domingo, octubre 12, 2008

Bush: ocho años perdidos

Por Juan-José López Burniol, notario (EL PERIÓDICO, 10/10/08):

Los ocho años de la Administración de Bush, que comprenden los dos mandatos de George Walker Bush como 43° presidente de Estados Unidos, han sido ocho años perdidos. O, peor aún, constituyen un período en el que la gran nación americana ha visto erosionada gravemente su posición en el mundo.

Hace uno días, ante las cámaras de CNN, cinco antiguos secretarios de Estado debatieron sobre la actual política exterior americana y su futuro. Allí estaban Henry Kissinger, menos sonriente que antaño, Warren Christopher, apergaminado y abrochado, Madeleine Albright, inquisitiva y respondona, James Baker, contundente e irónico, y Colin Powell, claro y modesto. Coincidieron, diferencias aparte, en la difícil situación que atraviesa su país, con una guerra empantanada en Irak y Afganistán, una crisis económica descomunal y, sobre todo, una abrumadora pérdida de imagen ante el mundo. Baker calificó de ridículo algún aspecto de la actual política. En todo caso, hubo consenso en torno al difícil legado que espera al próximo presidente.

¿TODO SE debe a la pésima gestión de Bush? Las cosas no son tan simples. La historia es siempre un proceso continuo, por lo que cualquier acción se inscribe en una secuencia. En este caso, los antecedentes remotos se hallan en el triunfo –con Thatcher y Reagan– de la revolución conservadora, que aspiró a sepultar el modelo socio-político edificado sobre las ideas económicas de Keynes –aplicadas en EEUU por Roosevelt con el nombre de New Deal– y a liberalizar la economía, oprimida por una burocracia omnipresente y una presión fiscal insostenible. Este credo desencadenó una desregulación del mercado, continuada por los presidentes posteriores a Reagan –Bush padre y Clinton– y culminada en la etapa de Bush hijo.

Simultáneamente, la ruina del imperio soviético dejó solos a Estados Unidos como poder hegemónico, cayendo éste entonces en la tentación del ordeno y mando (unilateralismo), dejando pasar la ocasión de pilotar –como primus inter pares– la construcción de un orden jurídico global expresado en normas internacionales y encarnado en instituciones supraestatales (multilateralismo).

Fue Clinton –el más capaz de los presidentes norteamericanos desde Roosevelt, según Gore Vidal, pero también un sinuoso muchacho del Sur– quien reformuló los objetivos de la política exterior americana, concretándolos en la estricta defensa de los intereses estadounidenses y en la preservación del libre comercio mundial.

Sobre esta base –desregulación y unilateralismo–, el núcleo neocon que ha utilizado a Bush hijo como mascarón de proa se dispuso a dar el golpe de gracia, bajo la dirección efectiva del vicepresidente Cheney y del secretario de Defensa Rumsfeld, partidarios –en lo político– de la primacía del ejecutivo sobre el legislativo, y apóstoles –en lo económico– de la subcontratación y la privatización sistemáticas, incluso de aspectos esenciales de la lucha antiterrorista. Ha sido por esta pendiente por donde se llegó –tras el 11 S– a la declaración de guerra a Irak en base a una descomunal mentira, a la limitación de derechos individuales y a la perversión sin paliativos de Guantánamo, todo ello contrario a la auténtica y mejor tradición americana.

Los resultados están a la vista: una situación en Irak que se aguanta por alfileres, ya que –según el general Petraeus– “el progreso es frágil y tal vez reversible”; una crisis económica que ha obligado a la mayor operación de intervención pública de la historia, y que se ha desencadenado por la desregulación del mercado y la codicia de directivos que, bajo el pretexto de crear valor para el accionista, lo que han hecho es practicar la máxima de que la caridad bien entendida comienza por uno mismo en forma de stock options y retribuciones de escándalo, y un enorme descenso del prestigio y de la autoridad moral de EEUU en todo el mundo, con la consecuencia de una sensible erosión de su liderazgo.

Bush ha presidido impávido esta debacle, dando pruebas de indigencia intelectual, insignificancia política y discutible coraje personal. Resulta significativo, a este respecto, que, habiendo eludido participar en la guerra de Vietnam, sirviendo como piloto de la Guardia Nacional de Texas, esto no le impidiese años más tarde –siendo presidente– declarar la victoria sobre Irak, el 1 de mayo de 2003, en un mensaje dirigido a los marinos y a toda la nación desde la cubierta del portaviones USS Abraham Lincoln, al que llegó en avión y disfrazado de piloto de guerra.

¿HA SIDO Bush uno de los peores presidentes de Estados Unidos? Parece claro que se abre paso la respuesta positiva, al equipararlo a algunas nulidades anteriores a la Guerra de Secesión, como Pierce o Buchanan, y a otras posteriores que no acertaron a atajar la corrupción, como Grant o Harding. Pero, con independencia de la respuesta, la auténtica cuestión radica en cómo un hombre como él ha podido alcanzar la más alta magistratura política del mundo. Suenan por eso a falsas las retóricas preguntas acerca de si Sarah Palin estaría capacitada para desempeñar la presidencia en caso de fallecimiento de McCain. Después de Bush, cualquiera puede estarlo. ¡Suerte para el próximo!

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