jueves, noviembre 22, 2007

Hambre, la pandemia silenciosa del siglo XXI

Por Olivier Longué, director general de Acción contra el Hambre España (EL MUNDO, 16/10/07):

Treinta millones de personas mueren de hambre cada año. Detrás de esta cifra imposible de visualizar, millones de personas han sufrido una agresión directa, voluntaria, provocada para acabar con su vida. Imaginemos que dos tercios de la población española quedara borrada del mapa en sólo un año. El hambre, desde hace décadas, ya no es el producto de la pobreza, sino la consecuencia más directa de la violencia. El hambre asombra porque deja 30 millones de muertos, aniquilados en silencio. Con motivo del Día Mundial de la Alimentación, es necesario analizar las causas que provocan que 863 millones de personas, según la FAO, padezcan esta pandemia. Una cifra esperpéntica e inabarcable de la que ya no es responsable únicamente la escasez de alimento. Las migraciones, el libre mercado, el sida y los desastres climáticos han tomado el relevo y hacen multiplicar las cifras año tras año.

En primer lugar, los nuevos flujos migratorios merman las generaciones productivas y multiplican el riesgo de hambre en muchas regiones como el Sahel [región que atraviesa Africa de este a oeste, limitando al norte con el Sáhara y al sur con las savanas y las selvas centrales del continente]. Las proyecciones de Naciones Unidas estiman que la cifra de emigrantes podría alcanzar los 260 millones en 2020. Los conflictos abiertos juegan un papel esencial en esta nueva ola de migración, que hoy se caracteriza por los llamados desplazados internos. Si bien la población de refugiados políticos ha disminuido (20 millones en 2006, según el Alto Comisionado de Naciones Unidas), el número de desplazados internos se ha disparado (23,7 millones según la Organización Internacional para la Migración).

Estos carecen, sin embargo, de estatuto jurídico, lo que les excluye de la protección internacional, tal y como demuestra la tragedia cotidiana de Darfur. Varios años después de que los funcionarios de la ONU calificaran la de esta región sudanesa como «una de las peores crisis humanas del mundo» persiste la situación de emergencia. Hasta ahora la guerra ha causado la muerte de entre 200.000 y 400.000 personas y ha provocado el desplazamiento de más de dos millones fuera de sus hogares. La respuesta de la comunidad internacional es todavía insuficiente para salvaguardar el derecho de la población de Darfur a los alimentos y a la dignidad. La identificación popular de la guerra de Darfur como «conflicto étnico» entre las poblaciones de «negros africanos» y las de «árabes» oculta una realidad más compleja.

Por otro lado, las economías nacionales quedan muy expuestas a las fluctuaciones del libre mercado, lo que supone una nueva amenaza a la seguridad alimentaria de la población más vulnerable. Según el Comité Permanente de Nutrición de Naciones Unidas, Africa es el único continente cuya situación alimentaria no mejora desde 2000. Resulta un dato sorprendente cuando en el mercado de la capital de Níger, el país más pobre del mundo, se venden los alimentos necesarios para una dieta sana. Entonces, ¿por qué hay hambre? Sencillamente porque la población no puede pagarlos. Esta paradoja pudo verse claramente en 2005, cuando el país sufrió una de sus peores crisis alimentarias y en los mercados llenos de comida los precios de alimentos tan básicos como el mijo se triplicaron. La situación de emergencia fue calificada de «imprevisible», ya que popularmente se creía que había sido causada por una plaga de langosta y por la sequía del año anterior. Sin embargo, estos factores naturales no hicieron más que agravar hasta el límite la situación de vulnerabilidad que se venía produciendo desde hacía décadas.

Aquel año, en sólo nueve meses, los centros nutricionales de Acción contra el Hambre atendieron a 230.000 niños severamente desnutridos. Mientras en el mundo un tercio de la población compramos nuestra comida sin dificultad, otro tercio vende lo que puede para adquirirla y el resto vive en la más absoluta vulnerabilidad y dependen de la ayuda de ONG y organismos internacionales para sobrevivir. A pesar del potencial a largo plazo de la liberalización para estimular el crecimiento económico y reducir la pobreza, tales políticas pueden tener peligrosos efectos a corto plazo en la capacidad de las familias para satisfacer sus necesidades alimentarias, especialmente cuando se aplican en el contexto de economías débiles e inestabilidad política.

En este mismo escenario surge otra amenaza creciente: el sida. Según ONUSIDA, el virus ha matado a 43 millones de personas y dejado 20 millones de huérfanos, niños perdidos como los de Suazilandia, que quedan al cuidado de sus abuelas y a los que el sida no da tregua ni esperanzas de futuro. Sólo en 2006, se calcula que cerca de un millón de personas ha muerto en Africa Subsahariana a causa del virus. Durante las dos últimas décadas, es probable que se hayan superado los 10 millones. No obstante, hasta la fecha, la movilización de la comunidad internacional en lo referente a la ayuda médica ha sido eficaz. Hoy, el 60% de los pacientes tiene acceso a los antirretrovirales. En cambio, fuera del aspecto médico, la batalla dista mucho de estar ganada. El VIH/SIDA trastoca las estructuras socioeconómicas de producción alimentaria, convirtiéndose en uno de los factores principales del hambre en Africa y del sureste asiático.

Por último, el aumento del impacto de los desastres naturales (380 por año desde 2000, según la OMS) ha provocado los llamados «refugiados climáticos», más de 200 millones en 2006 (OCHA), población con una alta vulnerabilidad, expuestos a constantes crisis alimentarias y cuyo número no deja de crecer. El 95% de las víctimas de desastres naturales vive en países en desarrollo, lo que deja poco lugar a dudas sobre la mayor exposición de estos países a fenómenos que pudieran parecer mero fruto del azar, como huracanes, terremotos o tormentas tropicales. Un ejemplo claro es Etiopía, donde las repetidas sequías de la década de los 90 obligaron a muchas familias a vender sus bienes productivos y, especialmente, su ganado. La estrepitosa caída del precio del café a finales de la década, unida a la continua situación de sequía, supuso un golpe definitivo para los centenares de miles de familias de la región cuya principal fuente de ingresos era el café. La consecuencia directa fue la crisis humana de 2003 en la que miles de personas fallecieron a causa del hambre.

La erradicación del hambre ya no es sólo una cuestión de recursos y de distribución equitativa. Por delante de cualquier consideración de este tipo, la lucha contra el hambre pasa por el respeto, la ratificación y la aplicación de los Derechos Humanos. La comunidad internacional tiene el deber moral de garantizar su ejercicio en todo el mundo, haciendo especial énfasis en aquellos lugares en los que estos derechos fundamentales son una utopía. Hablamos de regiones como la de Darfur, donde las ONG tenemos el acceso cada día más restringido y dos millones de desplazados (ACNUR) son víctimas por partida doble: porque no pueden adquirir el alimento necesario y porque sufren las consecuencias de conflictos abiertos, interminables y olvidados.

Hoy las víctimas del hambre son, ante todo, víctimas políticas. Corea del Norte, Chechenia, Colombia, Territorios Palestinos, Myanmar o Sri Lanka son puntos en el mapa en los que, junto a la denunciada Africa, millones de personas, con nombres y apellidos, sufren desnutrición, falta de agua potable, enfermedades anacrónicas como el cólera o la tuberculosis, y por si esto fuera poco, lo padecen en un contexto de violencia en el que sus derechos humanos no existen. Son los 30 millones de personas de los que habla Jean Ziegler, ponente especial de Naciones Unidas para el derecho a la alimentación, quien no duda en afirmar que «la muerte por hambre de cualquier niño no es una fatalidad, es un asesinato». A todos ellos les debemos una movilización internacional que termine con su silencio.

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