Por Manuel Jiménez de Parga, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (ABC, 09/10/08):
EL próximo 4 de noviembre será elegido el nuevo presidente de los Estados Unidos de América. Allí y en el resto del mundo la decisión que salga de las urnas tiene una importancia extraordinaria. Durante algún tiempo se decía que la elección del presidente norteamericano era el acontecimiento más notable del correspondiente año; ahora son tantos los sucesos trascendentales que no resulta fácil colocar a uno de ellos en la cabeza de la lista. Pero, sin duda, es uno de los primeros.
Dentro de los Estados Unidos, el presidente es algo más que el titular del poder ejecutivo nacional. Acaba de demostrarse con el plan económico-financiero de Bush, imponiéndose finalmente en el Senado y en el Congreso. Franklin D. Roosevelt señaló con acierto el carácter de la jefatura del Estado en Norteamérica: «La presidencia -manifestaba a los pocos días de su primera elección- no es simplemente un cargo administrativo. Eso es lo menos importante de ella. La presidencia es, ante todo, un liderazgo moral (moral leadership). Todos nuestros grandes presidentes fueron faros que orientaron el pensamiento cuando ciertas ideas tuvieron necesidad de un rumbo preciso en el discurrir histórico de la nación».
Diga lo que diga el texto constitucional, el presidente norteamericano es el verdadero conductor del pueblo, el poder político que de hecho decide, la magistratura suprema que aguanta sobre sus hombros el «peso de la púrpura» -la comprometedora púrpura de país rector del mundo-, que cantó en prosa un poeta español. Ni el Congreso, ni los jueces. El presidente, que manda, responde.
Fuera de los Estados Unidos preocupa también la personalidad del próximo presidente. Kennedy anunció la «nueva frontera». Son muchos los pueblos que todavía permanecen en el «tercer mundo». Los cambios registrados en la escena internacional, a lo largo del último medio siglo, abren interrogantes a los que deberá dar una contestación, buena o mala, el nuevo inquilino de la Casa Blanca.
Acabo de advertir «diga lo que diga el texto constitucional», y es que nos hallamos ante una profunda desfiguración de los preceptos jurídico-políticos aplicables al caso.
Los constituyentes de Filadelfia, los hombres que a finales del siglo XVIII pusieron los cimientos de la gran organización política norteamericana, creían, en efecto, que no era bueno que el presidente fuese elegido directamente por el pueblo, ni tampoco con demasiada intervención de las masas ciudadanas. Hamilton lo expuso con toda claridad en el capítulo 68 de El federalista: «Un pequeño número de personas, escogidas por sus conciudadanos entre la masa general, tiene más probabilidades de poseer los conocimientos y el criterio necesarios». Nada, pues, de elecciones tumultuarias; nada de convenciones nacionales; nada de plebiscitos.
La letra de la Constitución sigue prescribiendo hoy lo que desearon los padres fundadores. El artículo segundo no se ha modificado, y el colegio de notables allí previsto continúa en el papel. Sin embargo, en la realidad, en lo que de verdad sucede cada cuatro años, las masas ciudadanas temidas por Hamilton aparecen y se pronuncian.
El año 1964 tuve la oportunidad de asistir a las convenciones nacionales de los partidos. La primera de ellas, la de los republicanos, tuvo lugar en San Francisco. Recuerdo el espectáculo que se ofreció en el «Cow Palace», a las afueras de la ciudad. Éramos una docena de invitados extranjeros mezclados en los centenares de delegados de todo aquel inmenso país. El año 1964 se vivía en España con pocas alegrías económicas. Me causó asombro la manera de circular el dinero en aquella Convención de los republicanos. Unas semanas después experimenté lo mismo en la Convención de los demócratas en Atlantic City. Como los grandes hoteles estaban reservados para los delegados, la docena de invitados recibimos el mismo trato que ellos, y nuestras habitaciones se inundaban con los folletos de propaganda de los varios aspirantes a la nominación. Era posible desayunar, almorzar y cenar varias veces, siempre gratis, pues los restaurantes de los hoteles estaban a disposición de los delegados, y a nosotros, a los invitados oficiales, no nos identificaban en aquellas multitudes.
En determinados momentos tuve la sensación de encontrarme en la Feria de Sevilla. Los políticos veteranos iban acompañados de sus hijas y los jóvenes, a veces, resultaban un buen novio. Las convenciones eran algo más que unas asambleas para elegir o «nominar» (palabra horrible) a los aspirantes a la Casa Blanca.
A estas diez condiciones o «disposiciones», los especialistas agregan una de bastante importancia: el aspirante debe pertenecer a un Estado de peso en la vida política del país.
¿Cuál de los dos pretendientes actuales posee esas cualidades? De momento es una incógnita sin resolver. El día 4 saldremos de la duda.
El observador europeo no tiene en cuenta, con cierta frecuencia, la singularidad de los Estados Unidos de América y se lanza a hacer pronósticos. Estos vaticinios podían ser acertados para unas elecciones en nuestro mundo, pero difícilmente son aplicables al otro lado del Atlántico.
Insisto en estas diferencias básicas. No hay una sino varias Américas dentro de los Estados Unidos. No se puede opinar lo mismo de la región Nordeste -la más visitada por los europeos- que de California, el medio Oeste o el Sur. Michael Harrington tituló La otra América un libro sobre la pobreza en EE.UU. Hay una América opulenta y otra que allí llaman «pobre». Dentro de cada zona -geográfica o social- caben las distinciones. En América no pueden emplearse los instrumentos de análisis elaborados por la sociología europea. Ni el concepto de clase social ni el de partido político -ni ningún otro de los construidos con datos europeos-, nos ayudan a entender el mundo americano. Se ha dicho un sinfín de veces que en América no hay clases sociales. Verdad a medias. La lucha política parece ser una contienda entre partidos. Sin embargo, ésa es la mera apariencia… América es otro mundo. Poner pie en la Luna lo llaman alunizar. Habría que inventar un verbo para que las azafatas de los aviones anunciasen a los pasajeros que van a aterrizar, que van a llegar a América. Allí no se aterriza, no se toma contacto con la tierra -hombre y cosas- habituales en Europa. Pienso, además, que al oír ese nuevo verbo, los viajeros deberían cambiar algunas piezas de su cabeza y modificar algunas de sus lentes intelectuales.
Los viajeros y los observadores a distancia. Es demasiado aventurado cualquier pronóstico nuestro sobre una elección presidencial de allá.
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