sábado, agosto 16, 2008

Cara y cruz de Fidel y el Che Guevara

Por Juan María Alponte, profesor titular de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (EL PAÍS, 16/08/08):

En noviembre de 1953, Ernesto Guevara, nacido en Santa Fe, Argentina, el 14 de junio de 1928, acababa de llegar a Guatemala después de un largo viaje por América Latina. Buscaba trabajo en un periodo presidencial: el de Jacobo Arbenz. Éste, elegido en 1950, había promulgado, en 1952, la Reforma Agraria y hecho su famosa confrontación con la United Fruit. Una exiliada, perseguida por la dictadura peruana porque representaba el aprismo de Víctor Raúl Haya de la Torre, fue encargada de encontrar soluciones para el joven médico argentino. Ella se llamaba Hilda Gadea. Sería, después, la primera esposa de Ernesto Guevara. Él no era, todavía, el Che.

Fue evidente que la revolución -¿no era decir demasiado?- de Jacobo Arbenz impulsaría (en Estados Unidos se decía, sin más, que era un comunista y, con el paralelo torrente simplista de la United Fruit, se cerraba el “análisis”) y transformaría la vida de Guevara. En efecto, las tropas de Castillo Armas, bajo el concreto mando de la CIA, cruzaron la frontera el 17 de junio de 1954.

Con apoyo aéreo y metralleta en mano, durante la noche del sábado 26 al domingo 27, la resistencia se hizo imposible. El derrumbe del Gobierno de Jacobo Arbenz fue la primera experiencia seria, auténtica, del Che Guevara. Hilda dice que Ernesto Guevara escribió, en esa anochecida de bombas y fusiles, su primer artículo político de combate. Después, el texto se perdió. Se tituló así: Yo he visto la caída de Jacobo Arbenz. El artículo, según Hilda Gadea, desapareció en aquellas horas finales de la caída de un presidente a balazos. Derrumbe que Ernesto Guevara no dudó en calificar por su origen político y su dimensión, como “una intervención imperialista”.

El médico, hijo de una familia ilustrada y de la alta clase media, entraba en la historia cotidiana. Su contextualización dialéctica sería parte de su propia evolución personal. Veinte años después hablaría yo de ello con Víctor Raúl Haya de la Torre. Miro la dedicatoria que me hiciera, en Lima, en su libro El Antiimperialismo y el APRA. Acierto. Debajo de su firma está el año: 1974.

Le recordaba sus inicios en México donde, con el apoyo y protección de José Vasconcelos, se fundó el APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana, que después se entendió como Alianza Antiimperialista), y el sólo nombre de Vasconcelos le revivió aquel exilio. Uno de tantos, entre opresiones. Recuerdo su casona de Lima. En su despacho había 15 o 20 personas, todas hablando al tiempo. El presidente de Perú, el general Alvarado, gobernaba un seudosocialismo militar y su esposa (las criollas blancas casadas con los hombres de la casta militar), segura de sí misma, más que él, bailaba en las fiestas populares. Hablé con Haya de la Torre de esa estructura de poder y del fascinante encuentro, en Guatemala, de Ernesto Guevara con una aprista. Todo ello en un proyecto de cambio con la dura respuesta de la CIA. La cabeza móvil y festiva de Haya de la Torre aceptaba la coincidencia del tiempo. Me preguntó: “¿Has visto al general Alvarado?”. “Sí. Le hice una entrevista para el Canal 2 de Televisa en México”.

Tuve claro, oyendo al general, que el proyecto militar, acuciado por necesidades imperiosas, naufragaría. Así fue. De todas formas, la apasionante conversación con Haya de la Torre sobre el aprismo y el nacimiento político de Ernesto Guevara en Guatemala, bajo el Gobierno de Jacobo Arbenz, nos permitió entender al joven médico. Desde Guatemala a México. Aquí, en México, Ernesto Guevara se encontró con Fidel Castro. Ninguno de ellos lo previó. Tampoco, un día, su separación.

Se lo recordaba yo al padre de Ernesto Guevara cuando vivía, me parece recordar que era en el último piso del hotel Habana Libre. Fueron conversaciones apretadas, calientes. Pensaba hacer, y le animé para ello, un libro sobre su hijo, el Che. Después lo hizo. Nuestras palabras se encendían en la terraza que miraba el esplender del cielo del Caribe. Me dijo: “Voy a enseñarte algo prodigioso”. Entró en la habitación y me trajo dos fotografías. Una era la de Ernesto Guevara, hijo que tuvo en su primer matrimonio; la segunda era la de sus tres hijos habidos en el segundo enlace. Vi y entendí lo que me quería mostrar: el parecido portentoso de sus tres últimos hijos pequeños con Ernesto Guevara. Quedé sobrecogido: como si los genes quisieran perpetuar, en las vidas humanas, el juego misterioso de la sangre y la historia.

Lo que fue Guatemala para Ernesto Guevara, lo fue Bogotá para el hijo del soldado español (Ángel Castro) que en 1898 fuera conducido desde Galicia a los campos de guerra de Cuba para combatir a José Martí, el libertador, hijo de un sargento valenciano. Ángel Castro, terminado su periodo militar, regresó a España. Pronto, fascinado, retornó a Cuba. Fue arrastrado por un imán mágico que le transformó en un grande y rico hacendado con dos familias paralelas. De la segunda descienden Fidel, Raúl y Ramón. El padre debía ser hombre consciente. Sus hijos pasaron los años en los mejores colegios de jesuitas. No sé qué les enseñarían. Ignacio de Loyola y el duque de Gandía, que fueron generales de la orden, lo pasaron mal con la Inquisición. Lo digo, obviamente, en su honor.

Lo cierto es que el universitario Fidel Castro tuvo, como Ernesto Guevara de la Serna (el último virrey De la Serna fue derrotado en la batalla de Ayacucho y hecho prisionero por el joven mariscal Sucre, que firmó con los vencidos una paz de hombre con alma grande) un bautismo de fuego especial. Aquél, en Guatemala; Fidel, en Bogotá. En efecto, en 1948, participó, con otros universitarios cubanos, en la Conferencia Estudiantil a celebrar en Bogotá, a la vez que allí se desarrollaba la Conferencia de los Estados Americanos.

Hubo parada, en el camino a Bogotá, en Venezuela, donde, por vez primera desde la Independencia, el país eligió en 1948 a un presidente en las urnas: Rómulo Gallegos, el autor de Doña Bárbara. Estuvieron Fidel y los cubanos en su casa, en La Guaira. Fidel se asombró: “No había un guardia”. Duró don Rómulo 11 meses en el poder. Hasta que mi amigo, Pablo Pérez Alfonzo, el futuro cofundador de la OPEP, obligó el fifty-fifty a las compañías petroleras estadounidenses. Una dictadura militar se impuso hasta el levantamiento popular, en Caracas, de 1958. Duro es vivir. Eso no lo sabían aún los estudiantes de La Habana.

En Bogotá los cubanos visitaron a un famoso dirigente colombiano: el liberal de izquierda Jorge Eliécer Gaitán. Su noble verbo transformaba la política. El 7 de abril estuvieron a verle en su despacho. Le entregó a Fidel Castro un texto suyo conmovedor: El discurso en favor de la paz. Quedaron en verse, de nuevo, el día 9. La cita fue para las once de la mañana. Cuando llegaron, la ciudad lloraba. Se acababa de asesinar a sangre fría a Gaitán. Bogotá la Noble entró en una furia inclemente -el Bogotazo- y, por vez primera, Fidel Castro, entre el oscuro río de la revuelta, tomó un fusil después de querer apropiarse de las botas de un militar que le gritó: “No; son las mías”. El incendio de Bogotá fue terrible. Nadie sabe lo que pasaría en el corazón de un joven universitario ante la infamia. Colombia iba a universalizar e institucionalizar, entre la agonía, la violencia que tendría para los colombianos un sentido terrible.

Crecieron las guerrillas que ahora cuentan sus muertos. Pero el epicentro de Jacobo Arbenz y el Bogotazo cambiaron la vida a dos hombres. El joven Fidel diría: “Durante esos días tuve [en Bogotá] un máuser y 16 balas en mis manos. Empleé, entonces, cuatro”. ¿Cuántas se han disparado en el edificio de la intransigencia? Tirofijo, ahora, estrena su muerte. Volvieron a Cuba aquellos del Bogotazo en un avión de ganado.

La violencia ganaría en Colombia su batalla a la concordia. Ni shalom ni salam.

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