha Baron era un caso de candid camera: el humorista filmó lo que de verdad sucedía a su alrededor. En fin, que una de estas ceremonias de los fundamentalistas norteamericanos hace que el rito napolitano de la licuefacción de la sangre de San Genaro parezca una reunión de estudiosos de la Ilustración.

A FINALES de los años sesenta, visité la Oral Roberts University de Oklahoma (Oral Roberts era uno de estos telepredicadores carismáticos), dominada por una torre con una plataforma giratoria: los fieles mandaban sus donaciones y, según la cantidad, la torre emitía al éter sus oraciones. Para ser contratado como profesor de la universidad había que responder un cuestionario donde aparecía esta pregunta: “Do you speak in tongues?”, es decir, “¿Tiene usted el don de las lenguas, como los apóstoles?”. Se decía que un joven profesor que tenía una gran necesidad de trabajar contestó: “Not yet” (”todavía no”), y se le contrató a prueba.

Las iglesias fundamentalistas eran antidarwinianas, antiabortistas, sostenían la oración obligatoria en los colegios, si era preciso eran antisemitas y anticatólicas; en muchos estados eran segregacionistas, pero hasta hace pocos años representaban, en el fondo, un fenómeno bastante marginal, limitado a la Norteamérica profunda de la Bible belt (el corredor sureño de EEUU). El rostro oficial del país estaba representado por gobiernos que ponían sumo cuidado en separar política y religión, así como por universidades, por artistas y escritores, por Hollywood.

En 1980, Furio Colombo dedicó a los movimientos fundamentalistas un libro titulado Il Dio d’America (El Dios de Norteamérica), pero la mayoría lo consideró más una profecía pesimista que un reportaje sobre una realidad que estaba creciendo de manera preocupante. Ahora Colombo ha vuelto a publicar el libro con una nueva introducción que esta vez nadie podrá tomar por una profecía. Según Colombo, la religión hizo su ingreso en la política norteamericana en 1979, en el curso de la campaña presidencial entre Carter y Reagan. Carter era un buen liberal, pero era un cristiano ferviente, de los que se denominan born again, renacidos a la fe. Reagan era un conservador, pero era un antiguo hombre del espectáculo, jovial, mundano, y religioso solo porque iba a misa los domingos. Lo que pasó es que el conjunto de las sectas fundamentalistas se alinearon con Reagan, y Reagan les correspondió acentuando sus posiciones religiosas, por ejemplo, nombrando jueces contrarios al aborto para el Tribunal Supremo.

Y, por su lado, los fundamentalistas empezaron a sostener todas las posiciones de la derecha, apoyaron los lobis de las armas, se opusieron a la asistencia médica y, a través de sus predicadores más fanáticos apoyaron una política belicista, imaginando incluso la perspectiva de un holocausto atómico necesario para derrotar el reino del mal. Hoy, la decisión de McCain de elegir a una mujer conocida por sus tendencias dogmáticas como vicepresidenta, así como el hecho de que, por lo menos al principio, las encuestas premiaran su decisión, va precisamente en esa dirección.

COLOMBO, sin embargo, hace notar que, si bien es verdad que en el pasado los fundamentalistas se oponían a los católicos, ahora los católicos se van acercando cada vez más a las posiciones de los fundamentalistas (véase, por ejemplo, el curioso retorno al antidarwinismo cuando ya la Iglesia había firmado el armisticio, permítaseme la expresión, con las teorías evolucionistas). Y en efecto, es interesante que la Iglesia italiana se haya alineado no con el católico practicante Romano Prodi, sino con un laico divorciado y vividor. Lo cual hace pensar que también en Italia predomina la tendencia a ofrecer los votos de los creyentes a políticos que, indiferentes a los valores religiosos, están dispuestos a conceder el máximo a las instancias dogmáticamente más rígidas de la iglesia que los sostiene.

Habría que reflexionar sobre un discurso del carismático Pat Robertson, en 1986: “Quiero que piensen en un sistema de escuelas en las que las enseñanzas humanistas estén completamente vedadas, una sociedad en la que la iglesia fundamentalista asuma el control de las fuerzas que determinan la vida social”.

Fuente: Bitácora AlmendrónTribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

Sucedió en Godhra

Por Bernat Masferrer, profesor de Geopolítica India-Pakistán de la Universidad de Barcelona (EL PERIÓDICO, 28/11/08):

La llama prendió en Godhra, en el estado de Gujarat y a 450 kilómetros al norte de Bombay, el 27 de febrero del 2002. Cincuenta y ocho hindúes, entre ellos muchas mujeres y niños, fueron quemados vivos en el incendio de dos vagones de tren repletos de radicales hinduistas que regresaban de la ciudad santa de Ayodhya, centro de una vieja y violenta disputa hindú-musulmana. Las autoridades locales, pertenecientes al partido nacionalista hindú Bharatiya Janata Party (BJP) o Partido del Pueblo de la India y que por aquel entonces también ostentaba el poder en el Gobierno del país, acusaron a jóvenes musulmanes de provocar el incendio del convoy, en un extremo que es foco, todavía hoy, de una agria disputa político-judicial en el país. Lo que aconteció en Gujarat los días inmediatamente posteriores al incidente de Godhra es una mancha indeleble de vergüenza y sangre que en jornadas tristes como la del miércoles se hace especialmente visible sobre la mayor democracia del mundo.

Armadas con machetes, censos electorales y muchos litros de gasolina, hordas de fanáticos hindúes arrasaron barrios musulmanes de ciudades y pueblos de la región en un estallido de violencia que se saldó, según los datos oficiales del Gobierno nacionalista hindú de Gujarat, con un millar de muertes, aunque esta cifra sigue siendo contestada por organizaciones nacionales e internacionales que elevan la cifra a dos millares, la mayoría musulmanes. Se habló de disturbios, presuntamente instigados por una instintiva y descontrolada sed de venganza. En realidad, la violencia no tuvo nada de espontánea, más bien se trató de un pogromo en toda regla; concienzudamente planificado; monstruoso y brutal. Violencia sádica perpetrada sobre víctimas inocentes bajo el amparo, cuando no, en ocasiones, participación, de policías y políticos locales.

Los atacantes, pertenecientes a organizaciones fundamentalistas muy estrechamente vinculadas al BJP, se enzarzaron en la destrucción sistemática de santuarios musulmanes. Especialmente graves fueron las ignominiosas vejaciones a las que fueron sometidas las mujeres. Los ataques causaron, además, decenas de miles de desplazados, que fueron habilitados temporalmente en insalubres campos de refugiados. De la gravedad de los hechos da cuenta la denegación sistemática por parte de las autoridades norteamericanas, y bajo acusaciones de violación de las libertades religiosas, de un visado de entrada a Narendra Modi, uno de los políticos más influyentes de la India actual y aún hoy ministro en jefe de Gujarat.

DURANTE el pogromo, ni el Gobierno de Gujarat ni el Gobierno central hicieron nada para impedir las masacres. Al contrario, más de un centenar de musulmanes fueron detenidos bajo una ignominiosa ley antiterrorista aprobada hacía poco por el Gobierno de Delhi. Tuvieron que transcurrir varios años para que la justicia empezara a llegar, a cuentagotas, a las víctimas, en forma de compensaciones y sentencias judiciales para algunos de los perpetradores de la masacre. Sin embargo, muchas de las víctimas siguen hoy sin ser rehabilitadas. Y además, el daño ya estaba hecho; el fracaso sistemático del Estado indio en contener la agresividad del nacionalismo hindú y la indulgencia ante las atrocidades acontecidas no solamente en Godhra, sino también en otros episodios de violencia anteriores, contribuyó a la manifiesta radicalización y activismo renovado de sectores marginales de la población musulmana del país. El marco de tensión propicio para que grupos terroristas yihadistas con base en Pakistán, en estrecha colaboración con elementos de los poderosos servicios secretos paquistanís en su guerra perpetua contra la India, fueran tejiendo una extensa red de apoyos dentro de la India, nutriéndose de activistas de organizaciones integristas locales motivados por el rencor y su propia sed de venganza.

ASÍ, CON EL horror de ayer y anteayer en Bombay, el terrorismo islamista en la India escala un peldaño más en la sofisticación (los objetivos mediáticos occidentales eran solamente cuestión de tiempo) de una ofensiva que durante los últimos tres años ha golpeado con una periodicidad casi matemática diversos rincones del país buscando, sin éxito, provocar estallidos de violencia interreligiosa, mermar el nuevo estatus indio de potencia emergente y descarrilar el proceso de paz indo-paquistaní por Cachemira.

Por otro lado, la implicación de elementos locales, ya sea en la preparación de los ataques o enrolados directamente en los comandos de asalto, constata, una vez más, la alienación de una minoría dentro de la minoría que suponen los 140 millones de musulmanes indios. Una realidad muy preocupante para un país que linda, en un marco de fronteras virtualmente porosas y corrupción sistematizada, con estados casi fallidos en cuyo interior, básicamente en Pakistán y en menor medida Bangladés, el fundamentalismo islámico sigue indoctrinando la yihad y, con ello, el odio al maltrecho genio de la India secular en un discurso de máximos que augura la reinstauración del poder musulmán de antaño en el subcontinente indio a cantidades ingentes de jóvenes.

Fuente: Bitácora AlmendrónTribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

miércoles, noviembre 26, 2008

Abdú no sabe quién acabó con su futuro

Por Oriol Guell (ENVIADO ESPECIAL, El País.comGoma 23/11/2008)




Una niña con su sobrina a cuestas busca a sus padres -AP






Abdú tiene 18 años, un cuerpo escuálido como si no hubiera cumplido ni 14 y la mirada ausente de un anciano. Deambula desde el pasado día 10 por el hacinado campo de refugiados Kigali I, en busca de noticias de su familia. No las consigue. El jueves, ni siquiera sabía si sus padres y hermanos fueron asesinados por los rebeldes tutsis del general Laurent N'Kunda o por el furioso Ejército regular en retirada. "Estaba fuera del pueblo cuando llegaron los rebeldes. Me escondí y no salí hasta que dejé de oír tiros. Unos vecinos me explicaron que mis padres habían muerto, que todo había sido destruido y que nos teníamos que ir a Goma".

El este de Congo se desliza de nuevo hacia la tragedia que en la última década ha dejado más de cuatro millones de muertos y una pesadilla de violaciones en masa y reclutamientos forzosos de niños. En una tierra tan fértil que da cuatro cosechas de patatas al año, la gente pasa hambre y la enorme riqueza del subsuelo -oro, diamantes, coltán...- sólo sirve para financiar las milicias que enquistan un conflicto al que un Estado ausente y unas Naciones Unidas impotentes son incapaces de poner fin.


La ofensiva rebelde de las últimas semanas ha sumido Goma -700.000 habitantes y fronteriza con Ruanda- en un estado de abatimiento. "¿Qué es lo que podemos esperar?", se pregunta Joseline, de unos 45 años, que regenta un puesto de telas en el mercado central de la ciudad, un laberinto de estrechas callejuelas de suelo de arena, puestos de tablas de madera y techo de planchas de zinc. Tiene 10 hijos y su marido, que trabaja en el catastro, hace tiempo que no recibe su salario. "Las cosas están mal desde los tiempos de Mobutu y no hay forma de que mejoren", se lamenta.

La milicia tutsi Congreso Nacional para la Democracia del Pueblo (CNDP) tomó Rutshuru, 75 kilómetros al norte de la ciudad, a finales de octubre y ya controla casi un tercio del Kivu Norte. La noche del 29 al 30, la milicia llegó a las puertas de la ciudad, víctima de la inoperancia de loscascos azules y de un Ejército en descomposición que huyó y se dio al saqueo. "Bajaron como hordas contra la población a la que deben proteger", recuerda el padre Alfonso Continente, misionero en Congo desde hace más de 20 años. "Fue espantoso. Al amanecer, contamos 16 muertos entre los vecinos. Pero nunca sabremos a cuántas mujeres violaron".

La ofensiva fue el último paso de la estrategia de presión sobre el Gobierno de Kinshasa del general N'Kunda, que poco a poco ha ido haciéndose con el control de un tercio del territorio del Kivu Norte. Incluso las agencias de la ONU y las ONG que trabajan sobre el terreno reconocen que N'Kunda maneja como quiere los movimientos y tiempos de esta guerra. "Si no tomó Goma fue porque aún no le interesaba. Quiere sentarse a negociar con el presidente Joseph Kabila y mientras éste no le reciba, N'Kunda dará pasos para mostrar su poder", opina Rosella Bottono, del Programa Muncial de Alimentos de Naciones Unidas en Goma. "Sus 6.000 hombres están mucho más motivados y mejor organizados que el Ejército. La mayoría de las veces, los combates duran el tiempo que los militares necesitan para recoger sus cosas y salir huyendo", admite un miembro de los cascos azules, que pide el anonimato.

Tras 22 años de tiranía de Mobutu Sese Seko (1965-1997) y dos guerras que desangraron el país entre 1997 y 2003, la llegada por las urnas de Joseph Kabila a la presidencia abrió en 2006 un tiempo de esperanza en Congo. Los acuerdos de Goma y Nairobi marcaron la hoja de ruta para la estabilización del país. Un primer paso era la creación del Ejército de la República Democrática del Congo, que debía integrar a la veintena de milicias existentes y ser un pilar del nuevo Estado en paz. Otro, el despliegue de 17.000 cascos azules -la Misión de Naciones Unidas en Congo (Monuc), la segunda mayor de la historia de la ONU tras la de Bosnia- para ayudar a pacificar el país. Y el tercero, la desmovilización por los dos anteriores de los 7.000 extremistas hutus de las Fuerzas Democráticas de Liberación de Ruanda (FDLR), los restos de los Interhamwe -"los que matan juntos"- que en 1994 acabaron con la vida de 800.000 tutsis y moderados hutus en Ruanda y desestabilizan desde entonces la región de los Grandes Lagos.

Pero dos años después, casi nada ha salido como se esperaba. El pasado mes de agosto era la fecha fijada para la desmovilización del FDLR, pero pasó el verano y la milicia hutu no sólo seguía armada, sino que algunos informes alertaron de que el Ejército congoleño, en lugar de combatirla, colaboraba con ella en la explotación de algunas minas de oro. Este fue el pretexto de N'Kunda, un tutsi que dice defender a su pueblo del FDLR, para levantarse contra el Gobierno congoleño.

Una de las causas del desastre ha sido la debilidad del Ejército de Congo. Los soldados no cobran -sus salarios se pierden en manos de sus oficiales- y, a falta de un lugar donde dejar a sus familias seguras, se las llevan con ellos a las zonas de combate. Una de las imágenes que definen la Goma de hoy son los poblados de míseras casitas de madera levantadas por los soldados para alojar a sus mujeres e hijos.

"La integración de las milicias en el Ejército no ha funcionado", admite un miembro de la Monuc. "La corrupción, la falta de recursos, la disparidad de etnias y la indisciplina llegan a niveles que hacen imposible hablar de un Ejército tal y como lo entendemos en Occidente".

Tampoco la propia Monuc, según todas las fuentes, ha estado a la altura de las circunstancias. "Despertamos expectativas que no podíamos cumplir", afirma Fritz Krebs, agente de la misión. "Se dijo que no íbamos a dejar caer poblaciones en manos de los rebeldes, cuando no tenemos los medios para evitarlo. Y se dijo que veníamos a mantener la paz tras el conflicto, cuando éste nunca terminó y no ha habido paz que mantener".

Rosella Bottone constata que ni siquiera está claro "hasta donde hay voluntad de aplicar el mandato de la Monuc". Según la Resolución 1.592/2005 del Consejo de Seguridad, la misión "está autorizada a utilizar todos los medios necesarios" para "evitar todo intento de emplear la fuerza a fin de poner en peligro el proceso y asegurar la protección de los civiles".

"Pero los rebeldes arrasaron el campo de refugiados de Kibumba sin que los soldados de la Monuc, que estaban al lado, intervinieran", explica Bottone. Tampoco los vecinos de Goma están muy agradecidos a los soldados de la ONU. "¿La Monuc? Parece que están aquí de turismo", exclama Iman, un estudiante de Geología en la Universidad de Goma. "¿Cómo se explica que 17.000 cascos azules y el Ejército no puedan detener a 6.000 milicianos tutsis?", se pregunta.

El mandato de la Monuc termina el próximo 31 de diciembre y Naciones Unidas está a la espera de recibir un informe que ha encargado para valorar su renovación. "Las conclusiones no son nada buenas", explica un funcionario que conoce su contenido. "Demuestra una falta de voluntad de muchos de los países que la integran para entrar en acción. Un ejemplo son los indios. Hace dos años, cuando un pueblo era atacado, intervenían con sus helicópteros. En la última ofensiva, con el Kivu Norte en llamas, los helicópteros ni siquiera han sido utilizados para proteger a la población".

Todas las fuentes consultadas en Goma ilustran el fracaso de la Monuc con la dimisión del general español Vicente Díaz de Villegas a finales de octubre, en plena ofensiva rebelde y sólo dos meses después de ser nombrado por el secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-moon. "Alegó motivos personales. Pero en realidad estaba muy frustrado y no quería asumir la catástrofe que se avecinaba", afirma Fritz Krebs.

El informe en preparación para el Consejo de Seguridad también contiene pruebas que demuestran la intervención de Ruanda en el conflicto, según las fuentes conocedoras de su contenido: "La noche del 29 al 30 de octubre, tanques del Ejército ruandés dispararon desde la frontera contra los soldados de Congo para cubrir la ofensiva tutsi". La intervención de Ruanda, gobernada por el tutsi Paul Kagame y aliada de Estados Unidos, levanta ampollas en un Congo que no olvida como Kigali invadió dos veces el este del país a finales del siglo pasado. "Hay que frenar a Ruanda y su apoyo a N'Kunda o esto volverá a ser una guerra abierta", alertan fuentes de la Monuc.

La comunidad internacional se moviliza para intentar poner freno al avance rebelde. La ONU prepara el envío de 3.000 cascos azules suplementarios. También las organizaciones de los Estados de la región, como la Comunidad de Desarrollo de África Austral, han anunciado que están dispuestas a enviar sus propias tropas. Pero pocos de los que están sobre el terreno consideran que esto sea suficiente. "3.000 soldados más no van a imponer la paz", opina Fritz Krebs, de la Monuc. "Esto es una guerra de baja intensidad, intermitente o como se quiera llamar. Pero es una guerra y si se quiere parar hay que movilizar muchos más medios", afirma Rosella Bottono.

La respuesta de N'Kunda a todos estos anuncios es de una medida suficiencia. Ayer mismo, cuando no hace ni un mes que sus milicias tomaron Rutshuru, acudió a la ciudad a bordo de un coche de lujo con las lunas tintadas. Ante más de un millar de personas, desplegó toda la escenografía para demostrar que ha llegado a la zona para quedarse y nombró al nuevo gobernador de la ciudad.

Nicaragua: de revolución a farsa

Por Gioconda Belli, escritora nicaragüense (EL PAÍS, 26/11/08):

Para defender los fraudulentos resultados de las recientes elecciones municipales del 9 de noviembre en Nicaragua, Daniel Ortega no encontró mejor salida que instaurar la anarquía en varios sitios del país. Para acallar las protestas de la población al conocerse las evidencias del fraude, mandó a sus seguidores para que impidieran con lluvias de piedras y amenazas de palos que ésta se manifestara.

Para quienes siguieron de cerca la Revolución Sandinista en los años 80, resulta difícil entender lo que sucede. Figuras emblemáticas de aquellos años, como Ernesto Cardenal, Dora María Téllez, Sergio Ramírez, han denunciado que en el país se está gestando otra dictadura. A menudo, he comprobado el desconcierto de quienes apoyaron con su solidaridad lo que semejaba entonces una gesta de David contra Goliat. Preguntan sorprendidos: ¿qué le ha pasado a Daniel Ortega? ¿Cómo fue que cambió tanto? Confieso que me da un poco de vergüenza responderles. Para muchos de los que formamos parte de aquella masa intrépida que derrocó a la tiranía somocista el 19 de julio de 1979, los bandazos y arbitrariedades de Ortega eran un secreto a voces que guardábamos en casa. Atribuíamos ese comportamiento a su falta de experiencia, al poco don de gentes de su inescrutable personalidad, al impacto psicológico de los siete años que pasó en la cárcel. Lo aclamábamos en medio del fervor idealista, pero en la intimidad criticábamos su constante necesidad de ser desafiante sin medir las consecuencias. Nuestro consuelo era saber que, aunque el mundo lo considerara el líder de la revolución, en realidad él era solamente uno más.

La dirección del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y del Gobierno revolucionario era colectiva y varios de los nueve hombres que conformaban el directorio eran personas capaces e ilustradas cuya autoridad era un contrapeso a la peculiar manera del presidente de hacer política. Recuerdo incluso una conversación que sostuve, antes del triunfo de la revolución nicaragüense, con Fidel Castro. Cuando le reclamé su aparente preferencia por la facción dirigida por los hermanos Ortega, Humberto y Daniel -el FSLN se encontraba dividido entonces en tres grupos-, Fidel me contestó diciendo que precisamente porque las ideas y la disposición de los Ortega era menos predecible, él consideraba que no podía dejarlos solos. No sé qué pensará Fidel ahora.

La supremacía de Daniel Ortega entre aquel grupo de primus inter pares fue asentándose gracias, en gran medida, al poder indiscutible que la llamada Guerra de la Contra, confirió a su hermano, Humberto, el comandante en jefe del Ejército Popular Sandinista. Más astuto que Daniel, su habilidad para salirse con la suya a cualquier costo le había ganado el sobrenombre dePuñal. Durante los 10 años que duró la Revolución, Humberto Ortega fue inclinando el fiel de la balanza a favor de su hermano hasta asignarle un protagonismo que justificaba con el argumento de que la autoridad de un presidente confería institucionalidad a la revolución. Ni él mismo, creo, imaginó lo aventajado que resultaría su hermano como aprendiz de sus mañas.

Paradójicamente, la hora más alta de Daniel Ortega no sobrevino en ninguno de sus momentos de triunfo, sino ante la inesperada derrota del FSLN en las elecciones de 1990, las más vigiladas en la historia del país. En el discurso en que concedió la victoria a su contrincante, Violeta Chamorro, destacó la trascendencia de aceptar la voluntad popular, aun cuando la guerra financiada por Ronald Reagan, hubiese puesto al pueblo de Nicaragua a votar con una pistola en la sien. No quedó ojo seco entre quienes lo escuchaban, fuera por tristeza o por alivio. Al día siguiente, sin embargo, Ortega cambió su tono conciliador y ante una azorada multitud prometió “gobernar desde abajo”.

El debate sobre lo que esto significaba para un FSLN en la oposición fue el origen de la primera gran fractura interna del sandinismo. Ortega y tras él las disciplinadas estructuras partidarias reclamaban que jamás renunciarían al derecho a ejercer la violencia “revolucionaria”, que hacerlo era traicionar al pueblo. La otra posición planteaba que el partido debía adaptarse a las nuevas condiciones del mundo. La caída del bloque socialista demostraba el fracaso de la “dictadura del proletariado”. El país requería una izquierda moderna que descartara la violencia como método de resolver diferencias y se apuntara con brío a radicalizar la democracia y abogar por los intereses populares respetando la diversidad y las leyes.

Las acusaciones de los sectores más dogmáticos contra quienes sosteníamos estas ideas no se hicieron esperar. A los disidentes se nos endilgaron adjetivos que iban desde cobardes hasta traidores. Daniel Ortega dirigió la embestida y se erigió como el único capaz de preservar la amenazada unidad. Renovó así el discurso de confrontación de los años 80, esta vez contra los miembros de su propio partido. Mientras tanto, en la práctica, él y otros dirigentes como Bayardo Arce y Tomás Borge, se encargaban de asegurar la supervivencia económica del FSLN y de ellos mismos, distribuyendo propiedades del Estado y otros recursos y acumulando fortunas personales.

La llamada piñata sandinista fue vergonzosa. Si bien la propiedad de la tierra fue legalizada a las cooperativas, en un acto de democratización del área propiedad del pueblo compuesta por los bienes confiscados a Somoza y la dictadura, cuadros sandinistas alertados sobre el valor de estas tierras, las compraron a los cooperados y pasaron a ser dueños, entre otras cosas, de las anchas costas del Pacífico nicaragüense que hoy son vendidas a inversores europeos y norteamericanos por millones de dólares. La piñata causó nuevas deserciones en el interior del FSLN por desacuerdos éticos, pero generó, al mismo tiempo, complicidades estrechas ya no basadas en ideales y sueños, sino en negocios o en el mutuo encubrimiento. El FSLN se apropió de emisoras de radio y equipos de televisión. Fundó un banco y formó empresas usando los nombres de cuadros leales que también se enriquecieron.

Esta incursión en el mundo de los negocios no impidió, sin embargo, que continuara el discurso populista. Y fue este divorcio entre el discurso y la práctica lo que, en 1999, le permitió pactar la división del país con el entonces presidente y jefe máximo del Partido Liberal Constitucionalista, Arnoldo Alemán. Acusado de corrupción, Alemán se encontraba en una posición de debilidad. Para asegurar su supervivencia política aceptó el pacto con Ortega. Se amplió el número de magistrados y miembros de la Corte Suprema, del Consejo Electoral, de la Contraloría, de la Asamblea Nacional para incluir a los sandinistas y se inició un cogobierno. Eventualmente, Ortega le arrancó a Alemán la concesión clave: bajar el porcentaje de votos necesario para ser electo presidente de un 45% a un 35%.

Hecho esto, Ortega escenificó el regreso del hijo pródigo a los brazos de la Iglesia católica, a quien atribuía una influencia decisiva en sus previas derrotas electorales. Empezó a visitar a su antiguo némesis, el cardenal Miguel Obando y Bravo. Poco después, éste ofició la misa en que el líder sandinista se casó por la iglesia con su compañera de vida, Rosario Murillo (cuya hija lo acusó en 2003 de abuso sexual desde los 11 años), y sus discursos se llenaron de frases bíblicas y alabanzas a Dios. Como ofrenda final, Ortega apoyó la revocación de una disposición constitucional del siglo XIX que autorizaba la interrupción del embarazo si hacía peligrar la vida de la madre.

Tras tres intentos fallidos, el tozudo comandante logró coronar su ambición de regresar a la presidencia el 10 de enero de 2006, al alcanzar una votación del 38%. Su actitud desde entonces y en las recientes elecciones municipales parece indicar que esta vez no está dispuesto a jugarse el poder más que en simulacros democráticos cuyos resultados le favorezcan.

Mientras escribo esto, la carretera de acceso a mi casa está cortada por grupos de choque orteguistas. Apostados allí, intentan impedir que medios y diplomáticos lleguen a una iglesia donde Eduardo Montealegre, el candidato a alcalde de Managua por la oposición, mostrará las actas de votación que demuestran el fraude perpetrado en su contra. Aparentemente, para salirse con la suya, Daniel Ortega también está dispuesto a incendiar el país. Lo mismo hizo Somoza en 1979. El revolucionario se ha convertido en su propia antítesis.

Fuente: Bitácora AlmendrónTribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

La Iglesia y la represión franquista

Por Julián Casanova, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza (EL PAÍS, 26/11/08):

La tragedia de las víctimas de la Guerra Civil y de la dictadura de Franco se ha convertido en las últimas semanas en el eje de un debate social, político y judicial. Con ese recuerdo, ha revivido de nuevo ante nosotros el pasado más oculto y reprimido. Algunos se enteran ahora con estupor de acontecimientos que los historiadores ya habían documentado. Otros, casi siempre los que menos saben o a los que más incomodidad les produce esos relatos, dicen estar cansados de tanta historia y memoria de guerra y dictadura. Es un pasado que vuelve con diferentes significados, lo actualizan los herederos de las víctimas y de sus verdugos. Y como opinar es libre y la ignorancia no ocupa lugar, muchos han acudido a las deformaciones para hacer frente a la barbarie que se despliega ante sus ojos.

En realidad, por mucho que se quiera culpabilizar a la República o repartir crueldades de la Guerra Civil, el conflicto entre las diferentes memorias, representaciones y olvidos no viene de ahí, de los violentos años treinta, un mito explicativo que puede desmontarse, sino de la trivialización que se hace de la dictadura de Franco, uno de los regímenes más criminales y a la vez más bendecidos que ha conocido la historia del siglo XX.

Lo que hizo la Iglesia católica en ese pasado y lo que dice sobre él en el presente refleja perfectamente esa tensión entre la historia y el falseamiento de los hechos. “La sangre de los mártires es el mejor antídoto contra la anemia de la fe”, declaró hace apenas un mes Juan Antonio Martínez Camino, secretario general y portavoz de la Conferencia Episcopal, en el fragor del debate sobre las diligencias abiertas por el juez Garzón acerca de la represión franquista. “A veces es necesario saber olvidar”, afirma ahora Antonio María Rouco. Es decir, a la Iglesia católica le gusta recordar lo mucho que perdió y sufrió durante la República y la Guerra Civil, pero si se trata de informar e investigar sobre los otros muertos, sobre la otra violencia, aquella que el clero no dudó en bendecir y legitimar, entonces se están abriendo “viejas heridas” y ya se sabe quiénes son los responsables.

Franco y la Iglesia ganaron juntos la guerra y juntos gestionaron la paz, una paz a su gusto, con las fuerzas represivas del Estado dando fuerte a los cautivos y desarmados rojos, mientras los obispos y clérigos supervisaban los valores morales y educaban a las masas en los principios del dogma católico. Hubo en esos largos años tragedia y comedia. La tragedia de decenas de miles de españoles fusilados, presos, humillados. Y la comedia del clero paseando a Franco bajo palio y dejando para la posteridad un rosario interminable de loas y adhesiones incondicionales a su dictadura.

Lo que hemos documentado varios historiadores en los últimos años va más allá del análisis del intercambio de favores y beneficios entre la Iglesia y la dictadura de Franco y prueba la implicación de la Iglesia católica -jerarquía, clero y católicos de a pie- en la violencia de los vencedores sobre los vencidos. Ahí estuvieron siempre en primera línea, en los años más duros y sangrientos, hasta que las cosas comenzaron a cambiar en la década de los sesenta, para proporcionar el cuerpo doctrinal y legitimador a la masacre, para ayudar a la gente a llevar mejor las penas, para controlar la educación, para perpetuar la miseria de todos esos pobres rojos y ateos que se habían atrevido a desafiar el orden social y abandonar la religión.

La maquinaria legal represiva franquista, activada con la Ley de Responsabilidades Políticas de febrero de 1939 y la Causa General de abril de 1940, convirtió a los curas en investigadores del pasado ideológico y político de los ciudadanos, en colaboradores del aparato judicial. Con sus informes, aprobaron el exterminio legal organizado por los vencedores en la posguerra y se involucraron hasta la médula en la red de sentimientos de venganza, envidias, odios y enemistades que envolvían la vida cotidiana de la sociedad española.

La Iglesia no quiso saber nada de las palizas, tortura y muerte en las cárceles franquistas. Los capellanes de prisiones, un cuerpo que había sido disuelto por la República y reestablecido por Franco, impusieron la moral católica, obediencia y sumisión a los condenados a muerte o a largos años de reclusión. Fueron poderosos dentro y fuera de las cárceles. El poder que les daba la ley, la sotana y la capacidad de decidir, con criterios religiosos, quiénes debían purgar sus pecados y vivir de rodillas.

Todas esas historias, las de los asesinados y desaparecidos, las de las mujeres presas, las de sus niños arrebatados antes de ser fusiladas, robados o ingresados bajo tutela en centros de asistencia y escuelas religiosas, reaparecen ahora con los autos del juez Garzón, después de haber sido descubiertas e investigadas desde hace años por historiadores y periodistas. Quienes las sufrieron merecen una reparación y la sociedad democrática española debe enfrentarse a ese pasado, como han hecho en otros países. La Iglesia podría ponerse al frente de esa exigencia de reparación y de justicia retributiva. Si no, las voces del pasado siempre le recordarán su papel de verdugo. Aunque ella sólo quiera recordar a sus mártires.

Fuente: Bitácora AlmendrónTribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

China, la democracia gradual

Por Enrique Fanjul, ex consejero comercial de la Embajada española en Pekín y presidente del Comité Empresarial Hispano-Chino. Es autor de tres libros sobre China (EL PAÍS, 26/11/08):

La transición democrática en China ya ha comenzado; el proceso está en marcha. Pero a diferencia de las transiciones en la antigua Unión Soviética y otros países comunistas de Europa del Este, el camino hacia la democracia en China no va a estar configurada por momentos claros de ruptura. Es una transición gradual, paulatina, con características propias.

La referencia a tener en cuenta para comprender la transición política de China no es la transición política en la Unión Soviética, sino cómo se ha producido la transición económica en China. La reforma económica, que se inició hace 30 años, ha sido gradual, paulatina, sin rupturas. No ha habido big bangs de la reforma (privatizaciones masivas, liberalizaciones bruscas de precios) como sí hubo en Europa del Este.

China fue liberalizando poco a poco su sistema económico. Se liberalizaron progresivamente los precios. Se permitió la propiedad privada en las empresas. En una primera etapa ésta se desarrolló fundamentalmente a través de la entrada de inversiones extranjeras. Más tarde se empezaron a privatizar empresas estatales. Fue surgiendo un sector empresarial privado chino, que cada vez tiene un papel más determinante en la economía.

Sin que se pueda identificar un momento en el que se produce el cambio cualitativo, la economía china ha dejado de ser socialista para convertirse en una economía capitalista. China tiene todavía un fuerte intervencionismo estatal en la economía, de eso no hay duda, y las empresas estatales siguen desempeñando un papel clave. Pero no es una economía que se pueda considerar socialista: una parte mayoritaria de la producción se produce en condiciones de sector privado y se comercializa a precios libres. Y la tendencia es hacia un creciente peso de los elementos privados en el sistema económico.

Según un tipo de análisis muy extendido, China ha registrado una profunda transformación económica, pero el sistema político, basado en la dictadura del partido comunista, no se ha modificado. En las versiones más extremas de este análisis, la situación política de China es muy poco diferente a la que existía hace veinte o treinta años.

Este tipo de análisis ignora el enorme cambio que se ha producido en China en el marco de libertades de la población. Los ciudadanos chinos disfrutan hoy en día de un grado de libertades personales incomparablemente mayor que el que tenían hace veinte o treinta años. Pueden viajar, cambiar de residencia, de trabajo, de una forma que hubiera sido inimaginable antes de la era de la reforma.La libertad de expresión, la

capacidad de crítica, también se ha ido expandiendo. En un reciente artículo, el periodista del diario The New York TimesNicholas Kristof contaba cómo durante los últimos cinco años ha ido probando la actuación de los censores en Internet. Haciéndose pasar por chino (Kristof vivió y fue corresponsal en China), Kristof ha escrito en chats y blogs comentarios críticos hacia el Gobierno. Al principio éstos ni siquiera eran publicados, porque la publicación requería la aprobación de los censores. Más tarde eran publicados, pero los censores los borraban al cabo de poco tiempo. Kristof señalaba cómo en los últimos tiempos sus comentarios criticando al Gobierno sobre temas como la masacre de Tiananmen o Falun Gong han sido publicados y han permanecido en la Red, incluso en la propia web del Diario del Pueblo, el órgano oficial del Partido Comunista Chino.

Lo mismo que China fue avanzando en la reforma económica y un día se encontró con que ya no era socialista sino capitalista, el marco de libertades, de crítica, de participación ciudadana irá avanzando, y un día, quizás no muy lejano, China se encontrará con que, por fin, se puede considerar como una sociedad democrática.

Como es lógico, es difícil anticipar los detalles del proceso. Quizás el Partido Comunista Chino cambie en un momento dado su nombre, pasando a llamarse Partido Social Demócrata de China, por ejemplo. Y muy posiblemente el Partido Comunista será el partido que gane las elecciones libres durante un periodo de tiempo. En Taiwan -una significativa referencia a tener en cuenta-, cuando se produjo la democratización, a fines de los ochenta, el Kuomintang, que había gobernado de forma dictatorial durante décadas, ganó las primeras elecciones de la nueva etapa democrática.

China se alineará en este sentido con las tradiciones políticas de las sociedades asiáticas de influencia confuciana, caracterizadas por un alto grado de estabilidad política y, según algunos, de autoritarismo. En Japón, el Partido Liberal Demócrata ha estado en el poder desde 1955 salvo un breve paréntesis en 1993. En Singapur, desde la independencia gobierna el mismo partido, el PAP (People’s Action Party), que en las últimas elecciones de 2006 obtuvo 82 de los 84 diputados elegidos por los ciudadanos.

Guste o no guste, el Partido Comunista en China conserva una amplia base de legitimidad ante la población, legitimidad basada en dos grandes factores. Uno lo podríamos considerar como histórico: el Partido Comunista ha sido la fuerza que reunificó China, terminó con las agresiones exteriores y con la debilidad del país, convirtiéndolo en una potencia respetada en el mundo. El segundo gran factor de legitimidad es económico y tiene su origen en la política de reforma: el Partido ha dirigido un proceso de transformación que ha permitido un gran avance económico, que ha supuesto la mayor revolución económica de la historia, en el sentido de que nunca hasta ahora un colectivo tan grande de población había mejorado tanto sus condiciones materiales de vida en un periodo de tiempo tan corto.

Lo anterior no significa que la comunidad internacional deba abstenerse o mantenerse al margen completamente de la evolución política de China. Pero debe actuar de forma que favorezca esta transición democrática, y no con acciones que serían contraproducentes para ésta.

Desde hace 30 años, en China existe una estrecha correlación entre crecimiento económico e inserción exterior, por un lado, y progreso de las libertades y de la democracia, por otro. Actuaciones que favorezcan el desarrollo de la economía de China, su interrelación con el exterior, contribuyen a favorecer el avance de las libertades y la marcha hacia la democracia. Sanciones económicas, boicoteos, tendrían un efecto contraproducente. Se debe, pues, actuar con realismo: puede resultar muy gratificante exigir elecciones completamente libres para mañana mismo, pero está claro que no es un objetivo realista.

Fuente: Bitácora AlmendrónTribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

Carta desde Armenia

Por Fred Halliday, profesor-investigador de la Institució Catalana de Recerca i Estudis Avançats (ICREA) en el Institut de Barcelona d´Estudis Internacionals (IBEI). Traducción: Juan Gabriel López Guix (LA VANGUARDIA, 25/11/08):

Desde sus imponentes despachos que dan a la plaza de la República de Ereván, los funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores de Armenia no se equivocan al sentirse satisfechos ante los últimos acontecimientos de la región del Cáucaso meridional: antaño emplazamiento de una enorme estatua de Lenin y con un monumental conjunto de edificios estatales de piedra rojiza - el más admirable legado arquitectónico de la antigua URSS-,la plaza es el centro de esta ciudad, la capital de un país de 3,7 millones de habitantes. Desde su independencia en 1991 o, de modo más preciso, desde la restauración de una independencia que se había proclamado en 1918, la República de Armenia ha mantenido estrechas relaciones con Rusia. Estos vínculos sirven de contrapeso a la postura proturca y prooccidental de Azerbaiyán, su segundo vecino surcaucásico, con el que entabló en la década de 1990 una guerra por el territorio de Nagorno-Karabaj, y - de forma menos abierta-a los coqueteos prooccidentales de su tercer socio regional, Georgia.

En términos inmediatos, Ereván tiene sólo un limitado interés directo en el conflicto entre Georgia y Rusia. La situación económica y política de Georgia afecta a los 200.000 armenios que todavía viven en Georgia. Al mismo tiempo, dado el cierre de sus fronteras con Azerbaiyán y Turquía, también depende de la ruta terrestre que atraviesa Georgia hasta el puerto de Poti, su única salida por tierra al mundo además de la vía hacia Irán, por el sur.

Sin embargo, en aspectos importantes, Ereván siente que puede haber salido beneficiado de la guerra de este verano. En primer lugar, se considera que la afirmación del poder ruso de agosto ha actuado como factor disuasorio ante Azerbaiyán, un país con unos ingresos petroleros y una confianza en sí mismo crecientes y que de otro modo quizá habría intentado reconquistar las zonas de su país capturadas por Armenia en la guerra de 1992-1994. Nadie espera que los rusos envíen tropas de combate en ayuda de Armenia, pero hay ya varios miles de soldados rusos desplegados en el país, en bases situadas a lo largo de la frontera con Turquía y a sólo 40 kilómetros de la capital; además, en el país se encuentran preposicionadas grandes cantidades de equipo militar ruso: la suposición es que, en el caso de que estalle una nueva guerra con Azerbaiyán, esas armas estarán a disposición de las fuerzas armenias.

Al mismo tiempo, existen algunos indicios de que la guerra georgiana ha llevado aun replanteamiento de la política del poderoso - y, por lo general, hostil-vecino occidental de Armenia, Turquía. Los armenios no pueden olvidar las terribles matanzas - bajo ningún criterio normal, un genocidio-que padecieron en Turquía durante la Primera Guerra Mundial. Sobre Ereván, en lo alto de una colina que domina la ciudad, se levanta el memorial del genocidio, llamado Tsitsenakaberd, Castillo de la Golondrina, por el lugar en que está situado.

La negativa turca a reconocer el genocidio ha envenenado durante mucho tiempo - y es probable que siga envenenando-las relaciones armenio-turcas. Sin embargo, más inmediato es el bloqueo al que Turquía somete al país desde la guerra con Azerbaiyán: Armenia necesita urgentemente abrir sus fronteras al comercio, y algunos anuncios recientes de Ankara proclamando una nueva iniciativa para el sur del Cáucaso, acompañados de la visita del presidente turco a Ereván con ocasión de un partido de fútbol Armenia-Turquía, indican que quizá se esté produciendo cierto cambio en las actitudes. De todos modos, igual que en otros conflictos (la disputa árabe-israelí, por ejemplo), no bastan las declaraciones generales y los gestos simbólicos: no está claro, según me dicen mis interlocutores en el Ministerio de Exteriores, que la expresión de buena voluntad del presidente turco se haya traducido en hechos políticos a través de los escalafones burocráticos. Y, a toda persona familiarizada con la sensibilidad de la opinión pública contemporánea en Armenia y - más aún-en Turquía, los cambios trascendentales le parecerán escasos.

A largo plazo, la guerra ruso-georgiana ha hecho poco por mitigar, no ya resolver, los principales problemas a los que se enfrenta Armenia. El primero, evidente para el visitante en cuanto sale del centro de Ereván con sus edificios, restaurantes y hoteles modernos, es la persistente penuria del país: buena parte de la población vive por debajo del umbral de pobreza, la corrupción invade todos los ámbitos estatales, la tasa de nacimientos es la más baja de Europa. Desde la independencia, la mitad de la población y un porcentaje desproporcionado de la clase culta y emprendedora ha abandonado el país, camino de Rusia o de Occidente. Armenia no es una dictadura sangrienta, pero tampoco es una democracia: como sus otros dos vecinos surcaucásicos, con quien tiene política y culturalmente en común mucho más de lo que admitirá el orgullo nacionalista, el país se encuentra gobernado por una élite semidelincuente poscomunista que se ha apoderado de los activos del periodo soviético y de buena parte de los mil millones de euros enviados por la diáspora para consolidar su poder y mejorar su modo de vida.

Sin embargo, el problema más importante de todos es el conflicto no resuelto con Azerbaiyán por Nagorno-Karabaj, un enclave armenio en el interior del territorio azerbaiyano. La guerra entre los dos estados ya independientes estalló en 1992 y cuando finalizó, en 1994, Armenia no sólo se había apoderado de Nagorno-Karabaj, sino también de amplias zonas de Azerbaiyán que Ereván ha mantenido desde entonces como baza de cara a la negociación.

Los negociadores internacionales han dedicado años a encontrar una solución a este problema. Sin que muchos lo hayan advertido, EE. UU. y los estados europeos, unidos en lo que se ha denominado el proceso de Minsk de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), comparten un objetivo común con el otro estrecho - aunque discreto-aliado de Armenia, la República de Irán: una solución negociada del problema. De todos modos, la OSCE, cuyo ámbito de acción cubre toda la antigua URSS, puso de manifiesto su impotencia y su falta de previsión diplomática al abordar la guerra del pasado agosto entre Georgia y Rusia: en Ereván, algunos observadores atribuyen incluso una parte de responsabilidad de esa guerra a la OSCE y, en concreto, al fracaso de España, presidenta en el 2007, a la hora de imponerse de modo suficiente cuando empezaron a crecer las tensiones.

No obstante, hay otra lección de los acontecimientos de este verano en la que deberían fijarse los políticos y funcionarios de Ereván: a pesar de todas las ventajas de las que ahora creen disponer en su disputa con Azerbaiyán y a pesar de todo el sentimiento nacionalista relacionado con esa cuestión, no cabe excluir el peligro de otra guerra con Azerbaiyán. Este país se está enriqueciendo y fortaleciendo, y se cree que la nueva generación de azerbaiyanos, sin recuerdo de una convivencia con vecinos o conciudadanos armenios, es aún más militante que las anteriores. Como me dijo en Ereván un sensato observador académico: “Lo único que se aprende viviendo en el sur del Cáucaso es que no existen conflictos congelados“.

Fuente: Bitácora AlmendrónTribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

martes, noviembre 25, 2008

El impacto de la crisis de los alimentos en América Latina y el Caribe

Por Juan Carlos García Cebolla, coordinador del Proyecto Iniciativa América Latina y Caribe sin Hambre de la FAO (REAL INSTITUTO ELCANO, 24/11/08):

Tema: La crisis alimentaria supone un fuerte retroceso en la lucha contra el hambre en América Latina y el Caribe.

Resumen: La crisis alimentaria no es de disponibilidad, es de carestía de los alimentos. El cambio de tendencia implica precios promedio superiores en los años venideros y ruptura de la seguridad de un abaratamiento continuado del abastecimiento alimentario, y un fuerte retroceso en la lucha contra el hambre en América Latina y el Caribe. Entre 2005 y 2007 el numero de personas subnutridas creció en 6 millones, alcanzando los 51 millones. Con las fuertes subidas de precios durante la primera parte de 2008 (cuyo efecto en la inflación sigue presente) es posible que hayamos retornado a los 53 millones de subnutridos de comienzos de los años 90.

Las políticas sociales iniciadas en la década de 1990 en algunos países han evitado que ese impacto haya sido más extenso y de mayor gravedad, si bien la sostenibilidad de dichos sistemas puede quedar comprometida en los países más vulnerables. Las oportunidades que abriría para la agricultura familiar y campesina un escenario de precios más elevados, se ven disminuidas por el riesgo de permanencia de una alta volatilidad y por la carencia o insuficiencia de políticas y medios para ayudar a esos sectores a mejorar sus capacidades técnicas y de inserción a los mercados. En términos de integración, la variedad de políticas ad hoc que han adoptado los países constituirán una dificultad adicional para avanzar en los procesos de integración. Igualmente la crisis ha favorecido la adopción del concepto de soberanía alimentaria por muchos países y dirigentes políticos, lo que a su vez tendrá consecuencias dentro y fuera de la región.

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Fuente: Bitácora AlmendrónTribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

¿La calidad de las humanidades?

Por Adela Cortina, catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y directora de la Fundación ÉTNOR (EL PAÍS, 24/11/08):

Hay asuntos que parecen gremiales y, sin embargo, tienen consecuencias en el conjunto de la sociedad. Así ocurre con las mediciones de calidad de la investigación, concretamente, en el ámbito de las Humanidades, que merecen un debate amplio.

Medir parece cosa de cantidades y, sin embargo, desde hace algún tiempo la obsesión por la medida se ha trasladado a la calidad. Se mide la calidad de la vida, de las democracias, del quehacer empresarial y de las instituciones educativas en sus distintos niveles. Y en el caso de la Universidad, se aplica el ábaco a los centros, pero también a la actividad de los profesores, sobre todo la investigadora, que es a la que me quiero referir.

Los resultados de tales mediciones son del mayor interés, sobre todo en dos casos: la acreditación para desempeñar tareas docentes, como contratado o como funcionario, y el reconocimiento de sexenios de investigación. La acreditación es el filtro por el que deben pasar los futuros profesores, cosa crucial en la vida de un país; los sexenios suponen un pequeño aumento económico, pero sobre todo un mejor bagaje para la acreditación, el emeritaje y para obtener un cierto reconocimiento, importante en la vida de un profesional.

Claro que los ábacos nunca pueden medir la valía. Miden lo que miden, y con los actuales criterios Ortega o Zubiri no tendrían ningún sexenio ni habrían sido acreditados. Pero cada cual es hijo de su tiempo y desde hace unos años la calidad se mide por la cantidad en los casos que comentamos, por eso sería preciso discutir al menos dos cosas: si tiene que ser así y, si no queda otro remedio, cuáles han de ser los parámetros para ajustarse lo más posible a lo que se pretende evaluar. Una vez decididos los criterios, si eso llega, han de ser muy claros, para que ni los evaluadores topen con dificultades excesivas ni los candidatos se encuentren en una situación de inseguridad evaluativa. Porque una cosa es la aplicación prudencial de unos criterios claros a los casos concretos, otra bien distinta, la lotería, que cuando cuenta demasiado da en arbitrariedad.

El asunto se complica al buscar parámetros para las Humanidades. Y no porque no haya en ese campo trabajos de mayor o menor calidad, o porque no exista posibilidad de evaluación, sino porque, en aras de la simplificación, siempre perversa, se aplica en ellas el mecanismo expeditivo que nació en el mundo de las “ciencias duras”, y no vale para estas otras formas de saber. Una traslación que se repite con frecuencia en planes de estudios o en proyectos de investigación, como si no hubiera más racionalidad que la de las “Naturalidades”, como les llamó Ortega.

Miden las Naturalidades la calidad de su investigación más por los artículos publicados en las llamadas revistas de impacto que por los libros. Quien logre situar en ellas un trabajo parece dar por demostrada su calidad. Nacen con ello los índices de revistas de impacto, en los que debe posicionarse cualquier revista que quiera recibir buenos artículos, porque mal podrá acreditarse o ver un sexenio reconocido quien publique en las revistas peor situadas en el ranking, con lo cual el efecto Mateo se ceba en la investigación. A las revistas más valoradas, los trabajos mejores se les darán, y a las otras, los restantes.

Claro que las cosas no son tan simples, y algo se ha escrito sobre estafas en revistas de élite y sobre la necesidad de entrar en una trama social para publicar en ellas. Pero esas denuncias sí que han tenido poco impacto, porque el mundo de las ciencias duras y de saberes cercanos, como la lógica, han entrado en esa deriva, al parecer sin remisión, y han contagiado a las Humanidades, cuando es éste un ámbito del saber bien distinto.

El historiador o el filósofo que tienen algo importante que decir, amén de escribir artículos, necesitan expresarlo en un libro, o en varios. El progreso en esos saberes requiere la base de una concepción bien explicitada y no un apunte conciso, por eso quien en la edad madura no ha sido capaz de escribir un libro de su cosecha ya ha demostrado suficientemente su esterilidad. Tal vez por esa razón las revistas correspondientes no se han afanado por “situarse bien” en los rankings, sobre todo en los extranjeros, a lo cual se suma la diversidad de valoraciones que reciben las mismas revistas en los distintos índices.

En el extremo opuesto se encuentran los localistas, los que publican sólo en revistas de su universidad, en aquellas de cuyo consejo de redacción son miembros, o en instituciones dispuestas a publicar cualquier cosa. Cuando lo cierto es que un investigador ha de esforzarse por llegar más allá de su localidad y sus amistades y dejarse medir por otros más exigentes. Pero también los evaluadores han de saber que en el campo de las Humanidades los investigadores de calidad escriben, sobre todo, buenos libros.

Ante esta Babel de criterios es urgente un amplio y serio debate sobre cómo evaluar la calidad de la investigación en Humanidades que reduzca al mínimo la inseguridad evaluativa.

Fuente: Bitácora AlmendrónTribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

Mis muertos, tus muertos, nuestros muertos

Por Nuria Amat, escritora (EL PAÍS, 24/11/08):

Siempre que viajo a Colombia regreso con el alma dividida por el dolor de un país que lleva cuatro décadas de guerra civil y la alegría y generosidad de sus habitantes que sobreviven a la violencia con una sonrisa estoica en el rostro. La prensa más solvente, medios de comunicación y organizaciones de derechos humanos denuncian a diario la nueva violencia desencadenada por paramilitares y otros grupos armados.

“Es que en Colombia no nos debemos aterrorizar por nada, aquí se están cometiendo desde hace varios años los crímenes más atroces de la humanidad. La destrucción de pueblos enteros con las masacres indiscriminadas de sus familias; el uso de las motosierras; el descuartizamiento sin piedad de las víctimas del narcotráfico y la guerrilla son apenas meros asomos de la cruda realidad que estamos padeciendo. ¿Qué decir de los niños de la guerra, que son arrancados de sus hogares y llevados a la fuerza para convertirlos contra su voluntad en criminales?”. (El Espectador. Opinión. 5 de noviembre de 2008).

En Colombia los ríos son las tumbas de los desfavorecidos de la guerra. Desde la violencia entre liberales y conservadores (siglos XIX y XX), ríos grandes y pequeños como el Magdalena, el Sinú, el San Jorge, el Cauca, el Atrato y el San Juan han venido arrastrando cadáveres flotando en el agua a merced de las aves rapaces llamadas gallinazos. A diferencia de las fosas de las últimas guerras europeas y españolas, donde los cuerpos se amontonaban como alimañas, en Colombia los grupos armados utilizan sus ríos como cementerios invisibles para evaporar sus víctimas.

Informes elaborados por Derechos Humanos (Human Rights Watch) divulgan las confesiones de familiares de las víctimas inocentes y sus verdugos paramilitares. Cuentan pescadores, familiares de los muertos y testigos de la epidemia mortífera que si la justicia de Colombia pudiera llamar a declarar a sus ríos serían cientos de miles los crímenes cometidos por paramilitares, guerrilla, ejército y narcotraficantes. Según otro expediente de 9.500 folios, difundido por la revista Cambio (2 de noviembre de 2008) se habla de 1.700 crímenes cometidos en una pequeña zona del país. La astucia de los asesinos consiste en hacer desaparecer los muertos sin dejar rastro. Sin embargo, la naturaleza colombiana resulta ser más sabia que sus crueles depredadores armados y la argucia que proponen no siempre funciona como pretenden. Es cierto que muchos de los ríos consiguen tragar por entero a sus muertos. Son los nuevos cementerios de agua de Colombia. Pero en una gran mayoría de casos los cuerpos, o partes de ellos, flotan y llegan a los recodos de la orilla. De toda edad y sexo. La mayoría sin identificación ninguna.

Los verdugos, desconfiados de que el agua no pueda borrar su sangre, descuartizan a sus víctimas, vivas o extintas. Mutilan sus cuerpos. Van llegando o apareciendo por partes. Vestidos. Desnudos. Despedazados. Llega una pierna. Después una cabeza. La mayor parte de los hombres y mujeres inocentes antes de ser matados fueron torturados. Quemados. Violados. Es fácil reconocer si han sido comidos por peces y aves o por la truculencia de sus torturadores. Algunos no aparecen. Otros vuelven a flotar pese a que la práctica utilizada con muchos de ellos consiste en amputar sus cuerpos, provocándoles todo el sufrimiento inimaginable, abrirles el vientre con machetes, arrancarles los órganos y llenarlos de piedras para que pesen y se hundan definitivamente en el olvido. El agua les sirve para borrar la identidad del escenario.

Miles de descuartizados bajan por los ríos. La magnitud de la tragedia hace que las autoridades realicen campañas para la identificación de cadáveres. Médicos, forenses y gente anónima recorren los campos tratando de identificar cadáveres desconocidos. A todas las familias de la zona les han matado a un ser querido que buscan desesperadamente sin encontrarlo nunca. Por eso las mujeres colombianas, huérfanas, viudas, hermanas y amantes se acercan de noche al río para esperar su cadáver.

Los pescadores son los primeros en descubrir los cuerpos. Desde la barca los empujan con una vara de madera y los arrastran a la orilla. Pero desde que también les dio por matar a varios de estos rescatadores de muertos, los pescadores saben que es mejor no sacarlos (El Tiempo, 23 de abril de 2007). Sólo las familias se atreven a desafiar la muerte yendo a diario a verlos bajar por el río para encontrar a los suyos o para socorrer a otros y, como dicen: “Hacerlos nuestros”. Necesitan su porción de duelo para seguir viviendo con dignidad. Y si no encuentran sus propios cadáveres o, con suerte, apenas consiguen algún recuerdo del desaparecido, adoptan a los muertos con los que tropiezan y les dan el nombre del hermano, hija, madre o marido. Cuando bajan sin cabeza o vienen sin brazos, recomponen sus cuerpos. Jamás dejan un cuerpo sin recomponer. A unos les dan los ojos. A otros las manos. Remiendan sus miembros con la idea de que en esta vida o en la otra los asesinos tengan que responder por las víctimas. El trabajo de tener sus muertos anónimos les alivia el dolor. Los llaman los “No Nombres (N. N.)”. Terrible y desgraciada abreviatura. Con las siglas N. N. (del latín nomen necio: nombre desconocido) los nazis abandonaban los cadáveres de judíos en los campos de concentración de Dachau, Bergen-Belsen, Auschwitz, Treblinka…

Los colombianos colocan lápidas y un número para que todos sepan que desde ahora el nombre desconocido es un muerto con dueño. O todavía mejor: un desaparecido que ha sido reencontrado. Cuando escuchan sollozos de voces recientes que van en busca de sus muertos, las mujeres les entregan los cadáveres recuperados para que las familias de las víctimas puedan vivir el luto por los seres queridos.

La señora Catalina Montoya Piedrahita (es famosa la bravura de la mujer colombiana) consiguió plantarse frente al asesino de su hijo:

“Dígame quién mató a mi hijo, cuénteme dónde lo enterró, en qué fosa, que yo voy y lo busco y saco los restos”.

“No señora”, le contestó un paramilitar curtido de Colombia, “nosotros no hacíamos fosas comunes. A toda la gente la tirábamos al río”. (El Colombiano, 19 de octubre de 2008).

No hay exclusividad para los cadáveres. Tampoco se trata de levantar un cementerio de desaparecidos. Consultores colombianos de la ONG Equitas piden que los restos humanos N. N. deban ser declarados Patrimonio Cultural de Colombia para que sean protegidos e identificados. Mientras tanto, cada uno de los cientos N. N. enterrados tiene su dueño N. N. elegido por un familiar adoptivo. Después lo bautiza: N. N. Federico, N. N. Aída Luz, N. N. Ana Frank, N. N. Roberto. Y añaden una placa de mármol que dice: “Gracias N. N. por el favor recibido”.

Fuente: Bitácora AlmendrónTribuna Libre © Miguel Moliné Escalona