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lunes, agosto 13, 2012

La esquiva realidad libia

Juan Garrigues es investigador principal del CIDOB (El País, 07/08/2012)
Abdulrazag Elaradi ha sido hasta las elecciones del 11 de julio uno de los representantes de Trípoli en el Consejo Nacional de Transición. Elaradi personifica ese calificativo tan de moda estos días en el mundo árabe: islamista moderado. Suele usar trajes sin corbata y en vez de una larga barba prefiere lucir un moderno bigote, bajo el cual sonríe generosamente. Estudió en Egipto y Estados Unidos, y en su página de Facebook (donde tiene casi 600 amigos) describe sus creencias religiosas como “musulmán con amor”.
Semanas después de la muerte de Gadafi, Elaradi recibía a delegaciones internacionales y periodistas en su oficina en Trípoli. Lo primero que declaraba en un correcto inglés nada más empezar sus entrevistas fue: “Esta revolución la hemos hecho todos los libios juntos, no pertenece a una tribu o a una ciudad”.
Ya entonces preocupaban los riesgos de fragmentación del país. En las calles de Trípoli, milicias armadas de diferentes ciudades competían por el dominio de barrios y puntos estratégicos como los dos aeropuertos de la ciudad. Pero para Elaradi, los sacrificios hechos por todos los libios durante un duro conflicto de ocho meses les uniría para afrontar los retos que quedaban por delante. Cuando se le preguntaba sobre las perspectivas electorales de los islamistas en Libia, aseguraba que poco tendrían que ver con los de Túnez o Egipto “porque Gadafi sembró el miedo durante demasiados años”. Pronosticaba que “los liberales y los islamistas tendrán peso, pero los nacionalistas serán los más influyentes”.
En aquel momento, estas explicaciones resultaban confusas. Si Gadafi había sido tan odiado, ¿por qué iba a influir tanto el futuro voto de los libios? ¿Y a quién se refería cuando hablaba de nacionalistas?
Ocho meses más tarde se han cumplido los augurios electorales de Elaradi. Con una participación del 60% y sin incidentes serios de seguridad, la coalición liderada por el ex primer ministro interino Mahmud Yibril ha más que duplicado los resultados de los islamistas moderados del Partido Justicia y Construcción. Yibril se ha presentado bajo un lema nacionalista con referencias al islam mientras que los islamistas moderados han intentado distanciarse de la marca de los Hermanos Musulmanes, asociada con la influencia externa egipcia.
Los resultados han sido recibidos por muchos en Occidente como una noticia positiva en el contexto político regional dominado por islamistas. Sin embargo, los medios internacionales siguen pintando un panorama sombrío de Libia: un país al borde del colapso en el que milicias armadas, tribus enfrentadas y grupos separatistas ponen en entredicho el futuro del país como tal.
El análisis más profundo de dos acontecimientos que tuvieron lugar en el país en los últimos meses sugieren algunas pistas para entender mejor la esquiva realidad de la Libia pos-Gadafi.
El primero fue la toma del aeropuerto de Trípoli por una milicia armada de Tarhouna, una pequeña ciudad al sur de Trípoli. Losthuwar (revolucionarios) protestaban por la desaparición de su comandante, supuestamente en manos de otra milicia. Tras 24 horas de sitio y sin la situación del comandante esclarecida, una delegación de alto nivel logró que la milicia abandonase el aeropuerto.
Al tener lugar semanas antes de las elecciones, los medios internacionales presentaron el incidente como un ejemplo de la inseguridad y el caos que existe en el país. En ningún caso se explicaba que, a diferencia de Túnez o Egipto, la rápida desintegración del débil Ejército libio dejó un vacío de poder que ocuparon un centenar de milicias armadas como la de Tarhouna, creadas prácticamente a nivel de barrio durante la revolución.
Aunque se resisten a desarmarse y no es raro que escaramuzas entre las milicias terminen con bajas mortales, los libios reconocen que, en general, estas actúan responsablemente. Cumplen labores tan importantes como patrullar los barrios y proteger las fronteras. Algunas incluso han empezado a integrarse dentro de las incipientes fuerzas de seguridad nacionales. En Trípoli o Bengasi, donde vive uno de cada tres libios, los niveles de criminalidad son más bajos que en muchas ciudades europeas.
Otro momento revelador fue la solemne declaración de autonomía de la región occidental de Cirenaica en marzo. Impulsada por un grupo de líderes tribales asociados con la familia real al Sanusi —que gobernó el país hasta el golpe de Estado de Gadafi en 1969—, la declaración de Barqa dio pie a titulares sobre la inminente desintegración del país e incluso la balcanización de Libia.
Muy al contrario, la declaración fue recibida con manifestaciones a favor de una Libia unida, y la coalición local de milicias armadas, los consejos locales de la región y los Hermanos Musulmanes la rechazaron contundentemente. Sin dejar de lado que algunas ciudades —especialmente en el Este, marginado históricamente— reclaman hoy mayores derechos y competencias, los libios parecen rechazar movimientos que puedan ser interpretados como separatistas.
Evidentemente, para los libios, el orgullo de lo local es compatible con el nacionalismo; una realidad que ya se manifestaba las semanas después de la muerte de Gadafi, cuando en las calles de Trípoli se entremezclaban las banderas libias y amazigh (de los bereberes) con grafitis celebrando la valentía de ciudades como Misrata o barrios como Fashlun en Trípoli.
Pero poner en perspectiva lo catastrofista de los titulares que normalmente se leen sobre la Libia pos-Gadafi no supone menospreciar la gravedad de los retos que afronta el país.
Tras 42 años de la política de “divide y vencerás” de Gadafi, abundan las tensiones. En los últimos meses han tenido lugar importantes conflictos entre grupos étnicos en el desértico sur que casi no han tenido eco en los medios internacionales. En Kufra, por ejemplo, la etnia toubou, de origen subsahariano, se ha enfrentado a la tribu árabe zuwayy por el control de lucrativas rutas de contrabando dejando más de 150 muertos.
Y los resultados electorales auguran unos meses de difíciles negociaciones. El Congreso Nacional recientemente elegido está compuesto por 80 miembros de partidos políticos y 120 individuos.
Para llegar a acuerdos en temas tan complicados como el reparto de los beneficios energéticos o las competencias de las autoridades locales, la coalición de Yibril tendrá que lidiar con un pintoresco popurrí de jefes de milicias locales, jeques tribales y hombres de negocios.
Hacer balance de los últimos meses en Libia no es tarea fácil. Los factores positivos parecen superar a los negativos, pero el progreso es muy lento. En el futuro quizá lo más sabio sea no olvidar otro de los lemas que Abdulrazag Elaradi espetaba a sus visitantes: “Sorprendimos a todos con nuestra revolución, ahora seguiremos sorprendiendo al mundo”.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona 

jueves, septiembre 15, 2011

Building a free Libya

By Ali Suleiman Aujali, Libya’s ambassador to the United States. He was previously the official representative of National Transitional Council to the United States (THE WASHINGTON POST, 13/09/11):

For decades, the possibility of a Libya without Moammar Gaddafi seemed just a dream. But today, Tripoli’s central square is adorned with the three colors of the pro-democracy forces’ flag. The once-omnipresent pictures of Gaddafi are gone. As that regime gasps its last breath, the Libyan people and the National Transitional Council (NTC) are writing the first chapter of a free Libya.

The NTC has been planning this transition for more than six months. Our accomplishments in the midst of the turbulence of war foreshadow what a free Libya can accomplish in the years to come.

Some in the international community question the NTC and what it stands for. The answer lies in our name. We are a “transitional” government responsible for steering the nation from an intense conflict with Gaddafi regime forces, now approaching its end, to the establishment of a democratic government. While leading pro-democracy forces on the battlefield and planning to stabilize those areas where fighting continues, we have worked to meet civilians’ basic needs and created an interim representative body. We are committed to establishing a stable Libya, where all citizens, regardless of background, gender, affiliation or faith can return to their daily lives, be free and have a voice in civic affairs.

Our road map for building democracy and civil society includes the drafting of a constitution by a representative authority, the approval of the constitution by a popular referendum and, then, for the first time in Libya’s history, holding free elections for a representative government.

There is a great deal of work ahead. One of our most important tasks will be preventing further unrest. The order of the day must be justice and not revenge. Libyans will always remember what we fought for and what we sacrificed, but the NTC is committed to the process of forgiving, rebuilding and moving forward.

The NTC has made clear that it condemns any form of reprisal attacks; in the new Libya, the human rights of all citizens must be respected. We recognize the importance of making sure every Libyan has a stake in the creation of a democratic nation.

The NTC could not have achieved its military successes without the help of NATO and the countries that rushed to its aid. We now call on those same countries, and the many others that have since recognized the NTC, to assist with rebuilding. As with the military campaign, the NTC does not need a significant international presence on the ground, but Libya does need international support.

Such support should include assistance in the form of technical experts to help with our transition to democracy, organizing free elections, building democratic institutions and restarting the economy; support for the NTC to be seated as the government of Libya when the U.N. General Assembly meets this month; and accreditation by the World Bank and technical assistance from both the bank and the International Monetary Fund. (The IMF’s recognition over the weekend was a good step.)

Libya will need substantial funds to rebuild, but it is not looking for handouts. Billions of dollars the Gaddafi regime invested around the world have been frozen — some $35 billion by the United States alone. This is the Libyan people’s money. Washington recently unfroze $1.5 billion for humanitarian needs. Britain and France have unfrozen similar amounts. This is a good start, but it’s just a start. The international community should work with the NTC to unfreeze more of these funds and transfer them in a responsible, transparent manner to the NTC so that the council can address Libya’s pressing needs and begin rebuilding. The NTC also calls on the international community to help it track down funds still hidden by Gaddafi.

In February, the youth of Libya rose up. They were the driving force in making this beginning possible, and Libyans everywhere are thankful for their incredible bravery and sacrifice. We are rebuilding Libya for them and for many future generations. We are asking them to participate in all aspects of civic affairs and government.

Building a free and democratic Libya will be hard work. But if we move forward with the same courage and selflessness of the people who took to the streets on Feb. 17, I am confident we will prevail.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

jueves, septiembre 01, 2011

Libia: las lecciones de Irak

Por Fred Kaplan, periodista y columnista de Slate Magazine. © 2011, The Slate Group LLC. Distribuido por The New York Times Syndicate. Traducción de Juan Ramón Azaola (EL PAÍS, 29/08/11):

Con el reinado de Muamar Gadafi en Libia casi finalizado, ahora la pregunta es: ¿Y ahora qué? Nadie de los que están allí lo sabe y los que estamos fuera -y que no hemos tenido acceso a las conversaciones entre líderes rebeldes y sus contactos occidentales—sabemos menos.

Por lo menos en esta ocasión todo el mundo comprende (o debiera comprender) que “cambio de régimen” solamente marca el comienzo de la historia, no su final. Y, en cualquier caso, esta vez (una importante diferencia entre la Libia post-Gadafi y, digamos, el Irak post-Sadam) los libios estarán al mando; ha sido su guerra, y pronto será su victoria, no la nuestra.

En este sentido, la política del presidente Barack Obama de apoyar a los rebeldes sólo hasta el punto de hacer las cosas que ningún otro puede hacer -una política censurada por sus críticos como excesiva o como insuficiente- ha resultado ser casi perfecta.

Sin el bombardeo de precisión al inicio del conflicto, los aviones no tripulados de vigilancia y ataque más tarde, y las redes de control y mando continuamente, es casi seguro que la rebelión hubiera sido aplastada. (Mi impresión es que la CIA y los servicios de operaciones especiales de otros países occidentales también han ayudado a adiestrar a los soldados rebeldes sobre el terreno.)

Al mismo tiempo, debido a que Estados Unidos ha mantenido un perfil bajo (en comparación con otras naciones de la OTAN, especialmente Reino Unido, Francia e Italia, que tienen un interés mayor en el destino de Libia), la regla del “puesto de cerámica” -si lo rompes, lo compras- no se aplicará.

Los senadores republicanos John McCain, por Arizona, y Lindsey Graham, por Carolina del Sur, han hecho pública una declaración realmente desagradable, felicitando a “nuestros aliados británicos, franceses y de otros países, así como a nuestros socios árabes, especialmente Catar y los EAU, por su liderazgo en este conflicto”, añadiendo, casi como por si acaso, “los norteamericanos pueden estar orgullosos del papel que ha desempeñado nuestro país contribuyendo a la derrota de Gadafi, pero lamentamos que ese éxito haya tardado tanto por no haber empleado Estados Unidos todo el peso de nuestra fuerza aérea.”

Primero, seis meses, aunque es más tiempo de lo que la mayoría preveía (y una eternidad en el mundo de 24 horas de noticias por cable), no es un tiempo terriblemente largo para una operación cuyo fin es deponer a un dictador que ha conseguido permanecer en el poder durante cerca de 42 años.

Segundo, si un par de prominentes demócratas hubiera hecho pública semejante declaración, digamos, después de que el presidente George W. Bush contribuyera a desalojar del poder a los talibanes en Afganistán, se les hubiera tachado de partidistas resentidos o de algo peor.

Si Obama hubiera emprendido una campaña de bombardeo masivo, y no digamos si hubiera dispuesto a la infantería norteamericana sobre el terreno (como algunos neoconservadores pedían con insistencia), y si, como resultado de ello, Gadafi se hubiera rendido o muerto entre los escombros de su palacio, el mundo -quizá los propios rebeldes- se habría indignado por la “agresión imperialista” y habría exigido que Estados Unidos restaurase el orden, y luego nos hubiera criticado severamente si nuestro esfuerzo se quedaba corto.

Sin embargo, ahora mismo, los libios no pueden restaurar el orden o reconstruir su país ellos solos. Gracias en buena parte a las cuatro décadas de gobierno de Gadafi, no tienen tradiciones o instituciones democráticas, su economía está patas arriba, sus fuerza armadas y su policía están en retirada, y, por mucho que los rebeldes hayan aprendido estos últimos meses a maniobrar contra un enemigo armado y a coordinar un asalto a una ciudad, es una incógnita saber si serían capaces de ejercer labores de policía en esa misma ciudad.

Hay lecciones que deben aprenderse de lo que se hizo, y no se hizo, en los primeros meses de la ocupación de Irak comandada por Estados Unidos. Esperemos que alguien haya entendido cómo aplicar esas lecciones a Libia.

Por ejemplo:

Imponer la ley y el orden inmediatamente. Si las autoridades bajo mando estadounidense hubieran disparado contra algunos saqueadores en los primeros días posteriores a la huída de Saddam Hussein de Bagdad (en vez de anunciar el caos como una desbordante expresión de libertad, como hizo Donald Rumsfeld) la ocupación de Irak podría haber seguido un curso muy diferente. Después de que Gadafi se venga abajo, los nuevos poderes, sean quienes sean, podrían declarar un toque de queda, quizá incluso una ley marcial, al menos durante un tiempo. Eso no debería ser necesariamente causa de alarma; es probablemente algo esencial, no solo para prevenir que resistentes pro-Gadafi continúen luchando, sino también para reprimir las tensiones entre facciones y tribus en el seno de los rebeldes.

Como condición previa para imponer el orden los mandos rebeldes necesitarán aprender el modo de compartir el poder, al menos a corto plazo. Puede que no sea fácil. Las “fuerzas rebeldes” consisten en al menos una docena de facciones, algunas de las cuales se odian mutuamente. (Hace solo unas semanas el comandante en jefe de los rebeldes fue asesinado, casi con toda seguridad por un oficial rival.) Uno espera que se hayan decidido ya por alguna fórmula. Si no es así, la situación podría ser desastrosa.

Liberar el dinero. Al comienzo del conflicto las naciones occidentales congelaron los activos de Libia (30.000 millones de dólares solo en Estados Unidos), en espera de la llegada de un nuevo régimen. La administración de Obama ha reconocido ahora al Consejo Nacional de Transición como gobierno legítimo (como lo han hecho la mayoría de los países occidentales involucrados) y sus responsables ya han dicho que la congelación será levantada.

Una gran lección no solo del Irak post-Sadam sino también de Afganistán, de la Primavera Árabe, y de casi toda agitación política de esa magnitud en la historia, es que las revoluciones alimentan altas expectativas y, si las expectativas no son satisfechas al menos de algún modo, vuelve la tiranía o surge el caos. Una manera de impedir esas fatalidades es proporcionar trabajo, y un medio de hacerlo es financiar proyectos. En Libia es necesario reconstruir mucho, o simplemente construir. Es preciso canalizar dinero para ese tipo de proyectos lo antes posible.

La frase clave, por supuesto, es “lo antes posible”. Uno solamente puede esperar que esté ya listo el mecanismo, de rápida puesta en práctica, que pueda procesar, administrar y controlar el cash flow. Ese mecanismo no tiene que ser perfecto, o “a prueba de” FMI. En algunos aspectos, es mejor si supone la participación de tradicionales, o de algún modo conocidas, redes de autoridad. Pero el simple vertido de dinero es una receta para la inflación, la corrupción intensiva (cierta corrupción es casi inevitable, pero más de la cuenta será ruinosa), y la ausencia de verdadero desarrollo.

Una vez que se haya establecido algún mecanismo, el dinero deberá ser canalizado hacia proyectos locales, preferiblemente muchos y pequeños, después de (rápida) consulta a (o de abierto control de) personas que sepan qué tipo de mejoras son necesarias y factibles. Aquí Irak nos da una lección negativa. Cuando, después de algún retraso, Estados Unidos asignó 18.500 millones de dólares para la reconstrucción económica de Irak, el dinero se gastó en grandes proyectos y se contrató con corporaciones cuyos dirigentes eran incompetentes acerca del medio ambiente local. Por ejemplo se gastó un montón de dinero en una nueva central eléctrica pero no había cables para llevar la electricidad a los hogares. También se adjudicó mucho dinero a la construcción de una nueva instalación para el tratamiento de aguas residuales, pero el contrato no contenía la provisión para el tendido de las tuberías de desagüe.

Ayudar a organizar las elecciones locales rápidamente. Es ingenuo esperar que la nueva Libia brote como una democracia. Pero cualquiera que sea el sistema político que resulte o se desarrolle, es improbable que arraigue pacíficamente a menos que una masa crítica de la población sienta que el nuevo sistema es suyo y que su éxito les incumbe. Quizá los mayores errores que cometieron los responsables estadounidenses de la ocupación en el Irak post-Sadam (además de tolerar a los saqueadores, disolver el ejército e impedir que los miembros del partido Baas ocuparan puestos de trabajo gubernamentales) fueron los de instalar un primer ministro y crear un complicado sistema de caucuses para seleccionar un parlamento nacional. Hubiera sido mejor reconocer la naturaleza tribal y regional de Irak como base para la creación de foros para elegir a los representantes locales. En pocas palabras, permitir que el gobierno se desarrollara más “orgánicamente” desde sus raíces.

Solo es de esperar (y, otra vez, si no es el caso, las cosas pronto irán mal) que diplomáticos, responsables de inteligencia y otros asesores que han celebrado reuniones con los rebeldes en las pasadas semanas o meses incluyeran en ellas a personas que supieran algo sobre la estructura social de Libia, y que esas personas fueran escuchadas por funcionarios de alto rango que es casi seguro (y comprensible) que no lo saben.

¿Un papel que le corresponderá a la CIA? Puede que sea una casualidad que el general David Petraeus vaya a ser investido director de la agencia el 6 de septiembre. En los meses iniciales de la ocupación de Irak, Petraeus, entonces al mando de la 101 División Aerotransportada, hizo en el norte de Irak (concretamente en Mosul, la capital de la provincia de Nínive) todo lo que de algún modo se necesita hacer en Libia. Impuso la ley y el orden mediante el despliegue de patrullas, organizó elecciones locales con la ayuda de líderes locales y dotó a miles de proyectos de reconstrucción con dinero que Saddam Hussein había atesorado en sus palacios. (Ese dinero, conocido como Programa de Respuesta de Emergencia del Mando, se obtuvo para proyectos similares por varios otros jefes militares norteamericanos en Irak, no solo por Petraeus.)

Es dudoso que a la CIA de Petraeus se le implique realmente en organizar ese tipo de programas en Libia (la agencia no tiene un claro mandato ni una predisposición cultural para llevar a cabo “operaciones de estabilidad”; y el Departamento de Estado, que se prepara para establecer una embajada en Trípoli en cuanto se despeje el humo, es probable que insista en tomar la iniciativa en ese terreno, en la medida en que los Estados Unidos tienen un papel que desempeñar.)

Sin embargo, la agencia puede (y lo hará, si se le ordena, incluso si Petraeus no estuviera a punto de convertirse en su director) llevar a cabo operaciones de inteligencia que ayuden a identificar los mejores destinos a los que dirigir los fondos de estabilización. En cualquier caso, ya que será una autoridad con nivel ministerial, sería tonto no aprovechar su experiencia en la materia. (Algunos funcionarios de la Casa Blanca no se fían mucho de Petraeus y le consideran un tanto ambicioso, una razón por la que no fue nombrado Jefe del Estado Mayor Conjunto. Pero la superarán.)

Mantener la internacionalidad. Ante todo (y estoy seguro de que la Casa Blanca lo entiende como una premisa básica), sea cual sea el tipo de gobierno que se cree en Libia, y sean cuales sean los tipos de programas de reconstrucción que se ofrezcan desde fuera de sus fronteras, Estados Unidos no estará a la cabeza. Ni debería estarlo. El presidente Obama se alistó en esta misión de una manera decisiva pero limitada, y en el marco de la política norteamericana se podría apostar que el alcance de ese compromiso seguirá siendo “decisivo pero limitado”.

En su declaración del lunes pasado, Obama alabó la operación como, entre otras cosas, una demostración de “lo que la comunidad internacional puede lograr cuando nos mantenemos unidos como si fuéramos uno solo”. Desde el final de la Guerra Fría, los norteamericanos han estado esperando a que los aliados tomen la iniciativa, y los aliados se han estado quejando (a veces falsamente) de la tendencia de Estados Unidos a dominar. Todas las señales sugieren que Obama está decidido a que Libia siga siendo un teatro -en la guerra y en la paz, en el conflicto y en su solución- en el que los actores de ambos lados del Atlántico (e incluyamos también aquí a los aliados árabes) vean cumplidos sus deseos.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

martes, julio 19, 2011

Libia después de Qaddafi

Por Omar Ashour, director del Programa de Estudios para Graduados sobre Oriente Medio en el Instituto de Estudios Árabes e Islámicos, Universidad de Exeter. Es el autor de The De-Radicalization of Jihadists: Transforming Armed Islamist Movements (Project Syndicate, 15/07/11):

Los autócratas de Oriente Medio por costumbre advierten a su pueblo que habrá ríos de sangre, ocupación occidental, pobreza, caos y Al Qaeda si sus regímenes son derrocados. Esas amenazas se pudieron oír en Túnez, Egipto, Yemen, Bahrain, Siria y -al estilo de una comedia negra- en Libia. Pero en toda la región está arraigada la idea de que los costos de erradicar las autocracias, por más altos que puedan ser, son bajos en comparación con el daño infligido por los gobernantes en curso. En resumidas cuentas, la libertad justifica el precio.

En Libia, cuatro escenarios pueden afectar negativamente las perspectivas de democratización: guerra civil/tribal, régimen militar, “quedar atascado en una transición” y división. Dado el precio elevado que los libios han pagado, esos escenarios deberían impedirse más que remediarse.

El escenario de la guerra civil/tribal es el peor riesgo. Los revolucionarios de Egipto lo entendieron. Cuando allí estalló la violencia sectaria luego del derrocamiento de Hosni Mubarak, las coaliciones revolucionarias adoptaron el eslogan “No te regodearás con esto, Mubarak”. Las dictaduras represoras no pueden ganar elecciones libres y justas. Pero pueden usar la violencia extrema para consolidar su control sobre el estado, su pueblo y sus instituciones.

De modo que, para ganar, el coronel Muammar el-Qaddafi de Libia, deliberada y exitosamente, ha convertido una campaña de resistencia civil en un conflicto armado. Eso tendrá ramificaciones en el contexto post-autoritario. Un estudio publicado por la Universidad de Columbia sobre resistencia civil ha demostrado que la probabilidad de que un país caiga en una guerra civil tras una campaña armada exitosa contra la dictadura es del 43%, comparado con un 28% si la campaña no es armada.

Según el mismo estudio, que se basó en 323 casos de campañas de oposición armadas y no armadas entre 1900 y 2006, la probabilidad de una transición democrática en el lapso de cinco años luego de una campaña opositora armada exitosa es de apenas el 3%, comparado con el 51% cuando las campañas no son armadas.

Libia, por supuesto, puede sobrevivir a la perspectiva sombría de una guerra civil post-autoritarismo. Pero esto exige frenar la polarización tribal y regional, así como las rivalidades entre el Consejo Nacional Interino (CNI) y el Consejo Militar (CM), y entre los altos comandantes militares. Una polarización violenta se desarrolló no sólo entre las tribus del este y del oeste, sino también entre algunas de las tribus del oeste.

El mes pasado, por ejemplo, estallaron enfrentamientos armados entre rebeldes en al-Zintan y los pobladores de al-Rayyaniya, a 15 kilómetros de distancia. Seis personas fueron asesinadas -un recordatorio de lo que puede suceder si la polarización violenta se propaga entre ciudades y pueblos vecinos-. La política de la venganza no es una novedad en Libia y, en una sociedad armada conformada por más de 120 tribus -entre ellas aproximadamente 30 con dimensiones y recursos considerables-, puede volverse extremadamente peligrosa.

Otro escenario negativo es el régimen militar. Varias figuras de los “oficiales libres” -el grupo que planeó el golpe d 1969 contra la monarquía- están al frente del CNI. Entre ellos está el general Abd al-Fattah Younis, el general Soliman Mahmoud, el coronel Khalifa Haftar, el mayor Mohamed Naim, y otros. Esas figuras detentan una mezcla de legitimidad histórica, por participar en el golpe de 1969, y de legitimidad actual, por contribuir a la revolución del 17 de febrero. También pertenecen a varias tribus grandes, lo que garantiza una amplia representación tribal si un consejo militar tomara el poder, como en Egipto.

A diferencia de Egipto, sin embargo, quien tome el poder en Libia no necesariamente heredará condiciones económicas adversas que puedan amenazar su legitimidad y socavar su popularidad. Esto podría llevar a que un grupo de altos oficiales gobernara directamente, sobre todo si la victoria en Libia llega de la mano del ejército. Una acción por parte de oficiales del ejército en Trípoli contra Qaddafi y sus hijos podría terminar con el conflicto, y los comandantes militares se podrían adjudicar el mérito -y el capital político.

Pero cuatro décadas de dictadura militar pueden ser suficientes para los libios, una mayoría de los cuales en realidad nunca se vio beneficiada por la riqueza o el potencial del país. Cuando se trata de generar terroristas e inmigrantes indocumentados -dos cuestiones críticas para Europa-, los dictadores militares árabes tienen antecedentes vergonzosos. Argelia en los años 1990 es un fuerte recordatorio de esto, y los gobiernos occidentales no quieren que vuelva a comenzar el círculo vicioso de autócratas represores que generan teócratas y refugiados violentos.

“Quedar atascado en una transición” es un tercer escenario posible, en el que Libia permanecería en una “zona gris” -sin ser ni una democracia plena ni una dictadura, sino un país “semi-libre”-. Esto significa elecciones regulares, una constitución democrática y una sociedad civil, junto con fraude electoral, representación desvirtuada, violaciones a los derechos humanos y restricciones a las libertades civiles. Quedar atascado en una transición normalmente acaba con el impulso a favor del cambio democrático, y la corrupción generalizada, las instituciones estatales débiles y la falta de seguridad sirven para reforzar el mito del “autócrata justo”. El régimen de Vladimir Putin en Rusia ilustra este resultado.

Desafortunadamente, un estudio publicado en el Journal of Democracy demostró que de los 100 países que estaban catalogados como “en transición” entre 1970 y 2000, sólo 20 se volvieron plenamente democráticos (por ejemplo, Chile, Argentina, Polonia y Taiwán). Cinco terminaron cayendo en dictaduras brutales (entre ellos Uzbekistán, Argelia, Turkmenistán y Bielorrusia), mientras que el resto quedó atrapado en la transición.

Dada la falta de experiencia democrática de Libia, algunos ven esto como un posible desenlace en la era post-Qaddafi. Pero Libia no es el único país que intentó pasar de una dictadura a una democracia con instituciones débiles e identidades tribales fuertes. Albania, Mongolia e India aprobaron pruebas más complicadas -y ofrecen algunas lecciones útiles en transiciones democráticas bajo condiciones desfavorables.

El cuarto escenario es la división, en el que se menciona la antigua estructura de tres provincias al estilo otomano: Cyrenaica (este), Fezzan (sur) y Tripolitania (oeste). Pero las fronteras administrativas de estos distritos nunca se establecieron plenamente y han cambiado por lo menos ocho veces desde 1951. En 2007, Libia tenía 22 sha‘biya (distritos administrativos), no tres.

Todos estos escenarios se verán afectados por los desenlaces en Egipto y Túnez. En el caso de transiciones democráticas, un éxito cercano muchas veces ayuda en casa. Cualquiera de los dos países, o ambos, podría ofrecerle a Libia modelos de transición exitosos, erigiendo un obstáculo importante para la dictadura militar o la guerra civil.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

lunes, julio 11, 2011

Libye : le piège d’un vote au Parlement

Par Louis Gautier, président du club Orion-Jean-Jaurès, professeur à l’université Lyon-III (LE MONDE, 11/07/11):

Les parlementaires, qui, pour la première fois, le 12 juillet, sont appelés à se prononcer sur la guerre en Libye feraient bien de pleinement mesurer le sens exact de leur suffrage. La gauche devrait y réfléchir doublement si elle veut éviter d’avoir à se déjuger par la suite. Car il ne s’agit pas d’entériner le bien-fondé de l’engagement de nos armées pour protéger Benghazi et les populations insurgées, mais d’autoriser la prolongation d’une intervention militaire dans des circonstances où les chances de l’emporter rapidement contre le régime de Kadhafi se sont dissipées.

Ce vote est d’abord l’occasion de dire combien la réforme constitutionnelle de 2008 qui soumet aux députés et sénateurs l’approbation des opérations militaires de notre pays est une cote mal taillée. Le nouvel article 35 de la Constitution prévoit en effet que “lorsque la durée de l’intervention excède quatre mois, le gouvernement soumet sa prolongation à l’autorisation du Parlement.” Dans aucune autre démocratie, l’action de l’exécutif en matière militaire n’est aussi peu contrôlée. La mise en oeuvre de l’article 35 intervient toujours trop tard et trop tôt, et s’avère dans le cas libyen un véritable traquenard pour la représentation nationale.

Les conflits actuels, auxquels notre pays est si souvent mêlé depuis la fin de la guerre froide, n’ont pas pour but d’obtenir la victoire par l’écrasement physique de l’ennemi. Ils visent, par la neutralisation des forces adverses, à rendre possible, voire à imposer une solution politique et le retour à un Etat de droit. Dans ces conditions, la phase la plus dense de la confrontation, où le rôle de l’aviation prime pour contrôler le théâtre d’opération et casser les reins de la défense adverse, est nécessairement brève.

Intervenant toujours en position de supériorité, il nous faut éviter de compromettre par des combats prolongés l’issue politique de l’engagement militaire. Ainsi, la guerre du Golfe n’a duré que trente-six jours ; la campagne aérienne sur le Kosovo s’est arrêtée au bout de onze semaines ; Kaboul est tombé un mois à peine après le début de l’offensive américaine contre les talibans. Après, c’est une autre étape du conflit qui commence, on passe généralement à des actions de sécurisation et de stabilisation à terre.

Dans le cas libyen, on prétend poursuivre une campagne aérienne qui a pratiquement déjà atteint tous ses objectifs ; bloqué par la résolution 1973 qui interdit aux forces de la coalition de s’engager au sol, il n’est pas question de renfort terrestre ni même de dispositif d’interposition ; pour autant l’entrée en lice des hélicoptères de combats français, la multiplication des livraisons d’armes aux rebelles et l’envoi de conseillers militaires indiquent un changement implicite de position.

Maigres appuis

Dès lors, sur quelle question demande-t-on au Parlement de voter ? Sur la prolongation d’une campagne aérienne désormais privée d’objectif ou sur la transformation de l’opération pour réaliser un “but de guerre” ultime mais hors mandat : le départ de Kadhafi ?

Sous ces attendus, le vote du Parlement est tout sauf une formalité. D’autant que notre pays a exposé son crédit diplomatique et jeté le meilleur de ses forces dans la bataille. Un échec affecterait son autorité internationale et décrédibiliserait le rôle des Européens dans la gestion des crises. Enfin le maintien au pouvoir de Kadhafi et de sa clique constituerait une menace permanente, notamment dirigée contre nos intérêts et nos ressortissants en Afrique. Jusqu’à présent notre détermination n’est ni venue à bout de ses soutiens ni parvenue à fléchir sa propre résistance. Le régime de Tripoli peut certes brusquement tomber demain sous la pression diplomatique et militaire qui s’exerce contre lui. Mais si ce n’est pas le cas ?

Au lieu d’affirmer “quoi qu’il en soit, un échec n’est pas possible”, les responsables politiques devraient examiner toutes les hypothèses, en les inscrivant dans un calendrier de toute façon dicté par l’agenda de l’OTAN. L’engagement des moyens de l’Alliance a été prolongé jusqu’à la fin septembre. Au-delà, les Français et les Britanniques qui effectuent à eux seuls plus de 60 % des missions verront leurs maigres appuis s’effriter davantage.

Au sein de l’Alliance et en Europe, la tentation de se défausser de la responsabilité sur Paris et Londres sera encore plus manifeste qu’aujourd’hui. A l’extérieur, d’autres hausseront la voix contre l’opération. Si en septembre, la situation n’est toujours pas décantée, la France devra relever trois défis : l’amplification de l’appui armé à la rébellion au risque d’enfreindre plus ostensiblement la résolution 1973, l’inscription de l’intervention dans la durée au risque de perdre en route quelques-uns des rares membres de la coalition, la régénération du potentiel militaire impliqué dans le conflit, au risque de surcoûts budgétaires importants. A ces difficultés liées à la continuation des hostilités s’ajoute celle de devoir envisager, faute de mieux et comme un médiocre pis-aller, la partition en deux de la Libye.

Dans le bras de fer entre les Occidentaux et le Guide libyen, la partie n’est pas finie. Au milieu de tant d’incertitudes, il ne saurait être question de donner un blanc-seing définitif au président de la République et à son gouvernement. La gauche, pour ce qui la concerne, devrait en tout cas conditionner son approbation à une clause de revoyure : l’assurance d’un nouveau vote à l’automne.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

domingo, julio 10, 2011

La guerra en Libia, tres meses después

Por Tzvetan Todorov, semiólogo, filósofo e historiador de origen búlgaro y nacionalidad francesa. Traducción de Juan Ramón Azaola (EL PAÍS, 08/07/11):

A los tres meses de haberse desencadenado, continúa la guerra en Libia. La OTAN, que ha tomado el mando de la misma, acaba de concederse tres meses suplementarios para conducirla a la victoria. El país sigue inmerso en una guerra civil, con los “leales” enfrentados a los “insurgentes”. Al estar mejor armados que los insurgentes, los leales aprovechan esa ventaja para masacrarlos, pero esa asimetría se reproduce luego entre las fuerzas de la OTAN y los leales: los cañones de los unos aplastan a los fusiles de los otros, lo mismo que los misiles de los unos aniquilan sin problemas a los cañones de los otros. Dada esa desproporción de fuerzas, el desenlace militar de la confrontación no ofrece dudas: los bombardeos tendrán la última palabra, así que venceremos.

Es evidente que la intervención de la OTAN no solo ha destruido armas, sino también vidas humanas; y no habrá de tenerse en cuenta la falaz distinción, propuesta por la Corte Penal Internacional, entre víctimas causadas voluntariamente (las de Gadafi) y víctimas causadas involuntariamente (las de la OTAN): las bombas están hechas para destruir y matar. Sencillamente, las víctimas del enemigo nunca son contabilizadas, ni siquiera mencionadas. Tampoco se incluyen entre los “daños colaterales” a los refugiados que huyen de un país en guerra, que se imaginan que la vecina Europa estará encantada de acogerles y que se hacinan en embarcaciones de fortuna: se estima en al menos 1.200 el número de los que han muerto ahogados a lo largo de las costas libias.

Realmente el objetivo de la intervención no es ya el de imponer un alto el fuego ni el de proteger a la población civil, sino el de apartar a Gadafi del poder: objetivo al principio sobrentendido, luego afirmado de modo cada vez más claro. Lo que explica que los bombardeos de la OTAN ya no se concentren sobre las ciudades asediadas por los leales, sino sobre Trípoli, la capital. Oficialmente, la eliminación de Gadafi no forma parte de los objetivos, pero la Alianza bombardea con asiduidad todos los lugares en los que podría llegar a encontrarse, como centros de mando, de control y de comunicación; si se le mata no habrá sido intencionadamente…

Occidente ha preferido llamar “pueblo” a los adversarios de Gadafi y “mercenarios” o “poblaciones sumisas” a sus partidarios, y ha optado por los primeros contra los segundos. También los gratifica con calificativos tales como “demócratas”, cuya justificación no está nada clara. Hay que recordar que los dirigentes de los insurgentes son antiguos jerarcas del régimen de Gadafi, el mismo al que describimos como una dictadura sangrienta. Sus fuerzas armadas están comandadas por el general Abdelfatah Yunis, antiguo ministro del Interior y jefe de las tropas especiales encargadas

de la represión, compañero de armas de Gadafi ¡desde 1969 hasta 2011! Su dirigente civil, que ha hecho el recorrido de las capitales europeas, es Mustafá Abdeljalil, antiguo ministro de Justicia, responsable, entre otras cosas, del calvario infligido, unos años atrás, a las “enfermeras búlgaras”. En este conflicto, que enfrenta al número 1 del régimen con los antiguos números 2 y 3, ¿es apropiado invocar constantemente los derechos del hombre y la libertad del pueblo?

En su discurso del 28 de marzo de 2011, Obama, el presidente de Estados Unidos, ha provisto de legitimación global a la intervención en Libia, como con anterioridad lo había hecho respecto a Afganistán. Estados Unidos es “el garante de la seguridad global y el defensor de la libertad humana”, y, comparado con el resto del mundo, tiene al respecto la responsabilidad del liderazgo. Por lo tanto, debe intervenir cada vez que se produce un desastre natural en cualquier rincón del mundo, pero también para “prevenir los genocidios, garantizar la seguridad regional y mantener la libertad de comercio” (como se ve, los intereses económicos no se olvidan). Esta misión le ha sido confiada no por Dios ni por el acuerdo de las naciones, sencillamente se deriva de su estatus de “la nación más poderosa del mundo”: he aquí cómo la fuerza se adorna con los atavíos del derecho.

La intervención en Libia confirma así el esquema mesiánico familiar a las democracias occidentales: consideran que su superioridad militar les atribuye el derecho, o incluso el deber, de gestionar los asuntos de todo el mundo (excepción hecha de los otros miembros permanentes del Consejo de Seguridad y de sus protegidos) imponiendo a los países mal clasificados los valores que ellas juzgan superiores y, en la práctica, los Gobiernos que estiman aptos para conducir la política apropiada. Cual variante moderna de la fórmula de Kipling, ya no se trata de “la carga del hombre blanco”, sino de la del homo democraticus. La causa humanitaria (impedir el baño de sangre) resulta ser una especie de caballo de Troya, un buen pretexto para intervenir militarmente y controlar la orientación política de los Estados rebeldes. Conviene dejar constancia de que todos los esfuerzos desplegados por las potencias occidentales para “moralizar” las guerras no conciernen hasta el momento más que al embalaje mediático que se hace de todo ello.

¿Podrá decirse al menos que esta intervención es, en el actual estado de cosas, un mal menor? Después de todo, el coronel Gadafi se muestra como un dictador despiadado que daña a su pueblo. ¿Acaso echarle del poder, cuando no matarle, no es preferible a la impunidad de la que disfruta? Pero razonar así implica que, para lograr su objetivo, todos los medios son igualmente buenos. Y, sin embargo, era posible imaginar una solución diferente de la crisis libia, solución que por otra parte era solicitada por los otros países africanos, pero cuya opinión se consideró desdeñable. Después de la intervención inicial, que destruyó las fuerzas aéreas del régimen y que detuvo la ofensiva contra las ciudades en manos de los insurgentes, era posible imponer un alto el fuego a todos los beligerantes, tanto a leales como a insurgentes. Como resultado de lo cual debían establecerse negociaciones políticas, preferiblemente bajo los auspicios de la Unión Africana. En esas condiciones se hubiera podido negociar la salida de Gadafi; y de no llegarse a ningún acuerdo, tal vez se habría impuesto la transformación del país en una federación, e incluso su partición. Soluciones ciertamente provisionales e imperfectas pero libres de la desmesura que anima la idea de una guerra hasta la victoria final, cualquiera que sea su coste.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

jueves, julio 07, 2011

La Agencia Internacional de la Energía responde a la crisis libia

Por Gonzalo Escribano, director del Programa de Energía del Real Instituto Elcano (REAL INSTITUTO ELCANO, 07/07/11):

Tema: El 23 de junio, la Agencia Internacional de la Energía (AIE) anunció la liberación de 60 millones de barriles de petróleo de las reservas estratégicas de sus miembros en el mes de julio. La AIE lo ha justificado por la necesidad de paliar los efectos de la crisis libia, pero se ha interpretado como un mensaje a la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) para que aumente la producción y no ponga en riesgo la recuperación económica, además de dar tiempo a Arabia Saudí para que materialice el aumento de producción anunciado.

Resumen: El mero anuncio de la liberación de reservas ha tenido un efecto inmediato e importante en los mercados, aunque como muestra el retorno a los niveles de precios previos al anuncio de la intervención ese efecto ha sido limitado en el tiempo. Aunque consiga limpiar el mercado de algunas operaciones especulativas, resulta dudoso que logre cambiar la dinámica de unos mercados cuyas grandes tendencias de fondo siguen a los fundamentales que marcan la evolución de la oferta y la demanda, y las diferentes proyecciones existentes apuntan a que en los próximos trimestres pueden seguir faltando barriles. En ese sentido, la medida no constituye una política energética consistente en el tiempo capaz de alterar esos fundamentales del mercado, pero sí supone que los miembros de la Agencia Internacional de la Energía (AIE) han decidido tomar la iniciativa con medidas inéditas hasta la fecha para presionar a la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), y señalar a Arabia Saudí que quedan a la espera del aumento de producción prometido por su parte.

Análisis: La liberación de reservas estratégicas anunciada en junio sólo tiene dos precedentes: la Guerra del Golfo en 1991 y el huracán Katrina en 2005, y su magnitud es muy superior a ambas. La decisión se produjo dos semanas después de la reunión de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) del 8 de junio en Viena, en la que pese a los intentos de Arabia Saudí y otros miembros del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) el cártel no pudo acordar un aumento de la producción. Estas dos fechas marcan sendos hitos en las relaciones recientes entre países productores y consumidores de petróleo, planteando cuestiones importantes sobre el papel de las reservas estratégicas y su capacidad para influir en los precios, el futuro del diálogo entre productores y consumidores, la menguante solidaridad en el seno de la OPEP, y las alianzas cruzadas entre algunos países miembros de la Agencia Internacional de la Energía (AIE) y los productores del cártel. En el trasfondo de la cuestión subyacen dos asuntos fundamentales, uno de orden económico y otro geopolítico: el impacto final de la medida sobre la evolución de los precios del crudo, que amenaza la recuperación económica mundial; y la influencia de la decisión en la pugna entre Arabia Saudí e Irán, de un lado, y en las relaciones estratégicas entre EEUU y la propia Arabia Saudí, de otro.

Historia de una decisión anunciada

El 23 de junio, la AIE anunció la liberación de 60 millones de barriles de petróleo de las reservas estratégicas de sus miembros durante 30 días, sin precisar tipo de productos ni una secuencia predeterminada. De esos 60 mb, 30 mb corresponden a EEUU (aproximadamente el 4% de sus reservas estratégicas y el consumo de día y medio en el país), que ya ha anunciado haber recibido numerosas ofertas hasta el punto de superar la oferta y plantear problemas de almacenamiento de esas cantidades. El 30% ha sido asignado a los países europeos, y a España le corresponde una cuota del 3,8%. A finales de junio CORES inició la liberación de 2,3 mb de productos petrolíferos (unos 75.800 barriles diarios durante 30 días), el equivalente de 2,3 días del consumo nacional. El barril de Brent, que cotizaba el 23 de junio alrededor de los 112 dólares cayó hasta los 105 dólares en apenas dos días, para luego recuperarse y rozar los 114 dólares el 5 de julio. Debe puntualizarse que estas oscilaciones en los precios se han producido con el mero anuncio de la decisión, pues en el momento de escribir estos párrafos todavía no habían empezado a llegar barriles al mercado procedentes de las reservas.

El 25 de junio, Irán denunció que la decisión de la AIE tenía una motivación política y que su efecto sobre el precio del crudo sería limitado, y otros países OPEP alineados con las preferencias de precios elevados de Irán se manifestaron en idéntico sentido. La primera parte de la advertencia iraní es evidente: a la decisión de la OPEP del 8 de junio de no aumentar la producción, impuesta por los halcones de la organización, ha seguido la no menos política de la AIE, que agrupa a los grandes consumidores de la OCDE. Pero la AIE sí puede argumentar que ha sido la incapacidad de la OPEP para suplir los 132 mb perdidos por el conflicto libio, cerca de 1,5 mb diarios, lo que explica la respuesta de la Agencia.

El aparente estancamiento de la situación en Libia y la constatación de que el país no volverá a recuperar su nivel de producción en años, ha retirado del mercado un abastecedor próximo a Europa de un crudo ligero de alta calidad, muy utilizado en las refinerías europeas por su bajo contenido en azufre, que facilita cumplir la normativa comunitaria al respecto.[1] Conforme la interrupción de suministro libio se ha ido prolongando, su impacto se ha hecho más complejo de gestionar, sobre todo de cara al incremento estacional de la demanda en EEUU y Europa durante el verano (driving season). El crudo libio ha sido sustituido sobre todo por crudo del África Occidental, de características similares, pero la tensión sobre los precios de los carburantes de automoción, gasolina y diesel, se ha mantenido en EEUU y Europa. El hueco de casi 1,5 mb diarios dejado por Libia sólo se ha cubierto parcialmente y sólo desde el último mes de mayo con un aumento de la producción estimado en unos 200.000 bd en mayo y cerca de 300.000 bd en junio, básicamente de origen saudí. En todo caso, los 2 mb diarios a liberar por los miembros de la AIE durante 30 días superan con creces los alrededor de 1,5 mb diarios perdidos en Libia.

En esta situación, los países consumidores, de un lado, y los productores del CCG liderados por Arabia Saudí de otro, llevaban tiempo intentando que la reunión de la OPEP de junio acordase un aumento de la producción. La Agencia ya había advertido en mayo de que podría liberar sus reservas en caso contrario, pero las discusiones sobre la medida se remontan al menos a abril y se habían filtrado convenientemente. En las semanas anteriores a la reunión de Viena también se dio a conocer la discusión por parte de EEUU y Arabia Saudí de un plan de canje entre crudos ligeros y dulces almacenados en las reservas estratégicas estadounidenses y una cantidad equivalente de crudo pesado y amargo saudí. Ello hubiese permitido exportar parte de ese crudo de alta calidad a Europa para abastecer a sus refinerías con un crudo semejante al libio. Aunque el swap no pasó de una propuesta discutida de manera informal, supuso un primer mensaje de que EEUU estaba dispuesto a emplear sus reservas estratégicas para intervenir en el mercado, y de que Arabia Saudí buscaba vías para colaborar con los países consumidores.

Con esos precedentes se llegó a la reunión de la OPEP en Viena, calificada por el ministro saudí del Petróleo Ali bin Ibrahim Al-Naimi como “una de las peores reuniones que hemos tenido nunca”, en la cual no se consiguió ofrecer una respuesta coordinada a las tensiones surgidas en el mercado del crudo desde la irrupción de la primavera árabe y, sobre todo, a la interrupción del suministro procedente de Libia. La reunión, como todas las de la OPEP, venía marcada por consideraciones políticas y dos narrativas opuestas sobre las perspectivas del mercado.[2] Empezando por las segundas, la visión de las monarquías del Golfo, sobre todo de Arabia Saudí, consiste en aumentar la producción para abastecer el incremento de la demanda de crudo OPEP, estimado en 2 mbd para el tercer trimestre por la propia OPEP. Los productores del Golfo, que cuentan con enormes reservas y quieren seguir exportando muchos años, temen que los elevados precios destruyan demanda, dañen la recuperación económica e incentiven el desarrollo de recursos alternativos.

Los halcones tradicionales, con Irán y Argelia a la cabeza, plantearon que la crisis económica y el final de los efectos del quantitative easing de la Reserva Federal de EEUU afectarán a la demanda y que la llamada al crudo OPEP será incluso inferior al 1 mb diario proyectado por la AIE. En ese escenario se correría el riesgo de una caída abrupta de los precios como la de 2009. Pero lo que subyace a ambas narrativas es la divergencia estructural de preferencias entre las monarquías del Golfo, únicos productores con capacidad para aumentar la producción, y la del resto, que no pueden hacerlo y perderían cuota de mercado a favor de los primeros.

Desde la perspectiva política, la reunión escenificó una intensificación de la tradicional rivalidad entre Irán, que ostenta la presidencia rotatoria de la OPEP pero cuya producción está estancada en 3,6 mb diarios, y Arabia Saudí, que además de producir unos 9 mb diarios cuenta con el grueso de la capacidad ociosa del mercado (más de 3 mb diarios) y es el único productor capaz de influir de manera determinante en el mismo. De hecho, Arabia Saudí anunció tras la humillación sufrida en Viena que aumentaría gradualmente la producción hasta los 10 mb diarios al margen de la disciplina de la OPEP. Eso supondría exceder su cuota de 2008 de 8 mb diarios en casi 2 mb, proporcionando a los mercados el millón de barriles adicionales que las estimaciones de la AIE apuntan que el mercado mundial precisa para el tercer trimestre. Como ya se ha apuntado anteriormente, Arabia Saudí ha aumentado su producción de manera considerable en mayo y junio, y se supone que la decisión de la Agencia se tomó en base a un compromiso tácito de Arabia Saudí con EEUU.

El papel de las reservas estratégicas y su capacidad para influir en los precios

Aunque en España la decisión de la AIE no ha levantado grandes polémicas, en EEUU y otros países europeos sí ha dado lugar a un vivo debate sobre lo apropiado de la misma. Las posiciones de los miembros no son públicas, pero los debates han sido tan difíciles hasta alcanzar el consenso que imponen los procedimientos de la AIE que se plantea la cuestión de si ese consenso podría volver a alcanzarse en el futuro. La discusión sobre si las reservas estratégicas deben utilizarse para influir en los precios puede descomponerse en dos cuestiones diferentes. Primero, si las reservas estratégicas deben utilizarse en absoluto con un objeto diferente que aquel para el que fueron concebidas: asegurar el abastecimiento ante interrupciones del suministro. Segundo, si resulta eficaz como instrumento para rebajar los precios de forma duradera.

Respecto a lo primero, la Agencia ha basado la intervención en los efectos de la crisis libia, cuyos efectos ya han sido mencionados, aunque la magnitud de reservas liberadas puede parecer desproporcionada, como han denunciado varios miembros de la OPEP. El criterio para liberar reservas ha ido evolucionando con el tiempo y las circunstancias del mercado mundial, con nuevos actores ajenos a la AIE, como China y la India, y de criterios cuantitativos (una interrupción no menor del 7%) se ha pasado a una definición más laxa referida a la “percepción extendida de riesgo de una interrupción”. Pero el debate no se centra tanto sobre las esencias del concepto de reservas estratégicas como en las implicaciones prácticas de un descenso de las mismas ante nuevas eventualidades en los mercados del crudo, ya sean de tipo geopolítico o técnico. La situación de incertidumbre por la que atraviesan Oriente Medio y el Norte de África es una de las cuestiones aducidas por los defensores de la pureza en el uso de las reservas. Aún así, este aspecto no ha motivado mucha polémica, pues a nivel agregado los miembros de la AIE cuentan actualmente con un nivel de reservas superior al exigido por la AIE: 146 días de importaciones netas frente a los 90 exigidos por la Agencia.

Debe precisarse que la legislación española establece como existencias mínimas de seguridad 92 días de consumo de productos petrolíferos. En España, esas existencias suponían antes de la liberación 113,7 días de consumo, por lo que después de la misma seguirían por encima de los 92 días que recoge la ley. De esos 92 días, sólo 45 deben ser cubiertos por las reservas estratégicas mantenidas por CORES, mientras que el resto las mantienen los operadores bajo el control y supervisión de CORES. Esos 45 días son una cifra superior a la exigida por la AIE y, junto con las existencias de los operadores, parece ofrecer un margen confortable para el mercado español. Las obligaciones de la AIE se refieren a importaciones, reduciéndose en el caso español de 90 a 88 días. Las reservas españolas en esos términos se sitúan alrededor de los 97 días, también por encima de lo estipulado por la AIE. Además, a diferencia de lo ocurrido en EEUU, los 2,3 mb asignados a España se han liberado reduciendo las obligaciones en existencias de los operadores, dándoles un margen amplio de tiempo para reponerlas, probablemente un año. En España serán por tanto los operadores los que decidan la secuencia con que aplican (o no) esa reducción de sus obligaciones de reservas en función de sus estrategias empresariales. En EEUU las reservas liberadas pertenecen al Estado y están almacenadas en cavernas de su propiedad, se han subastado y los contratos se firmarán en la primera mitad de julio.

En relación al impacto sobre los precios del crudo, el mero anuncio por parte de la AIE hizo caer el Brent casi un 7% en apenas dos días, pero queda por ver si el efecto en los mercados es duradero. De hecho, los precios volvieron a subir con el principio de solución de la crisis de deuda griega y el consiguiente repunte del euro, de modo que el barril del Brent volvió a superar la franja de los 110 dólares a finales de junio para rozar los 114 dólares el 5 de julio, momento en que se ha realizado la revisión final de estas líneas. En principio, al tratarse de una inyección puntual y limitada a un mes, debería ayudar a relajar los mercados durante ese tiempo, pasado el cual o bien aumenta la producción o los miembros de la AIE deberán volver a liberar reservas. No obstante el efecto real se verá en los próximos días, cuando el crudo y los productos liberados empiecen a llegar a los mercados. Uno de los temores expresados por algunos observadores es que la medida pueda emplearse para aumentar los márgenes de refino de la industria, muy constreñidos en la actualidad. Aunque ello pudiera absorber parte del descenso en los precios no parece factible que pueda representar un porcentaje importante del mismo.

De hecho, la AIE contempla reevaluar la situación al mes de tomar la medida inicial y bien podría repetirla más adelante en condiciones de oportunidad, sin la cual la gota que supone en el consumo de crudo mundial puede ver su eficacia muy devaluada. Como en el ajedrez, la amenaza es a veces más fuerte que su ejecución. Más allá del impacto cuantitativo, la AIE ha demostrado a los halcones de la OPEP que está dispuesta a adoptar medidas extraordinarias si el cártel no responde a las necesidades de la demanda mundial de crudo. La cuestión es hasta qué punto ese mensaje puede transmitir la consistencia necesaria para variar las expectativas de los mercados y de los distintos miembros de la OPEP sin medidas de política energética de más amplio espectro (y mayor coste político) que puedan tomar el relevo de una medida que por su propia naturaleza es necesariamente coyuntural. Pero en ausencia de medidas de política energética nacionales es probable que la tentación de repetir la jugada en los próximos meses crezca o se disipe al ritmo de los precios del crudo.

Las reservas totales de los países miembros de la AIE suman unos 4.100 mb, de los cuales cerca de 1.600 mb son reservas estratégicas públicas mantenidas exclusivamente para propósitos de emergencia que responden a las exigencias de la Agencia de mantener 30 días de importaciones netas. Se trata sin duda de cantidades importantes que permiten nuevas acciones en el futuro, pero no ilimitadas: los 60 mb ahora liberados casi doblan los 34 mb inyectados en 1991 durante la Guerra del Golfo, pero apenas suponen 16 horas de la demanda global. De hecho, nuevas medidas similares serían difíciles de justificar en base a interrupciones de suministro (salvo que se produzcan nuevas incidencias) y aumentarían la reticencia de algunos de sus miembros a recurrir a ellas por motivos ajenos a los fundacionales. El dilema entre influir en los precios y mantener reservas capaces de reducir la vulnerabilidad física se haría así más agudo.

Entre los cálculos de los miembros de la AIE puede figurar la posibilidad de rehacer las reservas en el futuro a precios más moderados, lo que no deja de ser una decisión arriesgada si, por ejemplo, la situación geopolítica se deteriorase en Oriente Medio y el Norte de África. Pero ni siquiera eso puede ser necesario: dado que el consumo de crudo se está reduciendo en muchos países miembros de la Agencia, éstos necesitarán en el futuro menos reservas para cubrir los ratios exigidos, por lo que la operación probablemente constituya una venta neta de un crudo adquirido a precios probablemente más bajos. Dados los precios actuales del petróleo y el hecho de que los stocks se adquirieron a precios mucho más bajos que los actuales, los ingresos de esa venta pueden aliviar algo los deteriorados saldos presupuestarios de los países de la OCDE, pero para los mercados del crudo no deja de suponer una medida efímera. En el caso de España, las reservas liberadas pertenecen a los operadores, por lo que no tendrá implicaciones presupuestarias.

Otro de los argumentos apuntados para defender la medida es el de limpiar el mercado de lo que se considera un componente especulativo elevado, una preocupación de algunos miembros de la AIE que paradójicamente es uno de los recursos más frecuentes de la OPEP para no aumentar la producción en momentos de precios elevados. Evidentemente, mantener posiciones largas sobre el crudo tras la liberación de finales de junio y bajo la amenaza de futuras intervenciones puede reducir ese componente especulativo de los precios. Algunos críticos han apuntado que éstos ya se habían reducido en las últimas semanas, y que por tanto la medida era innecesaria, pero sus defensores explican que precisamente por eso, por realizarse con un mercado relativamente lejos de los máximos, la medida ha tenido efecto: en un mercado sobrecalentado el efecto de la liberación de reservas hubiese sido marginal. Evidentemente, este argumentario se exhibió antes de que los precios volviesen al nivel previo a la liberación.

En suma, los defensores de la medida ven muchos efectos benéficos y un momento oportuno, mientras que sus detractores le pronostican un efecto limitado sobre los precios en magnitud y tiempo. Una visión menos complaciente con las posturas políticas estima que la medida no constituye una política energética, aunque sólo sea porque con un único instrumento se pretende alcanzar objetivos muy diversos, y no puede sustituir a un diseño más consistente a largo plazo de los retos energéticos de los países miembros de la AIE. En cierto sentido, es una política energética por defecto. Pero existe cierto consenso acerca de que las expectativas parecen apuntar a un efecto moderado en los precios y limitado en el tiempo, aunque en un contexto de volatilidad y supuesta reducción de las posiciones especulativas. Sólo la evolución de los precios en las próximas semanas podrá mostrar hasta qué punto estas conjeturas resultan o no acertadas, así como qué parte de los cálculos que parecen implícitos en la decisión de la AIE se verifican y cuáles retornarán en breve plazo a la espera de una política energética más sólida.

Solidaridad AIE, solidaridad OPEP y solidaridades cruzadas

Desde la perspectiva de la ‘diplomacia petrolera’, la decisión de la AIE tiene al menos tres implicaciones. Primero, es una exhibición de solidaridad y voluntad de acción colectiva por parte de los consumidores de petróleo industrializados en un momento de serias dificultades económicas. Una segunda lectura de la medida, según la cual ésta supondría un ejercicio de solidaridad de EEUU con sus aliados europeos, más afectados por la interrupción libia abundaría en esta interpretación: la intervención podría también procurar reducir el diferencial de precios entre el barril de Brent, de referencia en Europa, y el West Texas Intermediate (WTI), que en el momento de escribir estas líneas superaba los 15 dólares. Debe matizarse que esa exhibición de solidaridad no puede ocultar las disensiones internas entre los países miembros sobre la oportunidad y adecuación de la medida. Forzar en exceso esa solidaridad, por ejemplo con una sucesión de nuevas intervenciones, podría afectar a la misma concepción fundacional de la AIE, que funciona por consenso.

En segundo término, la decisión de la Agencia debilita a la OPEP, al poner en evidencia y explotar a favor de los miembros de la AIE la menguante solidaridad entre sus miembros, al tiempo que fragiliza la posición de países como Irán y otros halcones de la organización. Las protestas de países como Argelia, Venezuela y Ecuador muestran hasta cierto punto quiénes se perciben a sí mismos como perdedores de la decisión. Finalmente, implica un fuerte golpe al diálogo OPEP-AIE entre productores y consumidores, consolidando solidaridades cruzadas alternativas entre los países miembros de la Agencia y algunos productores del CCG; es decir, básicamente entre EEUU y Arabia Saudí.

Las relaciones entre productores y consumidores se han visto así doblemente afectadas. Por un lado, la OPEP ha aparecido desconcertada ante unos consumidores que, por una vez, han tomado la iniciativa. Numerosos miembros de la OPEP criticaron duramente la decisión, incluyendo algunos representantes de las monarquías del golfo, que argumentaron que Kuwait y Arabia Saudí habían aumentado recientemente su producción y habían encontrado problemas para colocarla en las refinerías europeas. El secretario general de la OPEP, Abdalá Salem El-Badri, formuló algunas de las críticas más duras, aunque poco después de la liberación de reservas estratégicas, ya en un tono más conciliador, declaró su voluntad de dialogar con la AIE para evitar que “esto se repita”. Pero el daño parece hecho y la confianza, siempre escasa entre productores y consumidores, parece haber alcanzado un mínimo. Dicho esto, su ausencia no puede compensarse con la inexistencia del diálogo entre productores. De manera indirecta, la liberación de reservas estratégicas puede debilitar la posición saudí en el cártel, pues reduce su capacidad de influencia en el mercado, al menos a corto plazo. En este sentido, la medida puede valorarse de manera ambivalente por Arabia Saudí como un apoyo que espera contestación, sobre todo en la compleja situación de sus relaciones con EEUU.

Por otro lado, la tradicional alianza tácita entre Arabia Saudí y los consumidores se ha explicitado como sustitutivo casi definitivo de las relaciones de éstos con la OPEP. Esta apreciación puede ser apresurada si ello entraña una escalada entre los países de la AIE y la OPEP, aunque no cambie en la práctica gran cosa la configuración del régimen petrolero internacional. Dentro de la OPEP hay productores importantes para España, por motivos diferentes, como Irán (15% de las importaciones de crudo españolas), Nigeria (12%), Libia (hoy desaparecida pero que representaba cerca del 10% de las importaciones españolas de petróleo), Argelia (primer proveedor español de gas con precios indexados al crudo) y otros países con presencia de empresas españolas, como Venezuela, Ecuador, Argelia y Libia.

En cierto modo, la AIE ha justificado su actuación como una solución de transición hasta que Arabia Saudí y otros productores del CCG (básicamente Kuwait) aumenten su producción. Las dudas sobre la capacidad de Arabia Saudí para aumentar la producción en el corto plazo ha sido otro de los factores justificativos aludidos: dar tiempo a los saudíes para poner en el mercado los barriles prometidos. Ello presupone tanto la capacidad como la voluntad del país de aumentar su producción de manera significativa, aunque no quede claro que las preferencias de los países miembros de la AIE y los de Arabia Saudí converjan en los mismos niveles de precios. Respecto a lo primero, Arabia Saudí aumentó su producción en junio casi en 300.000 barriles respecto a mayo, pero ello no ha impedido que el precio medio de la canasta de crudo OPEP (calculado sobre los precios de doce calidades de crudo, una por cada país miembro) apenas se alterase entre mayo y junio, manteniéndose cerca de los 110 dólares.

En este contexto, el principal efecto de la primavera árabe estriba en que los precios del petróleo en que se basan los presupuestos de los productores de la región han subido considerablemente en 2011. Antes esos precios se estimaban en el rango de los 70-80 dólares por barril, compatibles con la recuperación mundial. Con el nuevo paquete preventivo fiscal saudí (estimado en un 22% del PIB) ese rango ha podido aumentar hasta los 85-100 dólares por barril, según diferentes conjeturas. Arabia Saudí puede preferir rangos de precios inferiores a los de, digamos, Argelia, pero para ambos países las expectativas y las necesidades fiscales han aumentado con las revueltas, y con ellas el suelo de las preferencias de precios.

En cambio, la ralentización de la recuperación económica y la fatiga fiscal y monetaria de la mayoría de los países industrializados tienden a reducir el umbral de precio del crudo asumible por sus gobiernos. Con todas las alarmas fiscales y monetarias encendidas, estos países entienden que una de las pocas herramientas restantes para salvar la recuperación pasa por beneficiarse de un impulso por el lado de la oferta en forma de caída de precios de la energía. Este enfoque de “último cartucho” parece demasiado apremiante para constituir buena política económica. Pero sobre todo resulta de una eficacia dudosa en el largo plazo y, como se ha visto por la evolución reciente de los precios, incluso también en el corto, aunque siempre se puede plantear el contrafactual de hasta dónde podrían haber llegado los precios en ausencia de la liberación de las reservas estratégicas.

El impacto de la primavera árabe y la crisis económica limitan, por tanto, los escenarios de acción colectiva entre productores y consumidores. Además de su impacto presupuestario, la primavera árabe ha reforzado la preferencia por la estabilidad y el statu quo de Arabia Saudí. El análisis de las relaciones del país con EEUU excede el propósito de estas páginas, pero sin obviar su complejidad se puede apuntar que han registrado tensiones importantes por su apoyo al derrocamiento de los ex presidentes de Túnez y Egipto. Aunque la alianza de petróleo por seguridad que ambos países se dispensan resulta insustituible para ambos, no lo es necesariamente a cualquier precio; y el que Arabia Saudí prefiere por su crudo puede haber subido en términos relativos si percibe un protección menguante, por ejemplo, contra las revueltas sociales, aunque no frente a Irán.

Conclusión:Como casi siempre en la geopolítica del petróleo, en el análisis final todas las consideraciones previas nos devuelven al punto de partida: la rivalidad entre Irán y Arabia Saudí, que marcan en buena medida las posiciones de la OPEP; y las relaciones entre ésta y EEUU, principal exportador y consumidor mundial, respectivamente, buena parte de las cuales giran precisamente alrededor de la contención de Irán. Este delicado equilibrio regional se ha visto complicado por la situación de inestabilidad de la región, pero la relación de fuerzas no ha variado gran cosa.

Más allá de la geopolítica, la liberación de reservas ha tenido un efecto inmediato e importante en los mercados, como ya ocurrió en las ocasiones anteriores en que fue empleada, aunque en esta ocasión pueda tener un carácter más efímero dada la complejidad de la situación, como muestra el retorno a los niveles de precios previos al anuncio de la intervención (pero inferiores a los previos a los rumores y primeros avisos). Aunque haya conseguido limpiar el mercado de algunas operaciones de especulación, resulta dudoso que logre cambiar la dinámica de unos mercados cuyas grandes tendencias de fondo siguen a los fundamentales que marcan la evolución de la oferta y la demanda: y según las diferentes proyecciones, en los próximos trimestres seguirán faltando barriles. En ese sentido, la medida no constituye una política energética consistente en el tiempo y no parece que pueda alterar mucho los grandes escenarios de oferta y demanda a largo plazo. No obstante, deberá seguirse con atención la respuesta de los mercados cuando los barriles liberados empiecen a llegar a los consumidores en las próximas semanas antes de poder evaluar la situación de manera más rigurosa.

Lo que sí ha cambiado es que los miembros de la AIE han decidido tomar la iniciativa con medidas inéditas hasta la fecha, hasta el punto de que resulta necesario plantearse si esto supone una nueva etapa para la AIE y en qué podría consistir. Pese a los alegatos contra la especulación, la medida pretende presionar a la OPEP y señalar que los países industrializados esperan el aumento de producción de Arabia Saudí. Han puesto la decisión de los saudíes en el foco de la discusión y le han pasado el mensaje de que quedan a la espera, aunque al mismo tiempo hayan podido reducir su capacidad de negociación con los halcones del cártel. Ahora sólo falta esperar que ese aumento de producción se materialice y cuál es su magnitud e impacto sobre la evolución del mercado. Las restricciones marcadas por la posición de la OPEP y la decisión de los miembros de la AIE pueden limitar el margen de maniobra saudí a corto plazo, pero la prioridad de la monarquía se sitúa en la estabilidad a largo plazo. Por ello, su principal restricción es atender las demandas sociales para evitar movilizaciones como las surgidas en sus vecinos, y este segundo cambio tal vez sea el más significativo.

De nuevo habrá que esperar a ver qué es capaz de hacer esta vez Arabia Saudí, pero por primera vez desde hace tiempo también deberán seguirse con igual atención las actuaciones de la Agencia.

NOTAS:
[1] Sobre el impacto de la situación en Libia véase G. Escribano (2011), “Energía en el Norte de África: vectores de cambio”, Documento de Trabajo, nº 13/2011, Real Instituto Elcano, 6/VII/ 2011.

[2] G. Escribano (2011), “Primavera en Viena”, Nota nº 36, Observatorio: Crisis en el Mundo Árabe, Real Instituto Elcano, 20/VI/2011.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

miércoles, junio 22, 2011

La OTAN en Libia

Por Félix Arteaga, investigador principal de Seguridad y Defensa en el Real Instituto Elcano y director del Grupo de Trabajo dedicado al seguimiento de las Misiones Internacionales de las Fuerzas Armadas españolas (REAL INSTITUTO ELCANO,21/06/11):

Tema: Desde el 31 de marzo de 2011 la OTAN se ha hecho cargo de las operaciones militares en Libia derivadas de las resoluciones 1070 y 1973 del Consejo de Seguridad de Nacionales Unidas.

Resumen: La OTAN se hizo cargo de las operaciones militares en Libia a partir del 31 de marzo de 2011, 12 días después de que comenzaran bajo mando estadounidense primero, y de una coalición internacional después. El relevo vino obligado por la incapacidad de los miembros de la coalición para relevar a EEUU y estuvo acompañado de divergencias sobre el papel que debía tener la OTAN en la gestión militar de la crisis, unas divergencias que no han cesado de evidenciarse aunque, poco a poco, la OTAN ha ido haciéndose con el mando y el control de las operaciones. Para explicar su actuación, la OTAN ha desarrollado una narrativa que soterra las divergencias que surgen sobre los objetivos, duración y medios de este conflicto. Este ARI estudia las luces de la operación que se refieren a la conducción militar de las operaciones, protegiendo a la población, debilitando progresivamente la capacidad militar del régimen de Gadafi y tratando de evitar los daños colaterales. Entre las sombras se analiza la instrumentalización de la OTAN por Francia, el Reino Unido y EEUU para implementar su interpretación de las resoluciones del Consejo de Seguridad, la parcialidad de la intervención aliada y los daños causados a la Alianza por el desfase entre la deficiente dirección política y la ejecución militar de la OTAN.

Análisis: El antiguamente denominado “flanco sur” de la OTAN no se encontraba entre las principales preocupaciones de la Alianza Atlántica cuando actualizó su Concepto Estratégico en la cumbre de Lisboa de noviembre de 2010. A pesar de los esfuerzos españoles, el Mediterráneo no recibió una atención especial y la relación con los países árabes vecinos se igualó a la que se prestaba a otros más lejanos. El relanzamiento del Diálogo Mediterráneo y de la Iniciativa de Cooperación de Estambul tampoco figuraba entre sus prioridades y los cambios en los países árabes sorprendieron a los aliados. El levantamiento –y su represión violenta– comenzaron el 17 de febrero y fueron creciendo en intensidad durante los días siguientes. A pesar de ello, la OTAN no se ocupó de la situación en Libia hasta el 25 de febrero de 2011. El día antes, el secretario general de la OTAN, Anders F. Rasmussen, manifestó que la OTAN no tenía planes de intervención porque la situación en Libia no era una amenaza directa para la Alianza y sus Estados miembros, aunque para entonces muchos nacionales de esos países residentes en Libia se encontraban ya en medio de un enfrentamiento armado entre las fuerzas leales a Gadafi y los rebeldes. El secretario general Rasmussen cambió de opinión al día siguiente y convocó una reunión de emergencia afirmando que lo que ocurría en Libia preocupaba a todos. No existiendo sobre el terreno ningún hecho relevante, la preocupación súbita podría responder a la iniciativa franco-británica de imponer sanciones al régimen de Gadafi, una posición a la que se sumó, con dudas, el presidente Obama y que condujeron a la resolución 1970. Tras la aprobación de esta resolución, se especuló con la posibilidad de que la OTAN pudiera participar en la creación de una futura zona de exclusión, pero las fuerzas rebeldes parecían ser capaces de acabar con el régimen de Gadafi y la OTAN no adoptó ninguna decisión concreta aunque su sistema de gestión de crisis ya seguía el desarrollo de los acontecimientos.

El primer ministro británico, David Cameron, fue el primero en predicar con el ejemplo y el 28 de febrero ordenó a sus mandos militares la evaluación de una zona de no exclusión, y el primer ministro francés, François Fillon, se mostraba partidario de que la OTAN sopesase implicarse “en una guerra civil al sur del Mediterráneo”. Mientras algunos países miembros desarrollaban operaciones navales y aéreas, a título individual, para extraer a sus nacionales de Libia, algunas unidades navales de EEUU se desplazaban a la zona para respaldar una gama de opciones más amplia, ya que el presidente de EEUU, Barack Obama, no tenía decidido qué hacer y los responsables militares y de inteligencia mostraban reservas sobre la idoneidad de una intervención armada, dadas las limitadas capacidades militares disponibles –empeñadas en otros escenarios bélicos– y la falta de intereses nacionales en juego.

Las opciones militares siguieron en estudio mientras que en la guerra civil sobre el terreno, y contra todo pronóstico, las fuerzas leales a Gadafi dieron la vuelta a la situación y se presentaron a las puertas de Bengasi. Fue entonces cuando Francia y el Reino Unido optaron por una intervención militar, incluso unilateral, y presionaron a la dubitativa Presidencia estadounidense a unirse a ellos a la búsqueda de una resolución habilitante del Consejo de Seguridad que legitimar su intervención si era posible. La determinación política de los tres líderes pesó más que las consideraciones geopolíticas y su diplomacia se movilizó para recabar todos los apoyos posibles entre los miembros de la OTAN, la UE, la Liga Árabe, la Unión Africana y otras para solicitar una zona de exclusión aérea ante el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.

La OTAN siguió evaluando la situación y el día 7 de marzo sus AWACS reforzaron la vigilancia área, mientras las tropas leales a Gadafi comenzaban a inclinar la balanza de su lado. En su reunión de los días 10 y 11 de marzo, los ministros de Defensa de Turquía y Francia se opusieron, por distintas razones, a una implicación de la OTAN en la hipotética zona de exclusión aérea que se pedía, y dejaron cualquier planeamiento a expensas de la aprobación de la resolución. El mismo día 11 Francia reconoció unilateralmente al Consejo Nacional libio y dos días después los tres mentores de la intervención presentaron una propuesta al Consejo de Seguridad que iba más allá de la zona de exclusión negociada con sus aliados.

A pesar de la presión diplomática de los tres y aunque ningún miembro del Consejo de Seguridad deseaba cargar con la hipotética responsabilidad de una matanza de civiles en Bengasi, la resolución 1973 no salió como esperaban sus promotores. Para evitar el veto y conseguir la mayoría necesaria, tuvieron que admitir cambios en su propuesta y admitir la limitación de que la intervención no implicaría la ocupación del terreno. En su lugar, el mandato de la resolución incluye, por este orden, un alto el fuego, la búsqueda de una solución política, una zona de exclusión aérea y la protección de los civiles frente a ataques o amenazas. Los promotores de la operación conocían por experiencias anteriores que un mandato redactado en esos términos complicaba extraordinariamente su ejecución, ya que sin la ocupación militar del terreno es difícil garantizar el éxito de la misión. La zona de exclusión aérea podría servir para proteger a los civiles pero no para revertir la situación militar en beneficio de los rebeldes, un objetivo que anidaba en la voluntad de los tres promotores, pero que no consta en el mandato de la resolución 1973. Sin embargo, los promotores se dispusieron a implementar la resolución confiando en su capacidad militar para librar una campaña rápida y fulminante.

El 19 de marzo comenzaron las operaciones sin otra participación de la OTAN que una acumulación de medios navales frente a las costas libias. Aunque la zona de exclusión aérea se impuso sin apenas oposición, pronto quedó claro que algunos miembros de la coalición empleaban “todos los medios a su alcance” para fines distintos de lo previsto, tal y como denunciaron al día siguiente representantes de la Liga Árabe, la Unión Africana y miembros abstencionistas del Consejo de Seguridad. Los días posteriores crecieron las dudas sobre los objetivos, liderazgo, estructura de mando y duración de la operación militar y se multiplicaron cuando el presidente Obama anunció el 21 de marzo su deseo de transferir el mando de la misión (hasta entonces estaban bajo el mando estadounidense del AFRICOM en Europa que no pertenece a la OTAN). El 22 de marzo comenzaron los debates entre aliados sobre si la OTAN debería o no asumir el mando de las operaciones, oscilando las posiciones contrapuestas en un abanico que iba desde Francia, que quería subordinar la actuación militar a la dirección política del Grupo de Contacto; a Alemania y Turquía que se negaban al traspaso o al Reino Unido e Italia, que pedían el control total. Al retirarse EEUU del liderazgo de la operación, la única forma de continuarla era su relevo por la OTAN ya que sólo ésta dispone de la infraestructura de teatro necesaria para garantizar el mando y control de las operaciones, unos medios de los que carecen Francia y el Reino Unido. Finalmente, la OTAN controla las operaciones militares desde el 31 de marzo de 2011 (con la excepción de las operaciones francesas que se realizan desde el portaviones Charles de Gaulle).

Narrativa y realidad en la guerra de Libia

Casi tres meses después de hacerse cargo de las operaciones la OTAN, la guerra continúa y a pesar del progresivo debilitamiento de las fuerzas leales a Gadafi, ni los rebeldes ni la OTAN han conseguido poner fin al régimen libio o a los enfrentamientos. El estancamiento de los frentes, el alargamiento de la guerra, el esfuerzo militar y económico de las operaciones han acentuado las tensiones latentes hasta el punto de que el secretario de Defensa estadounidense, Robert Gates, calificó el futuro de la Alianza como “oscuro, si no negro” y denunció, dentro y fuera del Consejo Atlántico de Bruselas, la falta de colaboración de los aliados y la desproporción de sus contribuciones.[1]

Las quejas del principal miembro de la Alianza contrastan con la normalidad con la que la narrativa venía presentando hasta entonces las operaciones y revela un desfase entre el discurso oficial y la realidad. Según la narrativa oficial, la OTAN está desarrollando una operación militar para proteger a los civiles libios de acuerdo con las resoluciones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que va avanzando progresivamente hacia sus objetivos. No obstante, algo debe ocurrir para que el discurso oficial encuentre tantas dificultades para progresar. En primer lugar, y aunque parezca sorprendente, la operación Unified Protector no es propiamente una operación de la OTAN, sino una operación que la OTAN desarrolla por delegación de un grupo de países que se han hecho cargo de implementar la resolución citada. La diferencia estriba en que las decisiones sobre las operaciones en lugar de tomarse al más alto nivel posible, el del Consejo Atlántico a nivel de ministros de Exteriores o de Defensa, se hace al nivel más bajo posible: Comité Militar y sesión de embajadores del Consejo Atlántico (la primera reunión de los ministros de Exteriores –donde se fijaron los objetivos de las operaciones– tuvo lugar el 14 de abril en Berlín). Tampoco se dispone de un Consejo Atlántico reforzado a nivel de embajadores ni de un Comité de Contribuyentes, por lo que la OTAN no dispone de una adecuada dirección estratégica de la intervención, sus autoridades políticas mantienen un perfil bajo y se limitan a la conducción político-militar de las operaciones.

Tampoco puede considerarse como una actuación colectiva una operación en la que sólo participan 14 de sus 28 miembros, y de los cuales participan en los ataques a tierra EEUU, el Reino Unido, Francia, Noruega, Dinamarca, Italia y Bélgica, mientras que los Países Bajos, Polonia, Turquía y España sólo participan en la zona de exclusión aérea. Su distinto nivel de compromiso y esfuerzo con la OTAN, al que aludía el secretario Gates, refleja que la OTAN no está funcionando en Libia como una alianza política y militar, sino como “caja de herramientas” (toolkit box) a la que sus miembros recurren para desarrollar acciones militares de su interés y seleccionan las aportaciones que precisan. La pericia de los diplomáticos y militares hace funcionar esta subcontratación de la estructura de mando de la OTAN a las orientaciones de un Grupo de Contacto pero no puede suplir la falta de una dirección estratégica clara y unificada y se evidencia un desfase entre los objetivos estratégicos y los militares de la misión.

En segundo lugar, no cabe duda de que la operación de la OTAN sirve para proteger a los civiles libios. Si la operación Odisea del Amanecer evitó una posible masacre en Bengasi, las operaciones de la OTAN también están protegiendo a la población civil y facilitando la llegada de asistencia humanitaria. Sin embargo, la OTAN también protege a civiles armados y a militares rebeldes que combaten en un conflicto interno, lo que significa que actúa con parcialidad. Contra la opinión del Comité Internacional de la Cruz Roja, la Unión Africana, el fiscal de la Corte Penal Internacional y el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, entre muchos otros, la narrativa de la OTAN sigue ignorando la existencia de un conflicto interno y sólo habla de civiles. Esta negación de la realidad sirve para no acentuar las tensiones entre quienes quieren evitar los efectos de la guerra sobre la población y quienes tienen como objetivo –adicional o primigenio– apoyar a una de las partes en conflicto. La negación provoca un daño colateral sobre el principio de la “responsabilidad de proteger”, ya que su reconocimiento está vinculado a la indefensión de la población civil frente a la represión de sus gobiernos. Proteger a unos “civiles” más que a otros, deslegitima en parte la intervención en Libia y crea dudas sobre si la “responsabilidad de proteger” era una convicción o una excusa, especialmente cuando ese principio no se aplica para proteger a una población como la siria que está padeciendo una represión interna superior a la constatada en Libia cuando se produjo la intervención. Por otro lado, la guerra sigue incrementando el número de los damnificados entre la población libia y el alargamiento de la guerra acentuará ese sufrimiento. No existen datos oficiales sobre las victimas y heridos de los enfrentamientos, pero si cuando empezó la operación se barajaban cifras en torno a centenares de muertos, ahora las fuentes barajan miles de ellos. Según datos de la Oficina de Coordinación de la Asistencia Humanitaria de Naciones Unidas, si a 20 de marzo habían abandonado el país 320.423 personas, según datos posteriores de la Organización Internacional para las Migraciones, el total acumulado el 18 de abril era de 543.532, y a 30 de mayo el nivel era de 900.923, lo que supone que la guerra ha triplicado su número. Además, si hasta mediados de junio las operaciones de ataque a tierra apenas produjeron daños colaterales entre los rebeldes, la escalada de bombardeos de junio ha producido ya las primeras víctimas civiles en Trípoli y ofrecido a Gadafi la foto que buscaba de la OTAN: atacando y matando a civiles libios.

En tercer lugar, es cierto que la OTAN está actuando bajo las resoluciones del Consejo de Seguridad cuando lleva a cabo el embargo naval, la exclusión aérea y la protección de civiles frente a ataque o amenazas como organización militar, pero las resoluciones tenían otros objetivos que la dirección político-estratégica de esa organización no está atendiendo con el mismo interés. Las resoluciones pedían un embargo para todo armamento destinado a Libia, y a pesar del éxito del bloqueo naval impuesto, ni la OTAN ha impedido que sigan llegando armas a los “civiles” de Misrata por mar regularmente ni la OTAN y los países vecinos han podido evitar el flujo de armas, combatientes y suministros para sostener el enfrentamiento entre leales y rebeldes. Las resoluciones también pedían una solución política al conflicto y ésta no se ha logrado a pesar de varios intentos de mediación, aunque es una responsabilidad que no debe atribuirse a la OTAN. Descalificados como interlocutores Gadafi, sus familiares y colaboradores directos y remitidos para encausamiento a la Corte Penal Internacional desde la primera resolución, los coligados no han tenido el éxito o la intención de llegar a ningún acuerdo político con Gadafi y quienes le apoyan. El Consejo Nacional de Transición, más interesado que ellos en la caída del régimen gadafista, se ha negado a atender las ofertas de mediación recibidas y, ya que el autócrata se niega a exiliarse por falta de garantías e interés, se hace inviable la negociación de una salida política o de un alto el fuego, lo que prolonga una guerra de desgaste.

El multilateralismo ha sido también otra víctima de daños colaterales en Libia porque las decisiones de Naciones Unidas y de la OTAN obedecen más a la instrumentalización de esos foros multilaterales por agrupaciones de miembros influyentes que a procedimientos colectivos y solidarios de participación. La resolución 1973 delega en manos de aquellos que toman “todas las medidas necesarias” decidir cuáles han de ser estas. En el caso de Libia, la dirección estratégica de las operaciones recae efectivamente sobre los tres patrocinadores de la intervención, aunque estos se amparen en la cobertura multilateral para legitimar sus decisiones. En contrapartida a que las organizaciones multilaterales de seguridad y defensa sean lideradas por unos pocos, el resto decide libremente su contribución. Tiene razón el secretario Gates cuando denuncia la desigualdad de contribuciones en la OTAN, en general, y en Libia, en particular, pero la organización conocía muy bien las contribuciones y las reservas de cada aliado desde el principio de la operación, por ello no participó el Consejo Atlántico. Si entonces no se pusieron reparos, es porque en ese momento era más importante lograr el consenso de todos los Estados miembros que realizar un buen análisis de riesgos: el desfase entre las capacidades necesarias y las aportadas. Así que si ahora se echan en falta esas capacidades, en lugar de criticar a quienes han contribuido como España o Turquía según se comprometieron, deberían practicar la autocrítica por poner en marcha una operación sin una valoración adecuada de la misma.

Conclusión

Los efectos de la guerra libia sobre la OTAN

La guerra de Libia, como las de Afganistán, Kosovo y los Balcanes han ido agravando las contradicciones estructurales de la Alianza Atlántica, aunque su organización militar ha demostrado ser un instrumento eficaz. Las diferencias en materia de cultura estratégica, en el nivel de esfuerzo militar y presupuestario o en los intereses de seguridad afectan a la eficacia de la organización pero sobre todo afectan a la solidaridad y cohesión política. Sobre el terreno, las operaciones progresan aunque una intervención que iba a durar unos días se ha prolongado, de momento, hasta septiembre de 2011. La OTAN ha incrementado el ritmo de sus operaciones y eso ha acentuado el estrés operacional de los equipos y tripulaciones, poniendo en apuros a países como Bélgica y Canadá que están al límite de sus capacidades aéreas y acentuando las diferencias entre sus contribuciones (Noruega y Dinamarca han ofrecido el 12% de los aviones de ataque a tierra y se han hecho cargo de un tercio de los blancos). Los costes presupuestarios también se dispararan y su coste medio diario, aproximado, alcanza el millón de euros para Francia, unos 2 millones de euros para el Reino Unido y 4 millones de euros para EEUU. El esfuerzo militar en Libia, añadido al realizado en otros escenarios geográficos está poniendo a prueba la capacidad de la OTAN para sostener una acción militar prolongada (a 20 de junio la OTAN ha realizado 11.781 salidas y de ellas 4.469 de ataque a tierra).

Para acelerar la conclusión de la guerra, la OTAN sólo puede incrementar el número de sus ataques aéreos, lo que no es fácil porque no hay nuevos países que quieran participar en los ataques a tierra y porque aumenta la fatiga de las tripulaciones, los riesgos de errores y el vaciamiento de los stocks de municiones. Otra alternativa sería la de poner tropas sobre el terreno, pero de momento la OTAN no desea hacerlo aunque el despliegue de asesores y helicópteros, así como la preparación de misiones humanitarias podría encubrir la voluntad de hacerlo. También se ha rechazado hacerlo después de la caída de Gadafi, limitándose la OTAN a mostrar su disponibilidad para contribuir a la reforma del “sector de la seguridad” si Naciones Unidas se lo pide pero, como muestran experiencias recientes, no es posible estabilizar ni reformar la seguridad sin ocupar el terreno con fuerzas suficientes. La tercera posibilidad es que el régimen de Gadafi se desmorone, su líder perezca en algún bombardeo o que se le agoten los fondos y suministros con los que mantiene la actividad de sus tropas.

En conjunto, las operaciones funcionan bien aunque las fuerzas leales a Gadafi no necesitan derrotar a los rebeldes apoyados por la OTAN para ganar la guerra, les basta con no ser derrotados. La narrativa también funciona bien porque todos deseamos que se acabe el régimen de Gadafi cuanto antes y el pragmatismo en la política internacional acaba llevando a que los fines justifiquen los medios. Progresivamente se va reconociendo al Consejo Nacional de Transición –sean cuales sean sus miembros e intenciones– y se comienza a preparar el día siguiente para Libia tras la caída de Gadafi. Mientras, corre el tiempo que Gadafi y la OTAN creen que juega a su favor, aunque será ese tiempo el que diga si se ha jugado bien o mal a favor de Libia.

[1] Discurso ante la Security and Defence Agenda de Bruselas del 10 de junio de 2011, accesible en http://www.defense.gov/speeches/speech.aspx?speechid=1581.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona