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viernes, diciembre 26, 2008

El buey y los ángeles

Por Gustavo Martín Garzo, escritor (EL PAÍS, 26/12/08):

En uno de sus poemas más hermosos, Thomas Hardy evoca un recuerdo de su infancia. Es Nochebuena y alguien, al hablar de los bueyes del portal, exclama: “Ahora estarán todos de rodillas”. Pasa el tiempo, y el poeta, que tiene ahora 75 años y se ha convertido en uno de los escritores más grandes de la lengua inglesa, escribe (utilizo la traducción de Joan Margarit): “Todavía / si alguien dijese en Nochebuena, ‘vamos a ver a los bueyes de rodillas, / dentro de la cabaña solitaria / de aquel valle lejano que solíamos visitar en la infancia’, con él iría por la oscuridad / esperando encontrármelos así”.

También Jules Supervielle, el poeta uruguayo francés, escribió un relato sobre los animales del portal. Se titula El buey y el asno del pesebre, y es una delicada muestra de amor a esas criaturas inocentes cuyas figuras de barro tantas veces pusimos en nuestra infancia junto a la cuna del Niño. Supervielle nos cuenta esa historia desde los ojos de un narrador imprevisto: el buey que vive en el portal. Es un relato de un extraño lirismo, pues lo que nos conmueve del buey es esa capacidad para relacionarse con lo no revelado todavía, con ese ámbito de lo invisible que constituye la esencia de la poesía. El buey de Supervielle asiste asombrado a lo que tiene lugar a su alrededor. Ve al Niño que acaba de nacer y se pone a calentarle con su aliento. Todo se vuelve maravillosamente difícil para él. Los ángeles no paran de ir y venir, y acude gente humilde cargada de regalos. Cuando sale al campo se da cuenta de que hasta las piedras y las flores saben lo que ha pasado, y están nimbadas de luz. Y el pobre se pasa las noches en vela, arrodillado junto al niño, viendo aquel mudo celeste que penetra en el establo sin ensuciarse. Esa dicha le conduce al agotamiento más extremo y cuando por fin María, José y el Niño se alejan con el asno, en busca de un lugar más seguro, no puede seguirles, y se queda solitario en el establo, donde muere, sin llegar a entender nada de lo que le ha pasado. José Ángel Valente, al comentar este relato, y lamentándose de que tantos hombres hayan llegado a perder el sentimiento de lo poético, escribe: “Ignoran tanto hasta qué punto los rodea lo invisible, que ni siquiera tienen la prudencia de aquel buey de un delicioso cuento de Jules Supervielle, que en el colmo del júbilo ‘temía aspirar un ángel’, tan denso está el aire de espirituales criaturas”.

Es la misma atmósfera de los frescos que el Giotto pintó en la capilla de los Scrovegni, en Padua. En uno de ellos, María permanece en el lecho y tiende sus manos para tomar agotada a su hijo, y a su lado están el buey y la mula mirándoles. Muy cerca, junto a un san José, misteriosamente ausente, adormecido, hay un rebaño de ovejas y dos pastores, que miran hacia el cielo, donde varios ángeles revolotean sobre el techado de madera como si hubiera tomado alguna sustancia psicotrópica. Todo está detenido y, a la vez, ardiendo, lleno de luz, como si hombres, animales y ángeles fueran presas del mismo hechizo. Una de las cosas que más me conmueve de esta historia, la más hermosa del universo cristiano, es este extraño protagonismo de los animales: que las pobres bestias estén al lado de los hombres y los ángeles participando en un plano de igualdad de la misma revelación.

Coleridge pensaba que la verdadera poesía debía transmutar lo familiar en extraño y lo extraño en familiar, y es justo a eso a lo que asistimos aquí. James Joyce llamó epifanías a estos instantes de comunicación profunda con las cosas, y es esa capacidad para transformar el detalle trivial en símbolo prodigioso la que transforma esta ingenua y antigua historia en verdadera poesía. Eso es una epifanía, una pequeña explosión de realidad que hace del mundo el lugar de la restitución. Miles de niños nacen en el mundo a cada instante y no todos tienen, por desgracia, la misma suerte; pero basta con que sean recibidos con amor para que algún buey aturdido ande cerca y exista el peligro de aspirar alguna criatura invisible al menor descuido.

Un viejo anarquista de un pueblo minero leonés acostumbraba a poner todos los años el belén. Era un belén peculiar, en el que estaban ausentes el castillo de Herodes y el portal, pues, según él, sólo el pueblo merecía figurar en él por ser lo único sagrado. Pero basta acercarse a cualquier niño que nace para saber que ese portal y ese castillo deben estar ahí, pues dan cuenta de la belleza, el misterio y el temor que acompañan su nacimiento. El mundo de los recién nacidos es el mundo de la adoración, de los pastores y los bueyes, de los peregrinos conducidos por señales errantes; pero también el de la muerte de los inocentes y el de la incierta huida a Egipto. No es posible ver la crianza de un niño separada de un humilde portal, de la luz de una estrella, de las innumerables visitas y las calladas atenciones; pero tampoco de la fuga en la noche y de la persecución injustificable y cruel. El mundo de la adoración tiene su contrafigura en ese otro en el que el niño cuanto más querido más vulnerable nos parece, y en que toda vigilancia es poca para preservarle de los peligros que le aguardan en la vida.

Recuerdo ahora los belenes de mi infancia y la emoción que sentíamos cuando, al llegar las navidades, se sacaban las figuras de barro del cajón en que descansaban para montarlos. El río hecho de papel de plata; el musgo, que había que ir a coger al pinar; la escoria, que quedaba en la caldera tras la combustión del carbón; y el serrín, que nos regalaban en una tienda de telas que, por una mágica coincidencia, se llamaba Sederías de Oriente. Pero la casa estaba llena de niños que inevitablemente cogían las figuras de barro al menor descuido para jugar con ellas. Además, de tanto guardarlas y volverlas a sacar de su cajón, era inevitable que muchas se rompieran. Algunas se reponían, pero otras nos daba pena tirarlas, y así el belén se fue poblando de lavanderas con un solo brazo, burros sin orejas, ovejas que habían perdido una pata y campesinos cojos.

Años después escribí una novela en que aparecía una María manca. Cuando me preguntaban por qué, yo solía decir que esa imperfección me permitía arrancarla de aquel mundo de retablos llenos de racimos dorados, vidrieras iluminadas e iconos de oro en que María solía estar, para devolverla al mundo, entre las muchachas reales. Ésta era la explicación que daba, pero creo que la virgen de mi libro venía directamente de ese belén de mi infancia, de ese pequeño pueblo de tullidos, que bien mirado es el que mejor habla de lo que somos. Aquellas figuras rotas y amadas representaban las penas y dolores de la vida, pero también su hondo e incomprensible misterio. El misterio de la belleza y de lo inexplicable, que tan bien representa ese buey del relato de Supervielle que no sabemos si muere de dicha o de tristeza. Aquí termina mi cuento. Ahora sólo me queda desearle una feliz Navidad, querido lector.

Fuente: Bitácora AlmendrónTribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

Navidad de la crisis

Por Manuel Mandianes, escritor y antropólogo del CSIC (EL MUNDO, 24/12/08):

El origen de la crisis es institucional e ideológico, radica en las disfunciones y desequilibrios sociales. La ingeniería financiera y la arquitectura económica han fracasado. El futuro no se deja encerrar. La situación actual de crisis puede ser la ocasión para recapacitar en el control sobre el gasto, en la austeridad del consumo y de aprender a superar un fracaso y a actuar con prudencia. Parece que todo el mundo vivía de rentas y nadaba en la abundancia, parece que todo venía hecho sin ningún esfuerzo por parte de nadie.

Si la gente, aun a la hora de las rebajas, se preguntara no por lo que puede comprar sino por aquello de lo que puede prescindir, ahorraría mucho dinero, aumentaría el campo de su libertad, ganaría tiempo para hacer cosas y espacio para la creatividad. El tiempo disponible está a favor de los que tienen capacidad de iniciativa y la fomentan. Un necio no supera jamás un éxito pero un inteligente puede sacar partido de un fracaso.

No es más rico el que más tiene sino el que menos necesita. El deseo de nuevos productos impide disfrutar de lo que ya se tiene y desencadena una serie de frustraciones. Estar atrapado por el deseo de lo nuevo, de lo que acabamos de conocer por la publicidad, dicen los psiquiatras, es fuente de ansiedad y de angustia.

La crisis es susceptible de alcanzar cualquier aspecto de la vida colectiva y de afectar a las personas en su presente y en su futuro; y de producir miedo a tener que renunciar a cosas y placeres a los que la gente ya estaba acostumbrada y los consideraba consustanciales a la vida misma: el estado de bienestar. El miedo y el desaliento pueden degenerar en reacciones violentas, en radicalidad.

La actual crisis de la que todo el mundo habla viene a añadirse a la crisis de pensamiento. La posmodernidad no piensa la realidad como una estructura solidamente anclada en un único fundamento porque ha descubierto que muchas de las verdades metafísicas axiomáticas no eran más que conceptos detrás de los cuales no había nada. Los valores se alteran, las señales y los símbolos se deshacen.

La verdad ya no es algo estable, eterno, dado de una vez por todas y rígidamente objetiva, sino un ir desocultando lo oculto. La esencia de la verdad es una lucha, un conflicto (M. Heidegger, Parménides). Esto supone el final de la creencia en un orden objetivo del mundo que hace cada vez más difícil la integración del cuerpo social.

La gente nunca tuvo una conciencia tan clara como ahora de que todo cuanto existe llega, está y pasa; de la temporalidad de las cosas: todo es de usar y tirar. La manera de actuar de los postmodernos cambia sin dar tiempo a la consolidación de hábitos. La vida moderna es una serie de nuevos comienzos. En todo momento se enfatiza el olvido. Los nuevos productos, tan deseados, quedan reducidos a restos inservibles y desperdicios tan pronto como la publicidad nos hace creer en la excelencia de los que acaban de parecer.

La liviandad y la revocabilidad son los preceptos por los que se guían en sus apegos y en sus compromisos los posmodernos. Lo difícil de explicar hoy no son los cambios sino la permanencia y la duración de algo. La tolerancia no es sino ausencia de compromiso y de dirección. La conducta que se ajusta a la tradición y a la autoridad es considerada inauténtica porque la decisión y la elección no competen al individuo sino que es considerado algo impuesto.

Nuestro tiempo reduce todo a la política y la política a la propaganda. Uno de los logros de la publicidad es convencer a los portantes de que están decidiendo lo que llevan puesto y que son los creadores de su imagen. Los viejos son recluidos en asilos y condenados al ostracismo porque su experiencia no sirve para nada.

Porque no admite un fundamento metafísico último e inamovible ni el a priori kantiano que dice lo mismo a todos los hombres, la posmodernidad ha sido desposeída de la certeza tranquilizadora. Los individuos posmodernos dedican su vida a una supervivencia cada vez más colmada de placeres cada vez más artificialmente excitantes.

La vida líquida (Z. Bauman) asigna al mundo y a todos sus fragmentos animados e inanimados el papel de objetos de consumo. En esta época posideológica, en vez de tratar de cambiar el mundo, intentamos reinventarnos a nosotros mismos, reinventar todo nuestro universo embarcándonos en nuevas formas de todo tipo de prácticas.

La posmodernidad anda a tientas porque ha devaluado y demolido los valores y las normas existentes. Entre la salida y la meta media un desierto, un vacío, un páramo, un enorme abismo. El debilitamiento y la desconfianza hacia las estructuras y la renuncia a una serie de ideas hechas causan al ser humano una sensación de vacío que puede ser el inicio de un proceso de catarsis, que tiene un buen ejemplo en la kenosis navideña

En la encarnación, Dios se vació de sí mismo para asumir la condición humana (Filipenses, 2, 7) y hacerse en todo igual al hombre menos en el pecado. Jesús, el hombre Dios, asumió la naturaleza humana con su carga de limitaciones, sufrimientos.

Los griegos llamaban kairos al momento en que recibían de los dioses un regalo. No prestarle atención y pasar de largo era considerado un acto de rebelión, hybris, contra el destino y contra el orden sagrado de las cosas. El kairos cristiano es el momento de la salvación traída por Jesús.

Guardar silencio es retener la palabra que se podría decir para comunicar algo. Sólo guardan silencio los que tienen algo que decir y no lo hacen; el que no tiene nada que decir, sólo calla. Y no es poco. Son muchos los que hablan de todo sin tener una relación directa con nada. El hombre prudente guarda silencio con frecuencia sobre lo que es esencial.

La vida es el arte de ver lo esencial, escondido detrás de las apariencias. Ante el portal de Belén lo único que cabe es el sobrecogimiento, disposición del hombre frente al misterio. ¡Aunque sólo sea delante de la celebración del nacimiento de un hombre que cambió la historia del mundo!

La encarnación es el acontecimiento con el cual Dios pasó el umbral, el límite, de la diferencia cualitativa de la criatura, se unió a ella y asumió el último escalón del género humano haciéndose siervo, como dice el profeta Isaías. El límite no es aquello en lo cual algo cesa sino en lo que algo emerge. La esencia del hombre es determinada a partir de su relación con el ser emergente (E. Trías).

Para los cristianos, en la encarnación la eternidad alcanza el tiempo y el mundo se hace historia divina en el hombre. Nadie que no tome en serio al otro puede decir que toma en serio la encarnación.

El que los cristianos hayan situado la celebración de la Navidad en el momento del solsticio de invierno demuestra inteligencia práctica a la hora de utilizar los recursos a su alcance, pero no permite afirmar que su origen es pagano ni merma en nada la radicalidad de su mensaje. La Navidad es la fiesta de la solidaridad absoluta.

Fuente: Bitácora AlmendrónTribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

Todo hombre es mi hermano

Por Antonio Montero Moreno, Arzobispo Emérito de Mérida-Badajoz (ABC, 24/12/08):

SI mal no recuerdo, este título de cabecera sirvió como emblema, hace ya bastantes años, de una de las jornadas solidarias que celebra cada año la Iglesia en España: El Día del Amor fraterno, en la fiesta del Corpus Christi, y El día contra el hambre en el mundo, a comienzos de la Cuaresma; promovido éste por la organización Manos Unidas, que fundaron hace medio siglo las mujeres de Acción Católica, con un destacado protagonismo de la inolvidable Mary Salas, que acaba de dejarnos. Hay otra fiesta solidaria, que lo es por los cuatro costados, la fiesta de la Natividad de Cristo, que hoy celebramos y que paso a glosar.
A diferencia de otras religiones, que buscan a Dios, mirando hacia lo alto para horadar los límites del mundo invisible, el Cristianismo es de signo descendente, porque Dios es quien toma la iniciativa de bajar a nuestro valle para hacerse el encontradizo con los hombres, mostrarnos su rostro e incorporarnos con Él a su vida inmortal. Así nos lo mostró San Agustín en una de sus sentencias lapidarias: Dios se hizo hombre para hacernos dioses a nosotros.

La bimilenaria tradición cristiana sobre los personajes y episodios del nacimiento y la infancia de Jesús, se ve asediada en los últimos tiempos, al igual que otros pasajes bíblicos, por algunas lecturas radicales del método histórico-crítico. Pero éstas, a su vez, han sido objeto de un discernimiento crítico por parte de los exégetas católicos, reafirmando los contenidos esenciales de la fe cristiana, en consonancia con el Magisterio de la Iglesia. Esperamos ahora el Comentario bíblico, patrístico y eclesial, del teólogo-Papa, Ratzinger - Benedicto sobre la infancia del Señor, en el II volumen de su libro Jesús de Nazaret.

En el texto griego original del Prólogo al Evangelio de San Juan leemos así: El Verbo (Palabra, Hijo) se hizo carne (hombre de carne y hueso) y acampó (puso su tienda de campaña) entre nosotros. Este versículo joánico, en su brevedad simbólica y su raigambre teologal, se asemeja al otro relato, tan conocido en su rudeza y ternura, del evangelista Lucas, el más periodista de los Cuatro: «Cuando le llegó la hora del parto, María dio a luz a su hijo único, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada». Decir pesebre es hablar sin tapujos de una cuadra de animales, lo cual no está tan lejos, ya se ve, de una tienda de campaña.

En su Carta a los Gálatas, anterior a los Evangelios, añade el apóstol Pablo nuevos detalles sobre la hombreidad (neologismo audaz de Laín Entralgo) de Jesús: Llegada la plenitud de los tiempos, Dios envió a su hijo al mundo, nacido de mujer y nacido bajo la ley. Esto es, un israelita cabal, con todas las de la ley, acreditado en su ciudadanía civil y religiosa, como lo ponen de manifiesto el empadronamiento de sus padres en Belén, por decreto de César Augusto, y la ofrenda de un par de pichones en el Templo de Jerusalén, con arreglo a la ley de Moisés. Jesús se llamó a sí mismo el Hijo del Hombre y se sintió toda su vida galileo de Nazaret, su domicilio familiar de siempre.

Me gustaría llamarlo, sin más, el «Gran Hermano»; pero me lo impide la doble profanación de ese nombre por el siniestro personaje de la novela El cero y el infinito, de Arthur Koestler, 1940, el dictador que hacía penetrar su imagen de espía insoportable en los secretos aposentos de sus súbditos, presagiando ya, los horrores del estalinismo y del Gulag; también me lo impide, aunque a menor escala, el título de un degradante programa televisivo bajo ese mismo nombre.

Se llama hermano en todos los idiomas a los hijos de los mismos padre y madre o, al menos, de uno de los dos. De ese parentesco genético o de sangre, deriva por naturaleza un gran amor fraternal, que sirve de referencia a todas las relaciones humanas de nuestra especie y tiene su reflejo en las grandes religiones y códigos morales, entre los que obviamente se destacan el Decálogo del Sinaí y el Sermón de la Montaña.
Por citar ejemplos más cercanos, acudo a la revolución francesa, con su famosa trilogía de Libertad, Igualdad y Fraternidad, de indudable abolengo cristiano, aún cuando se aplicaran paradójicamente con el terror; más en nuestro tiempo y menos controvertida la Declaración Universal de los Derechos Humanos, sancionada por las Naciones Unidas, cuyo sexagenario acabamos de celebrar, que en su artículo primero proclama con solemnidad: Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y de conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.

Nótese como empieza, no por un derecho, sino por un deber, antes de consignar los contenidos de todo el articulado. La vigencia universal de esos derechos, que ha supuesto importantes avances de la humanidad en ese periodo, constituye evidentemente un programa a realizar, a medio o largo plazo, en el mapamundi de todos los países del planeta. Es evidente que éste sigue marcado por tremendas carencias e injusticias, que parece imposible llegar a superar.

Con todo y con eso, nunca como ahora la familia humana, a pesar de la tremenda crisis económico-social que ahora nos aplasta, ha contado con tantos recursos, institucionales, financieros y técnicos para afrontar con suficientes garantías un futuro liberador de nuestro mundo. Esta crisis, se nos dice, es un reto histórico. Y curiosamente los obispos, los consejeros de banca, los agentes de bolsa y los líderes sindicalistas han estado tan de acuerdo en calificar este trance como una crisis de valores más que de finanzas.

De la que sólo podremos salir a flote hacia nuevos horizontes de justicia social y de fraternidad, con los soportes morales de la honradez personal, el respeto a la dignidad humana, la transparencia en la gestión, la moderación en las ganancias y la equidad distributiva de todo el proceso. Bueno será, pues, para reactivarlo, acometer con denuedo y energía los Objetivos del Milenio fijados por las Naciones Unidas.

Estábamos hablando, empero, de la Natividad de Jesús de Nazaret en el marco de la fraternidad humana. No puede haber hermanos si no hay hijos y éstos de un Padre común. Es innegable, sin embargo, que bastantes personas agnósticas e incluso las que se consideran ateas, tratan a sus semejantes con fraterna solidaridad, en virtud del genoma común, la identidad de la especie, la cultura de origen y el sentimiento natural; pero, nada de nada sobre un padre común. Es quizás por eso, por lo que Joseph Ratzinger ha hablado alguna vez de la orfandad del agnóstico.

Los cristianos afirmamos sin arrogancia, y con gratitud personal, que el Dios de nuestra fe es el Creador del mundo y el Padre de los hombres, a los que formó a su imagen y semejanza, enviándonos después a su Hijo para que nos redimiera y nos salvara. ¿Comprenden entonces cómo, en la fiesta de la Navidad del Señor nos estalla el corazón de alegría, en todo el universo de la cristiandad?.

El misterio del hombre encuentra solamente respuesta en el Misterio del Dios encarnado. No es esto una exclusiva de los cristianos, porque Cristo vino al mundo para todos, incluídos los que lo ignoran o rechazan. Su casa (la Iglesia y la fe) es quizá tan poco llamativa como la gruta y la tienda de campaña, pero sigue abierta a cuantos quieran franquearla con humildad. ¡Felices Navidades!

Fuente: Bitácora AlmendrónTribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

A casa por Navidad

Por Pilar Rahola (LA VANGUARDIA, 24/12/08):

El último Río de Janeiro siempre se parece al primero. Esa magia. Esa lujuria de la vista. Esa eterna sorpresa. Ciertamente, Dios jugó a los dados con las bellezas del mundo, y se le cayeron unas cuantas en ese punto del planeta, configurando un punzante milagro del paisaje. Quizás convencido de que ya estamos los humanos para rebajar la arrogancia de la belleza natural y destruirla pacientemente, con prisas y sin pausas. Voraces criaturas inconscientes…

Fue en Río de Janeiro, en su Universidad pública, donde hace unos días di una conferencia sobre los retos que afronta la democracia en el mundo actual, y el debate tuvo la suave fogosidad de lo carioca, confrontado pero elegante. Permítanme reproducir el planteamiento inicial que hice en Río y que he repetido, con convicción, en otros foros internacionales donde he tenido el honor de participar. Si mañana un nuevo Daniel Defoe nos convirtiera en improvisados Robinsones posmodernos, y nos enviara a una isla ignota, sólo necesitaríamos tres libros para refundar la civilización: las Tablas de la Ley, el Corpus Iuris Civilis y la Carta de Derechos Humanos. De Moisés a Eleanor Roosevelt, pasando por Justiniano, sus nombres marcan tres hitos de la historia de la modernidad. Con las Tablas de la Ley que Moisés cedió a su pueblo, nuestra civilización adquirió un código civil básico, gracias al cual se podía vivir dignamente en sociedad. Nada hay más sencillo y a la vez más profundo que esos mandamientos que ordenaron para siempre los valores de nuestra sociedad. De hecho, como aseguran con razón las personas religiosas consecuentes (tanto del catolicismo como del judaísmo), nada malo ocurriría en el mundo si se siguieran los Diez Mandamientos. No matarás. No robarás. No mentirás… Y ello tanto vale para la trascendencia espiritual, como sirve para la ordenación civil. Con la compilación del Código romano que ordenó el emperador bizantino Justiniano, se fundamentó todo el derecho jurídico moderno y con él, el entramado de leyes que regulan los derechos y deberes de nuestra sociedad. Y, por supuesto, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, presidida por Eleanor Roosevelt, culminó ese largo proceso de siglos hacia una sociedad de individuos libres, capaces de vivir conjuntamente. Tres textos que los compilan todos, hasta el punto de que resumen miles de años de azaroso viaje hacia la civilización.

En estos días de frenesí festivo, con los niños revoloteando por las esquinas de la ilusión, con las calles adornadas de gala (aunque menos en la insostenible Barcelona sostenible) y con el calendario coronado de fiestas familiares, forma parte del ritual preguntarse por la comercialización abusiva y, en términos más trascendentes, por la banalización de la esencia navideña. Confieso que adoro la Navidad, quizás porque me permite excederme en mi faceta familiar, ser madre sobreprotectora y, a la vez, retornar levemente a la niña que fui, en un círculo de felicidad casi redonda. “Un niño no es un proyecto de hombre, sino que el hombre es lo que queda del niño”, decía Ana María Matute en la bella entrevista que le hizo Xavi Ayén en La Vanguardia.Quizás… Pero sea lo uno o lo otro, la infancia despliega sus alas de mariposa en estos días, y cálidamente acaricia nuestros sueños y suaviza nuestros miedos. ¿Hay algo más bello que un niño por Navidad? Personalmente no participo de los discursos críticos, generalmente muy progres, ni creo que la Navidad sea el paradigma de las maldades del consumo. Al contrario, creo que es un tiempo ganado a la monotonía y, sobre todo, ganado para la familia y, como tal, merece un retorno a lo valórico y a lo trascendente. Al fin y al cabo, ¿no ha resultado ser la familia lo más sólido de todo lo que hemos inventado socialmente? ¿Y no es la Navidad el triunfo de la familia, su momento de oro, su rincón en el calendario? En ese comedor de casa, que se ha mostrado a lo largo de los siglos como la red más sólida de protección del ser humano, el lugar donde aprende a socializarse, a amar, a crecer, a respetar, en ese lugar preciso, que en Navidad se viste de gala, palpita todo lo que hemos construido como civilización. Y si Moisés tuvo que subir al Sinaí para recibir un código de respeto civil, cualquiera de nosotros sólo necesita sentarse a la mesa de una familia que se ama, para entender que ese código es la base de la vida.

Hablaría de la felicidad, pero no me atrevo. En estos tiempos de crisis, ¿cuántos tendrán unas Navidades inciertas? Y, además, ¿qué es la felicidad sino un deseo inestable y fútil? Sin embargo, estos días me parecen bellos, a pesar de los muchos pesares, y si la felicidad fuera algo tangible, se parecería mucho a la mirada de mi hija Ada, cuando me pregunta por sus regalos. Por ello no participo de la crítica despreciativa contra la Navidad, ni creo que estas fiestas sean banales. Muy al contrario, condensan los aspectos más sólidos de nuestras pobres vidas: unos días de fiesta, un comedor de casa, y la gente que se quiere regalándose su tiempo mutuamente. ¿Hay algo más trascendente?

Feliz Navidad.

Fuente: Bitácora AlmendrónTribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

sábado, diciembre 20, 2008

Fábula navideña

Por Manuel Castells (LA VANGUARDIA, 20/12/08):

La nueva Navidad iba tomando forma. Al principio fue difícil acostumbrarse a unas fiestas sin compras y a un árbol sin regalos. Pero a la fuerza ahorcan. Cuando cerraron los últimos bancos porque al gobierno se le acabó el dinero con que los mantenía las tarjetas de crédito se reciclaron como recortables de plástico para que los niños construyeran sus propios juguetes con los materiales que encontraban por ahí. Así se poblaron los hogares de artilugios inverosímiles de formas y funciones diversas según la imaginación de cada niño. También surgieron nuevos videojuegos diseñados por precoces hackers que reprogramaron antiguallas digitales rescatadas del naufragio de la economía global para extraer combinaciones insospechadas por sus antiguos diseñadores, actualmente refugiados en las laderas del monte Fuji cultivando arroz y pescando algo para hacer sushi. Algunos lamentaban la drástica decisión de dejar de pagar impuestos a instancias de un SMS que circuló por doquier haciendo ver que trabajábamos para que los bancos siguieran prestándonos nuestro propio dinero cuando y como quisieran.

Nos salió el tiro por la culata, porque cerraron bancos, cerraron empresas, medio cerró la administración, perdimos el empleo y nos dejaron de pagar. Fue duro, pero poco a poco la satisfacción del deber cumplido nos animó a aguzar el ingenio y buscarnos la vida. Hubo quien se fue al campo a cultivar tomates y patatas y a aprender alta cocina vegetariana con los productos de la tierra. Los urbanitas irredentos transformaron en huertos parques urbanos liberados de la burocracia municipal. Otros que eran mañosos repararon viejas máquinas. Algunos transformaron su hobby de carpintería en oficio de fabricantes de mesas, sillas, armarios, puertas y ventanas. Los albañiles reparaban pisos vetustos y construían espacios comunes de cocinas, lavanderías, guarderías y salas de estar, donde los vecinos se juntaban a rememorar el pasado, inventar el futuro y sentir el presente. Resultó que ocupando los innumerables pisos vacíos que había en la ciudad había sitio para todos. Y como el registro de propiedad estaba informatizado y los virus habían destruido las entrañas electrónicas de los actuarios nadie sabía a ciencia cierta qué era de quién.

Tras momentos de incertidumbre y alguna que otra escaramuza se llegó a un contrato social a la Rousseau. Pongámonos de acuerdo, piso a piso, de qué manera todos podemos tener un hogar y la comunidad de no propietarios garantizará los acuerdos. Cuando haya conflicto, arbitraje vecinal que garantice que todos tienen derecho a un techo digno, un principio constitucional que en el antiguo régimen había sido confiscado por una siniestra cofradía conocida como la inmobiliaria.

Como el sistema contable desapareció con los bancos, también el dinero acabó por desaparecer, pero la gente aprendió a cambiar tomates por obra de carpintería, ladrillos por lavadoras, bicicletas por libros y libros por historias contadas en las cálidas noches del verano eterno del invernadero atmosférico inducido por nuestros coches y motos. Eso sí, ni oír hablar de esos vehículos que habían emponzoñado el aire, matado y mutilado a millones de personas, muchas de ellas en la flor de la edad, y aislado a cada cual en un cascarón de agresividad fuente de ataques de nervios, almorranas y crisis cardiacas. A cambio, la ciudad desplegaba una variopinta panoplia de artefactos móviles. Bicicletas, triciclos y cuatriciclos de todas las dimensiones, tecnologías y colores. Sillas de ruedas para válidos, minusválidos y superválidos. Patines y patinetes con tracción humana, animal o de vela. Y para los grandes desplazamientos, vehículos movidos por energía solar y recargados por su apilamiento en postes de aparcamiento aprovechando que se pueden plegar y acoplar. Y viandantes, muchos viandantes andando en los senderos peatonales que surcan la ciudad sin peligro y sin pausa, sin semáforos que los detengan ni peligro de que te atropellen porque los ciclistas aprendieron al final a respetar para ser respetados. A veces, las distancias eran grandes, pero se hacían por etapas, nadie tenía mucha prisa, porque las tareas por hacer seguían los arreglos y proyectos que cada uno se había montado y, por consiguiente, en lugar de horarios de trabajo había mi horario (o anuario) de trabajo, tal como yo lo decidía.

Aún había un vago gobierno que se ocupaba de algunas cosas, pero nadie le hacía mucho caso porque ni tenía dinero ni poder, ya que nadie quería ser policía sin pistola o soldado sin tanques. De modo que la gente tuvo que organizarse para decidir cosas concretas y fueron aprendiendo que cooperar funciona más que competir si se tiene paciencia y buena fe. Y los de mala fe, que aún quedan, marginados en su rincón, carcomidos de rabia y teniendo mucho cuidadito de no ser violentos porque entonces la ciudadanía se siente Fuenteovejuna: todos a una. Ya no había televisión, pero la calle rebosaba de teatro, mimos, danzarines, payasos, cantores y músicos. E internet seguía funcionando con redes wi-fi conectadas y paneles solares recargando móviles de bajo consumo que se bajaban todo de la nube repositorio global de información. O sea, que entretenimiento no falta. Pero sobre todo hay tiempo, mucho tiempo, para hablar, pasear, sentir, aprender el uno del otro y recorrer el mundo a pie de gente. Caminos inmensos y luminosos…

Y ahí me desperté de la pesadilla. Miré al alarmador (también llamado despertador) y salté de la cama para llegar a tiempo al atasco de las 7.45. Por fin arrebujado al volante exhalé un suspiro de alivio. Aún estoy aquí. Aún puedo llegar al trabajo y despachar decenas de expedientes para que no me despachen a mí. Aún voy a cobrar la paga extra y podré apretujarme en los almacenes a ver si consigo los regalos de mi lista. Aún podré indigestarme, emborracharme (moderadamente), aguantarme el hastío de la familia que nunca veoy embelesarme con el programa especial de Fin de Año en la tele. Habrá menos que otros años, pero habrá. Y la vida seguirá siendo bella porque seguirá siendo lo que es. Por favor, Señor, protege a nuestros bancos para que podamos tener una Feliz Navidad.

Fuente: Bitácora AlmendrónTribuna Libre © Miguel Moliné Escalona