viernes, septiembre 11, 2009

Partitocracia

Por José María Carrascal (ABC, 03/09/09):

Quienes han tenido poca democracia en su historia, como nosotros, suelen reducirla a un modelo único, cuando hay muy diversos tipos de ella, incluidos algunos que ni siquiera son democracias. A las autodenominadas «democracias populares» me remito, pertenecientes al extinguido bloque soviético, dictaduras del más viejo cuño, o a la «democracia orgánica» que tuvimos en España, regida por las «familias» del régimen, bajo la férrea batuta de Franco, cuya aversión a la «democracia inorgánica», como llamaba a las tradicionales, advertía ya de lo alejado que estaba de ellas.

Pero estas últimas, es decir, las que cumplen su condición fundamental de haber surgido de unas elecciones libres y estar regidas por un gobierno más o menos representativo, se dividen en dos grandes grupos, según donde resida el núcleo de poder: las parlamentarias y las presidencialistas, razón de que la norteamericana haya sido llamada «dictadura por cuatro años», tiempo que dura el mandato presidencial, definición no muy exacta, pues el poder del presidente norteamericano se ve controlado de cerca por el Congreso y la Justicia, aunque no vamos a meternos ahora en ello, para no perdernos.

¿A cuál de esos dos tipos pertenece nuestra democracia? A ninguno. El poder en España pertenece a los partidos hasta el punto de que ni siquiera los más grandes lo ejercen, excepto en el caso poco frecuente de obtener la mayoría absoluta. De no ser así, quienes realmente «mandan» son los partidos pequeños, nacionalistas generalmente, favorecidos por una ley electoral que les da ventaja sobre los partidos «nacionales». Algo que parece contradecir el principio mismo de la democracia, «gobierno de la mayoría con respeto a las minorías», pero sin dar a estas últimas la palabra decisiva en los asuntos de Estado, como ocurre en España. ¿Cómo se llegó a tal aberración? Lo atribuyo a nuestra tendencia a ir de un extremo a otro. Franco envió los partidos al infierno, por considerarlos los culpables de todos los males de España, y quienes le siguieron los colocaron en el paraíso, error casi tan grande, pues la democracia no es un paraíso para nadie, todos tienen que apechugar, por lo que puede considerarse más bien un purgatorio. Aunque ésta sí que es realmente otra cuestión.

En cualquier caso, los padres de la Constitución de 1978 dieron todo el poder a los partidos, que ejercen en España una dictadura de facto, tanto hacia fuera como hacia dentro de ellos mismos. Controlan el Ejecutivo, controlan el Legislativo y controlan la justicia, al decidir la composición de sus órganos rectores: el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Supremo, el Tribunal Constitucional y la Fiscalía General del Estado, que depende directamente del Ministerio de Justicia. Añádanle el control de la Radio y Televisión estatales, y ya me dirán si lo que tenemos no es una «partitocracia», una dictadura de los partidos.

Y lo peor no es su dominio de todos los resortes y recursos del Estado. Lo peor es que tampoco su funcionamiento interno puede decirse que sea democrático. Los partidos políticos españoles son organizaciones piramidales, controlados por una elite que decide el rumbo de los mismos sin tener para nada en cuenta a sus bases. Existen, sí, unos «barones», generalmente territoriales, con amplísimos poderes en su territorio. Pero las necesidades económicas les obligan a depender de su central, lo que reduce sensiblemente su autonomía. Aunque lo que más la reduce es el sistema de «listas cerradas» establecido para todo tipo de elecciones. Una lista que confecciona la dirección del partido, que premia a los leales -es decir, a los que siguen sus directrices sin rechistar- y excluye a los independientes, es decir, a los que se atreven a pensar por sí mismos. Lo que convierte a los partidos políticos españoles en bloques monolíticos, con la inmensa mayoría de sus cuadros limitándose a decir y hacer lo que manda el jefe o a calentar el asiento para el que ha sido asignado. Sólo cuando el partido se halla en la oposición, se atisban movimientos de rebeldía, pero, en ese caso, la rebeldía es casi siempre contra el propio jefe de filas, con ánimo de desbancarle y ponerse él o ella en su lugar. Lo que explica la escasísima fuerza que suele tener la oposición en España. A la falta de poder auténtico, acaparado por el Gobierno, se une el navajeo interno. Un grave falló de nuestro sistema político, pues la oposición tiene un papel relevante en toda democracia vigorosa y operativa.

La mayor tara, sin embargo, de las «listas cerradas» es que vacía a la democracia de su último fundamento: la representatividad ciudadana. Lo que es tanto como dejarla sin contenido. Ya sé que hago una acusación muy grave, pero desgraciadamente, cierta, aunque los españoles, en nuestra ignorancia política, no parecemos o queremos darnos cuenta. Los españoles no sabemos quién nos representa en el Congreso y no digamos ya, en el Senado. Ignoramos a quién poder dirigirnos en caso de que se haya cometido una arbitrariedad administrativa contra nosotros o, simplemente, para exponer una iniciativa que creemos beneficiosa para la comunidad. Se dirá que para lo primero están los tribunales y para lo segundo, los medios de comunicación. Pero llevar una causa a los tribunales españoles es como echar un mensaje al mar en una botella, y los medios de comunicación bastante tienen con hacer oír sus propias voces. Con lo que el ciudadano de la calle se queda sin portavoz en la vida pública. Votó una lista, es decir, un partido, sin saber cuál de aquellos nombres le representa, y hasta la próxima convocatoria. Una de las mayores envidias que siento en Estados Unidos es ver a mis conocidos dirigirse por carta al congresista de su distrito con cualquier tipo de queja, y comprobar que no sólo le responde de inmediato, sino también la queja se atiende, y si es de justicia, se corrige. Esa es la verdadera democracia, ese es el auténtico congresista, atento a los ciudadanos que le votan, a sus problemas e inquietudes. Pero el congresista español sólo tiene que preocuparse de estar a bien con quienes confeccionan las listas de su partido, para que le incluyan, a ser posible, en uno de los primeros lugares, para tener garantizada la elección. Y una vez elegido, hacer lo que le mandan, sin preocuparse lo más mínimo del electorado, de su conciencia o del bien del país.

Es como los partidos políticos españoles se han convertido en maquinarias para alcanzar el poder, y una vez alcanzado, retenerlo a toda costa. Con los resortes que manejan de forma directa -desde el presupuesto a los medios de comunicación estatales- a los que controlan indirectamente -como el aparato policial y judicial- es muy difícil desalojarles, impidiendo eso tan saludable en democracia como es la alternancia en el poder. Sólo por descomposición interna del partido gubernamental, provocada por la corrupción, o por una catástrofe, como la del 11-M, se produce el cambio. Observen que ni en uno ni en otro caso el papel de la oposición es grande, por no hablar ya del de la ciudadanía, que se limita a sancionar con su voto un pastel previamente cocinado.

Pero esto no es muy democrático. El mayor valor de la democracia, me atrevería a decir, lo que la hace superior, o menos mala, a los demás sistemas de gobierno, es precisamente que permite la renovación pacífica y periódica de poderes. Entre nosotros, este tipo de renovación todavía no se da. Tiene que llegar siempre tarde y dramáticamente. Lo que le quita buena parte de su eficacia. Y así continuará mientras, en vez de democracia, tengamos partitocracia, dictadura de partidos.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

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