lunes, febrero 21, 2011

¿Egipto puede convertirse en una verdadera democracia?

Por Michael Mandelbaum, profesor de Política Exterior Norteamericana en la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados Johns Jopkins (SAIS) en Washington D.C., y autor de Democracy’s Good Name: The Rise and Risks of the World’s Most Popular Form of Government (Project Syndicate, 14/02/11):

La renuncia de Hosni Mubarak como presidente de Egipto marca el inicio de una etapa importante en la transición de ese país hacia un nuevo sistema político. Ahora bien, ¿la transición política en definitiva conducirá a la democracia?

No podemos saberlo con certeza, pero, en base a la historia de gobierno democrático, y a las experiencias de otros países –el tema de mi libro, El buen nombre de la democracia: el ascenso y los riesgos de la forma de gobierno más popular del mundo-, podemos identificar los obstáculos que enfrenta Egipto, así como las ventajas con las que cuenta, a la hora de construir democracia política.

Para entender las perspectivas democráticas de cualquier país es preciso empezar con una definición de democracia, que es una forma híbrida de gobierno, una fusión de dos tradiciones políticas diferentes. La primera es la soberanía popular, el régimen del pueblo, que se ejercita a través de elecciones La segunda, más antigua e igualmente importante, es la libertad.

La libertad se presenta en tres varintes: libertad política, que adopta la forma del derecho de los individuos a la libre expresión y asociación; libertad religiosa, que implica libertad de adoración a toda fe; y libertad económica, que está representada en el derecho a la propiedad.

Las elecciones sin libertad no constituyen una democracia genuina, y aquí Egipto enfrenta un serio desafío: su grupo mejor organizado, la Hermandad Musulmana, rechaza la libertad religiosa y los derechos individuales, especialmente los derechos de las mujeres. El vástago de la Hermandad, el movimiento palestino Hamas, ha establecido en la Franja de Gaza una dictadura brutal e intolerante.

En condiciones de caos, que Egipto podría enfrentar, el grupo mejor organizado y más implacable es el que suele tomar control del gobierno. Este fue el destino de Rusia después de su revolución de 1917, que llevó a los bolcheviques de Lenin al poder y condenó al país a 75 años de régimen totalitario. De la misma manera, la Hermandad Musulmana podría apropiarse del poder en Egipto e imponer un régimen mucho más opresivo que el de Mubarak.

Aún si Egipto evita el control de los extremistas religiosos, la anatomía de dos partes de la democracia hace un progreso rápido y tranquilo hacia una problemática del sistema democrático. Mientras que las elecciones son relativamente fáciles de llevar a cabo, la libertad es mucho más difícil de establecer y sostener, ya que requiere instituciones –como un sistema legal con tribunales imparciales- de las que Egipto carece, y lleva años construir.

En otros países que se han vuelto democracias, las instituciones y prácticas de libertad muchas veces surgieron del funcionamiento de una economía de libre mercado. El comercio alienta los hábitos de confianza y cooperación de los que depende una democracia estable. No es accidental que una economía de libre mercado antecediera la política democrática en muchos países en América Latina y Asia en la segunda mitad del siglo XX.

Aquí, también, Egipto corre con desventajas. Su economía es una variante del capitalismo amiguista, en el que el éxito económico depende de las propias conexiones políticas, y no de la competencia meritocrática del libre mercado de la que crece la libertad.

Egipto sufre otra desventaja política: es un país árabe, y no hay democracias árabes. Esto importa, porque los países, al igual que los individuos, tienden a emular a otros a los que se parecen y admiran. Después de derrocar al comunismo en 1989, los pueblos de Europa central gravitaron hacia la democracia porque esa era la forma prevaleciente de gobierno en los países de Europa occidental, con los que se identificaban fuertemente. Egipto no tiene un modelo democrático semejante.

Sin embargo, Egipto está en mejores condiciones para abrazar la democracia que los otros países árabes, porque los obstáculos a la democracia en el mundo árabe son menos extraordinarios en Egipto que en otras partes. Otros países árabes –Irak, Siria y Líbano, por ejemplo- están marcadamente divididos en líneas tribales, étnicas y religiosas.

En las sociedades divididas, el grupo más poderoso muchas veces no está dispuesto a compartir el poder con los demás, lo que resulta en una dictadura. Egipto, en cambio, es relativamente homogéneo. Los cristianos, que representan el 10 % de la población, son la única minoría considerable.

El petróleo que los países árabes del Golfo Pérsico tienen en abundancia también funciona en contra de la democracia, ya que crea un incentivo para que los gobernantes retengan el poder indefinidamente. Los ingresos petroleros les permiten sobornar a la población para que se mantenga políticamente pasiva, a la vez que desalientan la creación del tipo de sistema de mercado libre que alimenta la democracia. Afortunadamente para sus perspectivas democráticas, Egipto sólo tiene reservas muy modestas de gas natural y petróleo.

El hecho de que el gran movimiento de protesta que se materializó repentinamente hasta ahora haya sido un movimiento pacífico también cuenta como una ventaja para construir democracia. Cuando un gobierno cae violentamente, el nuevo régimen normalmente gobierna por la fuerza, no mediante procedimientos democráticos, aunque más no sea para mantener a raya a aquellos que derrotó.

La causa de la democracia en Egipto tiene otro activo, el más importante de todos. La democracia requiere de demócratas –ciudadanos convencidos del valor de la libertad y la soberanía popular, y comprometidos con su establecimiento y preservación-. Los sentimientos políticos de muchos de los cientos de miles de personas que se reunieron en la plaza Tahrir del Cairo en las últimas tres semanas dejan escasas dudas de que quieren la democracia, y están dispuestas a trabajar y hasta sacrificarse por ella.

Si son lo suficientemente numerosos, si tienen los suficientes recursos, si son lo suficientemente pacientes, lo suficiente inteligentes y lo suficientemente valientes –y si tendrán la suerte suficiente para lograrlo- es un interrogante que sólo el pueblo de Egipto puede responder.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

Con menos de dos euros al día

Por Miguel Ángel Liso, periodista (EL PERIÓDICO, 14/02/11):

Egipto. Un millón de kilómetros cuadrados. Ochenta millones de habitantes. Más de la mitad de su población vive con menos de dos euros al día. Sistema republicano adulterado. Dictadura feroz. El 4 de junio del 2009, Barack Obama visitó oficialmente ese país, uno de sus principales aliados en la zona. Y algo de lo que ha pasado este fin de semana histórico en Egipto, con la caída de Hosni Mubarak tras tres décadas de poder absoluto, consentido, por cierto, por Occidente, debió intuir el presidente de EEUU cuando, desde el mismo El Cairo, lanzó al mundo árabe un mensaje en defensa de la democracia, la libertad y la dignidad de las personas. «Los gobiernos que defienden los derechos humanos son más estables, tienen más éxito y son más seguros», dijo.

Fue un mensaje atrevido, teniendo en cuenta que iba dirigido a esa veintena de países que forman la Liga Árabe y donde ni uno solo de sus miembros se parece ni por asomo a una democracia homologable a cualquiera de las occidentales. Ese mensaje se perdió aparentemente en el éter arábigo. No se volvió a hablar de democracia, ni de transiciones pacificas. Se impuso un silencio mortal, fruto de esa hipocresía de las relaciones internacionales, donde los intereses estratégicos militares y económicos priman más que el respeto a los derechos humanos.

Pero el mensaje no cayó en saco roto, ante la más que probable incredulidad del propio Obama. Al final, casi dos años después de ese discurso, por sorpresa, sin planificaciones previas, el pueblo egipcio, y solo el pueblo egipcio, sin líderes a la cabeza que les arengaran, harto y desesperado de su extrema pobreza y de la falta de libertades, ha logrado, con sus revueltas populares, pacíficas y tenaces, derrocar al dictador. Y Occidente, que intuyó el principio del fin de esta historia, se ha apresurado a proclamar la necesidad de una transición de Egipto hacia la democracia, expiando así su torpeza de haber patrocinado durante décadas un régimen detestable bajo la excusa de su papel de contención del terrorismo yihadista.

EEUU y Europa ya no pueden dar la espalda a esta revolución, que ojalá sea pacífica, y tienen ahora mismo una enorme responsabilidad con el país de las pirámides y con el mundo árabe en general. Tienen que apoyar sin recelos, y no solo por el papel estratégico mundial del canal de Suez, el camino que conduce de una dictadura déspotica a una democracia real. No será fácil. No olvidemos que Egipto, pese a lo sucedido, sigue siendo una dictadura militar que funciona ininterrumpidamente desde la caída, en 1952, del último monarca títere de los británicos. Y Mubarak ha encabezado tres décadas caracterizadas por una brutal esterilización de cualquier disidencia política o ideológica.

La persona que ha tomado ahora las riendas del Ejército y responsable, en teoría, de encauzar la supuesta transición hacia un sistema democrático es el general Tantaui, un íntimo colaborador de Mubarak y, por tanto, corresponsable del potente aparato represivo del Estado autocrático egipcio. Bien es cierto que durante las revueltas populares ha actuado con suma inteligencia, aparentando entender las exigencias del pueblo.

Ese papel predominante del Ejército egipcio, acostumbrado a tutelar el país en todos sus ámbitos, junto a la castración política que ha conducido a la casi total desarticulación de la sociedad civil, dificultará cualquier salida pactada. Pero, sea como sea, Egipto requiere una revolución tranquila, una transición democrática que pasa indefectiblemente por la unidad de todos los opositores, desde los seguidores del premio Nobel de la Paz Mohamed El Baradei hasta los Hermanos Musulmanes. Entre todos -incluidos los militares- necesitan tejer una nueva sociedad que sirva de referencia a todo el mundo árabe. Los egipcios, naturalmente, pueden conseguirlo y todos esos países civilizados que han transigido injustificadamente con las dictaduras árabes durante ya demasiado tiempo deben ayudar.

Occidente tiene que hacer esta vez muy bien sus tareas, porque la mecha que se prendió en Túnez, con la desesperada inmolación de un vendedor ambulante, es más que probable que incendie todo el mundo árabe -22 países- y que se propague desde el vecino Egipto a toda la región MENA (según sus siglas en inglés) integrada por el norte de África y Oriente Medio. Los 350 millones de árabes no solo no han podido cosechar los beneficios de la globalización, sino que se enfrentan a una forzada modernización plagada de complicados retos.

Un estudio del Fondo Monetario Internacional (FMI) pone en cifras la magnitud del esfuerzo que MENA tiene que realizar antes del 2020: crear 18 millones de nuevos empleos, cosa que solo será posible con un crecimiento económico elevado y sostenible y un aumento del nivel de renta. Como he escrito al principio, solo en Egipto, la mitad de la población, unos 40 millones de personas, sobrevive con menos de dos euros diarios. En muchos países árabes la situación es peor. Al final, todo se entiende.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

How America is doing compared to the rest of the world

By William Antholins and Martin Indyk, respectively, managing director and director of the foreign policy program at the Brookings Institution (THE WASHINGTON POST, 13/02/11):

In the past month, President Obama has pressed the autocratic president of our most important Arab ally to heed the demands of his people and step down, established a workman-like relationship with China’s president, and delivered a State of the Union address that sought to “win the future.” Taken together, these critical events highlight the complexity of America’s global leadership dilemma: whether to cooperate or to compete; whether to partner with some autocrats while pressuring others. Over the past three decades, American presidents have found their ability to deal with these dilemmas affected by the shifting balances of relative power in the international system. In the seventh “How We’re Doing” Index, experts at the Brookings Institution explored some of the key data behind our leading partners and competitors.

During the state visit by Chinese President Hu Jintao, it was easy to imagine that world politics and global economics had been reduced to a two-power game between a democratic America and an authoritarian China. But the reality is much broader.

Despite talk of American decline, the United States remains the world’s largest national economy, at over $14 trillion per year, with a very high per capita income: $41,000. Right next to us is the oft-ignored European Union. The combined economy of their 27 member countries is actually $2 trillion per year larger than ours. And while newer members from Eastern Europe are on average poorer, they will continue to grow. Overall, the Western alliance still leads.

China’s extraordinary transformation, with its advanced infrastructure and rising living standards, is well known. But since 1980, emerging democracies such as Brazil, Mexico, South Korea and Turkey have made their own great leaps forward. China’s average income per capita – at just over $6,000 – is still only about half that of Mexico and Turkey and one-seventh that of the United States. In the past decade India, too, has made dramatic reforms and is quickly making up ground.

Meanwhile, non-democracies with heavily constrained market economies, such as Egypt, continue to falter with low economic output, high inflation and high population growth. In all likelihood, emerging and established democratic powers will shape global economics and politics well into the next century. Unless the Arab world makes similar reforms, it will be left further behind.

Some of this is simply a matter of demographics. Since 1980, the U.S. population has grown about 36 percent, adding more than 80 million people through immigration and a relatively high birthrate. That’s about four times as fast as the E.U. and Japanese rates over that time; the U.S. growth rate has been 50 percent faster than China’s over the past decade. Indeed, China’s population growth rate of 0.7 percent will eventually become a significant constraint on its economic growth.

The populations of emerging democracies such as India and Mexico have grown much faster. Provided they can overcome structural and governance challenges, their fast-growing economies will occupy an ever greater share of global gross domestic product. The biggest population problems come from countries such as Egypt, whose nearly 2 percent growth rate is too fast for its sputtering economy to provide for the employment needs of an increasingly young workforce.

What is critical for all these countries – and especially for the United States – is to find greater balance in exports and imports. Trade liberalization has, by and large, been good for all countries, helping to lift billions out of poverty. Still, growing trade imbalances encourage financial instability and undermine sustainable job creation. And democracies have a hard time achieving domestic consensus on how to move forward.

And all of this growth has had an impact on the environment. Total greenhouse gas emissions have grown more than 50 percent, from about 19 billion tons of CO2 in 1980 to more than 30 billion tons today. Most of these emissions have come from industrial economies, with the United States making the largest contribution. But whereas emissions are leveling off in the industrial world, they continue to rise dramatically in nearly all emerging powers.

How does economic growth translate into military power? The United States still has the world’s largest military by far. China has replaced Russia as the second-largest military by spending, having grown fivefold, though its defense spending is still a small fraction of the United States’. Importantly, all countries seem to be doing more with fewer troops. In fact, modernization has meant that, as a percentage of GDP, U.S. defense spending has increased only slightly, while China’s spending has actually dipped. With the growing U.S. deficit and record debt level, compared with China’s dramatic surpluses, it will be harder to sustain current levels of U.S. defense spending and easier for China to increase its military capabilities.

What does this all add up to? The United States remains the world’s leading nation – economically, politically and militarily. New partners and competitors are rising fast but in complicated ways. Most of these nations are market democracies, with civilian control of the military. The real question is not whether they will catch up – many will – but whether the United States can continue to grow in a way that lifts all boats, and whether it can help shape an emerging global order that avoids conflict and encourages greater freedom.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

El destino del Mediterráneo

Por Georges Corm, ex ministro de Finanzas libanés, autor de El Líbano contemporáneo. Historia y sociedad, Ed. Bellaterra, 2006 (LA VANGUARDIA, 13/02/11):

Los movimientos populares tunecino y egipcio se extienden como una mancha de aceite por el mundo árabe. Aunque las multitudinarias manifestaciones populares árabes habían desaparecido del paisaje desde el final de la época nacionalista encarnada por el Egipto naserista de los años sesenta, hoy asistimos a un regreso de lo que los medios de comunicación occidentales han bautizado con desprecio como la calle árabe. La marea popular, que reivindica a un tiempo libertad política, alternancia de poder y moralización de la vida económica, no se ha detenido en esos dos países. Jordania, Yemen, Argelia, Sudán se encuentran también en ebullición y es probable que los sigan otros. Los dirigentes hacen de pronto concesiones en todas partes; algunos millonarios corruptos cercanos al poder ya han sido detenidos en Egipto y Túnez.

Los dirigentes europeos, israelíes y estadounidenses observan con inquietud esta evolución súbita de una región del mundo que hasta ahora se mostraba en gran medida sumisa, política y económicamente.

Contra lo que se esperaba, la marea democratizadora no ha sido desencadenada por acciones exteriores, como la invasión estadounidense de Iraq, las sangrientas operaciones militares israelíes contra Líbano en el 2006 y Gaza en el 2008 o la llamada revolución del cedro tras el asesinato en Líbano del millonario y dirigente prooccidental Rafiq Hariri.

La exigencia de liberalización política y justicia socioeconómica procede de un profundo movimiento interno y subterráneo que esperaba una chispa para detonar.

Y esa chispa ha sido la inmolación de un pobre tunecino socialmente desesperado y que no soportaba seguir viviendo entre humillaciones y vejaciones permanentes. En Túnez, Argelia, Egipto y Mauritania, otras inmolaciones han insuflado a los grupos sociales más desfavorecidos y, también, a las clases medias el valor necesario para rebelarse. La juventud árabe que ha tomado la iniciativa del movimiento ya no tiene miedo. Sean cuales sean las evoluciones futuras y los intentos de encauzamiento de esos grandes movimientos populares árabes, ya nada será como antes en el funcionamiento interno de esas sociedades ni en su posición en el tablero geopolítico de la región. Entre los acontecimientos importantes que han podido inspirar, consciente o inconscientemente, a los nuevos movimientos populares, debemos citar la formidable resistencia de los libaneses, que lograron expulsar el ejército israelí que ocupaba una gran parte del sur del país en el 2000 y luego le impidieron reocuparla en el 2006, pero también la de los habitantes de Gaza, que mostraron un valor ejemplar frente a la operación israelí contra Hamas entre diciembre del 2008 y enero del 2009.

Tampoco hay que pasar por alto, en ese contexto que ha permitido unas revueltas que agrupan a un amplio espectro social de las poblaciones de los países implicados, el desarrollo de la cultura de los derechos humanos y de los grandes principios republicanos europeos de la alternancia en el poder, la separación de poderes y la igualdad de oportunidades socioeconómicas que deben disfrutar los ciudadanos. Por otra parte, resulta interesante y tranquilizador constatar que en la composición social de las multitudes que participan en las protestas los elementos islamistas sólo han sido hasta ahora un componente relativamente modesto, y que las mujeres (con velo o sin él) han tenido una participación importante.

En cambio, lo que resulta inquietante es constatar el incremento de los temores europeos y estadounidenses que se reflejan en unas declaraciones no siempre coherentes. El espantajo islamista, como el de Irán, se agita muchas veces para atenuar el apoyo a los movimientos populares que buscan democracia y justicia social. Las agencias internacionales de calificación crediticia acaban de rebajar la categoría de la deuda soberana tunecina y egipcia, y los medios económicos neoliberales, locales e internacionales, hacen exageradísimas estimaciones de las pérdidas económicas que engendran en sus países esos movimientos democráticos.

Nos encontramos, pues, en un momento crucial de la historia del Mediterráneo. ¿Intentarán los dirigentes de la ribera norte, ayudados por el aliado norteamericano, desestabilizar o frenar el movimiento de democratización de la ribera sur, hasta ahora autónomo y espontáneo? ¿O bien lo respaldarán con firmeza, aunque sólo sea no interviniendo para encauzarlo en su provecho? Podrían sentir la tentación de hacerlo, movidos por el deseo de elevar el grado de protección múltiple concedida a las ocupaciones israelíes y la colonización de lo que queda de la Palestina histórica, así como por el deseo de preservar los intereses económicos de las grandes multinacionales aliadas a las oligarquías árabes locales. Ello provocaría sin duda una fractura aún más profunda entre las dos riberas y radicalizaría la dinámica de los movimientos populares.

Quizá quepa esperar que en la ribera norte (en particular en España, Italia, Grecia y Francia, víctimas también de una crisis económica y social sin precedentes debida a los excesos de un sistema neoliberal en simbiosis con sus dirigentes) la protesta popular adquiera una mayor amplitud inspirándose en el movimiento de la ribera sur. ¿Podemos empezar a pensar en un Mediterráneo cuyas dos riberas estarían unidas por el mismo deseo de sustraerse a hegemonías externas e ideologías económicas destructoras y de edificar sociedades de justicia y equidad?

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

Dar calidad de vida a los años

Por Cecilia Liñán, endocrinóloga, Institut Català d´Endocrinologia (LA VANGUARDIA, 13/02/11):

Prevenir el deterioro físico y psíquico que conlleva el paso del tiempo, evitar la decrepitud a la que puede conducirnos la prolongación de la edad, conseguir dar calidad de vida al paso de los años es, sin duda, el objetivo fundamental de la mayoría de los hombres y mujeres del planeta.

Hasta comienzos del siglo XX la esperanza de vida era de 30 años. Actualmente, según datos de la II Asamblea Mundial sobre Envejecimiento, celebrada en Madrid en abril del 2002, el 10% de la población mundial tiene más de 60 años y el 2% superará los 80. Dicho esto, lo primero que nos preguntamos es ¿qué es el envejecimiento biológico? El envejecimiento biológico es un proceso de deterioro de la estructura y función celular, con una disminución de su capacidad de adaptación .

Existen numerosas teorías para explicar el envejecimiento. Pero la teoría más en boga actualmente para explicar el envejecimiento es la de los radicales libres, que son moléculas con un electrón impar en su órbita exterior, altamente reactivas. La consecuencia de estas reacciones genera una desorganización en las membranas celulares de nuestro organismo que provoca oxidación celular.

Durante el envejecimiento, la mayoría de las funciones de los diversos órganos y tejidos del organismo van disminuyendo su actividad, ya sea por alteraciones en la actividad metabólica celular o por procesos que afectan a dichas células. Entre los primeros cabe destacar el aumento progresivo de los radicales libres, mientras que entre los segundos, los depósitos de sales y el déficit de riego sanguíneo afectan la función y el aporte de nutrientes, respectivamente.

Hoy en día determinar la edad biológica como medida de los cambios fisiológicos y psicológicos que ocurren al envejecer provoca un gran interés entre especialistas de medicina preventiva, porque la edad cronológica presenta una gran ambigüedad como marcador del grado real de envejecimiento expresado en pérdida de rendimiento funcional.

Todos los sujetos humanos sufren un proceso de involución con el paso del tiempo, el ritmo de esta pérdida de facultades varía mucho entre unas personas y otras y está influido por múltiples factores (herencia, sexo, alimentación, ejercicio, tabaco, alcohol, etcétera) y las enfermedades padecidas.

Por tanto, determinar la edad biológica o edad real de las personas tiene un gran interés práctico, al proporcionar un instrumento de gran valor para la detección precoz de factores de riesgo.

Pero esta idea tan sugestiva no es tan fácil de conseguir, ya que una edad biológica integrada como sería deseable obtener no es posible, ya que cada sistema fisiológico envejece a un ritmo diferente, por lo que un mismo individuo tiene varias edades biológicas: una diferente para cada sistema fisiológico. Por lo que tendríamos que hablar de “perfil de edad biológica”, y con ello poder demostrar que una persona puede ser biológicamente más vieja en unos parámetros que en otros.

El organismo entrará en decadencia cuando los órganos pierdan su capacidad reparadora de las células dañadas. Todo ser envejece, pero el cómo depende de sus hábitos, de su estilo de vida, de su herencia genética, incluso del medio en que viva y de su alimentación. Todas estas cosas influyen, pero ninguna de forma definitiva. La herencia genética, lo que heredamos de nuestros antepasados, es un dato biológico de gran importancia, pero su peso no es absoluto. La herencia genética es como un capital que heredamos de nuestros padres, pero que podemos administrar bien, mal o regular. Pero será nuestro estilo de vida el que nos permitirá o no alcanzar la longevidad. El control del estrés, un adecuado ejercicio físico y una dieta equilibrada, con la posibilidad de administrar suplementos nutricionales y el tratamiento hormonal de sustitución correcto, individualizado y pactado con el paciente debidamente informado, así como el estudio y el tratamiento de los factores de riesgo de cada individuo, pueden ser de gran utilidad.

Es curioso que en nuestro país las unidades de estudio del envejecimiento se ofrezcan al consumidor desde los servicios de cirugía estética, por aquello de quea ellos acuden pacientes sanos motivados y a veces obsesionados por su cuerpo. Pero el estudio del envejecimiento es muy complejo y está sometido a constantes debates en el mundo científico. Deben ser grupos interdisciplinares formados por investigadores básicos con la colaboración de los clínicos: cardiólogos, dermatólogos, endocrinólogos, geriatras, ginecólogos, internistas, neurólogos, reumatólogos y uro-andrólogos, según las características de cada paciente, los que deben ir avanzando y profundizando en este mundo para informar, asesorar y tratar al paciente que quiere dar calidad de vida a sus años y prevenir factores de riesgo.

Para envejecer saludablemente hay que vivir saludablemente.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

El mensaje de Obama

Por Carlos Fuentes, escritor (EL PAÍS, 13/02/11):

En su informe anual a la nación, Barack Obama empezó por ubicar a Estados Unidos de América en un nuevo contexto global. Después de medio siglo de guerra fría que Estados Unidos le ganó a la Unión Soviética. Después de ocho años de autocelebración y ceguera, llevada por la presidencia de Bush al “ataque preventivo” y la anulación de la diplomacia. Después de todo esto, Barack Obama ha restituido la realidad y la ha puesto al día. Estados Unidos ya no es la única potencia, y las potencias “rivales” eran, ayer apenas, países del llamado “Tercer Mundo”: China, India, Brasil… países con salarios bajos.

Ello no significa que Estados Unidos haya dejado de ser la potencia mundial más fuerte. Simplemente, lo sigue siendo, pero en un contexto mundial nuevo y más competitivo. “El mundo ha cambiado”, dijo Obama y hacérselo entender a sus compatriotas es difícil, aunque necesario. Después de la “década distraída” de Bush, Estados Unidos debe, una vez más, “ganar el porvenir”. Para ello, debe pasar de la revolución industrial a la revolución tecnoinformativa. Debe afrontar y resolver los problemas que lo retrasan. Un desempleo que rebasa el 9% de los trabajadores. Un déficit presupuestal gigantesco. En cambio, ganancias para el capital y mercado de valores en ascenso.

Para equilibrar los factores, Obama propone varias medidas que resume en la fórmula renovar-educar-construir. El énfasis de Obama es la educación. Los maestros deben obtener y merecer respeto. No hay excusa para un mal profesor. El buen magisterio es una necesidad nacional. Ningún niño puede o debe quedarse atrás. La base de la educación elemental prepara el acceso a la educación universitaria. Los subsidios que hoy se le dan a los bancos, deben dársele, ahora, a la educación. Reducir el presupuesto educativo acentuaría el retraso de Estados Unidos respecto a China e India, cuyos estudiantes siguen asistiendo, en número y calidad muy grandes, a las universidades norteamericanas. La educación, por último, es el camino que lleva de la revolución industrial a la revolución tecnoinformativa. Reducir la educación es la fórmula del retraso y, a la larga, del desastre. No educar es como volar un avión sin máquina. La ilusión conduce al engaño y el engaño al desastre.

Si subrayo el tema de la educación en el mensaje de Obama es porque ningún otro toca más de cerca la realidad latinoamericana. Renovar y responsabilizar al magisterio, llevar la enseñanza a los lugares apartados de nuestro continente, mejorar la calidad de los estudios universitarios, son temas de los cuales depende nuestro porvenir. Conviene leer con cuidado lo que dice, al respecto, Obama.

Otro tema del presidente norteamericano es el de la generación y empleo de energía. La era del petróleo se cierra y se inicia el tiempo de la energía limpia. Obama espera que en 2050 haya un millón de vehículos eléctricos, y que desde 2035 aumenten notablemente las fuentes de energía limpia -la energía del mañana-. Brasil ha entendido esta razón. Ha descubierto petróleo, pero ha privilegiado las formas alternativas o limpias de energía. ¿Lo hace, lo hará, México?

Es en el tema de la salud pública donde Obama ha encontrado mayor resistencia. Tema consagrado en las leyes de Europa, aún encuentra oposición en los sectores más reaccionarios de la sociedad norteamericana. La muy ignorante diputada republicana por Minnesota, Michele Bachmann, cree que los primeros colonizadores de Estados Unidos vinieron de África (!). Ahora, rechaza la reforma sanitaria de Obama en nombre de la libertad ciudadana de escoger médicos y hospitales. Olvida que estos rechazan a quienes más necesitan ayuda, los enfermos terminales y, desde luego, a los ancianos. La ley Obama supera estas injusticias. Bachmann representa al ala más retardataria del Partido Republicano, el Tea Party. El mismo de Alicia en el País de las Maravillas, del sombrerero chiflado y del ratón dormido.

Obama propone una ley de salud que se extienda, sin explotarlos, a los pacientes que lo requieran. Rechaza la fórmula injusta de negar seguro médico debido a condiciones preexistentes, y pide la abolición de la ley de discriminación homosexual, “don’t ask, don’t tell“, a favor de una libertad plena de preferencias sexuales en las fuerzas armadas.

El mundo ha cambiado, insiste Obama. A veces, a los norteamericanos les cuesta entenderlo. Estados Unidos perdió una década autocongratulándose mientras China e India crecían y el mundo creaba aeropuertos, carreteras, ferrocarriles. Hoy, sin perder su estatura, es más, confirmándola para un nuevo tiempo, Estados Unidos debe subrayar su sociedad con el resto del mundo -China, India, Europa, Japón, Rusia, América Latina-. Estados Unidos sigue siendo la nación más próspera. Lo seguirá siendo, en la medida en que sepa darle forma a su propio destino, entender la mejor manera de ganarse la vida, reinventarse, educar, renovar, construir.

Muy detrás de Obama quedan sus críticos republicanos, capturados dentro de un mundo que ya no existe, pero que ellos preservan como bananas impertinentemente eternas.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

La libertad y los árabes

Por Mario Vargas Llosa © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2011 (EL PAÍS, 13/02/11):

El movimiento popular que ha sacudido a países como Túnez, Egipto, Yemen y cuyas réplicas han llegado hasta Argelia, Marruecos y Jordania es el más rotundo desmentido a quienes, como Thomas Carlyle, creen que “la historia del mundo es la biografía de los grandes hombres”. Ningún caudillo, grupo o partido político puede atribuirse ese sísmico levantamiento social que ha decapitado ya la satrapía tunecina de Ben Ali y la egipcia de Hosni Mubarak, tiene al borde del desplome a la yemenita de Ali Abdalá Saleh y provoca escalofríos en los gobiernos de los países donde la onda convulsiva ha llegado más débilmente como en Siria, Jordania, Argelia, Marruecos y Arabia Saudí.

Es obvio que nadie podía prever lo que ha ocurrido en las sociedades autoritarias árabes y que el mundo entero y, en especial, los analistas, la prensa, las cancillerías y think tanks políticos occidentales se han visto tan sorprendidos por la explosión socio-política árabe como lo estuvieron con la caída del muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética y sus satélites. No es arbitrario acercar ambos acontecimientos: los dos tienen una trascendencia semejante para las respectivas regiones y lanzan precipitaciones y secuelas políticas para el resto del mundo. ¿Qué mejor prueba que la historia no está escrita y que ella puede tomar de pronto direcciones imprevistas que escapan a todas las teorías que pretenden sujetarla dentro de cauces lógicos?

Dicho esto, no es imposible discernir alguna racionalidad en ese contagioso movimiento de protesta que se inicia, como en una historia fantástica, con la inmolación por el fuego de un pobre y desesperado tunecino de provincia llamado Mohamed Bouazizi y con la rapidez del fuego se extiende por todo el Oriente Próximo. Los países donde ello ha ocurrido padecían dictaduras de decenas de años, corruptas hasta el tuétano, cuyos gobernantes, parientes cercanos y clientelas oligárquicas habían acumulado inmensas fortunas, bien seguras en el extranjero, mientras la pobreza y el desempleo, así como la falta de educación y salud, mantenían a enormes sectores de la población en niveles de mera subsistencia y a veces en la hambruna. La corrupción generalizada y un sistema de favoritismo y privilegio cerraban a la mayoría de la población todos los canales de ascenso económico y social.

Ahora bien, este estado de cosas, que ha sido el de innumerables países a lo largo de la historia, jamás hubiera provocado el alzamiento sin un hecho determinante de los tiempos modernos: la globalización. La revolución de la información ha ido agujereando por doquier los rígidos sistemas de censura que las satrapías árabes habían instalado a fin de tener a los pueblos que explotaban y saqueaban en la ignorancia y el oscurantismo tradicionales. Pero ahora es muy difícil, casi imposible, para un gobierno someter a la sociedad entera a las tinieblas mediáticas a fin de manipularla y engañarla como antaño. La telefonía móvil, el internet, los blogs, el Facebook, el Twitter, las cadenas internacionales de televisión y demás resortes de la tecnología audiovisual han llevado a todos los rincones del mundo la realidad de nuestro tiempo y forzado unas comparaciones que, por supuesto, han mostrado a las masas árabes el anacronismo y barbarie de los regímenes que padecían y la distancia que los separa de los países modernos. Y esos mismos instrumentos de la nueva tecnología han permitido que los manifestantes coordinaran acciones y pudieran introducir cierto orden en lo que en un primer momento pudo parecer una caótica explosión de descontento anárquico. No ha sido así. Uno de los rasgos más sorprendentes de la rebeldía árabe han sido los esfuerzos de los manifestantes por atajar el vandalismo y salir al frente, como en Egipto, de los matones enviados por el régimen a cometer tropelías para desprestigiar el alzamiento e intimidar a la prensa.

La lentitud (para no decir la cobardía) con que los países occidentales -sobre todo los de Europa- han reaccionado, vacilando primero ante lo que ocurría y luego con vacuas declaraciones de buenas intenciones a favor de una solución negociada del conflicto, en vez de apoyar a los rebeldes, tiene que haber causado terrible decepción a los millones de manifestantes que se lanzaron a las calles en los países árabes pidiendo “libertad” y “democracia” y descubrieron que los países libres los miraban con recelo y a veces pánico. Y comprobar, entre otras cosas, que los partidos políticos de Mubarak y Ben Ali ¡eran miembros activos de la Internacional Socialista! Vaya manera de promocionar la social democracia y los derechos humanos en el Oriente Próximo.

La equivocación garrafal de Occidente ha sido ver en el movimiento emancipador de los árabes un caballo de Troya gracias al cual el integrismo islámico podía apoderarse de toda la región y el modelo iraní -una satrapía de fanáticos religiosos- se extendería por todo el Oriente Próximo. La verdad es que el estallido popular no estuvo dirigido por los integristas y que, hasta ahora al menos, éstos no lideran el movimiento emancipador ni pretenden hacerlo. Ellos parecen mucho más conscientes que las cancillerías occidentales de que lo que moviliza a los jóvenes de ambos sexos tunecinos, egipcios, yemenitas y los demás no son la sharia y el deseo de que unos clérigos fanáticos vengan a reemplazar a los dictadorzuelos cleptómanos de los que quieren sacudirse. Habría que ser ciegos o muy prejuiciados para no advertir que el motor secreto de este movimiento es un instinto de libertad y de modernización.

Desde luego que no sabemos aún la deriva que tomará esta rebelión y, por supuesto, no se puede descartar que, en la confusión que todavía prevalece, el integrismo o el Ejército traten de sacar partido. Pero, lo que sí sabemos es que, en su origen y primer desarrollo, este movimiento ha sido civil, no religioso, y claramente inspirado en ideales democráticos de libertad política, libertad de prensa, elecciones libres, lucha contra la corrupción, justicia social, oportunidades para trabajar y mejorar. El Occidente liberal y democrático debería celebrar este hecho como una extraordinaria confirmación de la vigencia universal de los valores que representa la cultura de la libertad y volcar todo su apoyo hacia los pueblos árabes en este momento de su lucha contra los tiranos. No sólo sería un acto de justicia sino también una manera de asegurar la amistad y la colaboración con un futuro Oriente Próximo libre y democrático.

Porque ésta es ahora una posibilidad real. Hasta antes de esta rebelión popular a muchos nos parecía difícil. Lo ocurrido en Irán, y, en cierta forma, en Irak, justificaba cierto pesimismo respecto a la opción democrática en el mundo árabe. Pero lo ocurrido estas últimas semanas debería haber barrido esas reticencias y temores, inspirados en prejuicios culturales y racistas. La libertad no es un valor que sólo los países cultos y evolucionados aprecian en todo lo que significa. Masas desinformadas, discriminadas y explotadas pueden también, por caminos tortuosos a menudo, descubrir que la libertad no es un ente retórico desprovisto de sustancia, sino una llave maestra muy concreta para salir del horror, un instrumento para construir una sociedad donde hombres y mujeres puedan vivir sin miedo, dentro de la legalidad y con oportunidades de progreso. Ha ocurrido en el Asia, en América Latina, en los países que vivieron sometidos a la férula de la Unión Soviética. Y ahora -por fin- está empezando a ocurrir también en los países árabes con una fuerza y heroísmo extraordinarios. Nuestra obligación es mostrarles nuestra solidaridad activa, porque la transformación de Oriente Próximo en una tierra de libertad no sólo beneficiará a millones de árabes sino al mundo entero en general (incluido, por supuesto, Israel, aunque el Gobierno extremista de Netanyahu sea incapaz de entenderlo).

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

Invierno Zhivago

Por Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad (ABC, 13/02/11):

A comienzos del siglo XX, Constantino Cavafis, un griego de la diáspora, un atildado, pequeño y modesto burgués fascinado secretamente por la vida maldita y marginal, cantaba la ansiedad de la población helena ante la llegada de los bárbaros. Para este poeta que en alas de la fantasía vivió, al mismo tiempo, en una Alejandría sometida al yugo británico y en una provincia romana de batallas e intrigas cortesanas, los bárbaros eran los de la historia antigua, y no llegaban nunca. Menos afortunado, el también apacible y sedentario Boris Pasternak sí que los vio, presenció su avalancha en 1917, su sangre y sus horrores, y quiso formar parte de ella, pero había en él un fondo de lucidez que no podía ser cegado por los profetas del comunismo, un escándalo inconsolable ante la trivialidad de la destrucción que le impidió comulgar con la fe rectilínea y simplista que exigían los padres de la Unión Soviética, un apego por la casa y la tranquila existencia de otro tiempo, en la que todo, hasta el menor detalle, «tenía el hálito de la poesía y estaba impregnado de cordialidad y pureza».

Hace varias semanas que me viene el recuerdo de Boris Pasternak, el gran poeta ruso y del mundo, el autor de El doctor Zhivago, novela a la que he vuelto las pasadas navidades con motivo de su primera traducción directa al español. Hace varias semanas que pienso en su trágico destino, que también es el destino de su personaje, Yuri Andréyevich, quien, pese a todas sus vicisitudes, muere invicto, fiel a sus incertidumbres.

Pasternak dedicó diez años a escribir El doctor Zhivago. No hay testimonios sobre su estado de ánimo el día en que fechó la última página del manuscrito, pero no me cuesta nada imaginar la extenuación y la felicidad, el repentino vacío y el estupor incrédulo de haber terminado lo que más de una vez había llamado su testamento, una novela luminosa, de una transparencia y simplicidad clásicas. Veo ahora su rostro tosco, melancólico, un rostro que tiene algo de sonámbulo, y que me resulta familiar por las muchas fotografías que se han publicado. También veo las páginas manuscritas, surcadas por los gélidos inviernos rusos, el sencillo escritorio, donde aún resuena el eco de los disparos en las calles de Moscú, la habitación en la que se ha quedado trabajando hasta tarde, con una excitación y una urgencia que, probablemente, no sentía hacía mucho tiempo.

Boris Pasternak tenía en esa época sesenta y seis años y estaba aposentado en la cima de su talento. Los guardianes de la ortodoxia apenas le permitían publicar en el sordo y mudo ámbito de la vasta prisión que era la Unión Soviética, y vivía de traducir a poetas extranjeros. Pero el torrente prodigioso de su inspiración no había cesado de fluir nunca. Ni siquiera cuando se quedó a las puertas del Gulag, y sus obras fueron retiradas de la circulación. Ni siquiera en los peores años del helado infierno estalinista, los años de la Gran Purga, del acribillamiento salvaje e indiscriminado de revolucionarios y no revolucionarios, de los arrestos y ejecuciones de escritores y artistas.

Destrucción de la vida, destrucción de la inteligencia, destrucción de los libros considerados «políticamente perjudiciales» o «de ningún valor para el lector soviético» por un espíritu criminal exacerbado. El destino de los escritores rusos del siglo pasado supera en escalofrío al del poeta Ovidio desterrado por el césar Octavio Augusto. Tsvetáieva se suicidó después de que «la barca del amor» se estrellara con la siniestra vida cotidiana. Babel fue fusilado. El Gulag acabó con Mandelshtam y la locura del silencio con Bulgakov. Maiakovski sucumbió a sus sueños sin hogar, cuando el envilecimiento de sus complicidades turbias con los bolcheviques le había quitado una parte de su dignidad, y Anna Ajmátova aguardó la muerte en un duro y acosado exilio interior.

Nadie estaba a salvo en el imperio de los susurros y de la delación. Como el poeta y médico Zhivago, Pasternak también padeció pobreza, frío, privaciones y fue considerado por las autoridades soviéticas una mala hierba que había que arrancar. Zhivago muere en 1929, justo antes de que Stalin, que ya había conquistado el poder absoluto, lanzara las acusaciones de «espionaje» y «terrorismo» contra Bujarin, el niño mimado del partido bolchevique, el protector de las artes y las letras. Pasternak sobrevivió al zar soviético, pero a costa de quedar sepultado bajo las cenizas a media frase, como el pueblo de Pompeya; a costa de convertirse en una sombra de sí mismo, alguien que alguna vez fue algo, un personaje misterioso y algo chiflado que en cierta ocasión había escrito los más hermosos poemas en lengua rusa. Precisamente, durante los diez años que empeñó en la escritura de El doctor Zhivagonada preocupó más a Pasternak que contar fielmente la vida difícil de unos seres que se ven arrastrados y desbaratados por un fanatismo que no comparten, por causas que les superan y de las que solo pueden ser comparsas o víctimas, o las dos cosas a la vez. Nada, en esos años, le volvía más consciente de su propia fragilidad que reflejar con prosa poética las devastaciones que la Historia con mayúsculas produce en ciertos espíritus sensibles. Él mismo, mientras escribe la novela, se ve en el espejo de Zhivago, un hombre débil, amante de la verdad, de la naturaleza, de la poesía, perplejo ante los acontecimientos, receloso ante los dogmas, un hombre que, en medio de la Revolución y la guerra civil, del hambre y los atropellos políticos, defiende con tesón esa patria interior que Goethe llamó ciudadela.

A esa cuestión —¿cómo permanecer libre cuando los valores nobles de la vida, cuando nuestra paz, nuestra independencia, nuestro derecho a ser como somos y todo cuanto hace nuestra existencia más pura, el amor, la búsqueda de la verdad, la creación artística, la espiritualidad, la fe, son aplastados en nombre de una ideología?— y solo a ella dedicó Pasternak diez años de su genio literario. También —pienso ahora— es esa búsqueda de la salvación espiritual, de la salvación de la dignidad personal en una época que la había abolido, en un tiempo de generalizado servilismo a partidos e ideologías, la que convierte al poeta y novelista ruso en un héroe de nuestro tiempo.

Hoy, más de cincuenta años después, resulta difícil entender el escándalo que provocó la publicación de El doctor Zhivago. Hoy cuesta entender el oleaje de ira popular organizado en Moscú cuando se concedió el Premio Nobel a su autor, y más aún los gritos en Francia y en Italia acusando a Pasternak de no entender su época, de quedarse rezagado respecto del tren de la Historia. Hoy sabemos que aquel fabuloso tren que corría hacia el futuro paraba en los campos helados del Gulag, de los que muchos no regresaron, como la Larisa de la novela, que, según nos cuenta el narrador, desapareció quién sabe dónde, «olvidada bajo un número sin nombre de una lista que se perdió más tarde, en uno de aquellos innumerables campos de concentración comunes o femeninos del norte».

Hoy quedan las palabras, que se mezclan con las poderosas imágenes de la película y su conmovedora banda sonora, queda la historia de un amor truncado por las furias de la Revolución, permanece la sombra del poeta despreciado y censurado por el poder, de quien se dijo que parecía un príncipe árabe con su caballo. El hombre que, según Anna Ajmátova, hablaba a los bosques, el que, vencido por la enfermedad y el desengaño, «se convirtió en un grano de trigo portador de vida, o en la primera lluvia, que a él tanto le gustaba cantar».

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

Reflexiones sobre la revolución de Egipto

Por Richard N. Haass, ex director de Planificación de Políticas en el Departamento de Estado de los Estados Unidos y presidente del Consejo de Relaciones Exteriores. Traducido del inglés por Carlos Manzano (Project Syndicate, 13/02/11):

Las revoluciones ocurren por un motivo. En el caso de Egipto, hay varios motivos: más de treinta años de gobierno de un solo hombre, el propósito de Hosni Mubarak de transmitir la presidencia a su hijo, corrupción, clientelismo y despotismo generalizados y una reforma económica que no benefició a los egipcios, pero que, aun así, contrastó profundamente con la inexistencia casi completa de cambio político.

El resultado neto fue el de que muchos egipcios se sintieron no sólo marginados, sino también humillados. La de la humillación es una motivación poderosa. Egipto estaba maduro para la revolución; el cambio espectacular habría ocurrido en algún momento de los próximos años, aun sin la chispa de Túnez o la existencia de medios de comunicación social.

De hecho, los medios de comunicación social son un factor importante, pero se ha exagerado su papel. En modo alguno es la primera tecnología perturbadora que ha aparecido: la imprenta, el telégrafo, el teléfono, la radio, la televisión y los casetes representaron, todos ellos, amenazas para el orden existente en su momento. Y, como esas tecnologías anteriores, los medios de comunicación social no son decisivos: los gobiernos pueden reprimirlos, además de emplearlos para motivar a sus partidarios.

La oportunidad cuenta mucho en política. El anuncio de Mubarak de que no se presentaría a la reelección probablemente habría evitado la crisis, si lo hubiera hecho en diciembre, pero, cuando por fin lo hizo, el estado de ánimo de la calle había evolucionado hasta el punto de que ya no se podía aplacar.

El éxito inicial de las revoluciones va determinado menos por la fuerza de quienes protestan que por la voluntad y la cohesión del régimen. El desplome de Túnez se produjo rápidamente, porque su Presidente perdió la calma y el ejército se mostró débil y reacio a apoyarlo. El poder establecido de Egipto y su ejército están demostrando una determinación mucho mayor.

La marcha de Mubarak es un aconteciendo importante, pero no decisivo. Desde luego, pone fin a un período prolongado de la política egipcia. También indica el fin de la primera fase de la revolución de Egipto, pero es sólo el fin del principio. Lo que ahora comienza es la lucha por el futuro de Egipto.

El objetivo debe ser el de aminorar la marcha del reloj político. Los egipcios necesitan tiempo para construir una sociedad civil y abrir un espectro político que ha estado en su mayor parte cerrado durante decenios. Un gobierno híbrido y provisional, del que formen parte elementos civiles y militares, puede ser el medio mejor para avanzar. Sin embargo, aminorar la marcha del reloj no es pararlo. Una transición política auténtica debe avanzar, aunque con un ritmo pausado.

Se deben evitar unas elecciones tempranas para que quienes (como, por ejemplo, los Hermanos Musulmanes) han podido organizarse a lo largo de los años disfruten de una ventaja injusta. Se debe permitir a los Hermanos Musulmanes participar en el proceso político, siempre y cuando acepten su legitimidad, el Estado de derecho y la Constitución. La historia y la cultura política de Egipto indican que, si los egipcios son capaces de aunar sus diferencias más importantes, mantener el orden y restablecer el crecimiento económico, la capacidad de los Hermanos Musulmanes para granjearse seguidores tiene un límite natural.

La reforma constitucional reviste una importancia decisiva. Egipto necesita una constitución que cuente con un apoyo amplio e incluya un sistema de controles y equilibrios entre los poderes del Estado que dificulte a las minorías (incluso las que cuenten con el apoyo de una pluralidad de votantes) gobernar a las mayorías.

Los movimientos revolucionarios se dividen invariablemente en facciones. Su único objetivo común es el de derrocar el régimen existente. En cuanto se acerca el momento de alcanzar ese objetivo, los elementos de la oposición empiezan a situarse para la segunda fase de la lucha y la futura competencia por el poder. Ya estamos empezando a ver señales de ello en Egipto y veremos más en los próximos días y semanas.

Algunos en Egipto sólo se satisfarán con una democracia plena; otros (probablemente una mayoría) se preocuparán más por el orden público, una mayor rendición oficial de cuentas, un grado de participación política y una mejora económica. Nunca es posible satisfacer las peticiones de todos los que protestan y los regímenes no deben intentar hacerlo.

Egipto afrontará unas dificultades económicas enormes, exacerbadas por los acontecimientos recientes, que han ahuyentado a los turistas, han disuadido la inversión y han impedido trabajar a muchos. Los problemas representados por una población que aumenta rápidamente, una instrucción inadecuada, puestos de trabajo insuficientes, corrupción, burocracia y una competencia mundial en aumento constituyen la amenaza mayor para el futuro del país.

Las fuerzas exteriores han tenido y tendrán una influencia limitada en el desarrollo de los acontecimientos. A lo largo de los treinta últimos años, los llamamientos intermitentes de los Estados Unidos en pro de una reforma política limitada han sido rechazados en gran medida. Una vez que comenzó la crisis, la gente en las calles, el propio Mubarak y sobre todo el ejército han sido los protagonistas principales. En adelante, volverán a ser los egipcios quienes determinen en gran medida su propio camino por sí mismos.

En esa línea, las fuerzas exteriores deben procurar no intervenir demasiado, sobre todo en público. Corresponde a los egipcios determinar por sí mismos el grado y la clase democracia que se establecerá. Las fuerzas exteriores pueden prestar ayuda –por ejemplo, con ideas para la reforma constitucional o los procedimientos de votación–, pero deben hacer en privado y en forma de propuestas, no de exigencias.

Los acontecimientos de Egipto tendrán consecuencias desiguales en la región. No todos los países se verán afectados de igual forma. Las monarquías auténticas, como Jordania, tienen una legitimidad y una estabilidad de las que los dirigentes de las monarquías falsas (Siria, Libia y Yemen), así como el régimen iraní, carecen. Mucho dependerá de lo que ocurra y cómo sea.

El cambio en el Iraq fue impuesto desde fuera por la fuerza, mientras que el cambio en Egipto ha procedido de dentro y se ha producido en gran medida por consentimiento y no por coerción, pero es demasiado pronto para saber si será transcendental y duradero y más aún para saber si será positivo y, por tanto, demasiado pronto para evaluar sus repercusiones históricas.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

With or Without Mubarak, the Generals Flourish

By Richard Bulliet, professor of history at Columbia University and author of Islam: The View from the Edge and The Case for Islamo-Christian Civilization (THE NEW YORK TIMES, 12/02/11):

“We must guard against the acquisition of unwarranted influence, whether sought or unsought, by the military-industrial complex.” So said President Dwight D. Eisenhower in 1961. Americans understood this warning to refer to the incestuous relations between high-ranking military officers and the arms industry.

In the Arab world’s military autocracies, the industrial side of this complex is not arms manufacturing. The officer corps reaches into every profit center in the country.

Hosni Mubarak has now stepped down. His handing over the country’s government to the Supreme Council of the Egyptian Armed Forces, however, is not likely to threaten the economic ties that connect the army officer corps with the business world — ties that have been an almost continual feature of Egyptian society, and Arab society more generally, since the year 1250. Vice President Omar Suleiman may negotiate constitutional changes, but he will never agree to a restructuring of Egyptian politics that diminishes the privileges of the military.

Portrayals of the Egyptian military during the Egyptian standoff as a potential balancing force between an unyielding president and an angry street missed the underlying dynamic of rule by army officers in most Arab countries. The army rank and file live in barracks, but the officers enjoy the good life and are deeply committed to their relatives and cronies in the business community.

Yemen offers a clear example. Relatives and business partners of President Ali Abdullah Saleh, the general who has been in power even longer than Mubarak, play major roles in oil exploration, petroleum services, heavy equipment, highway building, cement production, mango farming, cotton exporting, mobile phones, banking and many other enterprises. Saleh’s relatives also number four colonels and two brigadier generals, with two more generals coming from the president’s home village. All of them hold high command positions.

For Egypt, one must multiply the Yemeni example many-fold and look not just at one family, but at the top officer ranks in general.

Big business and military privilege are intimately intertwined, and businessmen who do not have the right contacts encounter many obstacles. Thus the stake of the Egyptian officer corps and its relatives and cronies in any transition to democracy is not limited to military matters.

In Iran in 1979, the colonels and generals appointed by the shah, and the business people who obsequiously served his tyranny, fled the country. But that was a true revolution. The new government seized the property of the exiles and completely overturned the economic order.

Only now is the Islamic Republic’s Revolutionary Guards Corps creating the same sort of military-industrial collusion that has long been standard in the Arab world.

Egypt’s protesters and their well-wishers around the world hope for a soft landing, not a revolution. Some of them also hope for an open economic and political system that will encourage a new generation of entrepreneurs and elected officials to dig the country out of its mire. But the livelihood of millions of others depends on a continuation of the economic status quo. Or at least on a slow and orderly conversion to a new system.

Given the size, strength, and popularity of the Egyptian Army, it is impossible to imagine a democratic transition in which the military command structure does not play a leading role. By the same token, it is impossible to imagine an orderly transition that does not in some way accommodate the economic interests of that command structure and its business allies.

Hosni Mubarak was no Dwight Eisenhower. Instead of warning against his country’s military-industrial complex, he embodied it. The question now is whether the order he represented will still prevail under a (slightly) more democratic constitution.

We can look at Turkey as an example of how long it takes to turn an officer-dominated ship of state in a positive direction. The first free election after Mustafa Kemal Ataturk’s autocratic rule took place in 1950. Ten years later the army evicted those elected leaders in a coup. It staged further coups in 1971 and 1980. A more credible democracy did not arrive until the election of the AK Party in 2002, and even now there are periodic warnings of a fresh military coup.

Similarly, it may take 50 years for Egypt to overcome centuries of subservience to its army officers. But with Mubarak gone, it is the time to take the first step on that long and difficult road.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

Revolución en Egipto

Por Manuel Castells (LA VANGUARDIA, 12/02/11):

Las dictaduras se sostienen mediante el control de las mentes y la tortura de los cuerpos. Para ello suprimen la comunicación autónoma y si eso falla sueltan a los perros de la represión. Pero cuando la comunicación libre libera del miedo, grillete fundamental de nuestros cautiverios, el cambio es irreversible. Eso ha ocurrido en Egipto. La dimisión de Mubarak y el control del poder por las fuerzas armadas, con Suleiman como fachada provisional del continuismo, son consecuencia de la liberación de las mentes y del fracaso de la intimidación de la violencia policial. El jueves los manifestantes de Tahrir respondieron al incoherente y desafiante discurso de Mubarak gritando “libertad o muerte”. ¿Quiénes son esos revolucionarios así galvanizados en una comunidad de lucha y esperanza?

No son militantes políticos en su inmensa mayoría. La mayor parte son jóvenes, muchas son mujeres. Son musulmanes pero también cristianos. Y los islamistas son minoría. De hecho, según una encuesta reciente, los Hermanos Musulmanes, la organización islamista moderada más antigua de Oriente Medio, contaría en Egipto con menos del 15% de apoyo si se celebraran elecciones, aunque esto puede variar. Y sólo un 12% apoyaría un régimen islámico basado en el Corán. La revolución egipcia es un movimiento social secular que lucha por la democracia. Esa es la clave de su importancia para el futuro del mundo. Egipto, con 80 millones de habitantes, es el país árabe de mayor peso. Y si en ese país se abre una tercera vía entre las dictaduras oligárquicas y el fundamentalismo islámico puede construirse un mundo árabe capaz de encontrar su propia modernidad democrática y sentar las bases de una paz duradera en la región más conflictiva del planeta.

Lo más extraordinario de la revolución en curso es su carácter espontáneo, inesperado, que se desencadenó sin que se dieran cuenta los servicios de información de EE. UU., incapaces de entender el nuevo escenario sociopolítico creado por las tecnologías de comunicación. Porque el movimiento se lanzó a partir de Facebook, Twitter y otras redes sociales, en proclamas y debates estimulados por la wikirrevolución tunecina. Activó las protestas que ya se habían manifestado a partir de luchas obreras y estudiantiles contra la explotación y la represión. La esperanza proporcionada por el ejemplo de Túnez y la rápida difusión por las redes sociales en un país en que el 25% está conectado a internet y en que los cibercafés y centros de estudio amplían la red, junto a un 70% de penetración de los móviles, permitieron a la gente comunicarse, movilizarse y converger en el espacio público urbano a partir del espacio público virtual. La comunidad creada en la plaza y la cobertura informativa de los medios internacionales y la televisión por satélite, con Al Yazira en primer lugar, ampliaron la protesta y le dieron una conexión local-global que empieza a ser la característica de las nuevas revoluciones.

Pero una dictadura no se disuelve fácilmente. Porque articula un conjunto de intereses personales, económicos y geopolíticos que no desaparecen con el dictador. Fue necesaria mucha determinación y mucha sangre para llegar a este punto. Desbordado por la imprevisible rebelión popular, Mubarak intentó lo que ningún país había hecho hasta ahora: desconectar todos los proveedores de servicio de internet, todas las redes móviles y la recepción de Al Yazira. Mi análisis técnico de la gran desconexión (del que informaré en este diario) muestra que no fue posible desconectarlo por completo por las múltiples contramedidas que adoptó la comunidad internauta, con la colaboración de algunas empresas como Google y Twitter. Y también porque la red de conexión de la bolsa egipcia no se pudo mantener cerrada so pena de colapso financiero, y eso permitió redireccionar parte del tráfico. Pero lo esencial es que ya era tarde para detener la comunicación libre. Los manifestantes encontraron formas alternativas de relacionarse, mientras que el apagón comunicativo causaba graves perjuicios al país y a las empresas. Aún más catastrófico fue el intento de los sicarios de Mubarak de atemorizar a los periodistas con detenciones, palizas y torturas. Tuvo el efecto contrario: la comunidad de periodistas se juramentó para exponer la barbarie del régimen y denunciar la timidez de las presiones internacionales sobre el dictador. Esa cobertura politizada de los medios de comunicación ha sido esencial en EE. UU. para que la Administración Obama superara la presión de Israel y las monarquías árabes en favor de una transición bien atada en Egipto. En último término, las fuerzas armadas, institución central del Estado, entendieron que la permanencia de su poder y su legitimidad pasaba por la renuncia del dictador, a pesar de que la cúpula militar está formada por hombres de su confianza. La posibilidad de una división interna en el ejército, donde los mandos intermedios simpatizan con los manifestantes, y la dependencia en último término del subsidio estadounidense, no hacía posible aplastar al movimiento con tanques. La determinación de los demócratas, su triunfo en la batalla de la comunicación y la neutralización de la opción represiva han abierto las puertas a una revolución democrática. No será una transición tranquila. Los altos mandos del ejército tienen muchos intereses económicos que proteger y Suleiman, como jefe de la inteligencia, tiene suficientes hilos de poder para salvaguardar los privilegios de los jerarcas del régimen. Es más, las revoluciones populares, aun tan pacíficas y democráticas como esta, tienen su propia dinámica. Ayer, mientras el dictador huía a su finca de veraneo, se ocupaban edificios en Suez, se asaltaban comisarías y se difundían las huelgas. Es un proceso abierto y peligroso. Pero algo ya está claro: cuando las mentes se liberan del miedo nada detiene el poder de los pueblos.Y mientras, la baronesa Ashton desaparecida en la inacción. Cómo añoramos a Javier Solana.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

El segundo discurso de El Cairo

Por Vicente Palacio, director adjunto del Observatorio de Política Exterior (Opex) de la Fundación Alternativas (EL PAÍS, 12/02/11):

El diablo estaba esperando a Obama en El Cairo. “He venido para buscar un nuevo comienzo entre Estados Unidos y los musulmanes de todo el mundo”, dijo el presidente el 4 de junio de 2009, en el hall abarrotado por 3.000 jóvenes de la Universidad cairota. Obama habló entonces de un gran pacto por la tolerancia religiosa, el desarrollo, la democracia, los derechos de la mujer. Como un presagio, aquella mañana Mubarak había excusado su asistencia al acto; tampoco estuvieron los partidos de la oposición. Solo ante los estudiantes y el mundo, Obama lanzó un mensaje de reconciliación con el islam político, renunciando explícitamente a imponer la democracia por la fuerza.

Dos años después, aún persisten el conflicto en Afganistán e Irak y la amenaza de Al Qaeda, y la popularidad de Obama se resiente por su impotencia frente al primer ministro israelí Netanyahu. Pero la oleada democrática está mostrando que existe algo tan fuerte como lo anterior: el simple hecho de que “un adolescente de Kansas pueda conectar instantáneamente con otro de El Cairo”. Y Mubarak ha caído.

Inesperadamente, varias fuerzas están arrastrando a Estados Unidos a un lugar desconocido. Una es de tipo emocional: los norteamericanos tienden a ver en cada revuelta democrática una repetición de 1787: la sublevación contra el dominio inglés. Cabe imaginar la satisfacción de Obama ante la espontaneidad en las calles; pero también su contrición por algún joven de aquella mañana de junio que haya resultado herido, o muerto. En este momento, miles de universitarios extranjeros de todas las religiones repartidos por Norteamérica, futuras élites de sus países, vuelven sus ojos hacia el presidente. Y los medios de comunicación recuperan por unos días su orgullo de guardianes de la libertad de expresión. Vientos de cambio aúpan a los valores a su eterna lucha con los intereses.

Estamos ante un hecho objetivo y desconcertante: en medio de una crisis económica global, la democracia y los derechos humanos retornan al primer plano de la política. Cuando la vieja realpolitik parecía haber enterrado a la democracia como motor de cambio e instrumento político, he aquí que parte de la juventud árabe se pone en pie; que en Brasil, la presidenta, Dilma Rosusseff, fuerza al Gobierno iraní a detener la lapidación de otra mujer, Sakineh Ashtani; que el presidente Hu Jintao admite en la Casa Blanca que su país debe aprender sobre derechos humanos. En lo sucesivo, Estados Unidos está obligado a actuar de manera transparente en su patio árabe, más aún después de Wikileaks; pero también los mandatarios chinos o rusos. Cabe pensar que la globalización está presionando hacia una convergencia de regulaciones, no solo en las finanzas, el comercio o el clima, sino también en lo político y social.

Ello está en consonancia con el nuevo imperativo geopolítico. Basta escuchar a los manifestantes de Túnez o Egipto para entender que el peligro no es tanto el asalto al poder por los fanáticos, como continuar el apoyo a las autocracias: ahí está el subdesarrollo, la proliferación nuclear, el conflicto palestino o el recelo de la calle árabe hacia Occidente. Y no está escrito en ningún Corán que la alternativa sea necesariamente peor. A pesar de la obligada prudencia, y de los titubeos de las primeras semanas, la Administración norteamericana ha comprendido que no hay marcha atrás, y está mirando al medio y largo plazo. Puede incluso que se aceleren tendencias ya latentes de su política exterior. Es previsible que Washington se distancie más de su favor incondicional hacia Israel; que apueste por Turquía como ejemplo de equilibrio entre laicismo e islam, mientras guiña un ojo a Francia y Alemania para que desbloquee su paso hacia la UE. En cuanto a Irán, contra lo que esperan los ayatolás, si sus vecinos se miran en el espejo turco muchas cosas podrían cambiar. Si la democracia se afianza como factor de estabilidad, entonces las petrocracias saudí y del golfo Pérsico tendrán que mover ficha.

Paradójicamente, este tsunami árabe llega a Estados Unidos en medio de un retorno al “centro” político, cuando tras las elecciones al Congreso, Obama ha dado marcha atrás en sanidad, inmigración o impuestos. Pero esta partida no se juega en el centro, sino en la radicalidad: es una gran apuesta estratégica, que exige reinventar un equilibrio de poder desde Rabat a Gaza, Damasco o Teherán. Una década después del 11-S, el mundo aguarda expectante los próximos movimientos de Washington. La Administración norteamericana no puede ni quiere parar este proceso. Con o sin presencia de militares, lo relevante es que Obama exigió a tiempo la salida de Mubarak, y garantías para el proceso democrático que se ha abierto. No faltarán en el Congreso los acólitos de la intransigencia israelí, ni los nostálgicos de la realpolitik. Para combatirlos, hará falta una sabia administración de los tiempos, y una clara conciencia de los propios límites. La UE debe volcarse con las transiciones y ayudar a su socio americano a conciliar voluntades, movilizando su diplomacia para prevenir luchas por nuevos espacios de influencia con Moscú, Pekín o Nueva Delhi. Estos días, alguien o algo, está escribiendo un segundo discurso de El Cairo que pondrá rumbo al futuro, con todas sus consecuencias. Y Mubarak ha dimitido.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

Acertar con los pasos siguientes en Egipto

Por Timothy Garton Ash, catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 12/02/11):

Nadie predijo aquello, pero todo el mundo podía explicarlo después”. Se dijo de otra revolución, pero vale para esta.

“Para ser sinceros, pensábamos que íbamos a durar unos cinco minutos”, recuerda uno de los organizadores de la manifestación original del 25 de enero con la que comenzó esta revolución egipcia. “Pensamos que nos detendrían enseguida”. Si hubiera sido así, si las fuerzas de seguridad de Mubarak hubieran vuelto a matar al feto en el vientre, Internet estaría ahora lleno de artículos de expertos que tratarían de explicar por qué “Egipto no es Túnez”. Por el contrario, la Red está llena de explicaciones improvisadas pero de una certeza aplastante sobre lo que nadie había previsto. Son las falsas ilusiones del determinismo retrospectivo.

Por consiguiente, antes de seguir, hagamos dos profundas reverencias. La primera, y más profunda, a los que iniciaron esto, corriendo un gran peligro personal, sin ningún apoyo de un Occidente teóricamente defensor de las libertades y contra un régimen que recurre de forma habitual a la tortura. A ellos van toda mi admiración y todo mi respeto. Y en segundo lugar, hay que inclinarse ante la diosa Fortuna, lo imprevisto, que, como observó Maquiavelo, explica la mitad de todo lo que ocurre en la vida de los seres humanos. Ninguna revolución ha conseguido avanzar jamás si no cuenta con unos individuos valientes y buena suerte.

Una correosa víctima de esta revolución, de cuya muerte deberíamos alegrarnos, es la falacia del determinismo cultural, y en concreto la noción de que los árabes y los musulmanes no están preparados para las libertades, la dignidad y los derechos humanos. Su “cultura”, nos aseguraban Samuel Huntington y otros, les programaba para otra cosa. Que se lo digan a la gente que baila en la plaza de Tahrir. Eso no quiere decir que los modelos religioso-políticos del islam, tanto radical como conservador, y los legados específicos de la historia árabe moderna, no vayan a hacer que la transición a una democracia liberal consolidada sea más difícil de lo que fue, por ejemplo, en la República Checa. Claro que sí. Todavía es posible que, al final, las cosas salgan terriblemente mal. Pero la idea tan condescendiente de que “eso nunca podría ocurrir allí” ha quedado refutada en las calles de Túnez y El Cairo.

Y, ya que hablamos de determinismos, deshagámonos de otro. En las etiquetas como “La revolución de Facebook”, “La revolución de Twitter” y “La revolución de Al Yazira”, volvemos a encontrarnos con el espectro del determinismo tecnológico. Después de hablar con algunos amigos en El Cairo, no me cabe la menor duda de que todos estos medios han desempeñado un papel muy importante en la organización y la multiplicación de las protestas populares que comenzaron el 25 de enero. Mientras escribo este artículo, he ido observando el crecimiento de la página de Facebook creada por los egipcios para “autorizar” a Wael Ghonim -el directivo de Google liberado hace unos días de la cárcel y recién designado héroe de la revolución- a hablar en su nombre. La primera vez que la visité, a las 8.51 de la mañana del miércoles, tenía 213.376 seguidores; dos días después, tenía 285.570. Antes, Ghonim había organizado, con seudónimo, otra página en Facebook que contribuyó a las protestas y cuenta ya con más de 600.000 seguidores.

Como sucedió en Túnez, lo que crea el efecto catalítico es la combinación de las redes sociales de Internet y telefonía móvil con el viejo superpoder de la televisión. La cadena de televisión Al Yazira ha ofrecido un relato fascinante de una lucha de liberación con material sacado de blogs e imágenes borrosas tomadas con teléfonos móviles. Ghonim se convirtió en un héroe popular porque poco después de salir de prisión apareció en un programa de la televisión egipcia que le permitió llegar por primera vez a un público de masas. Es decir, las tecnologías de la comunicación, viejas y nuevas, son muy importantes; pero ni impiden que los movimientos populares de protesta acaben aplastados, como se vio en Bielorrusia e Irán, ni deciden el resultado; y el medio no es el mensaje.

Luego están las analogías históricas. He perdido ya la cuenta de cuántos artículos he visto (incluido uno mío, me apresuro a añadir) que se preguntan si este es, o no, el 1989 árabe. “La caída del muro de Berlín del mundo árabe”, grita un titular. “Esto no es 1989″, clama otro. A la hora de la verdad, la comparación quizá no nos explique gran cosa de lo que ocurre en Egipto, Túnez y Jordania, pero desde luego nos dice algo sobre 1989. Es indudable que 1989 ha pasado a ser el modelo por antonomasia de cualquier revolución de principios del siglo XXI. Lejos están ya 1789, 1917, y 1848.

Por el contrario, otra analogía que sí se utiliza casi tanto como la de 1989 es el Irán de 1979, que incluye la posibilidad de que los islamistas radicales y violentos salgan vencedores. En The New York Times, Roger Cohen, que ha escrito crónicas espléndidas desde Túnez y Egipto, sigue la primera ley del periodismo (“primero simplificar, luego exagerar”) cuando dice que “la cuestión fundamental” en Egipto es: “¿estamos presenciando el Teherán de 1979 o el Berlín de 1989?”. Una posible respuesta es: lo que estamos presenciando en El Cairo en 2011 es El Cairo de 2011. No lo digo en el sentido obvio de que cada acontecimiento es único, sino en otro sentido más profundo. Porque lo que caracteriza a una verdadera revolución es la aparición de algo auténticamente nuevo, por un lado, y, por otro, el regreso de un principio humano universal que había estado reprimido.

Es nuevo, en El Cairo en 2011, que los árabes y los musulmanes se manifiesten en masa, con valentía y (en general) disciplina pacífica, en defensa de la dignidad humana y contra los gobernantes corruptos y represores. Son nuevos en 2011 el grado de descentralización y las redes organizativas que están detrás de las manifestaciones, de forma que hasta a los observadores más enterados les cuesta responder a la pregunta: “¿quién organiza esto?”. Es nueva en 2011 la extraordinaria presión demográfica, porque la mitad de la población en casi todos estos países es menor de 25 años.

Lo viejo, en este Cairo de 2011 -tan viejo como las pirámides, tan viejo como la civilización humana-, es el grito de los hombres y mujeres oprimidos, que vencen la barrera del miedo y viven, aunque sea de forma pasajera, la sensación de libertad y dignidad. Mi corazón daba saltos de alegría cuando vi las imágenes de las inmensas muchedumbres que se concentraban pacíficamente en el centro de la ciudad celebrando la caída del rais. Sin embargo, cuando acabemos de tararear el coro de los prisioneros compuesto por Beethoven para Fidelio, no olvidemos que estos momentos son siempre efímeros. Queda por delante la dura tarea de consolidar la libertad.

Aquí es donde adquieren importancia las comparaciones históricas, que no pueden sustituir al análisis informado y de primera mano de la situación concreta, pero sí ofrecen una amplia variedad de experiencias que muestran de cuántas formas puede salir mal una revolución y la delicada combinación de factores que hace falta para que salga bien.

Ni en la oposición ni en el sector oficial he visto todavía un ingrediente vital para que salga bien: unos interlocutores organizados y creíbles para negociar la transición. Es cierto que en la plaza de Tahrir ha surgido un embrión de organización. Con Ghonim, los manifestantes tienen a un personaje que es un símbolo y podría llegar a ser un líder. Pero da la impresión de que todavía falta mucho para una alianza de las fuerzas opositoras capaz de canalizar la presión popular hacia la mesa de negociación. En el bando oficial, habría que dejar paso a un gobierno provisional encabezado por alguien que sea aceptable para todos (o al menos casi todos) los bandos, alguien como el viejo y astuto Amr Moussa, secretario general de la Liga Árabe. Solo cuando coincidan esos dos elementos podremos empezar a confiar en que la revolución egipcia está en el buen camino.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

Quand la “rue arabe” sert de modèle au Nord

Par Georges Corm, ancien ministre des finances de la République libanaise (LE MONDE, 11/02/11):

A partir de la Tunisie, la divine surprise qui a touché la rive sud de la Méditerranée n’est pas aussi simple qu’elle peut apparaître de prime abord. Elle n’est évidemment pas issue de l’Irak. Envahi par l’armée américaine en 2003, sous prétexte de supprimer un tyran et d’y établir une démocratie, l’Irak a, au contraire, connu une involution outrageante dans le communautarisme et l’ethnisme, assortie d’une paupérisation encore plus grave que celle amenée par treize années d’embargo économique onusien, implacable sur ce malheureux peuple.

La surprise n’est pas plus venue du Liban, où, en 2005, la “révolution du Cèdre”, appuyée par l’Occident, n’a servi qu’à aggraver le communautarisme et les dissensions internes. Une commission d’enquête internationale sur l’assassinat de Rafic Hariri, puis la constitution du Tribunal international spécial pour le Liban n’ont fait que jeter encore plus le trouble entre les deux grandes communautés musulmanes du pays (sunnite et chiite) et aggraver les dissensions internes.

L’attaque israélienne d’envergure de 2006 sur le sud du pays pour éradiquer le Hezbollah n’aura pas non plus été les “douleurs d’enfantement” du nouveau Moyen-Orient de George Bush, suivant les termes scandaleux employés à l’époque par Condoleezza Rice, sa ministre des affaires étrangères. En bref, tous les essais d’imposer la démocratie de l’extérieur n’auront eu pour effet que d’aggraver les tensions et instabilités de la région.

En revanche, c’est un pauvre Tunisien désespéré socialement et économiquement qui, en s’immolant par le feu dans une zone rurale, déclenche la vague de protestations populaires qui secouent le sud de la Méditerranée. Les immolations par le feu se multiplient.

Dans cette vague, il faut bien identifier l’alchimie qui en a fait jusqu’ici le succès: de fortes revendications d’équité sociale et économique, couplées à l’aspiration à la liberté politique et à l’alternance dans l’exercice du pouvoir. Soutenir uniquement la revendication politique que portent les classes moyennes et oublier celle de justice et d’équité socio-économique que portent les classes les plus défavorisées conduira à de graves désillusions. Or, le système qui a mené au désespoir social est bien celui de “kleptocraties” liant les pouvoirs locaux aux oligarchies d’affaires qu’ils engendrent et à des grandes firmes européennes ou à de puissants groupes financiers arabes, originaires des pays exportateurs de pétrole. C’est ce système qui a aussi nourri la montée des courants islamistes protestataires.

La vague de néolibéralisme imposée aux Etats du sud de la Méditerranée depuis trente ans a facilité la constitution des oligarchies locales. La façon dont ont été menées les privatisations a joué un rôle important dans cette évolution, ainsi que les redoutables spéculations foncières et le développement des systèmes bancaires, financiers et boursiers ne profitant qu’à cette nouvelle oligarchie d’affaires. Or, de nombreux observateurs ont naïvement misé sur le fait que ces nouveaux entrepreneurs seraient le moteur d’un dynamisme économique innovant et créateur d’emplois qui entraînerait l’émergence d’une démocratie libérale.

La réalité a été tout autre. Le retrait de l’Etat de l’économie et la forte réduction de ses dépenses d’investissement pour assurer l’équilibre budgétaire n’ont pas été compensés par une hausse de l’investissement privé. Ce dernier était supposé créer de nouveaux emplois productifs pour faire face aux pertes d’emplois provoquées par les plans d’ajustement structurels néolibéraux et à l’augmentation du nombre de jeunes entrant sur le marché du travail. Le monde rural a été totalement délaissé et la libéralisation commerciale a rendu plus difficile le développement de l’agroalimentaire et d’une industrie innovante créatrice d’emplois qualifiés.

Face aux fortunes considérables qui se sont constituées ces dernières décennies, le slogan “L’islam est la solution” a visé, entre autres, à rappeler les valeurs d’éthique économique et sociale que comporte cette religion. Ces valeurs ressemblent étrangement à celles de la doctrine sociale de l’Eglise catholique. C’est pourquoi, si la question de l’équité et de la justice économique n’est pas traitée avec courage, on peut penser que les avancées démocratiques resteront plus que fragiles, à supposer qu’elles ne soient pas habilement ou violemment récupérées.

Au demeurant, les organismes internationaux de financement, tout comme l’Union européenne, portent eux aussi une certaine responsabilité. Les programmes d’aides ont essentiellement visé à opérer une mise à niveau institutionnelle libre-échangiste, mais non à changer la structure et le mode de fonctionnement de l’économie réelle. Celle-ci, prisonnière de son caractère rentier et “ploutocratique”, est restée affligée par son manque de dynamisme et d’innovation.

Partout, le modèle économique est devenu celui de la prédominance d’une oligarchie d’argent, liée au pouvoir politique en place et aux pouvoirs européens et américains et à certaines grandes firmes multinationales. Le Liban en est devenu un modèle caricatural où des intérêts financiers et économiques servent à perpétuer des formes aliénantes de pouvoir en s’abritant derrière des slogans communautaires scandaleux tels que celui de “bons” sunnites opposés aux “dangereux” chiites.

Pour que les choses changent durablement en Méditerranée pour qu’un ensemble euro-méditerranéen dynamique, compétitif et pratiquant l’équité sociale puisse émerger, ne faut-il pas que la société civile européenne suive, à son tour, l’exemple de ce qui a été jusqu’ici dédaigneusement appelé dans les médias la “rue arabe” ? Qu’elle élève à son tour le niveau de contestation de la redoutable oligarchie néolibérale qui appauvrit les économies européennes, n’y crée pas suffisamment d’opportunités d’emplois et précarise chaque année un plus grand nombre d’Européens de toutes les nationalités. Cette évolution négative s’est, elle aussi, faite au bénéfice de la petite couche de “manageurs” dont les rémunérations annuelles accaparent toujours plus la richesse nationale.

Au nord comme au sud de la Méditerranée, ces “manageurs” soutiennent les pouvoirs en place et dominent la scène médiatique et culturelle. Il nous faut donc repenser en même temps le devenir non plus d’une seule rive de la Méditerranée, mais bien de ses deux rives et de leurs liens multiformes.

L’exemple de la rive sud devrait stimuler aujourd’hui sur la rive nord la capacité de penser sur un mode différent un autre avenir commun.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona