Por Felipe González-Armesto, catedrático de Historia en la Universidad de Tufts (Boston, EEUU). Su última obra publicada esAmérico. El hombre que dio su nombre a un continente (EL MUNDO, 13/10/08):
Según mi mujer, que es una inglesa de esas xenófobas que piensan que ser inglés es un don de Dios y que los demás sufren por degracia y salvajismo, España «es un país donde se comenta el aborto a la hora de cenar». A mí me parece perfecto que sea así. Las cenas inglesas son un rollo, porque las amas de casa exigen que todos estén de acuerdo sobre cualquier cosa, e insisten en que discutir -que a mí me parece una señal de una reunion exitosa y gratificante- es una falta de formalidad. Por eso la política y la religión son temas prohibidos. El temor a que se ofenda uno de los convidados condena a todo el mundo al aburrimiento. A los españoles, en cambio, nos ilusiona discutir y no respetamos ninguna proscripción de temas.
Ese rasgo tan curioso de la sociedad anglosajona está presente de una forma aún más exagerada en los Estados Unidos, que es un país donde ofenderse es la reacción casi ineludible cuando dos personas se ponen a discutir. En un cóctel o una cena, tu interlocutor cambiará precipitadamente de tema si le parece que estáis los dos llegando a un desacuerdo, porque cada ciudadano aborrece la posibilidad de tener que contradecir al prójimo. Ofender al vecino es como ofender a Dios. O aun más, porque los estadounidenses más ateos (o liberales, como dicen ellos mismos), que ni creen en Dios ni en el diablo, toman como un artículo de su fe atea que ofender es un pecado.
A mí me encanta que se me ofenda. Así me sacan de mi autocomplacencia, me invitan a que examine mis prejuicios y me exigen que cambie las opiniones. Pero EEUU, además de ser un país empapado de influencias inglesas, es una sociedad compuesta de minorías que difícilmente han logrado entenderse unas a otras. La gloria de la Historia estadounidense es que desde que finalizó la guerra civil, en 1865, ha mantenido la paz social a pesar de reunir en un solo país más comunidades étnicas, más sectas religiosas, más intereses económicos y mayor diferencia de riqueza y de nivel de educación que en ningún otro país del mundo. El aburrimiento es un precio modesto a pagar por un éxito tan loable, y se suprime toda opinión que pudiera servir para tachar a una persona de distinta a sus conciudadanos.
Así pues, no se comenta el aborto a la hora de cenar. Ni tampoco en los seguidísimos debates que se celebran entre los candidatos a la Presidencia y Vicepresidencia del país. Estos espectáculos televisuales no son debates, sino ocasiones para suprimir cualquier tema difícil y mostrar que los candidatos se ponen de acuerdo sobre todo lo fundamental. Al cabo de un show de éstos, te quedas con la impresión de que las únicas diferencias surgen de los detalles de una política más o menos compartida. Todos apoyan la Guerra de Irak: lo único que se discute es la cantidad de soldados que se va a condenar a sufrir y morir. Todos están a favor de la guerra de Afganistán: la única diferencia consiste en si es más o menos importante que la de Irak. Todos quieren salvar a los desgraciados de Wall Street: la única diferencia es que los republicanos recomiendan esta política al pueblo cortando los impuestos mientras los demócratas preferirían bajar las hipotecas. Todos quieren perjudicar el medio ambiente sacando cada vez más petróleo de las costas del país, pero algunos quieren invertir también un esfuerzo serio en la energía renovable. Todos exageran el peligro terrorista: lo que se pone en duda es sencillamente cuántas libertades hay que sacrificar para lograr la victoria. Todos aprueban la pena de muerte, pero los demócratas dan la sensación de hacerlo con más tristeza.
Pero el aborto es un tema que divide el país y que nutre una especie de kulturkampf. Por ahora, queda como silenciado en los debates. En el de los candidatos a vicepresidente, Joseph Biden, el demócrata, hizo una referencia casi imperceptible cuando estaba explicando la necesidad de nombrar a jueces liberales para el Tribunal Supremo. Mencionó, sin comentarlo, el famoso caso Roe vs. Wade, que estableció el derecho de una mujer a abortar, bajo condiciones aprobadas por las leyes del país. Pero pasó inmediatamente a hablar de otra cosa, y el asunto quedó en la grata oscuridad de la autocensura. Alguna vez, cuando mi mujer estaba ausente de casa, el tema del aborto surgió en la mesa de mi casa, en el campus de mi universidad, que se encuentra en el estado de Massachusetts, estado de raigambre puritana, tradición liberal e inmensa inmigración católica. Uno de los comensales dijo que pensaba que el Tribunal Supremo, a resultas de los nuevos nombramientos realizados por el presidente Bush, estaba decidido a cambiar varios juicios socialmente importantes, entre ellos el del derecho a abortar. Todos se callaron. Era evidente que estábamos a punto de echar a perder todas las tradiciones sagradas de las cenas anglosajonas. Pero el capellán católico de la universidad, que era uno de los invitados, intervino para decir que lo importante era que, quienes por motivos religiosos nos sentíamos obligados a defender el derecho a la vida, debíamos mostrar caridad hacia los que pensaban de forma distinta. Desgraciadamente para mí, que me encanta discutir, pasamos en seguida a comentar el tiempo atmosférico, cuestión en la que todos nos pusimos de acuerdo en condenar a ultranza.
Por ese tipo de inhibiciones, que afectan tanto a la esfera pública como a la íntima de cenas en casas particulares, no se ha desarrollado un debate racional sobre el aborto en Estados Unidos. Existen posturas rígidamente opuestas, sin ningún tipo de diálogo razonable. En una democracia es importantísimo que los asuntos que pueden influir en las elecciones se discutan abiertamente, sin suprimirse ni censurarse. En las elecciones actuales en EEUU, el aborto es un tema clave, porque las encuestas demuestran que en muchas zonas del país hay votantes que lo perciben como el asunto más importante de la política. Esos votantes son, en su gran mayoría, evangélicos, pero algunos obispos católicos, en un acto de una estupidez brutal, se han alistado en el campo de los intransigentes, escribiendo a los periódicos para insistir en que un católico no debe votar a un candidato que mantiene una postura liberal hacia el aborto. Algunos han proclamado públicamente que en sus diócesis se negará el acceso al Santísimo Sacramento al senador Biden, que es un católico que se ha mostrado comprensivo con las mujeres que necesitan o piensan necesitar el aborto. En las últimas elecciones hicieron lo mismo con el senador John Kerry, candidato a la Presidencia por el Partido Demócrata. La consecuencia fue que ese católico cabal y liberal perdió por muy pocos votos, y el mundo quedó condenado a soportar cuatro años más la Presidencia del señor Bush.
Por supuesto, si no se discute abiertamente con los que mantienen la opinión contraria, no se puede lograr entender su postura. El enfrentamiento entre los que se dicen pro-choice -a favor del derecho de una mujer al aborto- y los que son pro-life -a favor de prohibir el aborto o limitarlo a los casos más flagrantes de violación o de peligro para la vida de la madre- viene a ser una especie de Armagedón, una lucha apocalíptica entre las fuerzas del bien y el mal. Se convierte en el asunto clave de una elección, en lugar de formar parte de un juicio total que abarca todos los temas. En cambio, si uno se atreve a discutir, y correr el riesgo de ofender, es posible que llegue a un entendimiento nuevo y profundo del parecer de su interlocutor. Los del lado pro-choice no son, por regla general, monstruos sedientos de la sangre infantil. Ni son asesinos, porque no piensan que lo que proponen hacer es asesinato. Sus conceptos filosóficos de lo que es la vida son distintos. Me parecen equivocados, pero creo que es más lógico y factible intentar convencerles que condenarles.
Para comentar el aborto sin prejuicios en una sociedad laica hay que prescindir de todo juicio religioso. Los argumentos católicos sólo pueden convencer a un católico, así que hay que dejarlos a un lado. El argumento más eficaz en favor a la inviolabilidad -no hablemos de santidad- de la vida es el argumento práctico y liberal, basado en la regla dorada: para proteger mi propia vida, debo respetar el derecho a la vida de los demás. Si me agrada el hecho de haber nacido, no debo negar ese mismo derecho a otro ser humano. El hecho de que un bebé no nacido es un ser humano es innegable: ¿a qué otra especie va a pertenecer? Cuando logremos el acuerdo sobre estos principios, supongo que mi mujer no lo admitirá como tema a la hora de cenar, pero el aborto se convertirá en un asunto normal, de los que surgen en los debates entre los candidatos a la Presidencia estadounidense sin que se ofenda nadie ni se rompa la atmósfera acogedora del entendimento mutuo. Mientras tanto, sigamos el consejo del capellán de mi universidad y practiquemos la caridad hacia todas las víctimas del aborto: los hijos perdidos y las madres que sufren el dolor de perderlos.
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