Por BARBARA CELIS - Nueva Orleans - 28/08/2007
Si la justicia tuviera nombre y apellidos, difícilmente se llamaría Alberto Gonzales. A pesar de que este hispano de 52 años haya ejercido desde febrero de 2005 como fiscal general estadounidense, un cargo equivalente al de ministro de Justicia en España, la oscura estela de escándalos legales que deja a su paso, intrínsecamente unida al legado con el que la Administración de Bush pasará a la historia, no dejarán su nombre precisamente en un pedestal.
Sanción de la tortura de estado a través de leyes como la Patriot Act y la Ley de Comisiones Militares, desprecio explícito por la Convención de Ginebra y los Derechos Humanos, extensión desmedida del poder ejecutivo, espionaje ilegal de estadounidenses, purga entre los fiscales infieles al partido republicano... Si hubiera que resumir su carrera en la Casa Blanca, que arrancó como principal asesor legal del presidente en 2001, éstas serían las perlas con las que se coronaría el currículum de un abogado -"mi abogado", así lo llamaba el presidente- que unió su nombre al de Bush cuando éste aún era gobernador de Tejas en 1994 como su consejero.
Su ascenso hasta la cima de la justicia estadounidense ha ido en paralelo al del propio presidente, el último de sus defensores y su fan más ferviente, el único que durante los últimos meses, y ante las voces demócratas y republicanas que pedían su cabeza por haber despedido a ocho fiscales por motivos políticos, continuaba defendiendo a su más leal colaborador, al hombre que tejió el monstruo legal, cargado de ilegalidades, en el que se ha escudado la Administración de Bush para llevar a cabo su guerra contra el terrorismo.
Callado y discreto durante las reuniones de Gobierno, su rostro afable pero poco dado a la expresividad nunca desvelaba sus verdaderas opiniones, según sus colaboradores. Su inescrutabilidad y su calma quizá haya que buscarla en su pasado, en esos días que transcurría en Houston, la ciudad en la que creció, observando en silencio el campus de la Rice University, donde vendía refrescos con 12 años para ganarse unos dólares mientras soñaba con llegar a graduarse.
Pese a ser el segundo de ocho hijos nacido en el seno de una humilde familia de inmigrantes mexicanos, Gonzales consiguió el título en leyes de la Rice University y también el de Harvard y ascendió profesionalmente hasta convertirse en el latino más influyente de un Gobierno estadounidense. "Yo he vivido el sueño americano. Incluso mis peores días como fiscal general han sido mejores que los de mi padre", dijo ayer como colofón a una breve aparición pública confirmando su dimisión.
Comenzó trabajando en Houston para una firma de abogados y desde allí saltó al protectorado de Bush, quien se convirtió en su mejor amigo y aliado y viceversa. Primero fue su asesor legal, alcanzando el primero de sus cuestionables méritos jurídicos al revisar para él las peticiones de clemencia de los condenados a muerte en Tejas. Juntos se convirtieron en la pareja de gobernador-consejero que ha batido todos los récords de ejecuciones de un Estado (150 personas en seis años).
De asesor legal, Gonzales escaló a secretario de Estado para culminar en 1999 con un asiento en el Tribunal Supremo de Tejas, pese a no tener experiencia como juez.
Tampoco tenía excesivos conocimientos sobre leyes federales o seguridad nacional, pero a Bush le importó poco. Una vez alcanzada la Casa Blanca, el presidente le convirtió en el asesor legal más poderoso de su Gobierno. Tras los atentados del 11-S, Gonzales le devolvió el favor ayudándole a transformar su presidencia en reinado, urdiendo una amplia red de normas para extender el poder ejecutivo del presidente y elaborando leyes con las que justificar torturas y abusos en la guerra contra el terrorismo.
Dos meses después del 11-S, Gonzales ponía su firma en un memorando en el que se transformaba a los detenidos en la lucha contra el terrorismo en combatientes enemigos, se creaban tribunales militares para juzgarles y se les negaba el derecho al hábeas corpus, entre otros. Como asesor legal también se atrevió a definir la Convención de Ginebra como "obsoleta" y a justificar el uso de las torturas mediante vericuetos verbales en los que más tarde se escudarían los acusados de practicarlas en las cárceles de Abu Ghraib y Guantánamo. Revisó informes de la CIA y el Departamento de Defensa en los que se reconocía la inmunidad de quienes incurrieran en torturas realizadas con permiso presidencial o "no intencionadas" y a todas le dio el visto bueno. Interrogado por el Congreso al respecto cuando el memorando salió a la luz en 2004, Gonzales se escudó en su falta de memoria, algo que también hizo al ser interrogado, ya como fiscal general, sobre el escándalo de las escuchas ilegales utilizadas por el FBI para espiar a los estadounidenses.
Con su salida del Gobierno quedan enterradas sus aspiraciones de llegar hasta el Tribunal Supremo estadounidense, un sueño que acariciaba en silencio, ya que Bush parecía ser el único dispuesto a ayudarle. En diversas ocasiones durante la actual presidencia su nombre había sonado entre los posibles candidatos. Pero Gonzales carecía del apoyo del ala más derechista de los republicanos, que temían que fuera demasiado blando en cuanto a temas como el aborto y contaba con el repudio total de los demócratas por su trayectoria como arquitecto legal en la guerra contra el terrorismo.
Su nombramiento al frente de la fiscalía era parte del plan urdido por Bush para que Gonzales ganara méritos. Pero con todos los escándalos que le han salpicado y tras descubrirse el pasado diciembre que había despedido a nueve fiscales por lo que a todas luces parecía una purga dirigida a castigar a quienes no habían mostrado con sus decisiones judiciales fidelidad absoluta a las ideas o intereses del partido republicano, el sueño americano de Gonzales se ha hecho añicos.
Si la justicia tuviera nombre y apellidos, difícilmente se llamaría Alberto Gonzales. A pesar de que este hispano de 52 años haya ejercido desde febrero de 2005 como fiscal general estadounidense, un cargo equivalente al de ministro de Justicia en España, la oscura estela de escándalos legales que deja a su paso, intrínsecamente unida al legado con el que la Administración de Bush pasará a la historia, no dejarán su nombre precisamente en un pedestal.
Sanción de la tortura de estado a través de leyes como la Patriot Act y la Ley de Comisiones Militares, desprecio explícito por la Convención de Ginebra y los Derechos Humanos, extensión desmedida del poder ejecutivo, espionaje ilegal de estadounidenses, purga entre los fiscales infieles al partido republicano... Si hubiera que resumir su carrera en la Casa Blanca, que arrancó como principal asesor legal del presidente en 2001, éstas serían las perlas con las que se coronaría el currículum de un abogado -"mi abogado", así lo llamaba el presidente- que unió su nombre al de Bush cuando éste aún era gobernador de Tejas en 1994 como su consejero.
Su ascenso hasta la cima de la justicia estadounidense ha ido en paralelo al del propio presidente, el último de sus defensores y su fan más ferviente, el único que durante los últimos meses, y ante las voces demócratas y republicanas que pedían su cabeza por haber despedido a ocho fiscales por motivos políticos, continuaba defendiendo a su más leal colaborador, al hombre que tejió el monstruo legal, cargado de ilegalidades, en el que se ha escudado la Administración de Bush para llevar a cabo su guerra contra el terrorismo.
Callado y discreto durante las reuniones de Gobierno, su rostro afable pero poco dado a la expresividad nunca desvelaba sus verdaderas opiniones, según sus colaboradores. Su inescrutabilidad y su calma quizá haya que buscarla en su pasado, en esos días que transcurría en Houston, la ciudad en la que creció, observando en silencio el campus de la Rice University, donde vendía refrescos con 12 años para ganarse unos dólares mientras soñaba con llegar a graduarse.
Pese a ser el segundo de ocho hijos nacido en el seno de una humilde familia de inmigrantes mexicanos, Gonzales consiguió el título en leyes de la Rice University y también el de Harvard y ascendió profesionalmente hasta convertirse en el latino más influyente de un Gobierno estadounidense. "Yo he vivido el sueño americano. Incluso mis peores días como fiscal general han sido mejores que los de mi padre", dijo ayer como colofón a una breve aparición pública confirmando su dimisión.
Comenzó trabajando en Houston para una firma de abogados y desde allí saltó al protectorado de Bush, quien se convirtió en su mejor amigo y aliado y viceversa. Primero fue su asesor legal, alcanzando el primero de sus cuestionables méritos jurídicos al revisar para él las peticiones de clemencia de los condenados a muerte en Tejas. Juntos se convirtieron en la pareja de gobernador-consejero que ha batido todos los récords de ejecuciones de un Estado (150 personas en seis años).
De asesor legal, Gonzales escaló a secretario de Estado para culminar en 1999 con un asiento en el Tribunal Supremo de Tejas, pese a no tener experiencia como juez.
Tampoco tenía excesivos conocimientos sobre leyes federales o seguridad nacional, pero a Bush le importó poco. Una vez alcanzada la Casa Blanca, el presidente le convirtió en el asesor legal más poderoso de su Gobierno. Tras los atentados del 11-S, Gonzales le devolvió el favor ayudándole a transformar su presidencia en reinado, urdiendo una amplia red de normas para extender el poder ejecutivo del presidente y elaborando leyes con las que justificar torturas y abusos en la guerra contra el terrorismo.
Dos meses después del 11-S, Gonzales ponía su firma en un memorando en el que se transformaba a los detenidos en la lucha contra el terrorismo en combatientes enemigos, se creaban tribunales militares para juzgarles y se les negaba el derecho al hábeas corpus, entre otros. Como asesor legal también se atrevió a definir la Convención de Ginebra como "obsoleta" y a justificar el uso de las torturas mediante vericuetos verbales en los que más tarde se escudarían los acusados de practicarlas en las cárceles de Abu Ghraib y Guantánamo. Revisó informes de la CIA y el Departamento de Defensa en los que se reconocía la inmunidad de quienes incurrieran en torturas realizadas con permiso presidencial o "no intencionadas" y a todas le dio el visto bueno. Interrogado por el Congreso al respecto cuando el memorando salió a la luz en 2004, Gonzales se escudó en su falta de memoria, algo que también hizo al ser interrogado, ya como fiscal general, sobre el escándalo de las escuchas ilegales utilizadas por el FBI para espiar a los estadounidenses.
Con su salida del Gobierno quedan enterradas sus aspiraciones de llegar hasta el Tribunal Supremo estadounidense, un sueño que acariciaba en silencio, ya que Bush parecía ser el único dispuesto a ayudarle. En diversas ocasiones durante la actual presidencia su nombre había sonado entre los posibles candidatos. Pero Gonzales carecía del apoyo del ala más derechista de los republicanos, que temían que fuera demasiado blando en cuanto a temas como el aborto y contaba con el repudio total de los demócratas por su trayectoria como arquitecto legal en la guerra contra el terrorismo.
Su nombramiento al frente de la fiscalía era parte del plan urdido por Bush para que Gonzales ganara méritos. Pero con todos los escándalos que le han salpicado y tras descubrirse el pasado diciembre que había despedido a nueve fiscales por lo que a todas luces parecía una purga dirigida a castigar a quienes no habían mostrado con sus decisiones judiciales fidelidad absoluta a las ideas o intereses del partido republicano, el sueño americano de Gonzales se ha hecho añicos.