Por Carlos Martínez Alonso, presidente del CSIC (EL PAÍS, 01/03/08):
En el relato bíblico del comienzo del Génesis, la serpiente le dice a la mujer que no debe tener miedo a comer la fruta del árbol prohibido porque, si lo hace, “seréis como Dios, ya que conoceréis el bien y el mal”. En uno de los mitos fundacionales de nuestra cultura se nos dice, pues, que el conocimiento es una característica divina y que su posesión nos convierte en algo así como dioses, por lo que, quizá, todas las religiones en general, y muy particularmente la cristiana en su versión católica, se han cuidado mucho a lo largo de la historia de poner todo tipo de trabas a la exploración de lo desconocido y a la reducción del mito en favor del logos, es decir, a la actividad científica. El orden establecido también ha visto con preocupación el peligro que pueden llegar a tener las teorías, la solidez epistemológica de las hipótesis o los hallazgos de la ciencia, sobre todo para el mantenimiento de un determinado statu quo.
Han tenido que pasar, en efecto, muchos siglos, para que la humanidad haya comprendido, por fin, la importancia que tiene para su bienestar presente y su supervivencia futura, el cultivo sistemático y masivo de la generación de conocimiento, es decir, de la ciencia. Así, mientras que no se puede afirmar sin ruborizarse que la cantidad y el nivel de las producciones literarias o artísticas de nuestro tiempo son las mayores de la historia, porque ahí están Cervantes, Rembrandt o Mozart para cuestionarlo, sí se puede decir, en cambio, que la producción científica de hoy es la más abundante, más completa y más rigurosa que haya existido nunca, con o sin permiso de Newton o de Darwin.
Ello es así porque, desde hace un siglo, la producción de conocimientos científicos, ha dejado de ser una ocupación ocasional de caballeros europeos ilustrados, para convertirse en una estrategia de empresa o en una política pública, en la mayoría de los países industrializados y, por lo tanto, los que nos dedicamos a este oficio de generar conocimiento, somos hoy millones de personas trabajando a tiempo completo en todo el mundo.
En realidad, no se sabe con precisión cuántos somos, pero sí se tienen datos del número de licenciados en carreras universitarias y en ingenierías que existen en el mundo, y así sabemos que los 73 millones de personas con estudios superiores que había en 1980, habían ascendido a 194 millones en el año 2000, y que en este mismo periodo, China y la India habían multiplicado por dos sus titulados superiores (Science & Engineering Indicators 2006. National Science Foundation).
Desde que la dedicación a la ciencia dejó de ser una ocupación vocacional de gentileshombres y se convirtió en I+D, es decir, en una actividad profesional asalariada, se han incrementado exponencialmente los recursos financieros y humanos dedicados a la generación de conocimientos y, por lo tanto, éstos han fluido en un caudal incomparablemente mayor que en épocas pasadas.
Europa había sido, hasta el siglo XX, el origen de la casi totalidad de los conocimientos científicos, en física, matemáticas, química, biología, filosofía o economía, pero, como mínimo, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, si no antes, nos ha adelantado Estados Unidos en producción de conocimientos y, al ritmo actual, los grandes países asiáticos no tardarán en hacerlo también. Europa se ha convertido así, en cuestión de producción de ciencia, en una especie de Victoria de Samotracia, un cuerpo todavía hermoso y aún robusto, pero ya sin cabeza y, en estas condiciones, es muy improbable que pueda utilizar sus alas para volar.
Hace ya más de 15 años, los presidentes de las 25 mayores empresas de los Estados Unidos de América enviaron una carta abierta al Congreso que, entre otras cosas, decía: “Nuestro mensaje es simple. Nuestro sistema educativo y sus programas de investigación desempeñan un papel crítico y central en el avance de nuestro conocimiento… Sin el apoyo federal, la industria americana dejará de tener acceso a tecnologías básicas… Por lo tanto, respetuosamente, solicitamos que se mantenga el apoyo a un vibrante programa de investigación…”.
Esta carta recoge tres ideas que me gustaría resaltar: a) la necesidad de generar conocimiento; b) la responsabilidad y obligación de los poderes públicos en financiar la creación del conocimiento, y c) la relación entre la creación de riqueza, por parte del sector privado y el apoyo gubernamental a la ciencia.
En Europa, quizá con la excepción de los países escandinavos y de Irlanda, ningún grupo de empresas líderes en sus respectivos países se ha dirigido a sus parlamentos o a sus gobiernos con una solicitud parecida a la de sus colegas norteamericanos. Únase a ello, que la toma de decisiones en esta parte del mundo, suele responder literalmente al título de un conocido libro de Claude Allègre, Cuando se sabe todo no se prevé nada y cuando no se sabe nada, se prevé todo (traducido al español como La sociedad vulnerable), y se tendrán las claves para entender por qué aquellos solemnes compromisos adoptados en la Agenda de Lisboa del año 2000, que pretendían situarnos a la vanguardia de la sociedad del conocimiento, a la altura del inminente año 2010, se han quedado en esa típica hojarasca retórica, a la que somos tan afectos los ciudadanos el Viejo Mundo.
Si dejamos aparte a los países escandinavos y a Irlanda, cuya población agregada, por lo demás, apenas alcanza la mitad de la nuestra, probablemente sea España el país europeo que mayores esfuerzos ha venido realizando últimamente, para alcanzar los compromisos de la Agenda de Lisboa 2000. Es conocido el hecho de que en esta legislatura que ahora termina, se ha duplicado el presupuesto en I+D, lo cual es una especie de hazaña insólita entre los países comunitarios. Se han incorporado, además, centenares de nuevos investigadores al sistema y se están acometiendo unas reformas administrativas, que pueden facilitar la gestión de los centros de investigación, atrapados muchas veces por normas y usos que recuerdan épocas pasadas y superadas social y económicamente.
Avanzamos, pues, en la buena dirección, pero nos encontramos todavía muy lejos del lugar adecuado, que es el que nos marcan los escandinavos, Estados Unidos, Japón y los países emergentes de Asia, porque España, hoy en día, ya no puede contentarse con aspirar a alcanzar los niveles de los llamados “países de nuestro entorno”, toda vez que el proceso de convergencia ha terminado y, además, con notable éxito. Ahora tenemos, nosotros también, que aspirar a tirar del carro europeo y para ello debemos redoblar el esfuerzo en aquellas políticas que más contribuyen al bienestar común y a la resolución de los graves problemas que ya nos acechan, como la mejora de la productividad, el reto de la nueva medicina, los asociados al cambio climático, o a la subsistencia de grandes bolsas de pobreza en el mundo.
Tenemos que hacerlo ya, sin esperar al largo plazo porque, como bien dejó dicho John Maynard Keynes, “a largo plazo, estamos todos muertos” y que conste que con ese “tenemos”, no nos estamos refiriendo sólo, ni preferentemente, a los científicos, sino al conjunto de los ciudadanos, porque la práctica de la ciencia, su financiación, la explotación de sus resultados, su divulgación o su institucionalización, son asuntos demasiado importantes como para abandonarlos, sin más, en manos de unos pocos expertos.
La responsabilidad sobre el futuro de nuestra sociedad, no puede delegarse, en efecto, en una comisión de sabios: la ética, la política y aun el sentido común, exigen, por el contrario, el compromiso de una mayoría significativa de ciudadanos.
En el relato bíblico del comienzo del Génesis, la serpiente le dice a la mujer que no debe tener miedo a comer la fruta del árbol prohibido porque, si lo hace, “seréis como Dios, ya que conoceréis el bien y el mal”. En uno de los mitos fundacionales de nuestra cultura se nos dice, pues, que el conocimiento es una característica divina y que su posesión nos convierte en algo así como dioses, por lo que, quizá, todas las religiones en general, y muy particularmente la cristiana en su versión católica, se han cuidado mucho a lo largo de la historia de poner todo tipo de trabas a la exploración de lo desconocido y a la reducción del mito en favor del logos, es decir, a la actividad científica. El orden establecido también ha visto con preocupación el peligro que pueden llegar a tener las teorías, la solidez epistemológica de las hipótesis o los hallazgos de la ciencia, sobre todo para el mantenimiento de un determinado statu quo.
Han tenido que pasar, en efecto, muchos siglos, para que la humanidad haya comprendido, por fin, la importancia que tiene para su bienestar presente y su supervivencia futura, el cultivo sistemático y masivo de la generación de conocimiento, es decir, de la ciencia. Así, mientras que no se puede afirmar sin ruborizarse que la cantidad y el nivel de las producciones literarias o artísticas de nuestro tiempo son las mayores de la historia, porque ahí están Cervantes, Rembrandt o Mozart para cuestionarlo, sí se puede decir, en cambio, que la producción científica de hoy es la más abundante, más completa y más rigurosa que haya existido nunca, con o sin permiso de Newton o de Darwin.
Ello es así porque, desde hace un siglo, la producción de conocimientos científicos, ha dejado de ser una ocupación ocasional de caballeros europeos ilustrados, para convertirse en una estrategia de empresa o en una política pública, en la mayoría de los países industrializados y, por lo tanto, los que nos dedicamos a este oficio de generar conocimiento, somos hoy millones de personas trabajando a tiempo completo en todo el mundo.
En realidad, no se sabe con precisión cuántos somos, pero sí se tienen datos del número de licenciados en carreras universitarias y en ingenierías que existen en el mundo, y así sabemos que los 73 millones de personas con estudios superiores que había en 1980, habían ascendido a 194 millones en el año 2000, y que en este mismo periodo, China y la India habían multiplicado por dos sus titulados superiores (Science & Engineering Indicators 2006. National Science Foundation).
Desde que la dedicación a la ciencia dejó de ser una ocupación vocacional de gentileshombres y se convirtió en I+D, es decir, en una actividad profesional asalariada, se han incrementado exponencialmente los recursos financieros y humanos dedicados a la generación de conocimientos y, por lo tanto, éstos han fluido en un caudal incomparablemente mayor que en épocas pasadas.
Europa había sido, hasta el siglo XX, el origen de la casi totalidad de los conocimientos científicos, en física, matemáticas, química, biología, filosofía o economía, pero, como mínimo, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, si no antes, nos ha adelantado Estados Unidos en producción de conocimientos y, al ritmo actual, los grandes países asiáticos no tardarán en hacerlo también. Europa se ha convertido así, en cuestión de producción de ciencia, en una especie de Victoria de Samotracia, un cuerpo todavía hermoso y aún robusto, pero ya sin cabeza y, en estas condiciones, es muy improbable que pueda utilizar sus alas para volar.
Hace ya más de 15 años, los presidentes de las 25 mayores empresas de los Estados Unidos de América enviaron una carta abierta al Congreso que, entre otras cosas, decía: “Nuestro mensaje es simple. Nuestro sistema educativo y sus programas de investigación desempeñan un papel crítico y central en el avance de nuestro conocimiento… Sin el apoyo federal, la industria americana dejará de tener acceso a tecnologías básicas… Por lo tanto, respetuosamente, solicitamos que se mantenga el apoyo a un vibrante programa de investigación…”.
Esta carta recoge tres ideas que me gustaría resaltar: a) la necesidad de generar conocimiento; b) la responsabilidad y obligación de los poderes públicos en financiar la creación del conocimiento, y c) la relación entre la creación de riqueza, por parte del sector privado y el apoyo gubernamental a la ciencia.
En Europa, quizá con la excepción de los países escandinavos y de Irlanda, ningún grupo de empresas líderes en sus respectivos países se ha dirigido a sus parlamentos o a sus gobiernos con una solicitud parecida a la de sus colegas norteamericanos. Únase a ello, que la toma de decisiones en esta parte del mundo, suele responder literalmente al título de un conocido libro de Claude Allègre, Cuando se sabe todo no se prevé nada y cuando no se sabe nada, se prevé todo (traducido al español como La sociedad vulnerable), y se tendrán las claves para entender por qué aquellos solemnes compromisos adoptados en la Agenda de Lisboa del año 2000, que pretendían situarnos a la vanguardia de la sociedad del conocimiento, a la altura del inminente año 2010, se han quedado en esa típica hojarasca retórica, a la que somos tan afectos los ciudadanos el Viejo Mundo.
Si dejamos aparte a los países escandinavos y a Irlanda, cuya población agregada, por lo demás, apenas alcanza la mitad de la nuestra, probablemente sea España el país europeo que mayores esfuerzos ha venido realizando últimamente, para alcanzar los compromisos de la Agenda de Lisboa 2000. Es conocido el hecho de que en esta legislatura que ahora termina, se ha duplicado el presupuesto en I+D, lo cual es una especie de hazaña insólita entre los países comunitarios. Se han incorporado, además, centenares de nuevos investigadores al sistema y se están acometiendo unas reformas administrativas, que pueden facilitar la gestión de los centros de investigación, atrapados muchas veces por normas y usos que recuerdan épocas pasadas y superadas social y económicamente.
Avanzamos, pues, en la buena dirección, pero nos encontramos todavía muy lejos del lugar adecuado, que es el que nos marcan los escandinavos, Estados Unidos, Japón y los países emergentes de Asia, porque España, hoy en día, ya no puede contentarse con aspirar a alcanzar los niveles de los llamados “países de nuestro entorno”, toda vez que el proceso de convergencia ha terminado y, además, con notable éxito. Ahora tenemos, nosotros también, que aspirar a tirar del carro europeo y para ello debemos redoblar el esfuerzo en aquellas políticas que más contribuyen al bienestar común y a la resolución de los graves problemas que ya nos acechan, como la mejora de la productividad, el reto de la nueva medicina, los asociados al cambio climático, o a la subsistencia de grandes bolsas de pobreza en el mundo.
Tenemos que hacerlo ya, sin esperar al largo plazo porque, como bien dejó dicho John Maynard Keynes, “a largo plazo, estamos todos muertos” y que conste que con ese “tenemos”, no nos estamos refiriendo sólo, ni preferentemente, a los científicos, sino al conjunto de los ciudadanos, porque la práctica de la ciencia, su financiación, la explotación de sus resultados, su divulgación o su institucionalización, son asuntos demasiado importantes como para abandonarlos, sin más, en manos de unos pocos expertos.
La responsabilidad sobre el futuro de nuestra sociedad, no puede delegarse, en efecto, en una comisión de sabios: la ética, la política y aun el sentido común, exigen, por el contrario, el compromiso de una mayoría significativa de ciudadanos.
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