miércoles, mayo 27, 2009

Cantos de sirena

Por Carlos D. Mesa Gisbert, ex presidente de Bolivia (EL PAÍS, 19/05/09):

La América Andina ha vivido una particular historia de convulsión en las últimas décadas. Violencia brutal en el Perú con la presencia de Sendero Luminoso y una sangrienta guerra interna. Interminable e implacable confrontación entre Estado y FARC en Colombia, en lo que se ha convertido en espantosa rutina. Inestabilidad recurrente en Ecuador y Bolivia con el surgimiento de poderosos movimientos sociales. Desmoronamiento de una envilecida democracia bipartidaria de Venezuela.

Son episodios que pusieron patas arriba todo el andamiaje y la concepción de democracia en la región. Por eso, los pueblos andinos demandaron de modo casi unánime el cambio. Fue sobre el caballo del cambio que montaron varios de sus líderes devenidos en presidentes.

Hugo Chávez ha cumplido ya diez años al mando de Venezuela y se presentará a las próximas elecciones. En Colombia, Álvaro Uribe se acerca a su séptimo año de Gobierno y probablemente será candidato para un tercer periodo. Rafael Correa, tras dos años de gobierno, ha sido reelegido en el Ecuador por un periodo de cuatro años con opción de otro más. Evo Morales aspira a ganar un segundo mandato de cinco años, tras casi cuatro como presidente de Bolivia. Sólo el Perú mantiene la limitación a la reelección inmediata, aunque abre la opción de una reelección pasado un periodo; es el caso de Alan García que gobernó entre 1985 y 1990 y lleva casi tres años de su segundo mandato.

La respuesta a la crisis política en tres de las cinco naciones, Venezuela, Ecuador y Bolivia, fue la receta del caudillismo apoyada en un discurso de descalificación del pasado tildado genéricamente como “neoliberal”, repudio del sistema de partidos colapsado por el descrédito y cuestionamiento de la vieja democracia, acusada de haber sido instrumento de las élites. En esa lógica, lo que se hizo fue proponer la refundación de la nación (una vez más).

Para hacerla, aprobaron nuevas constituciones, que buscan revolver y cambiarlo todo y que señalan la tierra prometida bajo la premisa de la inclusión, la participación y el control social. El pueblo en el poder. Pero, ojo, siempre que el mediador de ese poder sea inexcusablemente el líder que encarna al Estado.

No son procesos idénticos. Cada quien de acuerdo a sus posibilidades y su circunstancia. Chávez busca un liderazgo continental, llave entre el mito revolucionario de Fidel Castro y las nuevas generaciones. Correa, algo más pragmático, no ha roto lanzas con la idea de modernidad, pero siempre como parte de un discurso revolucionario. Morales en el contexto del país con mayor presencia indígena del continente, salta al vacío y funda la nación de naciones (36, entre las que no se cuenta el 55% de la población no indígena) y decide el aislacionismo en política exterior. En los tres se afirma cada vez más el discurso estatista y la adscripción al socialismo. Morales por ejemplo, se ha declarado hace muy poco seguidor de Marx y Lenin.

La otra cara de la moneda parece Colombia. Uribe suscribe sin dudar el liberalismo económico, la apertura al capital externo y la inserción plena de su país a la globalización, apoyado en una campaña en blancos y negros contra las FARC.

Pero la distancia es aparente. Los ingredientes que unen a los cuatro presidentes son: la dramática polarización de la sociedad, el populismo, la desinstitucionalización que ha dado pie a la sumisión de todos los poderes del Estado al Ejecutivo y la idea mesiánica de que sólo ellos como personas pueden llevar adelante el cambio.

¿Por qué Perú no ha seguido esta ruta? Porque aún está bajo el efecto de la vacuna Fujimori. Perú vivió ya esa experiencia de democracia populista autoritaria (perdón por la contradicción en los términos) que concluyó de modo traumático. Aunque nada garantiza que en las próximas elecciones no se vuelva a ensayar la fórmula, sea desde el fujimorismo, sea desde el ala de Ollanta Umala.

La pregunta obvia es ¿se puede construir la democracia bajo gobiernos que eliminan la alternancia en la presidencia, que destruyen la independencia de poderes y que pretenden copar la totalidad del espacio político? No se requiere mirada de lince para otear en el horizonte los colores del autoritarismo y el riesgo de un nuevo tipo de dictadura, mucho más sofisticada que las de los militares de los años setenta del siglo pasado. Bajo el delicado paño democrático, se cierne el gran hermano (el de Orwell, claro). Enfrentar este fenómeno es más complejo, precisamente por ese delicado paño.

La premisa de que el poder total corrompe totalmente, sigue vigente. El hecho de que una parte de los pueblos andinos crea que ese es el camino correcto, sólo demuestra que la pobreza es un enemigo feroz y que a pesar de su sustancial reducción en los últimos 20 años, está muy lejos de ser suficiente.

Y en ese tema, lo que no hicieron los “neoliberales”, tampoco lo están haciendo los “revolucionarios del siglo XXI”. Es entendible por ello que estos cantos de sirena (más seductores que los anteriores) sean todavía escuchados. A fin de cuentas, la esperanza es lo último que se pierde.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

¿Qué es eso que llaman ’sharia’?

Por Dolors Bramon, profesora de estudios islámicos (EL PERIÓDICO, 19/05/09):

Las noticias sobre el avance talibán en el valle de Swat, en Pakistán, y las recientes implantaciones de la sharia como ley del islam en varios países islámicos están generando mucha confusión. Vale la pena aclarar de qué va esto de la sharia, sobre todo por lo que supone de discriminación para las musulmanas. El libro sagrado del islam, además de contener el dogma, comprende una serie de normas para regular la conducta de los fieles. En consecuencia, los primeros musulmanes consideraron que constituía su primera y principal fuente de derecho. En él se mejoró sensiblemente la condición de las mujeres, condenando algunos usos anteriores, como la costumbre de enterrar vivas a las recién nacidas, y estableciendo que las musulmanas pasaran a ser sujeto de herencia y no objeto, como ocurría antes, o el derecho inalienable a recibir y poseer la dote y a la separación de bienes en el matrimonio. Otros usos preislámicos se adaptaron a las nuevas directrices, al tiempo que dictaminaban mejoras, como en el caso de la poligamia, que en el Corán se regula reduciendo a cuatro el máximo de esposas permitidas a los hombres y exigiendo una equidad de trato o el derecho al repudio, cuya validez y pronunciamiento tuvieron que ceñirse en adelante a condicionamientos muy restrictivos.

Las normas establecidas en el Corán se refieren a varias situaciones que afectan a la vida privada de cada creyente y a la del conjunto de la comunidad, como la alimentación, el matrimonio, la muerte, los impuestos, el comercio, el lujo, etcétera. Pero hay que indicar que algunas prácticas que han perdurado hasta hoy ni siquiera son mencionadas en él. Por ejemplo, la circuncisión masculina o su modalidad aplicada a las niñas bajo varios –y condenables–grados de mutilación.

Aunque se diga que un 35% del contenido del libro hace referencia a normativas, pronto fue insuficiente para poder regular todas las cuestiones planteadas en una comunidad cada día mayor. Por este motivo, las pautas proporcionadas en el mensaje coránico tuvieron que complementarse con otros modelos de comportamiento. El principal fue, naturalmente, el modelo de la vida del profeta y de sus seguidores más inmediatos, o sea, el de la práctica seguida por la primera comunidad de fieles.

Este conjunto de normas que complementan el Corán constituye la sunna o tradición, compuesta por varias narraciones que recogen presuntos hechos o dichos del profeta según pretendidos testimonios coetáneos. Cada una recibe el nombre de hadiz e iba presidida por la lista nominal de los transmisores, que da garantía –como mínimo teórica– de autenticidad. Recogido por escrito en el siglo IX, este conjunto de narraciones, de historicidad bastante dudosa dados los años transcurridos, constituyó su segunda fuente de derecho.

También muy pronto, la tradición no bastó para los nuevos casos que se presentaban y los expertos tuvieron que establecer una tercera fuente de jurisprudencia. Ahora bien, cuando les faltaban directrices en el Corán y la sunna, tuvieron que elaborar una nueva normativa sin poder seguir ningún modelo. Las vías adoptadas entonces consistieron en deducir una nueva legislación mediante el sistema llamado de analogía, aplicable en los casos que presentaran similitud con normas anteriores, o el recurso a su opinión personal. Es evidente que el talante de cada jurista influiría en sus dictámenes. En todos los casos, era y es necesario el consentimiento de los fieles, y de este modo la voz de la comunidad se convierte también en fuente del derecho.

Este esfuerzo jurídico terminó en los siglos IX-X, y los expertos posteriores han tenido que limitarse a seguir el camino trazado por sus antecesores.

Si bien esta nueva normativa fue sistematizada, no puede considerarse un código unificado y coherente, sobre todo porque el islam no tiene una institución única de referencia y la costumbre de cada territorio es muy distinta. Pese a esto, algunos optan por sumar las citadas fuentes del derecho y considerar su resultado como ley canónica bajo el nombre de sharia, sin percatarse del disparate que supone. Me explico: a todos nos enseñaron de pequeños que no se pueden sumar peras y manzanas, y es evidente que esta suma es incorrecta. Lo es porque hay que distinguir muy explícitamente la naturaleza y procedencia de los sumandos porque para todos los musulmanes, y según la teología islámica, el Corán es obra de Dios, pero, por el contrario, es obvio que la tradición, el esfuerzo jurídico y el consenso son producto de la actividad humana, y más concretamente de los hombres del islam.

ADEMÁS, HAY que decir que no siempre los textos árabes del Corán, de la sunna y de los escritos jurídicos pueden ser entendidos de un modo claro y automático, y que ninguna de estas obras constituye un código coherente y completo. Por lo tanto, su interpretación varía sensiblemente. Y, a menudo, las normativas son contradictorias.

Esta consideración errónea de la sharia como ley del islam es defendida por los grupos islamistas y las cuestiones más discriminatorias son las referidas al estatus de las mujeres, porque a menudo han prevalecido normas de los hombres en detrimento de las pautas del Corán. Guste o no guste, hay que subrayar el paso de gigante que supuso su contenido en favor de las mujeres, pero, por desgracia, el patriarcalismo sigue triunfando.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

Hussein, como el nieto del Profeta

Por Javier Valenzuela (EL PAÍS, 18/05/09):

En el siglo XIV de la era cristiana, poseído por una sed voraz de conocimiento y aventura, Ibn Batuta salió de su ciudad natal de Tánger a los 22 años de edad para no regresar hasta pasadas más de dos décadas. En ese tiempo visitó innumerables ciudades, entre ellas Constantinopla, Jerusalén, Damasco, La Meca, Bagdad, Samarkanda, Delhi, Cantón, Adén, Mogadiscio y Tombuctú. Una de las reglas de sus viajes -conocidos en árabe como la rihla o periplo- fue no volver a lugares que ya había conocido… y la cumplió con una excepción: El Cairo. Allí se detuvo al menos en cinco ocasiones. “Aquélla no sólo era la ciudad más grande y rica de la época, y la capital del reino más poderoso, sino también el lugar donde se cruzaban las más transitadas rutas comerciales y de peregrinación, de norte a sur y de este a oeste”, recuerda Max Rodenbeck, cronista contemporáneo de la metrópolis egipcia. “El Cairo era el ombligo del mundo”.

Dejó de serlo hace mucho tiempo. Viajando en la dirección del sol, el ombligo del mundo se fue trasladando sucesivamente a Europa occidental, el norte de América y Asia oriental. Ahora, con casi 20 millones de habitantes cuyo principal afán es conseguir un plato diario de habas, El Cairo no está a la vanguardia de nada, ni tan siquiera es la capital indiscutible del mundo árabe como en la época de Nasser. Y sin embargo, la ciudad del Nilo, la Esfinge y las Pirámides es imprescindible a la hora de diagnosticar -e intentar remediar- muchas de las dolencias del mundo.

Hoy, lunes, Barack Hussein Obama se entrevista en Washington con Benjamin Netanyahu, el primer ministro de Israel. Dadas las muy diferentes posiciones de ambos sobre Oriente Próximo, el encuentro promete ser duro. No obstante, no supone una novedad diplomática: los líderes de Estados Unidos e Israel se ven con frecuencia aquí o allí. Lo verdaderamente insólito ha sido el reciente anuncio de la Casa Blanca de que Obama viajará a Egipto a comienzos de junio y allí -aún no se sabe si en El Cairo u otro lugar- pronunciará ese “gran discurso al mundo musulmán” que prometió durante su campaña. Tras darle muchas vueltas al asunto (Turquía e Indonesia eran otras opciones), la diplomacia estadounidense ha terminado por dar en el clavo. Simbólica, espiritual y políticamente, la elección de Egipto es una obra maestra.

Para lo bueno y para lo malo. Egipto, con 80 millones de almas, es el país árabe más poblado y uno de los más poblados del mundo musulmán. También es un aliado de Estados Unidos -vive en gran medida de los miles de millones de dólares que le regala la superpotencia por firmar la paz con Israel en 1979-, pero no es un forofo de sus políticas para Oriente Próximo. Su presidente -Hosni Mubarak- discrepó de la desastrosa invasión de Irak y la mayoría de su pueblo tiene a Washington como un modelo de hipocresía tanto por predicar la democracia y sostener a autócratas, como el propio Mubarak, como por su indiferencia ante los sufrimientos de los palestinos.

Nadie podrá acusar a Obama de buscarse un escenario cómodo, servil o aséptico para su discurso. Al contrario, al viajar a Egipto entrará de lleno en el corazón de tres grandes problemas del mundo árabe y musulmán: la falta de democracia, el conflicto israelo-palestino y el vigor del islamismo político.

Con un Mubarak que gobierna desde hace casi 30 años y maniobra para que le suceda su hijo Gamal, con un estado de excepción vigente desde el asesinato de Sadat en 1981, con libertades de expresión, asociación y participación política muy restringidas, con la tortura como práctica corriente en comisarías y cárceles y con una clase dominante constituida por militares y empresarios corruptos, el de Egipto es uno de esos regímenes escleróticos y protegidos por Estados Unidos de los que tanto despotrican los demócratas árabes.

¿Cómo puede Obama hablar de democracia en su discurso egipcio sin perturbar a Mubarak, su anfitrión? En Washington, según las crónicas, son muy conscientes del embrollo. “Pero tendrá que hacerlo”, afirma el disidente egipcio Saad Edim Ibrahim. “El discurso de Obama no puede eludir la cuestión central de que no hay ninguna incompatibilidad insuperable entre la democracia y la religión del Corán”.

No es ésta la única mina que aguarda a Obama en Egipto. El presidente norteamericano, dicen los suyos, no se olvida del conflicto israelo-palestino, pese a que hoy mismo Netanyahu intentará desviar su atención hacia Irán. Aún más, el lanzamiento de su iniciativa de paz sería inminente, según numerosas fuentes. Los árabes y los musulmanes así lo esperan. Ninguna de las muchas cosas positivas que Obama está proponiendo sobre el deshielo con Irán, el apoyo a Turquía en su viaje hacia la democracia y Europa, la pacificación de Oriente Próximo, la estabilización de Afganistán y Pakistán o las nuevas formas de lucha contra el yihadismo, puede llegar a buen puerto si no efectúa un esfuerzo heroico para resolver -o, al menos, paliar- la tragedia palestina. Desde el levante al poniente, el dolor de los palestinos abrasa el corazón de los musulmanes.

En el Valle del Nilo, superpoblado y empobrecido pero tan paciente, vitalista y bienhumorado como siempre, Obama estará muy cerca de Gaza, cuyo feroz asedio por el Ejército israelí conmocionó al pueblo egipcio. ¿Qué dirá? Obama está a favor de la solución de los dos Estados en Tierra Santa; sus diplomáticos se afanan por resucitar el espíritu y las fórmulas de Oslo, Camp David y Taba, y los Estados árabes recuerdan que en 2002 aprobaron en Beirut una muy razonable oferta de paz a Israel. Pero el Gobierno del halcón Netanyahu y el ultra Lieberman está contra la creación de un Estado palestino en los territorios ocupados por Israel en 1967. Los palestinos, por su parte, están divididos entre el Fatah de Mahmud Abbas, mayoritario en Cisjordania, y los islamistas de Hamás, atrincherados en el gueto de Gaza. Y, sobre todo, ¿es posible construir un Estado palestino viable con un Jerusalén anexionado por Israel y una Cisjordania habitada por cientos de miles de colonos israelíes? ¿No sería el territorio cisjordano de esa hipotética entidad un archipiélago de bantustanes aislados por asentamientos y carreteras israelíes, muros de hormigón y controles de los soldados de Tsahal? ¿No es demasiado tarde para la fórmula de los dos Estados, como se temía Edward Said?

Ya en dos ocasiones Obama se ha dirigido a los musulmanes. En su primera entrevista televisada como presidente, a Al Arabiya, dijo: “Mi trabajo respecto al mundo musulmán es comunicarle que EE UU no es su enemigo”. Y en abril afirmó en Turquía: “Estados Unidos no está en guerra con el islam ni lo estará nunca”. No fueron mensajes fútiles. El antiamericanismo político, fuerte entre los musulmanes desde hace décadas por el apoyo incondicional de Washington a Israel, se disparó durante los años de Bush con Afganistán, Irak, Abu Ghraib y Guantánamo. La idea, tan cara a Bin Laden, de una “cruzada judeocristiana” contra el islam hizo su camino.

Lucidez y valentía son signos distintivos de la rihla de Obama, su periplo en busca de la coexistencia pacífica en Oriente Próximo de cristianos, judíos y musulmanes; occidentales, árabes, persas, turcos e israelíes. De mantener sus planes, cuando viaje a Egipto en junio, lo hará al mismísimo solar de la Cofradía de los Hermanos Musulmanes, la abuela de todos los movimientos islamistas contemporáneos. En su seno se forjó el pensamiento de Sayyed Qutb, capital para Jomeini y para Al Qaeda, y también el modelo de piedad religiosa, activismo político y protección social que hace tan exitosos a grupos como Hezbolá y Hamás. Hoy, tolerados a ratos, perseguidos casi siempre, dirigidos por gente pragmática, opuestos al terrorismo, los Hermanos Musulmanes son la principal oposición al régimen egipcio, y las penurias causadas por la privatización de empresas públicas que lidera Gamal Mubarak, el hijo del faraón, le abonan aún más el terreno.

Pero Obama no planea dirigirse a los islamistas en su discurso en el que fue el ombligo del mundo. Quiere ir más allá: hablarles directamente a los cientos de millones de musulmanes de todo el planeta que, como indica la sura 2.256 del Corán, viven su fe sin pretender imponérsela a nadie. Ellos están predispuestos a creerle. Al fin y al cabo, su familia paterna es musulmana, su segundo nombre propio es Hussein, como el venerado nieto del profeta Mahoma, y ha probado que, al igual que la mayoría de los que conocen directamente el islam, no se deja guiar por prejuicios según los cuales esta religión sería más misógina, violenta o contradictoria con la democracia que cualquier otra de las monoteístas. Lo dijo él mismo en Turquía: “Muchos americanos tienen familiares musulmanes o han vivido en un país de mayoría musulmana. Lo sé porque soy uno de ellos”.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

La crueldad de Dante

Por Alberto Manguel, escritor y crítico literario argentino (EL PAÍS, 18/05/09):

La decisión del presidente Obama de dar a conocer los documentos sobre las prácticas interrogatorias de Guantánamo y Abu Ghraib y, al mismo tiempo, no ordenar la investigación de quienes llevaron a cabo tales prácticas, me recordó un caso bien anterior, en el que el sistema legal es también utilizado para justificar la tortura, y en el cual el torturador tampoco es condenado por sus acciones. Ocurre casi al final del viaje al infierno de Dante, en el Canto XXXII de su Comedia.

Siguiendo a Virgilio por los varios círculos infernales, Dante llega al lago glacial en el que las almas de los traidores son presas hasta el cuello en el hielo. Entre las terribles cabezas que gritan y maldicen, Dante cree reconocer la de un cierto Bocca degli Abati, culpable de haber traicionado a los suyos y haberse aliado al enemigo. Dante pide a la inclinada cabeza que le diga su nombre y, como es ya su costumbre a lo largo del mágico descenso, promete al pecador fama póstuma en sus versos cuando vuelva al mundo de los vivos. Bocca le contesta que lo que desea es precisamente lo contrario, y le dice a Dante que se vaya y no lo fastidie más.

Furioso ante el insulto, Dante coge a Bocca por el pescuezo y le dice que, a menos que confiese su nombre, le arrancará cada pelo de la cabeza. “Aún si me dejases calvo”, le contesta el desdichado, “no te diría quien soy, no te mostraría mi cara/ aunque mil veces me azotases”. Entonces Dante le arranca “otro puñado de pelo”, haciendo que Bocca lance aullidos de dolor. Mientras tanto, Virgilio, encargado por la voluntad divina de guiar al poeta, observa y guarda silencio.

Podemos interpretar ese silencio de Virgilio como aprobación. Varios círculos antes, en el Canto VIII, cuando los dos poetas navegan a través del Río Estigio, Dante, viendo cómo uno de los condenados se alza de las aguas inmundas, le pregunta, como siempre, de quién se trata. El alma pecaminosa no le da su nombre, sólo le dice que es “uno que llora” y Dante, sin conmoverse, lo maldice ferozmente. Virgilio, sonriente, toma a Dante en sus brazos y lo alaba con las palabras que San Lucas usó para alabar a Cristo. Entonces Dante, alentado por la reacción de su maestro, le dice que nada le daría mayor placer que ver al condenado volver a hundirse en el fango atroz. Virgilio le dice que así ocurrirá, y el episodio concluye con Dante agradeciendo a Dios la concesión de su deseo.

A través de los siglos, los comentadores de Dante han intentado justificar estos actos como ejemplos de “noble indignación” u “honorable cólera”, que no es un pecado como la ira (según Santo Tomás de Aquino, uno de las fuentes intelectuales de Dante), sino una virtud nacida de una “causa justa”. El problema, claro está, reside en la lectura del adjetivo “justo”. En el caso de Dante, “justo” se refiere a su comprensión de la incuestionable justicia de Dios. Sentir compasión por los condenados es “injusto” porque significa oponerse a la imponderable voluntad divina.

Tan sólo tres cantos antes, Dante cae desmayado de piedad cuando el alma de Francesca, condenada a girar para siempre en el vendaval que castiga la lujuria, le cuenta su triste caso. Pero ahora, más avanzado en su ejemplar descenso, Dante ha perdido su flaqueza sentimental y su fe en la autoridad es más robusta.

Según la teología dantesca, el sistema legal impuesto por Dios no puede ser tachado ni de erróneo ni de cruel; por lo tanto, todo lo que decrete debe ser “justo” aun cuando se halle más allá del entendimiento humano. Las acciones de Dante -la tortura deliberada del prisionero preso en el hielo, su sórdido deseo de ver al otro prisionero ahogarse en el lodo- deben ser entendidas (dicen los comentadores) como una humilde obediencia a la Ley y a una incuestionable Autoridad Mayor.

Un argumento similar es propuesto hoy en día por quienes argumentan contra la investigación y condena de los torturadores. Y sin embargo, habrá pocos lectores de Dante que no sientan, al leer esos pasajes infernales, un mal sabor de boca. Quizás sea porque, si la justificación de la aparente crueldad dantesca yace en la naturaleza de la voluntad divina, entonces, en lugar de sentir que las acciones de Dante son redimidas por la fe, el lector siente que la fe es envilecida por las acciones de Dante.

De la misma manera, el implícito perdón a los torturadores, sólo porque los abusos ocurrieron en un pasado inmutable y bajo la autoridad y ley de otra administración, en lugar de alimentar la fe en la política del Gobierno actual, la envilece. Peor aún: tácitamente aceptada por la Administración de Obama, la vieja excusa de “sólo obedecí las órdenes” adquirirá renovado crédito y servirá de antecedente para futuras exoneraciones.

G. K. Chesterton dijo alguna vez: “Obviamente, no puede haber seguridad en una sociedad en la que el comentario de un juez de la Corte Suprema, diciendo que asesinar está mal, sea visto como un epigrama original y deslumbrante”. Lo mismo puede decirse de una sociedad que, bajo no importa qué circunstancias, rehúsa investigar y condenar infames actos de tortura.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

Semejanzas y diferencias entre dos crisis

Por Gabriel Tortella, catedrático emérito en la Universidad de Alcalá (EL PAÍS, 18/05/09):

Se compara frecuentemente la presente crisis -o ya más bien recesión y quizá depresión- con la de los años treinta del siglo pasado. Por supuesto, todas las crisis o depresiones se parecen: en todas caen las principales magnitudes monetarias, la renta en especial, pero también varios de sus componentes, como la inversión y el consumo, la producción industrial, frecuentemente también la agrícola, y, sobre todo, y de crucial importancia, el empleo. La caída del empleo es de enorme trascendencia porque el factor humano es el más relevante elemento productivo, el más importante componente de la demanda y, además, y sobre todo, porque la finalidad última de la actividad económica es procurar la mayor felicidad para el mayor número de seres humanos.

Caen también otras cosas. Pero no se trata aquí de hacer descripciones minuciosas, que estarían fuera de lugar, sino de examinar si este paralelismo entre ambas crisis se da. En mi opinión, lo único que tienen de común ambas -y ya es mucho- es su magnitud: en términos de duración, de volumen de caída, de impacto sobre el empleo, la presente crisis lleva camino de parecerse mucho a la Gran Depresión. Sin embargo, las diferencias en rasgos esenciales son muy grandes también: las causas últimas de las dos crisis son totalmente diferentes; las políticas económicas que se aplican para atajarlas son también distintas; en relación con esta cuestión, nuestro conocimiento económico es hoy muy superior al que entonces se tenía, no sólo en términos conceptuales, sino también en lo que se refiere al instrumental estadístico a disposición de analistas y políticos; y en cuanto a las consecuencias, conocemos las de la Gran Depresión, que fueron pavorosas. No es aventurado afirmar que la Segunda Guerra Mundial fue consecuencia de la Gran Depresión.

Las consecuencias de la actual crisis son muy difíciles de prever, pero sí puede afirmarse que, cuanto más dure, más graves serán, porque varios años de desempleo y malestar social, no limitados a los países ricos, que al fin y al cabo tienen recursos para amortiguar la penuria, sino extendidos a países pobres, pueden dar lugar a problemas y tensiones políticas de dimensiones incalculables.

Las causas de la Gran Depresión residieron en la transformación radical que el sistema capitalista estaba experimentando por entonces. La llegada al poder de los partidos socialistas tras la Primera Guerra Mundial estaba revolucionando el sistema económico: estaba apareciendo el Estado de bienestar, las organizaciones obreras estaban adquiriendo un poder político sin precedentes, el gasto público estaba creciendo hasta cifras inéditas. En aquellas circunstancias, el intento de políticos y economistas de aferrarse a las recetas y certidumbres de preguerra acentuó considerablemente la gravedad de lo que en otra situación hubiera podido ser una simple fluctuación periódica.

En concreto, el intento de defender el sistema monetario del patrón oro, que requería una política monetaria restrictiva, fue uno de los factores que acentuó el pánico y empeoró la catástrofe. Hubo muchos otros elementos que contribuyeron al alargamiento y la profundidad de la caída (entre ellos el resurgir del proteccionismo), pero otro grave error, especialmente del Gobierno norteamericano, fue su voluntad de impedir que cayeran los precios y los salarios. Un artículo muy conocido de Peter Temin, catedrático de MIT, compara la evolución de los salarios en Estados Unidos y la Alemania nazi y muestra cómo la caída de los salarios en Alemania y las medidas intervencionistas del Gobierno, acabaron en muy poco tiempo con el paro alemán, que era aún mayor que el de Estados Unidos en 1932. En este país, donde los salarios reales aumentaron durante la depresión, el alto nivel de paro no desapareció hasta la Guerra Mundial.

La crisis actual no es de sistema: lo que han fallado son los guardianes que tenían el deber de actuar para prevenir la formación de grandes burbujas e impedir las conductas dolosas y rapaces de muchos banqueros y agentes financieros. No es que no tuvieran los instrumentos: es que faltó la decisión política y la entereza moral para poner fin a un periodo de bonanza que muchos creyeron que iba a durar para siempre.

Hoy sabemos mucho más que entonces, en gran parte gracias a John M. Keynes. Por eso, a una crisis causada por el exceso de dinero barato y los bajos tipos de interés se ha respondido con nuevas inyecciones de dinero y nuevas rebajas de los tipos de interés. Por paradójico que parezca, es la respuesta adecuada. No se ha caído en el error de 1929. También es de esperar que no se caiga en el error proteccionista. Pero si se están tomando las medidas adecuadas, ¿por qué dura tanto la crisis?

Hay varias explicaciones: la fundamental es que el estallido de la burbuja fue tremendamente destructivo. Hemos visto durante el pasado año cómo se desmoronaba gran parte del sistema bancario de Estados Unidos, el centro financiero del mundo. Los sistemas bancarios no se improvisan, porque son complejísimas marañas de relaciones humanas, basadas en el conocimiento y la confianza, el crédito, y esta urdimbre social, una vez desgarrada, lleva mucho tiempo de recomponer; sin un sistema bancario adecuado, la recuperación es difícil.

Por otra parte, en un mundo globalizado la crisis también es global y se transmite de unos países a otros, multiplicándose en círculos concéntricos y revirtiendo sobre el centro.

El otro factor de persistencia de la crisis está en el mercado de trabajo. Si en las depresiones caen las rentas, es lógico y equitativo que caigan también los salarios. Se trata de un mecanismo de distribución y ajuste: la moderación de los salarios favorece el empleo o aminora el desempleo. El mantenimiento artificial del salario, como se está haciendo en España, segmenta el mercado de trabajo, separando a empleados privilegiados y parados desprotegidos. Debido a la rigidez salarial, la Gran Depresión conoció tasas de desempleo sin precedentes.

La comparación entre ambas crisis nos dice bien a las claras que un mercado laboral rígido multiplicará y prolongará el volumen de desempleo y, por tanto, la desesperación de millones de trabajadores. Las consecuencias pueden ser catastróficas, como lo fueron las de la Gran Depresión.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

La guerra, el terrorismo y la semántica

Por Javier Rupérez, Embajador de España (ABC, 18/05/09):

Es bien conocido el prurito de neutralidad del que alardean los medios de comunicación norteamericanos. En su afán de ofrecer la noticia sin coloraturas ideológicas o políticas evitan cuidadosamente la utilización de determinados adjetivos calificativos. Entre ellos el más conocido es el de «terrorista» y sus variantes. Tan lejos llega la obsesión para evitar el término que al informar el «New York Times» sobre los atentados del 11 de Septiembre de 2001 provocó una sonora protesta entre muchos de sus lectores porque, siguiendo la regla, los autores de la matanza fueron descritos con circunloquios varios y nunca con la denominación de «terroristas».

Han transcurridos los años pero no han cambiado las normas. Tampoco la sensibilidad de los lectores. Hace todavía pocas semanas, con ocasión del ataque terrorista en Mumbai a finales de 2008, el defensor de los lectores del «New York Times» se hacía eco de las numerosas cartas de protesta recibidas con motivo de la cobertura informativa del ataque terrorista. El diario los describió como «militantes», «hombres armados», «atacantes» y «asaltantes», nunca como «terroristas». El defensor del lector narraba con sutileza los complejos y agónicos estados de ánimo por los que atraviesan los redactores del periódico antes de emplear la controvertida alocución y llega a citar a uno de ellos que, en un arrebato de dolorida sinceridad confirmaba, como si le arrancaran una confesión, que «disparar indiscriminadamente contra civiles sí parece constituir un acto de terror». Y la editora internacional del diario resumía el dilema de sus colegas al decir que «nuestro instinto es proceder cautelosamente, sin apresurarnos a etiquetar a cualquier grupo con el término de terrorista antes de llegar a tener un conocimiento más profundo de sus verdaderos alcances».

En el caso de ETA esa profundización teológica todavía no se ha producido, a pesar de los años y de las víctimas. El respetado diario neoyorquino, al que sus admiradores y adversarios denominan con cariño y envidia la «dama en gris», quizás por la consistencia plúmbea de sus coberturas informativas, publicaba el pasado 11 de abril la noticia de la detención de un tal Sirvent Auzmendi, a lo que parece responsable destacado de la banda terrorista ETA, con un titular significativo: «Detenido un vasco». El texto de la noticia explicaba que Sirvent es sospechoso de pertenecer al «grupo separatista vasco ETA», al que, recordaba, «se le imputan 825 muertes en su lucha de cuarenta años a favor de una patria independiente vasca». No hace falta presumir de la sensibilidad antiterrorista que los españoles hemos acumulado con dolor a través de las cuatro décadas para mostrar al menos algún punto de perplejidad ante el ejercicio informativo. ¿Ha sido detenido el vasco por el mero hecho de serlo? ¿Son los 825 muertos suficientes para calificar a los asesinos de terroristas? ¿Merece la lucha por la independencia vasca un tratamiento casi heroico?
Desde innumerables instancias públicas y privadas españolas, incluyendo los propios medios de comunicación, buenos conocedores del paño y conscientes del reto, han sido continuas las críticas, reconvenciones, ruegos y demandas ante el tratamiento que los medios americanos -con una conspicua excepción: el «Wall Street Journal»- vienen otorgando al tema del terrorismo en general y al de la banda ETA en particular. La experiencia obtenida y los años pasados aconsejan al respecto un abierto pesimismo. No es para mañana el momento en que el NYT decida calificar de terrorista a la banda ETA o de terroristas a sus integrantes. Ya les costó mucho utilizar la palabreja para con los responsables del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y el 11 de marzo de 2004 en Madrid.

Pero si la orgullosa alma de nardo de los redactores de «New York Times», y del «Washington Post», y de los «Angeles Times» impedía que las cosas fueran calificadas con el nombre con el que la mayoría sufriente las conocía, sin embargo no llegaba a coartar la solidaridad nacional e internacional en contra del terrorismo, cada vez más dotada de precisión. Tampoco la polémica en torno a la definición del terrorismo ha reducido la proliferación de documentos políticos y jurídicos en su contra, remitidos todos a una sensata constatación: el terrorista lo es cuando comete los actos condenados por los instrumentos legales internacionales. De los cuales existen en la actualidad más de dos docenas.

Pareciera, sin embargo, que determinados sectores de la nueva Administración americana quisieran explorar las avenidas semánticas de la «dama gris» y otorgar nuevas denominaciones a realidades bien conocidas. Cualificados portavoces demócratas han comenzado el ejercicio sustituyendo la expresión «guerra contra el terror» por la de «operaciones de contingencia en el extranjero» y la palabra «terrorismo» por la de «desastres debidos a mano humana».

Son comprensibles las objeciones a la utilización de la palabra «guerra», con sus implicaciones militares y jurídicas, y el deseo de evitar expresiones grandilocuentes, pero subsumir al terrorismo bajo el eufemismo del desastre debido a mano humana induce a un indudable desconcierto. ¿Es lo mismo gestionar mal las necesidades creadas por una catástrofe natural, como ocurrió en el caso del huracán «Katrina», que estrellar aviones de pasajeros contra las Torres Gemelas? Y si de lo que es trata es de enterrar la expresión «terrorismo» y sustituirla por una sorprendente invención, ¿que haremos con todas las obligaciones, garantías y compromisos bilaterales y multilaterales contraídos en nombre de la lucha en contra del terrorismo? ¿Va a establecer el Departamento de Estado de los Estados Unidos una lista de los responsables de los «desastres debidos a mano humana» que sustituya a la actualmente existente de personas y grupos que practican el terrorismo?

Hechos recientes -la forma contundente de acabar con el secuestro del marino mercante americano retenido por piratas somalíes- apuntan a un cambio semántico, más que a una alteración sustancial de las políticas. Pero todos saldríamos ganando si el juego de las palabras no se convirtiera en una ceremonia de la confusión. Sobre todo cuando de lo que se trata es de luchar contra el terrorismo.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

El ‘Wirtschaftswunder’ alemán

Por Daniel Reboredo, historiador (EL CORREO DIGITAL, 18/05/09):

Los meses que siguieron a la derrota alemana en la Segunda Guerra Mundial fueron de caos absoluto en todo el país. La ‘época de las ruinas’ (Trümmerzeit) en la que se había convertido el Tercer Reich de los mil años, la anarquía que la caracterizó y las escasas posibilidades de supervivencia de la población sólo fueron superadas por la ocupación aliada y por el cuidado que ésta había tenido en no destruir el imponente tejido industrial alemán. Cuando el 23 de mayo de 1949 se creó la República Federal Alemana (RFA) y, cuatro meses después, la República Democrática Alemana patrocinada por la URSS, se constató la imposibilidad de reunificar el país. Ambos Estados fueron paradigmas de los modelos políticos y socioeconómicos que por aquel entonces se estaban implantando en Europa, y la RFA el ejemplo más llamativo e importante de estabilización política en la Europa de la postguerra. Cuando ésta ingresó en la OTAN (1955) se encontraba ya en pleno camino del ‘Wirtschaftswunder’, o milagro económico, del que tanto se vanaglorió y que tanto desconcertó y sorprendió a los numerosos observadores de ambos bandos que habían presagiado lo peor. A ello contribuyeron unas instituciones modeladas para evitar repetir el fracaso de la República de Weimar, una importante descentralización en länder o demarcaciones regionales, un Gobierno central fuerte a pesar del recorte de sus facultades y, finalmente, una legislación social orientada a reducir el riesgo de conflictos laborales y la politización de las disputas económicas. Fueron los años de la Unión Demócrata Cristiana (CDU) que gobernó desde las primeras elecciones de la RFA, celebradas en 1949, hasta 1966, con un Konrad Adenauer que lideró el país hasta su dimisión en 1963.

La contrapartida del éxito económico fue el comportamiento de los gobiernos de la década de 1950 evitando la autocrítica del pasado reciente del país y respaldando una condescendiente visión del mismo que se acompañó con sucesivas amnistías que reincorporaron a la vida civil a muchos criminales de guerra, y con la no investigación de la mayoría de crímenes alemanes cometidos en el Este y en los campos de concentración. Adenauer eludió la declaración pública de la verdad y mantuvo siempre un prudente y cómplice silencio. Las voces críticas fueron acalladas por una losa en la que fabricar, ahorrar, adquirir y gastar se convirtieron en las principales actividades de los alemanes occidentales y en las líneas directrices de la vida nacional. Eficacia, detalle, minuciosidad, fiabilidad y calidad en la fabricación de sus productos acabados fueron los colores de la nueva, y metafórica, bandera alemana, cuyo ondear impulsaba la prosperidad, el compromiso y la indiferencia política, a la par que ocultaba los fantasmas del pasado en la memoria nacional. Por eso el desarrollo económico hizo que la RFA segregara autocomplacencia, hipocresía y olvido en la década de 1960, culminando semejante cinismo la elección como canciller, en diciembre de 1966, del ex nazi Kurt Georg Kiesinger.

La década siguiente, la de 1970, una época llena de problemas y que añoraba el pasado, se inició mal en todas partes debido a que el ciclo de crecimiento y prosperidad de la posguerra había finalizado. Después de veinte años de dominio cristianodemócrata, el Partido Socialdemócrata Alemán, liderado por Willy Brandt, ganó las elecciones federales de 1969 y accedió al poder coaligado con el Partido Liberal Demócrata. Brandt se convirtió en la cabeza de un país firmemente asentado en Occidente a través de la Unión de la Europa occidental, la CEE y la OTAN e inició la denominada ‘Ostpolitik’, con la que los alemanes asumieron la función de reunificar el país y que continuaron sus sucesores, el socialista Helmut Schmidt y el cristianodemócrata Helmut Kohl, hasta conseguirlo el 3 de octubre de 1990. La reunificación supuso un esfuerzo ímprobo para la nueva Alemania, que tuvo que reparar las carencias y el atraso en que se encontraba todo el este del nuevo país. Una vez conseguido, su economía se convirtió en la tercera del mundo y en la más importante del continente europeo, liderando también las exportaciones mundiales. Los gobiernos de Gerhard Schröder (1998-2005) y Angela Merkel continuaron la tendencia hasta que la crisis financiera y económica que recorre el planeta sacudió también a la potente Alemania y la denominada ‘locomotora europea’ inició su peor crisis desde la Segunda Guerra Mundial. Los principales institutos económicos alemanes y el FMI han manifestado su preocupación por la caída libre en que se encuentra la economía del país, que se contraerá hasta un 6% según los primeros y hasta un 5,6% según el segundo, que contemplará la existencia a finales de 2010 de casi 5 millones de parados, que ha visto el descenso de un 60% de los pedidos y las exportaciones, de un 25% en la producción industrial y de un 3,6% los salarios, y que hace que se piense en la temida llegada de la inflación y, sobre todo, de la deflación.

Las esperanzas que generaron los dos planes de reactivación económica del Gobierno, que han costado miles de millones de euros, no se han visto acompañadas de resultados de importancia, y ya se prepara un tercero que debe sumarse al ajuste entre la demanda interna y las exportaciones y que supone una gran inversión en infraestructuras. La incertidumbre que impregna todos los rincones de la nación se está acentuando con los recortes que se han comenzado a realizar y que están agitando los pilares de su sociedad.

Nada de esto se pensaba un año atrás, cuando se confiaba en salir de la crisis con relativa facilidad y sin angustia alguna. Vana ilusión que ha difuminado el tiempo y cuyo mensaje se ha sustituido por el del cómo y el cuándo se saldrá de la misma. Nadie lo sabe. Cuánto agradecerían los candidatos a regir los destinos del país después de las próximas elecciones de 27 de septiembre, un segundo milagro económico alemán.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

La partida de la escribidora

Por Mario Vargas Llosa (EL PAÍS, 17/05/09):

Por culpa de los antropólogos, la palabra incultura ha desaparecido del vocabulario. En el pasado la noción de cultura se asociaba a un conocimiento elevado -humanístico y científico-, al dominio de las artes, al buen gusto y a una sensibilidad refinada. La antropología generalizó aquella acepción a todas las manifestaciones de la vida de una comunidad -sus creencias, sus costumbres, sus ritos, sus vicios y valores- de modo que hoy nos encontramos en la prensa con expresiones como “la cultura de la manducación de carne humana”, la “cultura del contrabando”, “del fútbol” y de cosas aún peores. Ya nadie es inculto, todos nos hemos vuelto cultos de alguna manera, lo que constituye, sin duda, la apoteosis de esta civilización nuestra marcada por el sesgo de la frivolidad.

Dentro de este contexto no es impropio decir que Corín Tellado, la escribidora asturiana que murió el mes pasado, a sus 82 años de edad, fue probablemente el fenómeno sociocultural más notable que haya experimentado la lengua española desde el Siglo de Oro. Aunque esto parezca herejía, y lo sea desde un punto de vista cualitativo, no lo es desde el cuantitativo, porque ni Borges ni García Márquez ni Ortega y Gasset ni cualquier otro de los más originales creadores o pensadores de nuestra lengua ha llegado a tanta gente ni influido tanto en su manera de sentir, hablar, amar, odiar y entender la vida y las relaciones humanas como María del Socorro Tellado López, apodada Socorrín por su familia y sus amigos, la muchacha que, en 1946, a sus 19 años, escribió en Cádiz su primera novelita, Atrevida apuesta, una arcangélica historia en la que un joven guardiamarina apostaba que conseguiría besar a una chica y ganaba la apuesta gracias a un apagón de la luz en medio de una fiesta. A su muerte, 63 años más tarde, había escrito unas 4.500 novelas más, sin contar los radioteatros, telenovelas, fotonovelas y películas inspiradas en sus obras y hecho célebre el nombre de pluma de Corín Tellado.

Yo me enteré de su existencia en París, en los años sesenta, cuando descubrí que una sobrina mía, que venía de Lima a estudiar un curso de “Civilización francesa” en La Sorbona, se había traído un maletín lleno de novelas de su autora favorita, por si sus libros escaseaban en la tierra de Balzac. Su precaución, por lo demás, era inútil porque, como advertí poco después, en la rue de la Pompe, en el elegante barrio XVI, había todo un quiosco dedicado exclusivamente a vender, alquilar o hacer intercambio de novelitas de Corín Tellado, cuyas clientas eran sobre todo las empleadas domésticas españolas e hispanoamericanas entonces muy numerosas en París.

Desde esa época tuve la tentación de conocer alguna vez a esa extraordinaria escribidora que había logrado llegar con sus historias a un público al que jamás alcanzarían los libros de los autores “cultos” de España o Hispanoamérica. Sólo lo conseguí en mayo de 1981, después de múltiples gestiones, cuando la entrevisté para La Torre de Babel, un programa semanal que hice por seis meses para la televisión peruana. No fue nada fácil conseguir la entrevista. Su desconfianza hacia los periodistas era justificada pues ella había sido ridiculizada ya por algunos gacetilleros perdonavidas a los que abrió la puerta de su vivienda.

Me llevé una gran sorpresa al conocerla, en su casa de Roces, en las afueras de Gijón. Llevaba con gran dignidad sus cincuenta y pico de años. Era bajita, simpática, modesta, tímida pero desenvuelta y no sospechaba siquiera la fantástica popularidad de que gozaba en los estratos medios y populares de una veintena de países de lengua española y entre las comunidades “hispánicas” de Nueva York, Miami, Texas y California. Era una mujer de provincias, cuya vida había transcurrido entre Asturias, Cádiz y Galicia, dedicada mañana, tarde y noche a escribir historias de amor y desamor. De su fugaz matrimonio habían venido al mundo sus hijos Begoña y Domingo, pero, aparte de esa peripecia y de su separación matrimonial, su entera existencia estaba enteramente dedicada a fantasear y a escribir (mejor dicho, a teclear en su pequeña máquina de escribir portátil) las aventuras sentimentales que chisporroteaban en su cabeza. Uso el diminutivo para hablar de sus libros porque, de acuerdo a las exigencias de sus editores, sus novelas no debían tener nunca más de 100 páginas.

Su rutina era estricta y laboriosa. Su ama de llaves, una mujer que la acompañaba desde siempre y le resolvía todos los problemas prácticos, la despertaba a las cinco de la madrugada. De inmediato se encerraba en su escritorio, un cuarto claustrofóbico, sin ventanas, atestado de anaqueles con sus novelitas, y allí permanecía 10 horas escribiendo, con una breve pausa a las ocho, para desayunar. Escribía casi sin parar y casi sin corregir. Al salir del escritorio, a media tarde, tenía 50 páginas oleadas y sacramentadas, es decir, la mitad de una novela. Escribía dos por semana y, a ese ritmo, su obra se acercaba ya a los 3.000 volúmenes. Me explicó que, su problema como escribidora, era que su cabeza “funcionaba más rápido que su habilidad de mecanógrafa”. Que, si no hubiera sido por la lentitud de sus manos ante el teclado, escribiría más, mucho más. Alentaba en ella, a su manera, claro, esa voracidad deicida de los escribidores balzaquianos. Se ganaba su vida con la pluma, pero, en verdad, como les ocurre a los escribidores de verdad, no vivía de escribir sino para escribir.

Fuera de esas 10 horas diarias de trabajo, su vida no podía ser más monótona y frugal. Cuatro periódicos diarios, una buena siesta, alguna vez un libro, alguna tarde una visita a una amiga, acaso una película. Muy rara vez, un viaje a Gijón, de compras o a un restaurante. Pero para estar de vuelta en casa y acostada antes de las 10. En los meses de verano, baños en la piscina y algún partido de tenis. Y pare usted de contar.

Cuando le pregunté por sus autores favoritos la noté incómoda y cambié de tema. Su oficio no era leer, sino escribir. Tenía una facilidad tan grande que las historias salían de su máquina infatigable como las palabras y el aliento de su boca. No sabía lo que era ese súbito terror pánico paralizante ante la página en blanco que padecen los escritores estreñidos. Para ella, escribir era tan fácil y natural como respirar.

Su absoluta falta de vanidad era portentosa. Decía que la maravillaba siempre pensar que la leía tanta gente y era evidente que lo decía de verdad. Su editor le había hecho creer que tiraba sólo 30.000 ejemplares de cada una de sus novelas y, aunque ella sabía que probablemente aquella cifra estaba por debajo de la realidad, no le importaba. Si los editores le hacían las cuentas del tío, se encogía de hombros. Me contó que, a veces, sus exigencias eran más fastidiosas que las de los censores, en tiempos de Franco, que habían tijereteado sus historias muchas veces. Eso a ella tampoco le importaba mucho porque suavizaba las frases incriminadas ¡y ya está! Y me reveló, como prueba de su paciencia franciscana y su espíritu de templanza ante las incomprensiones del mundo, que, en una de sus novelas, se inventó un protagonista ciego. El editor le devolvió el manuscrito con una orden: “Opérelo”. Y ella, por supuesto, lo operó.

Aunque nunca la leí, siempre la respeté y la traté con cariño y gratitud. Porque gracias a ella, cientos de miles, acaso millones de personas que jamás hubieran abierto un libro de otra manera, leyeron, fantasearon, se emocionaron y lloraron y por un rato o unas horas vivieron la experiencia maravillosa de la ficción. Ella no podía sospecharlo, pero fue probablemente la última escribidora popular, en el sentido más cabal de la palabra, la que llevó una variante (fácil, elemental, sensiblera y truculenta, ya lo sé) de la literatura al vasto pueblo, ese que no entra jamás a las librerías y pasa como sobre ascuas por las secciones culturales de las revistas, y piensa que la literatura seria es larga y soporífera. Es probable que con Corín Tellado desaparezca en nuestra lengua la literatura digna de ese calificativo: popular. Lo que queda ya no lo es y lo será cada día menos, a medida que las pantallas vayan exterminando a los libros, o empujándolos a la catacumba.

Amiga Socorrín, descansa en paz.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

Recuperar el porvenir

Por Daniel Innerarity, profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza. Acaba de publicar El futuro y sus enemigos. Una defensa de la esperanza política (EL PAÍS, 17/05/09):

Una de las cosas que la crisis económica ha puesto de manifiesto es que tenemos, en tanto que sociedades, grandes dificultades para relacionarnos con nuestro propio futuro, que estamos insistentemente distraídos con el corto plazo. Vivimos en la tiranía del presente, es decir, de la actual legislatura, el corto plazo, el consumo, nuestra generación, la proximidad… Es la economía que privilegia la lógica financiera, el beneficio frente a la inversión, la reducción de costes frente a la cohesión de la empresa. Practicamos un imperialismo que ya no es espacial sino temporal, del tiempo presente, que lo coloniza todo.

A la vista de todo ello, tiene sentido preguntarse si la democracia en su forma actual está en condiciones de desarrollar una conciencia suficiente del futuro para evitar situaciones de peligro alejadas en el tiempo.

La consecuencia lógica de la tiranía del presente es que el futuro queda desatendido, que nadie se ocupa de él. El futuro distante deja de ser un objeto relevante de la política y la movilización social. Lo que está demasiado presente impide la percepción de las realidades latentes o anticipables, y que muchas veces son más reales que lo que ocupa actualmente toda la escena. ¿O es que resulta razonable prestar tal atención a las amenazas presentes que dejemos de percibir los riesgos futuros? ¿Estamos realmente dispuestos a que las posibilidades actuales arruinen las expectativas del futuro?

La principal urgencia de las democracias contemporáneas no es acelerar los procesos sociales sino recuperar el porvenir. Hay que volver a situar al futuro en un lugar privilegiado de la agenda de las sociedades democráticas. El futuro debe ganar peso político. Sin esa referencia al futuro no serían posibles muchas cosas específicamente humanas, como todas las que requieren previsión o suponen la capacidad de anticipar escenarios futuros.

Configurar una suerte de responsabilidad respecto del futuro es una tarea para la cual la política es fundamental. El problema estriba en que el futuro es políticamente débil, ya que no cuenta con abogados poderosos en el presente, y son las instituciones las que deben hacerlo valer. Las sociedades contemporáneas tienen una enorme capacidad de producir futuros, es decir, de condicionarlos o posibilitarlos. Por contraste, el conocimiento de esos futuros es muy limitado. El alcance potencial de sus acciones y los efectos de sus decisiones son difícilmente anticipables. Como el futuro no puede ser conocido, la responsabilidad suele quedar fuera de consideración. Pero esta dificultad de conocer la repercusión real de nuestras acciones en el futuro no nos exime del esfuerzo deponderarlas desde una perspectiva temporal más amplia.

Vivimos en una sociedad tan dinámica que, sin el esfuerzo de la imaginación, el futuro podría escapársenos en el ajetreo de las ocupaciones cotidianas. La elevada complejidad empuja hacia un presentismo sin perspectiva. El ejercicio rutinario de las instituciones, dominado en gran medida por los imperativos de la economía mundial, y su transposición sin la menor perspectiva de futuro impide la corrección de las anomalías no deseadas y el aprovechamiento de las oportunidades comunes.

Y es que el instantaneísmo impide tomar decisiones coherentes. Cuando la perspectiva es temporalmente estrecha corremos el riesgo de someternos a la “tiranía de las pequeñas decisiones” (Kahn), es decir, ir sumando decisiones que, al final, conducen a una situación que inicialmente no habíamos querido, algo que sabe cualquiera que haya examinado cómo se produce, por ejemplo, un atasco de tráfico. Cada consumidor, mediante su consumo privado, puede estar colaborando a destruir el medio ambiente, y cada votante puede contribuir a destruir el espacio público, lo que no quieren y que, además, haría imposible la satisfacción de sus necesidades. Si hubieran podido anticipar ese resultado y anular o, al menos, moderar su interés privado inmediato habrían actuado de otra manera.

Cuando las decisiones son adoptadas con una visión de corto plazo, sin tener en cuenta las externalidades negativas y las implicaciones en el largo plazo, cuando los ciclos de decisión son demasiados cortos, la racionalidad de los agentes es necesariamente miope. Hay bienes comunes que sólo se pueden asegurar articulando medidas inmediatas con el largo plazo: el medio ambiente, la paz, la estabilidad institucional, la confianza económica, la sostenibilidad en general… Su gestión requiere cambios a nivel individual, colectivo e institucional para incluir en nuestras consideraciones y prácticas una perspectiva temporal más amplia.

Pero para ello necesitamos una diferente base conceptual a la hora de pensar nuestra relación con el futuro y su configuración. Con los debates acerca del cambio climático, la energía nuclear, la ingeniería genética, la gestión de los riesgos financieros, el futuro ha irrumpido en la política del presente. Para la conducción de ese debate ya no valen las clásicas instituciones que diseñaron el futuro de las democracias liberales: ni la ciencia determinista, ni la economía que tiende a ver el futuro como un recurso más, ni el derecho que entiende la justicia como el resultado del contrato entre los contemporáneos y carece de instrumentos para anticipar los derechos de quienes vienen después. Ninguno de estos sistemas están hoy por hoy equipados con los procedimientos para entender y regular un ámbito temporal en el que el futuro juega un papel decisivo.

El futuro se ha convertido en un problema en las sociedades contemporáneas, quizás nuestro mayor problema, pero tal vez también la vía de solución para proceder a una reforma de la política. Nuestro mayor desafío consiste en volver a pensar y articular en la práctica la relación entre acción, conocimiento y responsabilidad. Tenemos que proceder a una relegitimación de nuestras intervenciones en el futuro, de nuestras condiciones de producción de futuro, en los nuevos escenarios sociales de una mayor complejidad, incertidumbre e interdependencia.

No se trata de predecir el futuro, algo cada vez más difícil, si es que alguna vez esa pretensión ha tenido sentido; lo que se nos exige es convertirlo en una categoría reflexiva, incluirlo, con toda su carga de incertidumbre y contingencia, en nuestros horizontes de pensamiento y acción. El futuro ha de ser gestionado mediante procesos que representen una gran innovación institucional.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

El periódico es el héroe

Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo (EL MUNDO, 17/05/09):

Siendo verdad, como escribe Gay Talese en las primeras líneas de El Reino y el Poder que «la mayoría de los periodistas son incansables voyeurs que le ven las verrugas al mundo» y que entre sus especialidades favoritas figuran «los países que se desmoronan y los barcos que se hunden», cualquiera diría que por primera vez nos toca mirarnos al ombligo por razones ajenas al narcisismo pues, si exceptuamos el sector porcino, nada parece tambalearse hoy alrededor con la brusquedad espasmódica del propio periodismo.

Lo dice Helen Mirren a grito pelado en su papel de impaciente y obsesiva directora de The Washington Globe en la película La Sombra del Poder (State of Play): «¡La auténtica noticia es el hundimiento de este maldito periódico, joder!».

Yo traté de planteárselo el otro día a los padres de internet, Tim Berners-Lee y Vinton Cerf, de la forma más elegante posible, pues no en vano celebrábamos la feliz coincidencia de nuestro común y redondo aniversario: «Lo último que podíamos imaginar los jóvenes periodistas que hace 20 años preparábamos el lanzamiento de EL MUNDO es que al otro lado de la Tierra ustedes estaban inventando un nuevo medio de comunicación que nos permitiría añadir al millón y medio de lectores de nuestra versión impresa los más de 21 millones de usuarios únicos de nuestra versión electrónica, como líder mundial que somos de la información on line en español. Muchas gracias, por lo tanto, por lo que han hecho por el mundo… y por EL MUNDO. Pero ya que están aquí, ¿serían tan amables de decirnos qué harían ustedes con esos 21 millones de usuarios para que nuestros accionistas fueran un poco más felices?».

O para evitar tener que reducir nuestra plantilla en un 9%, podría haberles dicho, agriando un poco la tarta de cumpleaños. Es lógico que cada redacción viva su propio drama como si fuera el único que sucediera en el planeta de la prensa, pero ni siquiera las píldoras mucho más amargas que están teniendo que tragar otros grupos españoles dan la medida del terremoto mediático que, dentro del tsunami de la crisis económica general, estamos padeciendo. En Estados Unidos, meca de la libertad de expresión y el pluralismo informativo, más de 23.000 periodistas han perdido sus puestos de trabajo en los últimos 15 meses y en torno a 150 diarios han echado el cierre. Por eso muchos han visto el estreno de La Sombra del Poder, en la que Russell Crowe encarna al periodista tenaz que descubre la verdad a la vieja usanza, como una especie de réquiem por la muerte del más bello de los cisnes.

Si alguien le hubiera dicho a Gay Talese en 1969 -este mayo se cumple el 40 aniversario de la primera edición de The Kingdom and the Power que yo conservo con su firma como un pequeño gran tesoro- que le tocaría presenciar el día en que el sujeto de su deslumbrante biografía coral, el mítico y venerado The New York Times, tendría que vender su sede -«una catedral de tranquila dignidad… preservada de las recesiones económicas, sólida e inquebrantable», dice en el primer capítulo- para poder sobrevivir, seguro que habría contestado, con su mala leche italomeridional, que antes veríamos a un negro en la Casa Blanca.

Y, sin embargo, «así es como es», «that’s the way it is» que diría Walter Cronkite si pudiera seguir despidiéndose de decenas de millones de norteamericanos como lo hizo durante varias décadas en las que la CBS también parecía una institución más firme que la roca de Gibraltar. Hasta tal cota ha llegado la riada que el Senado de los Estados Unidos se ha sentido obligado a crear un Subcomité dedicado a estudiar el «futuro del periodismo» bajo la presidencia de un peso pesado como John Kerry. Y es el contenido de los testimonios de los convocados como expertos en tan alta sede durante las dos últimas semanas lo que debe encender todas las alarmas de quienes crean en la trascendencia de la función social de la prensa independiente. Tanto por el amenazador diagnóstico de los arrogantes profetas de la nueva era, como por el derrotismo de los portavoces de todo aquello que corre el riesgo de ser engullido por las llamas.

En el primer capítulo brillan con luz propia las intervenciones de una tal Marissa Mayer, vicepresidenta de Productos de Búsqueda y Experiencia de Usuario de la todopoderosa Google Corporation y de la mercurial Arianna Huffington, creadora y propietaria del diario electrónico The Huffington Post, concebido en gran medida como un agregador de contenidos ajenos.

Según la señora Mayer, a la que nadie podrá reprochar que ocultara las pretensiones totalizadoras de su compañía -«Nuestra misión consiste en organizar la información mundial»-, ha ocurrido algo tan aparentemente saludable como la dispersión del poder de informar a través de internet, y su primera consecuencia práctica es que «la unidad atómica de consumo de información ha migrado desde el periódico completo hasta el artículo individual». Su analogía parece impecable: de igual manera que quien quiera escuchar una canción se la puede bajar sin tener que comprar el álbum completo, ya no es necesario pasar por el quiosco o -mucha atención- ni siquiera por las páginas de los grandes periódicos en internet para acceder a las historias, artículos y comentarios que cada uno prefiera, pues los buscadores y agregadores de contenidos -es decir, Google y sus polluelos- ayudan a cada usuario a componer su propia ensalada de frutas.

Tal paraíso del libre albedrío informativo, en el que quien pretenda restringir el acceso a los «jardines vallados» de sus propios contenidos servirá tan sólo de anticuada referencia del crepúsculo de una época, obliga sin embargo a fruncir el ceño desde el mismo momento en que la señora Mayer advierte que «esto requiere un acercamiento monetario diferente, pues cada artículo debe autofinanciarse». Es decir, que un individuo u organización periodística sólo invertirá dinero, tiempo y talento en producir aquellos contenidos que generen tráfico masivo o publicidad especializada suficiente como para hacerlos rentables, pues los buscadores y agregadores cortarán cualquier producto informativo en finas lonchas y sólo aquellas que contengan determinadas especias tendrán salida en el mercado.

La señora Mayer -nada que ver, creo, con la firma empaquetadora de salchichas- llegó incluso a comentar que «puesto que los distintos editores publican diversos artículos sobre el mismo asunto cuyo contenido es idéntico o muy parecido», en lugar de «competir entre ellos», lo conveniente sería que aportaran esos contenidos a una URL única, es decir a una sola página electrónica que serviría de «referencia consistente» para el seguimiento de esa historia. Cuando ofreció como ejemplo y modelo el caso de Wikipedia los pelos se me pusieron como escarpias, pues ya he contado en diversos foros mi propia experiencia -una entre un millón- cuando, al visitar el año pasado la Universidad de Harvard, mi anfitriona me preguntó al final si era cierta una de las cosas que decía de mí esa tan extendida y socorrida enciclopedia on line, fruto de la creación colectiva: «He is divorced and lives with Ralph Lauren». Sustituir el pluralismo por el melting pot sería como pasar del Dry Martini, el Bloody Mary o el Bellini a un omnicomprensivo calimocho.

Arianna Huffington fue aun más taxativa: «El futuro del periodismo de calidad no depende del futuro de los periódicos». Y dejó muy claro que no se estaba refiriendo solamente a las ediciones impresas de los diarios sino que su diagnóstico alcanzaba también al concepto de diario multisoporte hacia el que EL MUNDO y otros grandes rotativos -con perdón por lo de rotativo- estamos evolucionando. Para ella «vivimos una Edad de Oro de los consumidores de noticias» y el futuro no pasa ni por la «protección de esos jardines vallados», ni por atacar a Google y los demás agregadores, sino por «los motores de búsqueda, el periodismo ciudadano y los fondos para el periodismo de investigación aportados por fundaciones sin ánimo de lucro».

Veamos la otra cara de la moneda. David Simon, un veterano ex reportero del Baltimore Sun, advirtió de entrada a los senadores que a él lo de «periodismo ciudadano» le suena «un poco como a George Orwell» porque una cosa es «ser un vecino que se entera de las cosas y se preocupa por la gente» y otra muy distinta un periodista, «de igual forma que un vecino con una manguera en el jardín y buenas intenciones no es un bombero».

Con una mezcla de ironía e irritación por tener que subrayar lo obvio, Simon recordó que «el periodismo de altos fines que es el que adquiere información esencial sobre nuestro Gobierno y nuestra sociedad es una profesión que implica un compromiso a tiempo completo de hombres y mujeres adiestrados que vuelven día tras día a los lugares que cubren hasta que los mejores entre ellos se enteran de todo lo que concierne a esa concreta institución».

Ésta es la especie que en su opinión corre peligro de extinción porque «el parásito está lentamente matando a su anfitrión». Con esa crudeza -«sanguijuelas» les llama el personaje de Russell Crowe- se refirió a «los agregadores y buscadores que ordeñan la información de las páginas de las principales publicaciones, contribuyendo con poco más que repetición, comentario y espuma». El problema es que «poco a poco los lectores van obteniendo las noticias a través de los agregadores y abandonan su punto de origen, es decir, los propios periódicos». Y, por lo tanto, puede ocurrir que llegue un día en que esos agregadores terminen intercambiando sus propias banalidades con muy poco periodismo digno de tal nombre que agregar.

Así lo explicó ante el Subcomité el ex director de la redacción de The Washington Post, premio Pulitzer y autor de varios libros de periodismo de investigación Steve Coll: «Incluso los más optimistas propagandistas de las nuevas formas de periodismo admiten que un mundo en el que los medios basados sólo en internet y los agregadores puedan afrontar mantener periodistas profesionales en Bagdad, Kabul e Islamabad, en Europa y en Asia, simplemente no está al alcance de la vista».

Un reciente informe de The Wall Street Journal cifraba en 1,7 millones de norteamericanos los que reciben algún dinero incorporando contenidos a internet y en más de 400.000 los que obtienen su principal fuente de ingresos como blogueros. Algunos pueden ser comentaristas brillantes y muchos más meros relaciones públicas a sueldo de todo tipo de intereses, pero sólo una ínfima proporción, realmente irrelevante, aporta algo genuino. Arcadi Espada lo ha dicho hace poco: en España está por llegar el día en que sea en un blog donde aparezca una noticia importante. Imagínense lo insípidas y onanistas que resultarían las tertulias de las radios y televisiones españolas -y trasládenlo a la Red- si no existiéramos EL MUNDO y El País, es decir si no hubiera redacciones compuestas por centenares de periodistas especializados en las que se distribuye y organiza el trabajo, apostando por la búsqueda de la información diferenciada.

La solución no es, desde luego, recurrir a fondos benéficos para mantener equipos trabajando en proyectos especiales, mientras curritos infrapagados se dedican a teclear para los agregadores de contenidos. En nuestro nivel de autoexigencia hablar de periodismo de investigación es en el fondo una redundancia, pues todo buen reportero tiene algo que investigar a diario. A mí no me cabe duda de que el día en que la «unidad atómica de consumo informativo deje de ser el periódico» como pronostica la sacerdotisa de Google y los chupópteros del trabajo ajeno campen a sus anchas como los piratas de Somalia, las posibilidades de acceder a los papeles del Pentágono, de descubrir el GAL o el Watergate o de investigar el 11-M habrán disminuido dramáticamente. Pero también las posibilidades de contar con una cobertura consistente de los tribunales de justicia, las instituciones financieras o la vida cultural, pues todas estas actividades se hacen en equipo y buena parte de ellas jamás serán rentables por sí mismas.

No seré yo quien se deje llamar inmovilista y menos aún nostálgico. Los periódicos nunca volverán a ser lo que fueron de la forma en la que lo fueron, pero sólo redacciones suficientemente nutridas y cualificadas podrán materializar el derecho a la información de los ciudadanos a través de los distintos soportes conocidos y por conocer.

Por eso La Sombra del Poder termina bien, no porque el mal quede desenmascarado sino porque el tradicional periodista de combate gana para la causa de la búsqueda de la verdad en equipo a la joven bloguera -Rachel Mac Adams- que al principio iba por libre. Lo siento por Arianna Huffington, pero el bueno de la película no es el periodista, ni siquiera el periodismo, sino el periódico. Ese periódico, nuestro periódico, todos los buenos periódicos.

Como dijo Coll en el Senado «no hay una crisis de lectores, hay una crisis de lectores rentables». Pero eso lo resolverán la legislación contra los piratas y la tecnología. A los poderes democráticos les corresponde amortiguar la transición hacia el nuevo modelo porque, así como estoy seguro de que absorberemos el impacto de este primer embate de la crisis, dudo mucho que pudiéramos hacerlo de nuevo sin una merma esencial en la calidad de nuestros contenidos. Y lo cierto es que ni la más eficiente trama de agregadores y blogueros alteraría un ápice el dilema de Jefferson -y su preferencia- entre el Gobierno sin periódicos y los periódicos sin Gobierno.

(Este texto sirvió de base el viernes a la intervención del director de EL MUNDO en la Universidad de Navarra con motivo del 50 aniversario de su Facultad de Periodismo y contiene las ideas que expuso el dia siguiente en el congreso Zeitgeist Europe organizado por Google en Londres)

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

El cielo sobre Berlín

Por Fernando García de Cortázar (ABC, 17/05/09):

Ocurrió hace seis meses, y fuera de Alemania, apenas mereció la atención de unos pocos. A mí, sin embargo, la noticia del cierre definitivo del aeropuerto berlinés de Tempelhof me trajo un ovillo de imágenes descoloridas. Imágenes de otro tiempo, de otro mundo más lejano de lo que miden las cifras de los años. Imágenes de un mundo que ya sólo sobrevive, como algunas civilizaciones extinguidas, en unas pocas fechas, en algunos nombres, en selectivas conmemoraciones oficiales, más propensas al triunfalismo que a la comprensión.

Hoy monumento protegido, Tempelhof, inaugurado en 1923, ampliado en 1934 bajo el desfile de las cruces gamadas, no sólo es el mayor testimonio de la primera arquitectura del régimen nazi. También es un lugar que nos sorprende con el recuerdo de la Guerra Fría y de la incorporación de Alemania al bloque de las democracias occidentales.

La hora gloriosa del aeropuerto de Tempelhof llegó cuando Europa entera estaba en ruinas, y Alemania, carcomida de estigmas que no podían ocultarse, era un jirón repartido entre muchos. Fue durante los años que estremecían al escritor Albert Camus porque ya no parecía posible la persuasión, porque el hombre había quedado por entero a merced de la historia y no podía volverse hacia esa parte de sí mismo, tan auténtica como la parte histórica, que recupera la belleza del mundo y de los rostros.

Toda la discordia de los vencedores se concentraba entonces en un Berlín lleno de banderas extranjeras, anclado en medio del ejército rojo. En 1948, la democracia cristiana de Adenauer ganó las elecciones municipales en el Oeste. La respuesta inmediata del zar socialista fue el bloqueo de Berlín: la autopista que salvaba la distancia de la capital al Oeste quedó cerrada y Estados Unidos inició en Tempelhof el primer puente aéreo de la historia, que abasteció a los berlineses durante un año.

Fue, sin duda, el momento de mayor tirantez desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Hasta el aire parecía que estuviera en suspenso. También fue el precedente de la ruptura que dio origen, en 1961, al muro de Berlín: una barrera mortal, abierta en las carnes continentales, un parapeto físico e ideológico que durante largos años representó el esplendor del pánico nuclear, la histeria contra la disidencia y su consecuente acorralamiento, la claudicación moral de muchos y la apoteosis de la sospecha, el posibilismo de los idealistas y la astucia impasible de los espías.

Hay acontecimientos, secundarios en apariencia, que nos hacen recordar que el mundo en el que vivimos no es el mismo que aquel en el que crecimos. El cierre del aeropuerto de Tempelhof y los recientes preparativos alemanes para conmemorar el 20 aniversario de la caída del muro de Berlín pertenecen a ese tipo de acontecimientos. Ambos son reflejos de pasiones y dogmas, ideales y temores destruidos por el corrosivo ácido del tiempo. Ambos evocan un mundo que nació en 1945, entre los escombros de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, y desapareció en 1989, justo después de que soldados incrédulos contemplaran, sin disparar, cómo los más audaces de sus compatriotas se subían al muro prohibido de Berlín.

La Guerra Fría terminó ese jubiloso día de champagne y lágrimas. Hace ya dos décadas. Curiosamente, el futuro más anacrónico, más soñado y más sombríamente fracasado del siglo XX comenzó a hundirse tan sólo un año después de que muriera en Moscú el agente doble más famoso de la centuria: el británico Kim Philby, que combinó el placer de vivir en el mundo libre con la oscura satisfacción de trabajar en secreto para destruirlo. Hoy, los Philby o los personajes de las novelas de Le Carré, nos parecen dinosaurios de un pasado que se ha vuelto mucho más remoto que cualquiera de los futuros de la vieja ciencia ficción. Además, ahora podemos saber que, en realidad, no hubo ningún peligro de guerra mundial. Nada parecido a la delirante agresividad del Tercer Reich o a las exigencias expansionistas del Japón militarizado de los años treinta.

Al final, no hubo apocalipsis. El mundo en peligro, pero estable, de la Guerra Fría, dio paso a un nuevo orden mundial con el solitario Estados Unidos al frente del planeta, un planeta más difícil de entender y controlar.

Hoy ya no hay nada parecido a la amenaza mutua indefinida. Las promesas de apoyo a la democracia tampoco están limitadas por el riesgo de una guerra nuclear o incluso por una confrontación de grandes potencias. Pero el impulso de desarme que marcó los últimos años de la Guerra Fría ha perdido toda su fuerza. Francia, Gran Bretaña, China, India o Pakistán ya demostraron en su día que los secretos nucleares son los peores guardados. Hoy, el alivio con que asistíamos a las cumbres donde las dos grandes superpotencias negociaban un tímido desarme, se ha convertido en un suspiro de preocupación ante la continuidad de la carrera nuclear en otras manos y en otras decisiones. La apuesta desafiante de Irán y Corea del Norte o el destino de las bombas paquistaníes en un eventual desmoronamiento del Estado produce escalofríos en Washington y en cualquier gobierno responsable de Europa.

Los problemas actuales son inquietantes. Y aún más inquietante me parece el convencimiento de que el pasado no tiene nada de interés que enseñarnos; la inclinación a negar cualquier lección de la historia reciente y proclamar que todo lo que tenemos que aprender del pasado consiste en no repetirlo.

La Guerra Fría se libró en muchos frentes, no todos geográficos, y uno de ellos, probablemente el menos cinematográfico, el menos novelístico, fue el de las palabras. A este respecto, puede enseñarnos algo sobre las imposturas ideológicas, pues la batalla dialéctica entre el Este totalitario y el Oeste democrático privó a muchos de libertad de juicio, incluso les impidió ver y hablar con claridad. Si la izquierda americana, en palabras de Orson Wells, traicionó sus ideales para salvar sus piscinas, parte de la europea hizo algo aún peor: renunciar a la verdad, afirmar que la verdad sólo debe decirse en ciertos momentos, y a ciertas personas, y a causa de ciertos motivos.

¿Acaso no vemos hoy parecidos ejercicios de impostura, de cinismo? ¿Acaso los liberales estadounidenses no cubrieron con una hoja de parra ética las brutales políticas de Bush? ¿Acaso parte de la inteligencia europea, tan sensible ante Guantánamo o a las opiniones del Papa, no cierra los ojos, por ejemplo, ante la aterradora tiranía del régimen iraní, una jaula fanatizada por el integrismo religioso?

Tempelhof es un resto arqueológico de la Guerra Fría, un mundo ajeno al nuestro, condenado a las conmemoraciones y las efemérides, un mundo, hoy por hoy, desaparecido. De ese mundo, sin embargo, nos quedan algunas lecciones valiosas, poco regocijantes, lecciones que hemos olvidado o aún no hemos sido capaces de aprender: a saber, que lo más alarmante no son los discursos solemnes de los fanáticos ni el temible poder de los tenaces inquisidores, sino la doble moral de quienes deben constituir el más firme apoyo de la libertad, el desprecio de la inteligencia, la falta de interés por contar la verdad, la renuncia a ver lo que sí se ve.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

Imprescindibles y bellas

Por Sebastià Xambó Descamps, catedrático de Teoría de la Información y la Codificación de la UPC (LA VANGUARDIA, 17/05/09):

Desde un punto de vista práctico, el secreto más accesible de las matemáticas es que se trata de un lenguaje preciso y universal para la ciencia y la tecnología. Su funcionamiento a este respecto es esquemáticamente este: se imagina un modelo de la situación que interesa estudiar por abstracción de sus aspectos esenciales;se obtienen, por deducción y cálculo,resultados (predicciones) sobre las variables de interés; y se comprueba si estos valores concuerdan con los de las observaciones. Naturalmente, sólo pueden ser provechosos los modelos (también llamados teorías) para los cuales la concordancia entre predicciones y observaciones es aceptable en un determinado dominio. Actualmente, por ejemplo, los populares modelos meteorológicos permiten predecir el tiempo que hará en unos pocos días, en cualquier zona del mundo. Detengámonos un momento para subrayar la analogía entre este modus operandi (llamado método científico o hipotético-deductivo) y el del lenguaje ordinario. La clave de esta analogía está en que nuestras mentes no pueden albergar la realidad, sino sólo ideas acerca de la supuesta realidad. Dicho de otra manera, la realidad viene mediada por sistemas de ideas que pueden llamarse mapas mentales, o códigos internos, por semejanza con el uso de mapas gráficos para situarnos y movernos en un territorio. Estos mapas o modelos mentales con que construimos la realidad generalmente tienen su origen en la educación recibida, en las experiencias vividas, y sólo una parte de ellos incorporan el compromiso de la disciplina científica.

Volvamos a las teorías científicas. Entre las más acreditadas por su generalidad, precisión, simplicidad y belleza están las de la ciencia física. Propuestas por nombres como Euclides (geometría= medida de la tierra), Newton, Euler, Maxwell, Einstein…, y perfeccionadas por muchos otros, nos proporcionan la actual visión del mundo físico, de sus leyes y de sus aplicaciones tecnológicas. Pensemos, como ejemplo, en los sistemas de posicionamiento global (como el GPS o el futuro sistema europeo Galileo) y sus aplicaciones. Las trayectorias de los satélites se rigen por las leyes de Newton, las cuales presuponen la geometría; a su vez, la rotación de un satélite sobre sí mismo obedece a las ecuaciones de Euler sobre el sólido rígido; las comunicaciones se establecen mediante ondas electromagnéticas predichas por Maxwell en 1862 a partir de sus ecuaciones y descubiertas por Hertz en 1888; la indispensable sincronización de los relojes atómicos del sistema tiene su fundamento en la teoría de la relatividad de Einstein…

Además de un lenguaje preciso y universal para la ciencia y la tecnología, hay otro secreto que explica la grandeza de las matemáticas. Más recóndito, pero afortunadamente su esencia se puede captar por analogía, con lo que sucede en el caso del lenguaje ordinario. Al lado de los múltiples usos prácticos de una lengua, como por ejemplo en las noticias dadas por los medios, aquella es también vehículo literario (poesía, novela, teatro), y en este menester la referencia a la realidad real es cuando menos secundaria, y las más de las veces irrelevante. Pues bien, sucede lo mismo con el lenguaje de las matemáticas, que se puede usar en una modalidad interna, que metafóricamente podemos llamar poética, para expresar los hallazgos de un pensamiento dirigido a explorar el universo de conceptos matemáticos (números, figuras, algoritmos…) y sus relaciones recíprocas. Estos hallazgos, que para los matemáticos tienen la misma importancia que La Odisea o la Divina Comedia puedan tener para el acervo cultural, sólo en contadas ocasiones son noticia en los medios, como fue el caso de la demostración del llamado último teorema de Fermat (Wiles, 1995) o de la llamada conjetura de Poincaré (Perelman, 2006).

El aspecto poético de las matemáticas también debiera interesar a todas las personas que quieren estar bien informadas. En efecto, la historia de la ciencia nos muestra que los dos secretos a que hemos aludido se comunican constantemente, en el sentido de que los problemas surgidos del mundo real conducen invariablemente a matemáticas del máximo interés, y viceversa (lo cual resulta aún más enigmático), muchos descubrimientos y construcciones de naturaleza puramente matemática acaban siendo la clave de innovadoras aplicaciones. Es decir, la frontera entre matemática pura y aplicada es tan borrosa como la que separa la realidad de la ficción en el universo literario, o incluso en la vida ordinaria.

Finalmente, quisiera mencionar un último aspecto. Dado que la educación ejerce un papel fundamental en la construcción de la sociedad del conocimiento, convendría que el desarrollo de los talentos especiales no se viera coartado por una mal entendida uniformidad. Siempre se ha hecho con el talento deportivo, sin que haya ido en detrimento de una sólida formación en valores sociales.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

¿Tiene Obama un plan?

Por Ignacio Álvarez-Ossorio, profesor de Estudios Árabes de la Universidad de Alicante, colaborador de Bakeaz y autor de Siria contemporánea, Madrid, 2009 (EL CORREO DIGITAL, 17/05/09):

Las próximas fechas serán determinantes para el futuro de Palestina. Barack Obama recibirá en la Casa Blanca tanto al primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, como al presidente palestino, Mahmud Abbas, con los que valorará la posibilidad de resucitar el moribundo proceso de paz. En las últimas semanas, el mandatario estadounidense ha remarcado su compromiso con la fórmula de dos Estados -uno israelí y otro palestino- que convivan en paz y con seguridad. También el responsable del Consejo de Seguridad Nacional, el general James Jones, ha advertido ante el AIPAC, la cara más visible del lobby pro-israelí en Washington, que EE UU no permitirá a Israel seguir construyendo asentamientos sobre los territorios palestinos. La nueva actitud norteamericana es acorde con las promesas realizadas durante la campaña presidencial, cuando Obama abogó por «el retorno de la diplomacia» a Oriente Medio.

Estos primeros movimientos han cogido desprevenido al nuevo Gobierno israelí, formado por una heterogénea coalición de partidos de corte ultranacionalista y ultraortodoxo, partidarios de la profundización de la colonización para dar la puntilla definitiva al proyecto nacional palestino. El reciente anuncio de que el Ejecutivo israelí construirá 73.000 nuevas unidades familiares sobre la Cisjordania ocupada, así como los planes para desarrollar la zona E-1 (un proyecto que completaría el cerco a Jerusalén Este por su franco oriental) y proseguir la construcción del muro, muestran la voluntad de Netanyahu de acelerar, aún más si cabe, la política de hechos consumados, lo que representa una flagrante violación del Derecho Internacional.

Como ha destacado un reciente informe del Ministerio de Defensa israelí, casi una cuarta parte del territorio palestino queda dentro de los límites de los asentamientos (a los que ha de sumarse otra cuarta parte catalogada como zona militar y, por ello, cerrada a los palestinos), hecho que supone un obstáculo infranqueable para la aparición de un Estado viable. La instalación de cientos de miles de colonos en los Territorios Ocupados no representa un mero ‘obstáculo’ para la paz, como es descrita por EE UU, sino que implica la renuncia a la solución de los dos Estados, dado que trunca la continuidad territorial de un eventual Estado palestino, cada vez más fragmentado por centenares de asentamientos, carreteras de circunvalación, controles militares y muros de hormigón.

Benjamín Netanyahu, el nuevo primer ministro, es un acérrimo defensor del Gran Israel y se opone frontalmente a la creación de un Estado palestino. Suya fue la estrategia puesta en marcha en 1996 para desacreditar internacionalmente a la Autoridad Palestina y aislar a su presidente Yasir Arafat. El principal beneficiado de dicha política no fue otro que Hamás, que supo atraer hacia sus filas a los descontentos con el proceso de paz. No sería de extrañar que, en el corto plazo, Netanyahu opte por tratar de cuestionar la legitimidad de Fatah y de su presidente Mahmud Abbas, recurriendo al ya conocido «no tenemos interlocutores con los que negociar». En un horizonte cercano tampoco debería descartarse que el primer ministro israelí autorice un nuevo ataque contra la Franja de Gaza para dar un nuevo escarmiento a Hamás, tal y como reclaman varios miembros de su gabinete, lo que serviría de cortina humo para proseguir su política anexionista en Cisjordania. Tal posibilidad aceleraría la descomposición de Fatah y reafirmaría a Hamás, partidaria de congelar indefinidamente las negociaciones con Israel antes que alcanzar un compromiso perjudicial para los intereses palestinos.

El único actor internacional capaz de evitar que se cumpla este escenario es precisamente EE UU, el principal aliado de Israel, habida cuenta que la UE, a pesar de ser su principal socio comercial, no parece dispuesta a replantearse sus privilegiadas relaciones con el Estado hebreo a pesar de sus constantes violaciones de los derechos humanos palestinos. De hecho, no sería la primera vez que un presidente norteamericano se enfrenta a los dirigentes israelíes. En 1956, Dwight Eisenhower presionó a David Ben Gurion para que las tropas israelíes se retirasen de la Franja de Gaza, ocupada en el curso de la guerra de Suez. En 1991 George Bush congeló una serie de préstamos para obligar a Isaac Shamir a acudir a la Conferencia de Paz de Madrid y tomar parte en el proceso de paz de Oriente Medio. Si quiere evitar un nuevo estallido de violencia en la región, Obama debe dejar claro a Israel que debe renunciar de una vez por todas a su sueño de erigir el Gran Israel sobre los despojos de la Palestina ocupada.

En lo que respecta al frente palestino, el presidente estadounidense debe defender la creación de un Estado con continuidad territorial, con los menores retoques posibles a las fronteras del 5 de junio de 1967 y siempre que se produzca un intercambio de tierras parejo entre ambos Estados. Una medida que sería bien recibida por la calle palestina sería el levantamiento del veto de Washington a la creación de un gobierno de unidad nacional en el que, además de Fatah y Hamás, participen otras formaciones que representan las diferentes sensibilidades políticas de la población palestina. Este paso no sólo es imprescindible para la reconciliación entre las dos principales formaciones nacionalistas palestinas, sino también una condición indispensable para la firma de un eventual acuerdo de paz con Israel, ya que cualquier documento que fuese únicamente rubricado por Fatah estaría irremediablemente condenado al fracaso.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

Obama y la alianza con Israel

Por Mateo Madridejos, periodista e historiador (EL PERIÓDICO, 17/05/09):

“Si Obama es serio, debería actuar con energía ante Israel”, escribió Aaron David Miller, en la revista Newsweek, en enero último, pocos días antes de que el nuevo presidente se instalara en la Casa Blanca. El análisis de Miller estaba inspirado por un concienzudo estudio del Council of Foreign Relations (CFR), titulado precisamente Restoring the balance (Restableciendo el equilibrio), que había preconizado una nueva estrategia de EEUU en Oriente Próximo para dar al traste con la hiriente parcialidad o desequilibrio en favor de Israel de los últimos 16 años, cuyos resultados más visibles son la ebullición y la cólera en el mundo árabe y el debilitamiento irremediable de los intereses norteamericanos e israelís.

Ahora asistimos a grandes maniobras entre bastidores sobre el endémico conflicto de Palestina porque EEUU trata de reavivar el proceso de paz estancado desde el 2000. En Jerusalén reconocen que la coordinación con la Casa Blanca se halla en franco declive, hasta el punto de que el enlace con Washington aún no contactó con el general James L. Jones, consejero jefe de Seguridad de Obama. Los últimos incidentes se produjeron cuando el departamento de Estado exigió a Israel la firma del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP) y anunció tratos directos con Damasco sin consultar con los israelís.

¿A QUÉ SE DEBE este brusco viraje en las relaciones de EEUU con el país que tiene que defender en cualquier circunstancia de la hostilidad de sus vecinos? En primer lugar, a la existencia de un Gobierno de coalición ultranacionalista de derecha y extrema derecha, poco sensible al carisma de Obama, dirigido por Benyamín Netanyahu, que rechaza la creación de un Estado palestino, y cuya figura más controvertida es el ministro de Exteriores, Avigdor Lieberman, de origen ruso, gorila de discoteca en su Moldavia natal, notorio por su xenofobia y su bravuconería, que amenaza a diario con la deportación de los palestinos de Israel.

Lieberman acaba de realizar una gira europea, sin que se conozca ninguna protesta o algún escrúpulo de sus interlocutores, para vender la estrategia de “primero Irán”, a fin de impedir por todos los medios que el régimen de los ayatolás se dote del arma nuclear. Esa prioridad entrañaría el aplazamiento indefinido de la cuestión del Estado palestino por el que abogan tanto la Unión Europa como EEUU y Rusia. Le Monde se atreve a sospechar que el plan de Lieberman puede estar destinado a “ocultar el objetivo realmente perseguido: impedir para siempre, por la colonización, la posibilidad de un Estado palestino”.

EL FAMOSO American Israel Public Affairs Committee (AIPAC), potente grupo de presión proisraelí en el Congreso norteamericano, cuyos tentáculos llegan a más de la mitad de los parlamentarios, se reunió en Washington y manifestó su obsesión por los progresos nucleares de Teherán, pero se inquietó también tanto por el clima enrarecido de las relaciones con el Gobierno israelí como por el trasfondo intelectual y estratégico que presiona a favor de una corrección del rumbo en cuyo horizonte se perfilan la reconciliación de las facciones palestinas y un Estado en Cisjordania y Gaza. “¿Acaso esta Administración se va a comportar como la de Carter?”, preguntó retóricamente alarmado un congresista de Nueva York.

En vísperas de una crucial visita de Netanyahu a Washington, tras una atenta lectura de la prensa norteamericana y de los análisis de las grandes lumbreras (Gelb, Kissinger, Haass, Brzezinski, Zakaria), cabe preguntarse, como hace el especialista Michael Hirsch, si se va a producir el descarrilamiento del tren blindado de los vínculos inquebrantables entre EEUU e Israel, aunque concluye que ningún político israelí que pretenda seguir en el poder puede perder el respaldo de la superpotencia que garantiza la seguridad de su país. Queda por saber, sin embargo, hasta dónde llegará Obama en su intento de persuasión.

Las conclusiones en las esferas de poder apuntan a que los norteamericanos deben equilibrar su política, de manera que la seguridad de Israel sea compatible con el juego limpio hacia los árabes. EEUU debe actuar más como un mediador que como un ciego y parcial escudero de Israel. Cualquier impulso pacificador pasa por detener la colonización judía en los territorios palestinos, derribar la muralla y acabar con la visión quimérica de un Gran Israel, como dejó dicho James Baker en 1991. Obama tiene que evitar tanto los graves errores de Bush cuanto la prolongada pasividad de Clinton. La herencia es devastadora: progreso incesante del islamismo radical entre los palestinos y creciente intransigencia y militarización de la sociedad israelí, como se refleja en el Gobierno de Netanyahu-Lieberman.

NETANYAHU preconiza la guerra contra Irán mientras reduce la cuestión palestina a un problemático plan de desarrollo para que todo siga igual. Tiene aliados poderosos en Washington, pero los sectores del establishment que rodean a Obama están persuadidos de que el statu quo en Palestina –expansión colonial y violencia endémica– envenena o liquida las perspectivas de la solución de los dos estados, ensombrece a largo plazo el judaísmo de Israel y perjudica los intereses de la superpotencia en declive. El desenlace de esta batalla de estrategias es incierto porque la alianza de EEUU e Israel no está en entredicho.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona