martes, noviembre 11, 2008

Adivina quién viene esta noche

Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo (EL MUNDO, 09/11/08):

Tanto han insistido algunos colegas, tratando de aminorar la trascendencia histórica de lo que acabamos de vivir, en que Obama no es negro sino mulato -«joven, guapo y bronceado», según el inefable Berlusconi-, que he terminado por acordarme de lo que el historiador Michael Beschloss cuenta que sucedió el 12 de febrero de 1963 en la Casa Blanca con motivo de la onomástica de Lincoln.

Como tenían mala conciencia de que, superado ya el ecuador de su presidencia, no habían cumplido ninguna de sus promesas en materia de derechos civiles y el malestar de los líderes negros no cesaba de crecer por el trato vejatorio e inhumano que seguían recibiendo en los estados del sur, los Kennedy decidieron organizar una especie de open house para la comunidad afroamericana. Tanto el presidente como su hermano el Fiscal General alardearían de que con los 800 invitados de esa noche se duplicaba el número de negros que habían pisado la mansión de la Avenida de Pensilvania desde que John y Abigail Adams se instalaran en el año 1800.

El evento fue en líneas generales un éxito, pero lo que de verdad da la medida de cuál era en el fondo la actitud entre oportunista y displicente con que todavía a esas alturas afrontaban Jack y Bobby el problema de la segregación racial es que, casi a la misma hora, el presidente había montado una cena en sus habitaciones privadas con media docena de amigos personales entre los que se encontraban los periodistas Teddy White y Ben Bradlee. White -brillante e innovador cronista de las campañas electorales con su serie de libros The making of the president- comentaría en sus memorias que en el piso de arriba ni siquiera estaban al tanto de lo que simultáneamente sucedía en el de abajo y que sólo se dieron cuenta de que «se escuchaban murmullos procedentes de algún sitio».

De lo que tampoco da la sensación de haberse enterado White es de que cuando Kennedy subió a reunirse con sus verdaderos invitados, tras dedicar algún tiempo a sonreír de corrillo en corrillo, estaba de muy mala leche por algo que acababa de sucederle. Resulta que justo al lado del bufé en el que se servían gambas a la criolla casi se había tropezado con Sammy Davis Jr. acompañado de su esposa, la despampanante sueca Mai Britte. En el rostro del presidente se pintó una mueca de contrariedad. Tal y como ya había hecho con motivo de su ceremonia inaugural, él personalmente se había ocupado de tachar al cantante de la lista de invitados. El showman de tupido mostacho, enormes gafas rectangulares y pícaro rostro de color café con leche -Sammy Davis Jr. era hijo de un afroamericano y una cubana- le había apoyado en su campaña y era íntimo amigo de su cuñado, Peter Lawford. No había pues nada personal en ello, pero Kennedy creía que exhibir a un matrimonio mixto en la Casa Blanca era traspasar la raya del nivel de ultraje que los demócratas sureños -de los que dependía en parte su reelección- estaban dispuestos a tolerar.

«¡Que los echen de aquí!», dijo abruptamente a uno de sus ayudantes, girando sobre sus talones sin esperar a ver si tan embarazosa orden era obedecida o no.

Los Kennedy no necesitaban demasiados estímulos para buscarle a todo una interpretación sexual, pero ninguno de los dos hermanos echó en saco roto la advertencia del implacable gobernador de Alabama George Wallace cuando les dijo que lo único que buscaban Luther King y otros líderes del movimiento negro era tirarse al mayor número posible de mujeres blancas. Después de una áspera velada en un lugar discreto en la que el novelista James Baldwin y otros intelectuales afroamericanos le habían cubierto de reproches -uno de ellos llegó a advertir que estar en la misma habitación que un Kennedy le producía «vómitos»-, Bobby le comentó a Jack que algunos de ellos, tan modernos y vanguardistas, necesitaban «expiar el pecado de estar liados con mujeres blancas».

Aunque el campus de la Universidad de Hawai era ya uno de los lugares más tolerantes de los Estados Unidos, cuando los padres de Obama se conocieron allí en 1959 la idea de formar una pareja interracial era, pues, una provocadora transgresión sólo al alcance de las élites. De hecho tendría que pasar casi una década para que tal opción fuera tan siquiera planteada ante el gran público a través de una impactante película que golpeó como un aldabonazo los resortes más íntimos del americano medio. Su sonoro y apelativo título en inglés, Guess who’s coming to dinner, fue resumido en español como Adivina quién viene esta noche, de forma que, al suprimir que se trataba de una cena, se ganaba en misterio lo que se perdía en familiaridad.

En todo caso, quien tocaba el timbre de la acomodada residencia de un progresista editor de periódico y su esposa, una no menos avanzada marchante de arte, era Sydney Poitier, el más atractivo y elegante actor negro en varias generaciones. Su personaje era un joven e idealista doctor empeñado en luchar contra las enfermedades tropicales que acababa de ligarse a la hija de la pareja; y ella quería presentárselo a sus padres para obtener su aprobación para casarse.

Cambiando su graduación en Yale por la de Harvard, de ese doctor John Prentice podía decirse casi lo mismo que ahora de Obama. «Es tan equilibrado, está tan seguro de todo, nunca está tenso», explicaba su novia. Total, el yerno perfecto… si no fuera negro. Los guionistas tendieron así a la sociedad norteamericana la misma trampa en la que ahora les han hecho caer los avispados estrategas electorales de Obama. ¿Serán ustedes capaces de darle con la puerta en las narices a alguien con todas esas cualidades, sólo porque la pigmentación de su piel sea distinta a la de la suya?

Ahora no ha habido color, pero hace 40 años, cuando ya se habían aprobado las principales leyes contra la segregación de las administraciones Kennedy y Johnson, fue necesario recurrir a la capacidad de generar empatía jamás igualada de Spencer Tracy y Katherine Hepburn para conseguir inclinar la balanza emocional de los espectadores del lado de la tolerancia.

Los productores contaron además con la tragedia personal de ambos actores, pareja en la vida real, como aliada. Cuando se rodó la película, Spencer Tracy ya estaba gravemente enfermo y cuando se estrenó, ya había muerto, de forma que aquel conflicto compartido era la última prueba y el último punto de encuentro de su legendario amor.

Pues bien, el momento de mayor intensidad dramática de la película llega cuando el comprensivo padre que ya se ha mostrado dispuesto a transigir con los deseos de su hija y aceptar al médico negro en la familia, plantea, sombrío y cariacontecido, una objeción final: «¿Habéis pensado en la vida que les espera a vuestros hijos?». Es entonces cuando el guionista pone en boca de Sydney Poitier una respuesta tan ingenua como absurda que le convierte sin saberlo, y con cuatro décadas de adelanto, en el Juan Bautista que anuncia el advenimiento del actual Mesías de Illinois: «Serán presidentes de los Estados Unidos y todos ellos tendrán unos gobiernos llenos de color».

Nada de esto trascendería los límites del mero anecdotario de la historia del cine si no fuera porque en ese 1967 en que se rodó Guess who’s coming to dinner todavía había 17 estados en los que los matrimonios interraciales eran simplemente ilegales. Si no fuera porque al año siguiente el mismísimo Secretario de Estado Dean Rusk se sintió en la obligación de presentar la dimisión -Johnson no se la aceptó- cuando trascendió que su hija iba a casarse con un negro. Y, sobre todo, si no fuera porque en la versión inicial de la película la pregunta planteada en el título tenía una contestación admirativa y burlona que pronto hubo que suprimir; pues cuando a la cocinera negra le planteaban la adivinanza de quién iba a venir a cenar, sólo se le ocurría contestar algo realmente inverosímil: «¡El reverendo Martin Luther King!»; y resultaba que entre el momento del rodaje y el del estreno, también la vida del Gandhi norteamericano se había extinguido, aunque por motivos menos naturales que la de Spencer Tracy.

Se lo he dicho a quien me ha querido oír esta semana: que la tintura de la piel de Obama se asemeje más a la de Ronaldo que a la de Diarra no le habría permitido sentarse en el zona delantera del autobús de Montgomery en la que no le dejaron sentarse a Rosa Parks; que su abuela fuera una blanca acomodada no le habría ayudado a ingresar en la escuela de Little Rock en la que sólo los agentes federales lograron introducir a la tímida niñita Elizabeth Eckford mientras apretaba su carpeta contra su vestido inmaculadamente plisado como si quisiera protegerse de las imprecaciones soeces que la acompañaban; que su currículo fuera suficientemente brillante como para entrar en Harvard no le habría abierto las puertas de las académicamente mucho menos exigentes aulas de Ole Miss cuando se cerraban para James Meredith. La esencia del racismo consistía en que cuando la apariencia de alguien era la de Obama, todas las preguntas sobraban; y, si por la razón que fuera, se hubiera llegado a formular alguna, todas esas circunstancias personales que ahora parecen haberle favorecido tanto, habrían sido consideradas como agravantes y no como atenuantes.

En ese sur profundo lo único peor que ser negro era ser hijo de un negro y una blanca. Gran parte de los linchamientos tenían como detonante y excusa el supuesto acercamiento sexual de los ahorcados a mujeres blancas. Recuérdese la trama de To kill a mockingbird (Matar un ruiseñor). Al considerar las relaciones físicas interraciales como la mayor y más punible aberración se levantaba una especie de barrera psicológica colectiva que bloqueaba preventivamente todo examen de conciencia en una sociedad construida sobre la contradicción de la proclama de la libertad y la pervivencia del esclavismo.

Si, además, resultaba que el más genuino y conspicuo de los padres fundadores, Santo Thomas Jefferson, señor de Monticello, no sólo había sobrellevado tal paradoja sino que la había apurado hasta el extremo de formar una familia paralela a la oficial, basada en el amor que profesaba hacia alguien que no gozaba del estatus de una persona sino del de una propiedad semoviente, es obvio que allí había una especie de pecado original encerrado en el armario. Algo tan obsesivo e inquietante como el incesto que sobrevuela sobre los personajes atormentados de Scott Fitzgerald en Tender is the night (Suave es la noche).

Sólo es posible entender la trascendencia cultural de la elección de Obama si la vemos como la culminación de un exorcismo coral, practicado durante dos siglos por los elementos más vivos de una nación empeñada en sacarse el demonio del cuerpo. Al final lo ha conseguido, pero a costa de ir dejando un dramático reguero de sangre, sudor y lágrimas por el camino. No es casualidad que la propia encrucijada de la Proclamación de la Emancipación de los esclavos que abre la vía al sueño de Luther King ahora materializado sea la etapa en la que se va cincelando esa imagen de melancolía que históricamente ha acompañado siempre, como una segunda piel, a la figura de Lincoln.

«Soy un fatalista», reconocía él mismo al ponderar las consecuencias que podría tener la transformación de una guerra encaminada a mantener la «sagrada» Unión de los Estados «escrita en el cielo» en una guerra orientada a romper las cadenas de los negros. Le bastaba leer el influyente New York Tribune de Horace Greely para darse cuenta de que ni siquiera quienes más le apoyaban querían acompañarle tan lejos y, cuando se negó a aceptar las propuestas de buscar una paz negociada que retrotrajera todo a la situación anterior a la guerra, creyó que había sacrificado la reelección a los principios: «Soy consciente de que voy a ser derrotado y, a menos que tenga lugar algún cambio importante, malamente derrotado».

Ese «cambio importante» llegó en la madrugada del 2 de septiembre de 1864 a través de un telegrama del general Sherman: «Atlanta es nuestra». Dos meses después Lincoln obtendría una gran victoria en las urnas que no sería en realidad sino la antesala de la palma del martirio. «El contrato de Abe está a punto de terminarse», había advertido mientras jugaba al billar el actor racista que se convertiría en su asesino.

Pero quien vea a Lincoln como una figura paternal linealmente volcada en la defensa de los derechos de los negros se equivoca. Su propio camino hasta la firma de la Emancipación fue dubitativo y zigzagueante. Todavía en agosto de 1862 planteó a un grupo de dirigentes de origen africano su vieja idea de organizar un éxodo masivo de cientos de miles de negros, tal vez millones, a algún lugar de Sudamérica, convirtiendo su expulsión del país en el precio de su libertad. Vino a decirles que la esclavitud suponía ciertamente una injusticia, pero que la realidad era que «a los blancos les molesta vuestra presencia» y, por lo tanto, «lo mejor para ambas partes» sería separarse y acabar con una guerra civil que nunca se habría producido «si no fuera por la presencia de vuestra raza entre nosotros».

Igualmente elocuente resulta el hecho de que, más de un siglo después de la publicación de La cabaña del tío Tom, el único negro con el que el presidente Kennedy hubiera tenido un trato personal digno de tal nombre fuera su criado George Thomas, al que siempre reprochaba que no fuera capaz de hacerle bien el lazo de la pajarita del esmoquin.

Como he tratado de explicar al principio, los Kennedy llegaron a la causa de los derechos civiles arrastrando los pies. De todo su equipo sólo Sargent Shriver, el marido de su hermana Eunice, planteaba la lucha contra la segregación como «una cuestión moral»; pero Sargent Shriver era lo que luego se llamaría un católico con compromiso social y Jack y Bobby estaban empeñados en demostrar que su religión no interfería en su forma de gobernar.

No moldearon los acontecimientos, pero los acontecimientos les fueron moldeando a ellos. Aunque se sintieron obligados a exigir a los gobernadores de los estados del sur que protegieran a los viajeros de la libertad que predicaban el fin de la segregación metiéndose en la boca del lobo, con esto ya creyeron que era suficiente. Cuando Luther King le llamó para quejarse de la lluvia de piedras y cócteles molotov que le había acogido en Montgomery, Bobby replicó: «No me diga eso, Reverendo, porque usted sabe que si no fuera por los marshalls de los Estados Unidos usted estaría ahora tan muerto como las pelotas de Kelso». Tan fino y educado como siempre, el Fiscal General se refería a un famoso caballo de carreras que, tras haber sido castrado, era tan admirado por sus victorias dentro de la pista como compadecido por sus derrotas fuera de ella.

Preguntado por los ataques a los viajeros de la libertad, el propio presidente Kennedy se limitó a contestar que «cualquiera que se desplace debe poder moverse libremente en el comercio interestatal». The New York Times le contestó con un buen golpe en el hígado, aludiendo al libro -Profiles in Courage- que le había hecho ganar el Premio Pulitzer siendo aún senador: «Esto no suena para nada a un perfil con coraje».

La forma en que obligaron al gobernador de Misisipí a aceptar a James Meredith en la universidad lo dice todo de su pragmatismo maniobrero. El fulano cometió el error de proponerles escenificar una confrontación en la que un agente federal llegara a apuntarle con un arma para ayudarle a salvar la cara, y los Kennedy le grabaron la conversación y le amenazaron con divulgarla si no cooperaba. Después fue la foto en la que los perros del sheriff de Birmingham Bull Connor se abalanzaban sobre pacíficos manifestantes negros la que les hizo ver que tenían que aprobar una Ley de Derechos Civiles, pero la principal preocupación del presidente era el uso propagandístico que los rusos pudieran hacer de esa imagen.

Incluso cuando se redactaba ya el que terminaría siendo un texto casi tan histórico y decisivo como el Acta de Emancipación, Bobby se resistía a que incluyera el derecho de los negros a sentarse en los restaurantes segregados y menos aun a utilizar sus urinarios. «Pueden comprar la comida de pie y mear antes de entrar en el establecimiento», le dijo a uno de sus asesores.

Pero en contra de todo pesimismo kantiano, de ese «fuste torcido de la Humanidad» terminó surgiendo un impulso consistente para la causa de la justicia y la libertad. Haciendo honor, al fin, a la tesis clave de Profiles in Courage -«Llega un momento en que un hombre tiene que adoptar una posición»-, John Kennedy anunció a la nación el 11 de junio de 1963 que presentaba su Civil Rights Bill para hacer frente «a un problema moral tan viejo como las Escrituras, tan claro como nuestra Constitución».

Cuando cinco meses después aterrizaban en Dallas para tratar de contrarrestar su pérdida de popularidad en el sur, el presidente le dio una palmada en la espalda a su criado: «George, me parece que este pueblo es un poco mayor que el tuyo…». Al pie de la escalinata estaba esperándole el gobernador John Connolly, demócrata y segregacionista, quien, a la vista del mal ambiente que reinaba en la ciudad, tenía previsto empezar su discurso del día siguiente en Austin con un chiste: «¡Señor Presidente, nos congratulamos de que haya podido salir vivo de Dallas!».

Ese discurso nunca llegó a pronunciarse, y la trayectoria del hombre que juró el cargo de presidente en el Air Force One junto al féretro de Kennedy no auguraba nada bueno en cuanto a la preservación de lo que ya era lo mejor de su legado. Pero Lyndon B. Johnson, además de haber ejercido durante 20 años en el Senado de guardián en el centeno de los intereses del racismo sureño, era un político extraordinariamente hábil e inteligente y un hombre de gran corazón. Cuando no sólo logró que las dos cámaras aprobaran la Ley de Derechos Civiles de Kennedy sino que presentó otra -aún más determinante de cara a lo que sucedió el martes- garantizando que los negros pudieran inscribirse como votantes, uno de los hijos de inmigrantes mexicanos a los que había dado clase cuando en su juventud era maestro de escuela en un paupérrimo pueblo de la frontera texana recordaba la «historia del bebé en la cuna», tal y como él se la contaba: «Nos decía que un día ese bebé podría llegar a ser un profesor, que quizás podría llegar a ser un médico o que tal vez ese bebé, cualquier bebé, podría llegar a ser presidente de los Estados Unidos».

Treinta años después del final de los días de vino y rosas de nuestra propia transición democrática, el cinismo de la inmovilidad se ha convertido en un elemento tan intrínseco de la vida pública española que corremos el riesgo de haber perdido incluso el olfato para captar cualquier aroma subyugante que llegue desde fuera. Sin embargo yo no pude por menos que dar un respingo cuando el historiador Simon Schama anunció, en medio de las burlas de algunos colegas celosos de su megalomanía y su talento, que «a las 7.15 p.m. del 3 de enero de 2008 la democracia americana volvió de entre los muertos en el precinto 53 de la zona Theodore Roosevelt High en Des Moines, Iowa». Acababa de asistir a uno de los mítines que condujeron a Obama a ganar ese primer caucus con el que se abrieron las primarias en un estado abrumadoramente blanco.

Yo quería que quien llegara a la Casa Blanca fuera Hillary, pero desde el momento en que se planteó esa feroz y deslumbrante carrera por la nominación demócrata entre una mujer y un negro me di cuenta de que al cabo de 144 años volvía a adquirir plena vigencia el diagnóstico con el que Ralph Waldo Emerson definió en 1864 la batalla por la presidencia entre Lincoln y ese generalito McClellan, involuntariamente evocado durante la campaña por la gobernadora Palin: «Nunca en la Historia de los hombres ha dependido tanto de un voto popular».

Por eso, ahora que he escuchado la apelación a la unidad y la grandeza de la República que el presidente electo Barack Hussein Obama ha formulado en un lugar bautizado no por casualidad como Parque Grant, releo con emoción y envidia los versos de Longfellow que hicieron llorar a Lincoln cuando a los pocos días de su reelección, como quien dice camino ya del Gólgota, un muchacho los recitó en la Casa Blanca:

Sail on, O Ship of State!

Sail on, O Union strong and great!

Humanity with all its fears,

With all the hopes of future years,

Is hanging breathless on thy fate!… (*)

¿Hace falta traducirlo para darse cuenta de que todos estamos embarcados a bordo de esa nave?

(*) «¡Navega, oh Barco del Estado!/ ¡Navega, oh Unión fuerte y grande!/ La Humanidad con todos sus miedos,/ con todas las esperanzas de los años futuros,/ contiene la respiración pendiente de tu suerte».

Fuente: Bitácora AlmendrónTribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

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