lunes, junio 30, 2008

Todo lo que podemos hacer por Zimbabue es enviar comida / We’ve done enough damage. All we can do is send food

Por Simon Jenkins, columnista habitual del diario The Guardian y un gran experto en Historia militar (EL MUNDO / THE GUARDIAN, 27/06/08):

Robert Mugabe está dejando en ridículo el intervencionismo de corte progresista. Se ha convertido en un regalo de los dioses para caricaturistas, políticos y comentaristas. Las elecciones de hoy en Zimbabue son un buen ejemplo de ello. En occidente lo retratan blandiendo palos chorreantes de sangre. Lo sacan de pie, en actitud de triunfo, sobre un montón de calaveras. Es un Bokassa copiado de un Idi Amin copiado de un Charles Taylor. Es uno de esos tipos que ya tenemos vistos de toda la vida, el epicentro africano de las tinieblas, monstruoso, bufonesco, grotesco y malvado. Si Gran Bretaña, por emplear la frase burlona de Kipling, fuera capaz en algún momento de «matar a Kruger con la boca», hace mucho tiempo que Mugabe estaría muerto.

Hay un cierto sentido en el que es correcto el histérico análisis antibritánico que Mugabe hace de los aprietos por los que está pasando. Su Zimbabue es una criatura del imperialismo y el postimperialismo británicos. El último gobernador del país, Lord Soames, lo consideraba cariñosamente a Mugabe la mascota del regimiento, «un chico estupendo», tal y como me confesó en una entrevista poco antes de que le hiciera entrega del poder en 1980.

Gran Bretaña toleró, como era de esperar, la eliminación del rival de Mugabe, Joshua Nkomo, y la transformación de Zimbabue en un Estado de partido único. Hizo la vista gorda ante la matanza de Ndebele, perpetrada en 1983 por la Quinta Brigada shona [etnia mayoritaria de Zimbabue] de Mugabe al mando de su caudillo militar, Perence Shiri, quien, según dicen algunos, es el que en estos momentos tiene a Mugabe en sus manos. El Whitehall [el Gobierno británico] de Margaret Thatcher concedió a Harare ayuda a manos llenas y le dio unos consejos disparatados, y colaboró en transformar una economía viable en un caso perdido de cleptomanía pseudosocialista, magníficamente reflejado por Andrew Meldrum en sus memorias tituladas Where we have hope [Mientras nos queden esperanzas].

En estos momentos, se considera que Zimbabue se encuentra en un estado de escándalo monstruoso. Aunque posiblemente Mugabe no sea el peor dictador del mundo, está considerado «nuestro» dictador y, por tanto, nuestra responsabilidad. La opinión pública pregunta qué es lo que se va a hacer con él. Harta de «haber hecho algo», supuestamente glorioso, en lugares como Bosnia, Sierra Leona, Kosovo, Afganistán e Irak, la opinión pública ya se ha acostumbrado, sin ningún género de dudas, a esta clase de preguntas. Así pues, ¿qué se va a hacer?

La respuesta del Gobierno británico es pura farfulla. Sobre la cabeza de Mugabe ha caído toda una cascada ministerial de improperios como cruel, sanguinario, ilegítimo y repugnante. Yo ya he perdido la cuenta de las veces que, desde el ministerio de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña, se han referido a él despreciativamente, con una palabra tan grandilocuente y tan reveladora de impotencia como «inaceptable». En cuanto a las sanciones, hemos tenido que escuchar el penoso conjuro de prohibición de intercambios comerciales y limitaciones a viajes en primera clase, a cuentas en [los grandes almacenes] Harrods, a guarderías en Londres y a giras de cricket, toda esa palabrería incesante de sanciones elegantes.

Esas medidas son las armas de los cobardes y los hipócritas. Nunca sirven para nada en ningún sentido que tenga alguna trascendencia y equivalen, más o menos, a lo mismo que no comer naranjas de Sudáfrica o no comprar café de Brasil. Se supone que, si incomodan un poquito a los poderosos y hunden en la miseria más absoluta a los pobres, van a hacer que nos sintamos bien. En países como Cuba e Irak, las sanciones han condenado a la pobreza y el aislamiento a generaciones enteras.

La historia más que repetida de las sanciones comerciales demuestra que las restricciones a largo plazo, sean las que sean, lo único que producen es un reajuste económico interno. El control del dinero y de los productos pasa de los comerciantes a los gobernantes, lo que empuja a los primeros al exilio y aumenta el patrimonio de los segundos. De la misma manera que las sanciones hicieron ricos a Sadam Husein y a su familia, las sanciones han hecho ricos a Mugabe y a sus compinches.

La única sanción que sirve para algo es la que funciona de la noche a la mañana. Es de imaginar que, si Sudáfrica y los restantes vecinos de Zimbabue fueran capaces de cortar los suministros de petróleo y electricidad, podrían poner en marcha un golpe de algún tipo. Ahora bien, ¿quién lo daría? Cualquiera que se apoderara del poder en estos momentos habría de ser alguien con petróleo, y ése es el ejército, que precisamente ya tiene el poder.

En su lugar, nos encontramos en Londres con una señal inequívoca de pánico, un murmullo todavía tímido en torno a esa palabra que empieza por M, militares. Desde aquel dirigente liberal, «bombardero Thorpe», que insinuó que se pusiera fin por la fuerza a la sublevación de Ian Smith en Rodesia en 1967, Zimbabue ha despertado el machismo de la izquierda. En esta misma semana, Lord Paddy Ashdown ha seguido ese mismo camino, repleto de alusiones. Si se produjera un genocidio en Zimbabue, ha dicho el viejo aventurero, y si las Naciones Unidas lo aprobaran, y si fueran los africanos los que se encargaran de pelear, y no nosotros, entonces deberíamos ofrecer nuestro «apoyo moral».

¡Bravo por Douglas Fairbanks descolgándose desde la gran lámpara de la Cámara de los Comunes! Ni Sudáfrica ni ninguno de los estados vecinos pertenecientes a la Unión Africana han mostrado la más mínima inclinación a forzar un cambio de régimen en Harare, por mucho que puedan condenar a Mugabe. Los gobernantes africanos consideran muy poco atractivo el precedente intervencionista. Tampoco hay ninguna gana en Gran Bretaña de montar un ataque aerotransportado, desde dondequiera que pudiera lanzarse (¿Diego Garcia?). Nadie se imagina que a los aviones se les diera permiso para sobrevolar o repostar en el sur de Africa. Así de hundida está la autoridad moral de Gran Bretaña después de Irak.

Derrocar a Mugabe exigiría una fuerza lo suficientemente potente como para decapitar su ejército, como mínimo, y es de imaginar que para instalar en el poder al jefe de la oposición, Morgan Tsvangirai. ¿Qué clase de poder sería éste, conseguido gracias a las armas extranjeras? Probablemente no iría más allá de ser el prólogo de una guerra civil, que debe ser precisamente lo último que Zimbabue necesita en estos momentos.

La verdad es que Gran Bretaña y occidente han llegado a cansarse de este tipo de operaciones. No han sido capaces siquiera de reunir la fortaleza suficiente para hacer llegar su ayuda al delta del Irrawaddy, en Birmania, que no es, ni de lejos, la más drástica de las intervenciones. Las bravatas altisonantes del laborismo sobre Bagdad y Kabul se han quedado reducidas en la actualidad a advertencias plagadas de matices. La consigna del cruzado, aquélla de que «no se puede abandonar a su suerte a los pobres albaneses» (o chiíes, o pastunes), ha degenerado en una monotonía diplomática de trámites y resoluciones.

A Gran Bretaña no le queda más alternativa que asistir a la tragedia de Zimbabue sin intervenir, impotente y al margen. Si Africa quiere ayudarse a sí misma, ya lo hará. Si no, allá ellos. No podemos rendir a Mugabe por hambre, porque ésa es precisamente la estrategia que aplica a su pueblo. Nos conformamos con declarar una y otra vez que su país está «al borde del colapso», pero eso es economía para tontos. Las economías de subsistencia y giros desde el extranjero no se hunden.

Podemos pintar a Mugabe en la prensa como un gorila sanguinario e imponer las denominadas sanciones inteligentes, para que Gordon Brown y otros tantos gobernantes europeos puedan sentirse un poco mejor, pero nuestros buenos sentimientos difícilmente van a resultar claves de cara a las penalidades de Africa.

El denominado intervencionismo progresista es un fuego fatuo, una reformulación insípida y bienintencionada de la política exterior en respuesta a unos hechos que aparecen en los titulares de la prensa, motivada por nuestro propio interés o por un arranque pasajero. Deberíamos enviar comida para paliar el hambre en Zimbabue, porque eso es lo que está en nuestra mano hacer, por mucho que Mugabe manipule esos envíos. En cuanto a los sueños de derrocarle, se nos ha pasado el momento. Gran Bretaña ya ha infligido suficiente daño a Zimbabue a lo largo de años y años. La prudencia aconseja que nos quedemos calladitos.

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Robert Mugabe is making a mockery of liberal interventionism. He has become God’s gift to cartoonists, politicians and commentators. He is depicted wielding clubs dripping in blood. He stands triumphant over a pile of skulls. He is Bokassa out of Idi Amin out of Charles Taylor. He is that old familiar, the African heart of darkness, monstrous, buffoonish, grotesque and evil. If Britain, as Kipling jeered, were ever capable of “killing Kruger with your mouth”, Mugabe would long be dead.

There is a sense in which Mugabe’s hysterical anti-British analysis of his predicament is correct. His Zimbabwe is a creature of British imperialism and post-imperialism. The last governor, Lord Soames, regarded him as an affectionate regimental mascot, a “splendid chap”, as he told me in an interview shortly before handing power to him in 1980.

Britain duly tolerated the suppression of Mugabe’s enemy, Joshua Nkomo, and Zimbabwe’s conversion into a one-party state. It turned a blind eye to the 1983 Ndebele massacre by Mugabe’s Shona Fifth Brigade under its warlord, Perence Shiri, who some say is Mugabe’s present master. Margaret Thatcher’s Whitehall gave Harare lavish aid and barmy advice, helping turn a viable economy into a basket case of pseudo-socialist kleptomania - well charted by the Guardian’s Andrew Meldrum in his memoir, Where We Have Hope.

Now Zimbabwe is declared outrageous. Though Mugabe is hardly the worst dictator in the world, he is regarded as “our” dictator and therefore our business. The public asks: “What is to be done about him?” Sated on having “done something”, presumably glorious, about Bosnia, Sierra Leone, Kosovo, Afghanistan and Iraq, public opinion is hard-wired to such a question. So what is to be done?

The government’s answer is splutter. Abuse is heaped on Mugabe’s head in a ministerial cascade of brutals, bloodthirsties, illegitimates and revoltings. I have lost count how often the Foreign Office has excoriated him with that lofty, impotent putdown, “unacceptable”. As for sanctions, we must listen to the sad incantation of trade bans, VIP travel restrictions, Harrods accounts, London kindergartens and cricket tours - the ceaseless chatter of sanctions chic.

Such sanctions are the weapons of cowards and hypocrites. They never work in any meaningful sense, and are on a par with not eating South African oranges or not buying Brazilian coffee. By mildly inconveniencing the powerful and destituting the poor, they supposedly make us feel good. In countries such as Cuba and Iraq, they have condemned whole generations to poverty and isolation.

The much-abused history of commercial sanctions shows that any protracted squeeze leads only to internal economic adjustment. Control of money and goods shifts from merchants to rulers, driving the former to exile and increasing the wealth of the latter. As sanctions made Saddam Hussein and his family rich, so they have made Mugabe and his cronies rich.

The only sanction that works is one that works overnight. It is conceivable that if South Africa and Zimbabwe’s other neighbours were able to cut petrol and electricity supplies they might precipitate some sort of coup. But by whom? Anyone seizing power at present would be anyone with petrol - and that is the army, which has power already.

Instead we have that sure sign of panic in London, the tentative murmur of the M-word, military. Ever since the Liberal leader, “Bomber Thorpe”, suggested that Ian Smith’s Rhodesian revolt be ended by force in 1967, Zimbabwe has excited leftwing machismo. This week Lord “Paddy” Ashdown followed in typically allusive fashion. If there were genocide in Zimbabwe, said the old swashbuckler, and if the UN approved, and if the Africans did the fighting for us, then we should offer “moral support”. So much for Douglas Fairbanks swinging from a House of Lords chandelier.

Neither South Africa nor neighbouring states of the African Union have shown the slightest inclination to force regime change on Harare, however much they may condemn Mugabe. African rulers regard the interventionist precedent as unappealing. Nor is there any British stomach for an airborne assault, from wherever it might be launched (Diego Garcia?). It is inconceivable that planes would be allowed refuelling or overflying rights in southern Africa. Such is the collapse of Britain’s moral authority after Iraq.

Toppling Mugabe would require a force strong enough at least to decapitate his army and, presumably, install the opposition leader, Morgan Tsvangirai, in power. What kind of power would that be, achieved with foreign guns? It would probably be a prelude only to civil war, which must be the last thing Zimbabwe needs just now.

The truth is that Britain and the west have grown tired of this sort of thing. They could not summon up the muscle even to land aid in Burma’s Irrawaddy delta, hardly the most drastic of interventions. The Labour bombast of Baghdad and Kabul is now reduced to nuanced caution. The crusader cry, “You can’t just leave the poor Albanians (or Shias or Pashtuns) to their fate,” has degenerated into a diplomatic monotone of demarches and resolutions.

There is no alternative for Britain to sitting out the Zimbabwean tragedy, impotent on the sidelines. If Africa wants to help its own, it will. If not, so be it. We cannot starve Mugabe into submission, since that is his own strategy towards his people. We take comfort by endlessly declaring his country “close to collapse”, but that is idiot economics. Subsistence and remittance economies do not collapse.

We can portray Mugabe in the press as a bloodthirsty gorilla and impose so-called smart sanctions, in order that Gordon Brown, David Miliband and the rest can feel a little better, but our fine feelings are hardly central to Africa’s predicament.

So-called liberal interventionism is a will-o’-the-wisp, a vapid, feel-good refashioning of foreign policy in response to a headline event, motivated by self-interest or passing mood. We should send food to the starving of Zimbabwe because that is something we can do, however much Mugabe distorts the supply. But as for dreaming of toppling him, those days are over. Britain has done enough damage to Zimbabwe over the years. Prudence tells us please to shut up.

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