domingo, agosto 01, 2010

Princesas y dictadores

Por Monika Zgustova es escritora; su última novela es Jardín de invierno, Destino (EL PAÍS, 31/07/10):

Al visitar Uzbekistán, hace un par de meses, pude comprobar que el país es multicultural y multilingüe: además de uzbekos y rusos, en él conviven otras dos minorías étnicas, la tayika y la kirguiza, con sus lenguas de familias farsi y turca, además de otras minorías. Algo parecido sucede en los que hoy son sus Estados vecinos: Kirguizistán, Tayikistán, Kazajistán y Turkmenistán que, además de Uzbekistán, antes de la Revolución de Octubre de 1917 formaban una región dominada por diversos señores feudales o kanes bajo dominio de los zares.

En 1924, según la conocida fórmula divide y vencerás, Stalin cortó la región en pedazos y así estableció distintas repúblicas soviéticas. El dictador soviético tenía prisa porque temía que la unión de esos pueblos bajo la bandera panturca le impidiera realizar sus planes imperialistas. Stalin dibujó unas chapuceras líneas fronterizas que atraviesan montañas, ríos y etnias de manera tosca y arbitraria. De modo que el tijeretazo también dividió, entre Kirguizistán, Uzbekistán y Tayikistán, el fértil valle de Fergana, uno de los mayores productores de algodón del mundo, donde a mediados de junio de este año se produjeron en su zona kirguiza los sangrientos disturbios que generaron cerca de un millón de uzbekos refugiados. Si Stalin logró que los grupos étnicos no se unieran contra él, aseguró asimismo un hervidero de rivalidad y animadversión étnica.

De ese modo, debido a la política soviética de mezclar nacionalidades y trasladarlas de una punta del imperio a otra, Kazajistán encabeza la diversidad étnica en Asia Central: desde kazajos y rusos hasta ucranios, uzbekos y tártaros, el país -autoritario que presenta graves irregularidades en las elecciones, como todos los demás de la zona- cuenta con 131 nacionalidades.

En muchos países de la región, esos odios han sido hasta ahora latentes, porque los regímenes autocráticos y dictatoriales, herederos del modelo soviético, los han vigilado muy estrechamente. En cambio en Tayikistán esas rivalidades y enormes desigualdades entre etnias y clases sociales generaron un sangriento enfrentamiento que duró media década y se cobró casi 100.000 muertos. Los grupos descontentos, que iniciaron la guerra civil en 1992, eran reformistas democratizadores. En la actualidad, el presidente tayiko, Emomali Rahmon, manipula las elecciones de manera corrupta, y lo mismo sucede en los demás países del Asia central pos-soviética.

En cuanto a Turkmenistán, según el World Press Freedom Index de Reporteros sin Fronteras, ocupa el tercer lugar mundial de restricciones de la libertad de prensa. Además de eso, el anterior presidente Niazov prohibió el pelo largo, la ópera y la música reproducida. Ahora, bajo el presidente Berdimushamedov, el ambiente se está relajando tímidamente, aunque los derechos humanos siguen en un nivel muy bajo.

También en Kirguizistán, que hace poco se ha quitado el chaleco de fuerza que le imponían los dictadores para emprender un camino lento hacia una cierta apertura con la aprobación de su primera constitución democrática, las tensiones étnicas han explotado atizadas precisamente por los dictadores depuestos.

Se cumplen 20 años de la desaparición de la Unión Soviética. En junio de 1990, Kirguizistán fue uno de los países más pobres que quedaron en las ruinas del antiguo imperio. Desde entonces, dos autócratas lo han gobernado: el corrupto Akaev, a quien la Revolución de los Tulipanes de 2005 arrebató el poder y Moscú le ofreció un puesto en la universidad; y el no menos corrupto Bakiev, puesto en el poder por Bush junior y desechado el pasado mes de abril por una revuelta popular, que encontró refugio bajo las alas del dictador bielorruso, Lukashenko. Y digamos de paso que, hace unas semanas, el hijo de Bakiev, Maxim, fue detenido en el aeropuerto de Londres al aterrizar allí en su avión privado y pedir asilo político. Roza Otunbaeva, que gobierna ahora la transición hacia la democracia de Kirguizistán, culpa del reciente genocidio contra los uzbekos a este último. En la ciudad de Osh, que cuenta con una importante minoría uzbeka, el ex gobernante, que provenía de allí, organizó con la ayuda de sus parientes y conocidos, o sea en el más puro estilo de la Asia Central, una revuelta para desestabilizar el nuevo Gobierno. YouTube presenta una conversación telefónica en la cual el hijo de Bakiev, Maxim, clama: “¡Destronemos al Gobierno organizando turbulencias en el sur!”.

La Asia Central pos-soviética, pues, es digna heredera del legado estalinista, además de estar regida por clanes familiares, como hacían los kanes medievales. Durante mi viaje a Uzbekistán percibí que el presidente, Islam Karímov, bajo una cierta apariencia de prosperidad, tiene en jaque a todo ese país exportador de algodón que en la antigüedad fue el núcleo de la ruta de la seda. Su hija Gulnara, en igual medida glamurosa y oscura, llamada la princesa de los uzbekos, fue señalada en 2009 por la revista suiza Bilan como una de las 10 mujeres con mayor fortuna en Suiza; sin duda esa fortuna le viene de su presidencia de Uzdunrobita, la telefonía móvil uzbeka, un regalo de su padre que asimismo recientemente la proclamó embajadora uzbeka ante las Naciones Unidas y embajadora en España.

En 2005 la Unión Europea impuso a Uzbekistán un embargo de venta de armas por la sangrienta represión de las protestas pacíficas a favor de la liberación de presos islamistas en la ciudad de Andijan, causando centenares de muertos. No obstante, según subrayó el periodista Rafael Poch, el régimen uzbeko sabe que si satisface las exigencias occidentales -disponer de bases militares entre Rusia y China, derecho de paso para suministros necesarios en el conflicto afgano, y acceso a recursos energéticos-, nunca tendrá nada que temer; el Bundeswehr, por ejemplo, entrena a oficiales uzbekos en Alemania. También España tiene sus intereses en Uzbekistán: la empresa Talgo debe construir el AVE entre las principales ciudades, Tashkent, Samarkanda y Bujara. Quizá a eso se deba la programada visita de los reyes de España a Uzbekistán.

Tres grandes potencias mundiales tienen intereses en Asia Central: Estados Unidos, Rusia y China. Junto con la cuenca del Caspio y la región del Golfo, Asia Central concentra el grueso de las reservas energéticas mundiales. Desde hace décadas, estrategas americanos han puesto de manifiesto su prioridad de hacerse con el control de Asia Central. Ese objetivo estratégico se considera como la recompensa de Washington por su victoria en la guerra fría. Estados Unidos y Rusia pusieron sus bases militares cerca de Bishkek, la capital de Kirguizistán. Los americanos usan su transit center, como llaman a esa base aérea, para apoyar a sus tropas en Afganistán. Rusia no ha dejado de considerar a toda Asia Central, que formó parte de su imperio tanto bajo los zares como bajo el poder soviético, como una especie de satélite. Y China la tiene en su punto de mira como una importante fuente de energía. Por todo eso, a nadie le interesa que esa región se suma en problemas étnicos y, pase lo que pase, entre todos mantienen bien tapada esa olla de grillos, favoreciendo regímenes autoritarios si es necesario.

Además, en Uzbekistán pude observar la creciente influencia de Turquía. Los turcos van extendiendo por toda la región de Asia Central un poderoso dominio económico. La Unión Europea, con su negativa a aceptar a Turquía como país miembro, también se niega a extender su influencia, tanto estratégica como económica, a esa parte del mundo que otros juzgan de gran importancia.

Desgraciadamente, la paz en gran parte de Asia Central va de la mano con la dictadura, y es que esos países están dominados por clanes familiares que no permitirán que la democracia les arranque de las manos el poder absoluto que poseen, atizando como hemos visto en Kirguizistán el odio étnico si eso sirve a sus fines. Por eso, el proceso democrático que se abre en ese país es hoy una puerta a la esperanza.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

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