jueves, mayo 19, 2011

Mientras los dioses no cambien…

Por Fernando Sánchez Dragó, escritor y columnista de EL MUNDO (EL MUNDO, 13/05/11):

Dos semanas en Tunicia, recorriendo de punta a punta el país en el que hace cerca de cuatro meses prendió la mecha del corrimiento de tierras de fuerza diez que desde entonces reubica los cimientos del mundo islámico, y algunas reflexiones suscitadas por lo observado al hilo de ese viaje…

El espinazo de la capital de la nación es el eje que empieza en la alcazaba, recorre el laberinto de la Medina, pasa por los cafés de la plaza de la Victoria y el arco del Bab Bhar o Puerta de Francia, recorre la avenida intitulada a la antigua metrópoli, se ensancha en la plaza de la Independencia, sigue por el bulevar Burguiba, alcanza la plaza del 14 de enero de 2011, que hasta la floración de los jazmines revolucionarios lo fue del 7 de noviembre de 1987 (fecha en la que el dictador Ben Alí, hoy defenestrado y exiliado, se hizo con el poder), y desemboca en la Torre del Reloj.

La osamenta así descrita une las dos almas de un país que es musulmán hasta el tuétano en el perezoso Ancien Régime de la medina y europeo, a su manera, en el ritmo nervioso de la Ville Nouvelle construida por los franceses a imagen y semejanza de París.

Ir desde la alcazaba, Foro cuasi romano que acoge la mayor parte de los edificios consagrados al Gobierno del país, hasta la Torre del Reloj equivale a recibir una lección de historia que empieza en el siglo VII, abarca catorce siglos y deja al viajero plantado en el epicentro del suave terremoto que el 14 de enero cerró un ciclo y abrió, en teoría, las puertas de algo que nadie sabe a ciencia cierta en qué consistirá.

El paseo central del bulevar Burguiba, la explanada que se extiende frente al Ministerio de Hacienda y la plaza que conmemora el estallido de la Revolución están acotadas por madejas de alambre de espinas. Hay algunas tanquetas y lecheras, muy pocas, y un par de soldados o de policías, amistosos, distraídos y risueños, en torno a ellas. Nada, pues, que no sea meramente anecdótico y, a juzgar por la calma chicha que hasta el último sábado imperaba por doquier, innecesario. Eso era todo hasta el día en que yo me fui. Luego, como digo, en un abrir y cerrar de ojos, la pólvora de la insurgencia ha vuelto a culebrear. Los jóvenes, descontentos, recelosos, sospechando que sus mayores se la están dando con queso, han salido otra vez a la calle y se han enfrentado a los inmovilistas, que seguramente son muchos más de los que el optimismo y el wishful thinking de los observadores occidentales preveía. Resultado: toque de queda en la capital y el futuro en entredicho.

¿Qué harán los militares? ¿Se enconará e irá a más la pugna entre los ceñudos, barbudos, siempre airados y nunca del todo ausentes representantes del integrismo musulmán?

Hace poco, me contaba Miguel Albarracín, responsable de la oficina local de la Agencia Efe, grupos de choque de los Hermanos Musulmanes tomaron al asalto la zona de prostitución de la Medina para zaherir a las meretrices, cerrar los postigos de los minúsculos burdeles y ahuyentar a sus usuarios, pero dieron en hueso, porque los chulos plantaron cara, las chicas se encampanaron y los vecinos de las calles adyacentes salieron en su defensa. Desde entonces, una cancela, que cualquier peatón, en horas laborables, puede franquear, pero que los cancerberos apalancan cuando los hashishin del integrismo merodean por el barrio, cierra el acceso a éste.

¿A río revuelto y revoltijo de jazmines revolucionarios ganancia de islamistas? Quizá. Es ésa la incógnita más difícil de despejar entre las muchas que se ciernen sobre el Sturm und Drang que hizo eclosión hace tres meses, porque el fundamentalismo teocrático, siempre al acecho en las religiones del Libro, es levadura insidiosa que podría transformar, como por otros motivos sucedió en España, el encanto de la Transición en el desencanto que le puso fin.

El Nouveau Régime tunecino, curándose en salud, ha fijado reglas del juego ideadas para reducir ese riesgo, pero no es seguro que basten para conjurarlo. El laicismo de los estatutos es condición sine qua non para inscribirse en el registro de los partidos políticos que participarán en el proceso electoral. La cacerolada de las siglas de las nuevas formaciones, sin embargo, tal como sucedió en nuestro país al convocarse las primeras elecciones del posfranquismo, es imponente. Ciento veintiocho partidos han solicitado ya su legalización y la cifra, de por sí apabullante, tiende a aumentar, aunque también lo hacen la evidencia de que esa atomización del voto convertiría las elecciones en una ceremonia de teatro pánico o púnico y la necesidad de llegar cuanto antes, porque el tiempo apremia y las elecciones tienen ya el pie en el estribo, a acuerdos de fusión o coalición entre quienes no quieran quedarse compuestos y sin escaños.

En el fragor de semejante batahola bien podrían surgir partidos tapadera de los Hermanos Musulmanes análogos a los que el integrismo separatista viene generando en Vasconia desde la ilegalización de los batasunos. El cotejo no es ocioso. Los fundamentalismos, aunque sean laicos, siempre tienen raíz religiosa. Son, por definición y por necesidades estratégicas, fideístas y extremistas, y sabido es que los extremos en todas y por todas partes se tocan.

En la sociedad tunecina pulsan, y no es de ahora, porque el progresismo -depuremos el vocablo de las connotaciones zurdas que en España tiene- echó raíces en los primeros años de la tercera década del siglo XX, dos líneas de fuerza enfrentadas entre sí y representadas, de un lado, por quienes defienden la modernización y la democracia, y en el otro, por quienes proponen la tradición y la teocracia consustanciales a la lectura literalista del legado de Mahoma. Islam, al fin y al cabo, es palabra que significa sumisión, por muy insumisos que se crean los hijos de papá alimentados a los pechos de internet y amorrados al botellón sin alcohol de las revueltas.

Los zocos, las mezquitas, el agro y las regiones del sur son los baluartes de la segunda postura mientras la primera bulle, crece y envida en la capital, las grandes ciudades, los campus y los puntos de más intensa concentración turística. Dos maneras de entender la vida y de organizar la polis reflejadas en dos símbolos: el de la Medina, donde toda transformación es imposible, y el de la Ville Nouvelle, donde es, a medio plazo, inevitable, como opuestos e incompatibles caldos de cultivo y radios de acción de los dos principales fantasmas que hoy recorren el mundo… Lo centrípeto y lo centrífugo, el ecologismo y el desarrollismo, la naturaleza y la historia, el labrantío y la industria, la autarquía y la globalización, el laissez faire y el intervencionismo, la jerarquía y el igualitarismo. That is the question. Otra, en el fondo, no hay.

Hablaba antes de la Red… Abrumadora es la evidencia de que sin la barahúnda de los foros sociales, ese patio de vecindad en el que desagua el griterío de las comadres, manolas y chulapones de las corralas de la globalización, nada hubiese turbado la milenaria quietud de países tan estables, para lo bueno y para lo malo, como lo eran Egipto y Túnez (simplificador sería incluir en el lote lo relativo a Siria, Libia y Yemen, pues lo que ahí sucede o está a punto de suceder es historia muy distinta, por parecida que a primera vista resulte).

Lo sorprendente es que en Túnez, no sé en Egipto, sólo un 30% de la población tiene acceso a internet. Pocos son quienes pueden permitirse el dispendio que supone adquirir un ordenador. Los cibercafés, aunque los hay, no abundan, y fuera de los centros urbanos son casi inexistentes. La información y las consignas emanadas de la Red corren de boca a oreja, se agigantan y terminan convirtiéndose en rumores de dudosa fiabilidad, pero de formidable efecto mimético. Las noticias concernientes a la guerra civil de Libia, al runrún de la calle en Marruecos, a la tensión social latente en Argelia y a las revueltas de Siria y Yemen acaparan los telediarios y la prensa escrita, lo que añade leña al fenómeno del contagio y genera la impresión de que pasa mucho más de lo que pasa, aunque en realidad -lo reitero- no pase nada.

Dos palabras y dos conceptos contradictorios resumen lo que, bona fide, he visto: esperanza, por una parte, e inmovilismo, por otra. La esperanza lo es de libertad y prosperidad, y centellea en todas las pupilas y en todo lo que, al hilo de las calles, he escuchado. El inmovilismo, por el contrario, es una atmósfera, un chador, un telón de fondo, un ruido sordo que no cabe ignorar. Túnez, con cuota o sin ella, sigue siendo una sociedad viril, rebosante de testosterona, a diferencia de lo que sucede en el mundo occidental o en Japón, donde la presencia femenina es abrumadora. En los cafés sólo hay varones y en las calles, a partir de las ocho de la tarde, resulta casi imposible ver mujeres. Es sólo un ejemplo, pero también un síntoma de que quizá, como apuntaba el Príncipe de Salina en El Gatopardo, las cosas estén cambiando para que todo siga igual.

Veremos. Pañolones, hoy por hoy, muchos; minifaldas, ni una. Los jóvenes tunecinos (y los de otras partes) ignoran que la libertad es una conquista interior y no un efecto automático del advenimiento de la democracia. Tampoco saben que ésta, lejos de garantizar la prosperidad, puede convertirse en cleptocracia. ¡Que nos lo digan a nosotros! Rafael Sánchez Ferlosio avisó de que mientras los dioses no cambien, nada ha cambiado. Ni cambiará, añado yo. Tanto menos en países donde el dios es único. Véase lo que el sábado, siempre el sábado, sucedió en El Cairo: salafistas contra coptos, 12 muertos, 220 heridos…Alá, con jazmines y sin ellos, con faraones y sin faraones, sigue en su sitio. Que Él proteja a cuantos en Él no creen.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

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