lunes, junio 02, 2008

La leyenda de Bobby Kennedy

Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo (EL MUNDO, 01/06/08):

Si en algún momento se descubriera que Mariano Rajoy, su esposa, otro familiar, Soraya o, más probablemente, Lassalle, han estado llevando un diario durante la crisis del PP, no me extrañaría nada leer en las anotaciones correspondientes a alguno de estos últimos lunes algo parecido a lo que Lady Bird Johnson escribió en la Casa Blanca el 17 de marzo de 1968: «Tengo una creciente sensación de que estamos atados a una roca como Prometeo Encadenado, expuestos a los buitres y privados de toda posibilidad de defendernos».

El día de la semana pasada en que la liberal Esperanza Aguirre recurrió a la definición de crisis del comunista Antonio Gramsci -«Cuando lo nuevo no termina de nacer y lo viejo se resiste a morir»- para presentar un libro sobre la España de 1808, todos entendimos que estaba aludiendo al actual estado de cosas en su partido, pero a mí me hizo pensar al mismo tiempo en lo que sucedió hace 40 años en los Estados Unidos, casi a la vez que el mayo francés y la primavera de Praga.

La otra mañana puse a rodar en la radio la boutade de que retaba a cualquiera a que me diera un sólo ejemplo contemporáneo de un dirigente político que hubiera ganado las elecciones en una democracia importante interponiendo una barba entre su rostro y el público. Nadie ha podido recoger el guante. De todos los presidentes norteamericanos posteriores a la Segunda Guerra Mundial el que más motivos habría tenido para camuflar su rostro alargado de cetáceo tras una tupida cortina de pelo probablemente hubiera sido Lyndon B. Johnson. Mucho más dotado para moverse entre bambalinas que para el estrellato, accedió a la presidencia en circunstancias trágicas y nunca fue capaz de llenar el hueco de su antecesor.Eso le tenía permanentemente en vilo. «¿Por qué no yo?».

Nada hubiera deseado tanto Lyndon Johnson como poder afrontar los acuciantes problemas que le cercaban al final de su mandato con la pachorra de un Mariano Rajoy, que pese a llegar a formularse esa misma pregunta ante una cariátide con el rostro de Carlos Aragonés, confiesa dormir siempre a pierna suelta y sin necesidad de píldoras de ninguna clase. Pero Johnson tenía un carácter tan endiablado como eléctrico.

Rajoy lo podrá pasar mal durante el día con la que está cayendo.Sin embargo no hay quien le quite sus ocho horas sobando como un bendito. A Johnson le ocurría lo contrario. Su exuberante machismo sureño le ayudaba a poner al mal tiempo buena cara durante las largas jornadas de trabajo, pero por la noche le asaltaban horribles pesadillas. Una de las más recurrentes era imaginarse que le ocurría lo que a Woodrow Wilson, cuando en 1919 tuvo un accidente cardiovascular y se quedó paralítico en el ejercicio del cargo. Johnson se levantaba en medio de la noche bañado en sudor frío, cogía una linterna y bajaba al lugar en el que estaba el retrato del promotor del tratado de Versalles. Entonces tocaba el cuadro como si fuera un talismán y se volvía a dormir.

Mucho peor aún era cuando soñaba, con reminiscencias texanas, que estaba en medio de una estampida que le arrastraba hacia un precipicio, con la particularidad de que no estaba rodeado de reses sino de manifestantes. «Estaba siendo empujado hacia el borde del abismo por negros amotinados, estudiantes con pancartas, madres que pedían subsidios, profesores chillando y reporteros histéricos», recordaría él mismo. «Y entonces venía la puntilla.Sucedía lo que más había temido desde el inicio de mi presidencia.Robert Kennedy anunciaba abiertamente su intención de reclamar el trono en memoria de su hermano. Y los norteamericanos, agitados por la magia de su nombre, se ponían a bailar en las calles».

¡El trono de su hermano! ¡La magia de su nombre! Robert Francis Kennedy -Bobby para todo el clan- anunció, efectivamente, su candidatura a la nominación demócrata el 16 de marzo de 1968, la víspera del comentario sobre los buitres en el diario de Lady Bird. Desde tal día hasta el de su asesinato, ese fatídico 4 de junio del que el próximo miércoles se cumplirán 40 años, transcurrieron 12 semanas de campaña electoral que ya forman parte de la leyenda de un cierto paraíso perdido para varias generaciones de norteamericanos.Y no sólo de norteamericanos. ¿Por qué sería que cuando a mí me dieron la noticia de lo ocurrido en Los Angeles, mientras jugaba al baloncesto en el patio del colegio de los Hermanos Maristas de Logroño, yo pensé que aquel tal Sirhan Sirhan había disparado también contra mis propias ilusiones de adolescente?

Bobby era casi nueve años más joven que Jack. Pero durante la década decisiva de su vida pública fue no sólo su hermano menor, sino también su hombre de confianza. En 1952, como jefe de su campaña al Senado por Massachusetts; desde 1956 como alma máter de su concienzudo asalto a la Casa Blanca, y desde el magnético discurso inaugural de «la antorcha ha pasado de manos» y el «no preguntes qué puede hacer tu país por ti » hasta el magnicidio de Dallas -enero del 61/ octubre del 63- como Fiscal General de la República.

Cuentan que Bobby obligó al viejo Hoover a trasladar a la lucha contra el Ku Klux Klan y otros grupos racistas ilegales gran parte de los efectivos que dedicaba a perseguir al comunismo porque, como él mismo decía, «la mayoría de los miembros del Partido en los Estados Unidos son ya agentes del FBI» Cuentan que Bobby salió muy tarde de su despacho una noche, en la época en la que preparaba su querella contra el sindicalista mafioso Jimmy Hoffa, pero al ver las luces encendidas en el edificio del sindicato de transportes, ordenó a su chófer dar la vuelta: «Si él sigue trabajando, yo debo hacer lo mismo para poder ganarle» Cuentan que Bobby fue el gran artífice de la solución pacifista de la crisis de los misiles cubanos al abrir un canal secreto de negociación con los rusos de espaldas al bestia del general Curtis Le May y demás halcones del Pentágono Bueno, eso -además de que lo cuenten otros- también lo contó él en Thirteen Days, y yo escudriño de vez en cuando en mi biblioteca, con devoción casi fetichista, el facsímil de los primeros folios de su manuscrito.

El asesinato de su hermano le produjo un dolor tan intenso que sólo encontró refugio en los clásicos griegos y en autores con un sentido trascendental de la escritura como Emerson o Camus.Su distanciamiento vital con Johnson era evidente, pero aunque logró con facilidad -como mucho después haría su gran admiradora Hillary Clinton- un escaño al Senado por Nueva York, trató de evitar toda confrontación pública con el nuevo presidente. Hasta el extremo de ejercer la censura -en los términos erróneamente pactados por el autor, William Manchester, con la familia- sobre la primera versión de La muerte de un presidente. El libro comenzaba con una escena en el rancho texano de Johnson en la que éste trataba de persuadir a John Kennedy de que disparara contra un ciervo. La alegoría sobre su disparidad de caracteres era tan obvia que Bobby temía que Johnson percibiera el libro como una especie de alegato dinástico contra el opaco usurpador.

Pero al mismo tiempo, la discrepancia política tanto sobre la escalada bélica en Vietnam como sobre la tibieza de la política de lucha contra la pobreza, ampulosamente bautizada por Johnson como la Gran Sociedad, iba en aumento día a día. Durante la primera parte de las primarias era el senador Eugene McCarthy quien concentraba el apoyo del pujante movimiento pacifista. Pero Bobby y su equipo de asesores -provenientes la mayoría de ellos del Camelot washingtoniano diseñado por su hermano- daban por descontado que Johnson se presentaría a la reelección y veían a McCarthy como una figura demasiado fría y distante como para arrebatarle la nominación.Fueron finalmente la catástrofe de la ofensiva norvietnamita del Tet, que puso en evidencia el fracaso de la política de Johnson basada en fortalecer a las fuerzas del Gobierno de Saigón y la reflexión de Dante de que los peores lugares del infierno están reservados para quienes en los momentos decisivos mantienen la neutralidad, los factores que le llevaron a dar el paso de entrar en la carrera.

Y, en efecto, muchos norteamericanos, especialmente entre los jóvenes, se lanzaron si no a bailar en las calles, sí a aclamarle en los recintos universitarios. Ya en la propia jornada del 18 de marzo quedaron definidos el tono y los dos grandes asuntos de su campaña. Por la mañana, en el campus de Kansas State, 15.000 estudiantes le oyeron argumentar a favor de una salida negociada de Vietnam en términos aplicables ahora a lo ocurrido en Irak: «Me preocupa que estemos actuando como si las otras naciones no existieran, contra el criterio y los deseos tanto de los neutrales como de nuestros aliados históricos Los errores del pasado no pueden servir de excusa a su propia perpetuación Nuestra nación está más en peligro por sus políticas equivocadas que por sus enemigos exteriores Me preocupa que puedan decir de nosotros lo que Tácito dijo de Roma: ‘Hicieron un desierto y le llamaron paz’».

Por la tarde, en la University of Kansas, ante otra inmensa multitud, presentó su programa de defensa de los derechos civiles, vinculándola a la lucha contra las desigualdades extremas y la exclusión social.Bobby les habló a los jóvenes de la situación en los guetos negros de las grandes ciudades, de los problemas de los chicanos liderados por su amigo César Chávez, de los niños con estómagos dilatados por la hambruna en algunos poblados indios del delta del Misisipí, para desembocar en una conclusión similar a la que hoy esgrime Barack Obama: «El problema no es la raza, el problema es la pobreza».

En el campus de la Universidad de Vanderbilt, Bobby defendió el derecho a disentir -«el debate es lo único que puede preservarnos del camino hacia el desastre»- y en el de la Universidad de Alabama clamó por que el fin de la segregación racial trajera consigo también la «reconciliación nacional». El entusiasmo le rodeaba por doquier y las listas de voluntarios y donantes para su campaña no cesaban de crecer. En apenas dos semanas la bola de nieve empezó a adquirir tal tamaño e impulso que Johnson comprendió que estaba a punto de quedarse sin margen para optar por una retirada airosa. La consumó el 31 de marzo, después de que la última encuesta de Gallup pusiera de relieve que sólo un 26% apoyaba su política en Vietnam. Sorprendiendo a propios y extraños, concluyó una comparecencia televisiva sobre la marcha de la guerra anunciando que quería concentrar todo su esfuerzo en ése y otros problemas del país y que, por lo tanto, no sería candidato a la reelección.

Bobby acudió inmediatamente a verle y elogió su generosidad y patriotismo. Fue una entrevista cálida y cordial, pero mientras el joven senador salía por una puerta del Despacho Oval, el vicepresidente Humphrey entraba por la otra para recibir las bendiciones de su jefe como candidato oficialista «para acabar con este pequeño hijo de puta».

Aún no se habían recuperado de aquel shock político, cuando el asesinato de Martin Luther King cayó como un mazazo cuatro días después sobre todos los norteamericanos. Bobby cedió el avión de su campaña para que su viuda Coretta trasladara el cadáver de Memphis a Atlanta y, en contra del criterio policial, mantuvo un acto que tenía programado en la conflictiva Indianápolis.Allí dijo que también un miembro de su familia había sido asesinado por un hombre blanco y habló de paz, amor y entendimiento. Luego citó con emoción sus líneas favoritas de Esquilo, concretamente del coro de la tragedia Agamenón: «Incluso en nuestro sueño, el dolor que no se puede olvidar cae gota a gota sobre el corazón.Y en nuestra desesperación, contra nuestra voluntad, llega la sabiduría por la terrible gracia de Dios». Aquella noche hubo sangrientos disturbios en 110 ciudades de los Estados Unidos, pero ninguno en Indianápolis.

Alguien dijo que Bobby podría haber sido un cura revolucionario, predicando el Evangelio a los pobres, y las minorías le veían como una especie de caudillo indio a lo Crazy Horse. Su mejor biógrafo, el recientemente fallecido Arthur Schlesinger, pudo comparar a los dos hermanos desde muy corta distancia: «John era chispeante, Robert melancólico; John urbano, Robert brusco.John Kennedy era un realista brillantemente disfrazado de romántico; Robert era un romántico tozudamente disfrazado de realista».

El caso es que la combinación funcionaba. Y de qué manera. En menos de tres meses Bobby casi triplicaba el número de delegados obtenidos por McCarthy y se acercaba peligrosamente a los reclutados por la maquinaria del partido para Humphrey. Norman Mailer, Truman Capote, Andy Warhol, Lauren Bacall, Henry Fonda o Warren Beatty estaban con él en esa otra primavera del 68. La noche de su gran victoria en California quedó patente que tenía la nominación al alcance de la mano.

Aquel 4 de junio se despertó en la casa que su amigo el director de cine John Frankenheimer tenía en Malibú. Su esposa Ethel y seis de sus 11 hijos estaban con él. Después de bañarse y bucear un rato con los niños, Bobby se quedó dormido en la piscina.Uno de sus colaboradores, Richard Goodwin, se llevó un gran susto al verlo tendido inmóvil boca abajo y comentó que nunca se le quitaba de la cabeza lo que le había ocurrido a Jack en Dallas.Por la tarde, mientras Frankenheimer le llevaba a la fiesta electoral del Hotel Ambassador, conduciendo a toda mecha por la autopista de Santa Mónica, Bobby le dijo que no había tanta prisa: «Tranquilo, John, que la vida es muy corta». Pocas horas después yacía en un charco de sangre en el pasillo de la cocina del hotel.

Es imposible dar por sentado, tal y como han hecho muchos de sus admiradores, que Bobby Kennedy habría ganado la nominación demócrata, habría arrebatado a Nixon la presidencia de los Estados Unidos, habría puesto fin de inmediato a la guerra de Vietnam -ahorrando a la humanidad la infamia de los bombardeos sobre Camboya-, habría destinado ingentes recursos a la lucha contra la pobreza y habría dignificado la vida pública, haciendo de la política, como él mismo decía, «una profesión honorable», sin que nada parecido a Watergate ensuciara la historia de la primera democracia de la tierra.

En todo caso, lo que sí es cierto es que muchos de quienes conocemos estos hechos compartimos el diagnóstico de Schlesinger de que «precisamente porque nunca tuvo la oportunidad de consumar sus posibilidades es por lo que su memoria continúa persiguiéndonos y la mera visión de su rostro en la televisión sigue generándonos un sentimiento de pérdida».

Claro que Juan Costa no es Bobby, ni mucho menos, aunque yo el otro día aludiera, en una comparación superficial, a su aire lánguidamente kennediano que le hace tener tanto éxito con las chicas. Pero merece la pena escucharle. Nunca hay dos momentos históricos idénticos ni dos elencos de personajes iguales. Sin embargo, en medio de la mezquindad y gandulería de nuestra vida política y periodística, atiborrada de zopencos y mediocres, de cínicos carentes de valores, de patéticos envidiosos carcomidos por el prestigio ajeno, los seguidores de un partido, los ciudadanos de un país, necesitan que de vez en cuando alguien sea capaz de hacerles remontar el vuelo y ayudarles a soñar. Mal que nos pese a muchos, Zapatero ha conseguido inyectar ese chute de empatía en la izquierda social. En eso consiste el liderazgo que luego amortigua el coste de los más graves errores. ¿Quién será el que nos mire a nosotros a los ojos y nos diga, citando a Shaw como hacía Bobby: «Algunos hombres ven las cosas como son y se preguntan por qué. Yo sueño cosas que nunca han sido y me pregunto por qué no»?

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