Por Gabriel Tortella, catedrático emérito en la Universidad de Alcalá (EL PAÍS, 29/07/08):
El veto irlandés al Tratado de Lisboa, no por temido menos esperado, fue un jarro de agua fría en las ardientes ilusiones de los europeístas entusiastas (entre los que me incluyo). Llovieron, tras el jarro, denuestos y reproches: que si los irlandeses son unos ingratos, que si su Gobierno es incompetente, que si no quieren Europa que se vayan, que a votar otra vez hasta que salga sí, etcétera. Ninguna de estas alegaciones carece totalmente de fundamento, pero son, en realidad, cuestiones accesorias: los irlandeses votaron dentro de la más estricta legalidad europea y si su no se convierte en un veto es porque la legislación de la Unión así lo quiere. En efecto, el no de un miembro se convierte en veto porque para la ratificación de los tratados europeos se exige la unanimidad. Si se requiriese una simple mayoría, la negativa irlandesa tendría mucho menor importancia. Por tanto, es Europa entera la principal culpable de esta situación; parece un poco inconsecuente proclamar el libre derecho de voto y de veto, y luego enfadarse con los votantes si se convierten en vetantes.
Esta regla de la unanimidad se deriva de una contradicción básica del alma europea: queremos estar unidos pero sin perder las prerrogativas nacionales. Por tanto, los tratados no puedan imponerse a ningún país si no quiere aceptarlos. Pero, claro, no se puede repicar y andar en la procesión: o soberanía europea o soberanía nacional. Las dos cosas a la vez son imposibles. Hasta ahora, Europa, pese a las muchas proclamaciones grandilocuentes y los fuertes golpes de pecho, no ha querido renunciar a las soberanías nacionales. El veto irlandés es una consecuencia, pero no la única, ni mucho menos, de esta contradicción: otras son el caos y la inoperancia de la política exterior, la confusión y las vacilaciones en la política de inmigración, las dificultades para llegar a un mercado verdaderamente unificado por las diferencias en las políticas fiscales y otras, etcétera.
Esta insistencia en preservar la soberanía nacional (aunque parcialmente, porque en materias económicas, como la monetaria o la arancelaria, los países sí han renunciado a ella) se debe a la inercia histórica: franceses y británicos, sobre todo, se resisten a perder los privilegios de soberanía que tanta gloria les produjeron en el pasado. Los ingleses retienen su soberanía monetaria; los franceses, en aras de su independencia, vetaron (con los holandeses) la proyectada Constitución Europea de la que el Tratado de Lisboa, torpedeado por Irlanda, era un remiendo. Por el principio del agravio comparativo, si franceses y británicos se aferran a su soberanía, los demás no vamos a ser menos. Y así andamos: lamentando no estar más unidos, pero no queriendo renunciar a nuestra independencia.
¿Por qué somos así los europeos? ¿Por qué no somos como los norteamericanos, que constituyeron una unión federal y parecen tener pocos problemas de esta índole? La respuesta es sencilla: demasiada historia. Si a las sinfonías de Mozart les podía reprochar (apócrifamente) el emperador José II que tenían “demasiadas notas”, a la discordante sinfonía europea se le puede achacar un exceso de historia. Las tradiciones nacionales están muy arraigadas; las naciones que hoy forman la Unión han sido las principales protagonistas de la historia universal durante muchos siglos, y parece natural que se resistan a diluirse en un ente supranacional. Por otra parte, incluso las entidades políticas con poca o ninguna tradición nacional se resisten a renunciar a sus privilegios, como se demuestra hoy todos los días en España y se demostró en el nacimiento de los Estados Unidos de América, que fue bastante accidentado y violentamente debatido. Y la historia nos muestra tantos otros casos de desunión entre asociados, desde la antigua Grecia hasta los Balcanes de hoy, pasando por el Imperio Austro-Húngaro y un largo etcétera, que no se puede ser excesivamente optimista con respecto al futuro de nuestra Unión Europea.
Pero también hay razones para el optimismo: la historia frecuentemente ha tratado bien a Europa; si bien hay una larga tradición de desunión, también la hay de unidad desde Roma y luego Carlomagno. Pero la verdadera conciencia europea se forja con la Ilustración, hace nada menos que tres siglos. La Europa moderna nace en el intelecto de unos cuantos genios del siglo XVIII, en particular de Emmanuel Kant. El mensaje de los ilustrados ha ido calando muy gradual, pero también muy profundamente. Sobre ese sustrato de europeísmo ilustrado, los pueblos de este continente han acostumbrado a unirse, aun sacrificando su preciosa independencia, ante las dificultades exteriores. La propia Unión (ayer Comunidad) Europea nació tras la catástrofe de la II Guerra Mundial y ante la presión o amenaza ejercida por las superpotencias soviética y norteamericana. La unidad monetaria se fraguó ante el fiasco de la devaluación unilateral del dólar por Nixon en 1971. La crisis de 1992 aceleró la integración económica.
Ojalá los embates de la presente crisis opinable influyan en la opinión europea y se tome por fin la decisión de eliminar el obstáculo que representa la regla de la unanimidad. Dejaríamos el repique y avanzaría la procesión.
El veto irlandés al Tratado de Lisboa, no por temido menos esperado, fue un jarro de agua fría en las ardientes ilusiones de los europeístas entusiastas (entre los que me incluyo). Llovieron, tras el jarro, denuestos y reproches: que si los irlandeses son unos ingratos, que si su Gobierno es incompetente, que si no quieren Europa que se vayan, que a votar otra vez hasta que salga sí, etcétera. Ninguna de estas alegaciones carece totalmente de fundamento, pero son, en realidad, cuestiones accesorias: los irlandeses votaron dentro de la más estricta legalidad europea y si su no se convierte en un veto es porque la legislación de la Unión así lo quiere. En efecto, el no de un miembro se convierte en veto porque para la ratificación de los tratados europeos se exige la unanimidad. Si se requiriese una simple mayoría, la negativa irlandesa tendría mucho menor importancia. Por tanto, es Europa entera la principal culpable de esta situación; parece un poco inconsecuente proclamar el libre derecho de voto y de veto, y luego enfadarse con los votantes si se convierten en vetantes.
Esta regla de la unanimidad se deriva de una contradicción básica del alma europea: queremos estar unidos pero sin perder las prerrogativas nacionales. Por tanto, los tratados no puedan imponerse a ningún país si no quiere aceptarlos. Pero, claro, no se puede repicar y andar en la procesión: o soberanía europea o soberanía nacional. Las dos cosas a la vez son imposibles. Hasta ahora, Europa, pese a las muchas proclamaciones grandilocuentes y los fuertes golpes de pecho, no ha querido renunciar a las soberanías nacionales. El veto irlandés es una consecuencia, pero no la única, ni mucho menos, de esta contradicción: otras son el caos y la inoperancia de la política exterior, la confusión y las vacilaciones en la política de inmigración, las dificultades para llegar a un mercado verdaderamente unificado por las diferencias en las políticas fiscales y otras, etcétera.
Esta insistencia en preservar la soberanía nacional (aunque parcialmente, porque en materias económicas, como la monetaria o la arancelaria, los países sí han renunciado a ella) se debe a la inercia histórica: franceses y británicos, sobre todo, se resisten a perder los privilegios de soberanía que tanta gloria les produjeron en el pasado. Los ingleses retienen su soberanía monetaria; los franceses, en aras de su independencia, vetaron (con los holandeses) la proyectada Constitución Europea de la que el Tratado de Lisboa, torpedeado por Irlanda, era un remiendo. Por el principio del agravio comparativo, si franceses y británicos se aferran a su soberanía, los demás no vamos a ser menos. Y así andamos: lamentando no estar más unidos, pero no queriendo renunciar a nuestra independencia.
¿Por qué somos así los europeos? ¿Por qué no somos como los norteamericanos, que constituyeron una unión federal y parecen tener pocos problemas de esta índole? La respuesta es sencilla: demasiada historia. Si a las sinfonías de Mozart les podía reprochar (apócrifamente) el emperador José II que tenían “demasiadas notas”, a la discordante sinfonía europea se le puede achacar un exceso de historia. Las tradiciones nacionales están muy arraigadas; las naciones que hoy forman la Unión han sido las principales protagonistas de la historia universal durante muchos siglos, y parece natural que se resistan a diluirse en un ente supranacional. Por otra parte, incluso las entidades políticas con poca o ninguna tradición nacional se resisten a renunciar a sus privilegios, como se demuestra hoy todos los días en España y se demostró en el nacimiento de los Estados Unidos de América, que fue bastante accidentado y violentamente debatido. Y la historia nos muestra tantos otros casos de desunión entre asociados, desde la antigua Grecia hasta los Balcanes de hoy, pasando por el Imperio Austro-Húngaro y un largo etcétera, que no se puede ser excesivamente optimista con respecto al futuro de nuestra Unión Europea.
Pero también hay razones para el optimismo: la historia frecuentemente ha tratado bien a Europa; si bien hay una larga tradición de desunión, también la hay de unidad desde Roma y luego Carlomagno. Pero la verdadera conciencia europea se forja con la Ilustración, hace nada menos que tres siglos. La Europa moderna nace en el intelecto de unos cuantos genios del siglo XVIII, en particular de Emmanuel Kant. El mensaje de los ilustrados ha ido calando muy gradual, pero también muy profundamente. Sobre ese sustrato de europeísmo ilustrado, los pueblos de este continente han acostumbrado a unirse, aun sacrificando su preciosa independencia, ante las dificultades exteriores. La propia Unión (ayer Comunidad) Europea nació tras la catástrofe de la II Guerra Mundial y ante la presión o amenaza ejercida por las superpotencias soviética y norteamericana. La unidad monetaria se fraguó ante el fiasco de la devaluación unilateral del dólar por Nixon en 1971. La crisis de 1992 aceleró la integración económica.
Ojalá los embates de la presente crisis opinable influyan en la opinión europea y se tome por fin la decisión de eliminar el obstáculo que representa la regla de la unanimidad. Dejaríamos el repique y avanzaría la procesión.
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