jueves, septiembre 15, 2011

¿Por qué nos odian… todavía?

Por Ahmed Rashid, escritor y periodista. Autor de Talibán y Descenso al caos: los Estados Unidos y el desastre de Pakistán, Afganistán y el Asia central (EL MUNDO, 12/09/11):


En la conmoción que siguió al 11 de septiembre del 2001, la pregunta que más se hacían los norteamericanos, que acababan de toparse por primera vez con el extremismo islámico, era «¿Por qué nos odian tanto?». La respuesta simple que a muchos norteamericanos les resultaba tranquilizadora era que «los otros» estaban celosos de la riqueza de Estados Unidos, de sus oportunidades, de su democracia y de lo que ustedes tienen (intente defender esta misma idea ahora, con la recesión económica norteamericana). Sin embargo, Norteamérica y sus instintos civilizadores estaban siendo sometidos a una dura prueba en todo el mundo.

Ahora que Estados Unidos entra en el undécimo año de la guerra más larga que jamás ha librado -la de Afganistán- sin que todavía se le vea un final, mientras el vecino Pakistán se encuentra al borde del cataclismo, la cuestión se está planteando a la inversa: ¿por qué los norteamericanos nos odian tanto? Una ola de antiamericanismo está barriendo Afganistán y Pakistán. Incluso en Irak, donde de nuevo está presente Al Qaeda con aires de venganza y de donde se espera que salgan en este mismo año los últimos 45.000 soldados estadounidenses, está creciendo el antiamericanismo.

La respuesta más beligerante a ese sentir mayoritario es que los norteamericanos son imperialistas que odian el islamismo y que sus denominados instintos civilizadores no tienen nada que ver con la democracia o los Derechos Humanos. La respuesta benévola es que esos pueblos no odian a los norteamericanos sino las políticas que los dirigentes norteamericanos practican. La guerra empequeñece a todo el mundo y a todos los estados, incluso a los victoriosos, de modo que ¿por qué ha de ser diferente Estados Unidos?

Tras el 11-S, el primer ministro británico Tony Blair, y el presidente Bush empeñaron ante el mundo su palabra de que occidente no iba a tolerar por más tiempo ni estados fracasados o inviables ni el extremismo y, sin embargo, en la actualidad hay por el mundo más estados fracasados que nunca. El mensaje de Al Qaeda se ha propagado por Europa, África y la América continental, donde antes no se había sabido jamás de su existencia, y todas las religiones y culturas están produciendo sus propios extremistas (no hay más que ver la reciente matanza de Noruega).

La hambruna, la escasez, la pobreza y el fracaso económico se han multiplicado más allá de toda medida mientras que el cambio climático ha desencadenado inundaciones y sequías terribles, lo que ha traído miseria sin cuento de forma imprevista a millones de lugares. Todo esto no es culpa del 11-S pero, en las mentes de muchas personas, las catástrofes a las que ahora debemos hacer frente son consecuencia de las guerras de Estados Unidos, aunque también esta nación sea una víctima de sus propias guerras y de este mundo en cambio.

De las dos invasiones, la de Irak y la de Afganistán, y de la operación de salvamento de Pakistán, el fracaso más llamativo de Estados Unidos ha sido su incapacidad de contribuir a la reconstrucción del Estado y de la nación allí donde han ido a la guerra. Organizar un Estado consiste en instaurar unas instituciones y un sistema de gobierno que es posible que no hayan existido nunca con anterioridad, como en el caso de Afganistán, o que hayan estado en manos de dictadores sin piedad, como en Irak. Construir una nación consiste en ayudar a los países a desarrollar su cohesión nacional, cosa que Pakistán no ha conseguido llevar a cabo desde su creación, mediante el desarrollo de la economía, de la sociedad civil, de la educación y de la formación.

En el Gobierno de Bush, tanto la organización del Estado como la construcción de una nación eran poco menos que palabrotas. Algo menos en el Gobierno Obama, pero todavía no se las llama por su nombre y, oficialmente, ya no forman parte de la estrategia en Afganistán o Pakistán. Sin embargo, la tan cacareada estrategia antiinsurgencia -COIN- formulada por el general David Petraeus con el fin de derrotar a Al Qaeda depende enormemente de que se mejore el sistema de gobierno, se reconstruyan instituciones como el ejército y la policía propias y se le dé a la población un futuro: en otras palabras, de que se pongan en pie un Estado y una nación.

Sin embargo, a pesar de los miles de millones de dólares invertidos en esta estrategia, la parte social del programa se ha visto reducida al mínimo y se ha dejado en manos del ejército de Estados Unidos y de la CIA, que han transformado la COIN en un instrumento puramente militar. En Afganistán, operaciones militares nocturnas, asesinatos selectivos a cargo de las US Special Operations Forces -Fuerzas de Operaciones Especiales- y ataques de aviones teledirigidos a cargo de la CIA han reemplazado los bombarderos B-52 que siguieron al 11 de septiembre como armas preferidas por los norteamericanos para acabar con los talibán, aunque el coste, en términos de muertes de no combatientes, está siendo excesivamente alto como para que la población local lo pueda soportar.

Los afganos se manifiestan ahora en las calles cada vez que resulta muerto un civil. En Pakistán, los ataques de aviones no tripulados han hecho que toda la población monte en cólera porque nadie es capaz de cuantificar cuál es su grado de éxito en la eliminación de Al Qaeda. John O. Brennan, consejero de Obama, declaró en junio que, durante todo un año, «no se ha registrado ni una sola muerte colateral» achacable a los ataques de los aviones no tripulados. La CIA en tela de juicio por víctimas civiles en los ataques de aviones teledirigidos, tituló The New York Times el 12 de agosto de 2011. La CIA podrá reivindicar que los aviones no tripulados han acabado con 600 activistas sin matar a un solo civil, pero a ver qué afgano o qué paquistaní se puede creer eso.

Estados Unidos invadió Afganistán e Irak sin tener siquiera un plan sobre cómo iban a gobernar ambos países. La CIA por procedimientos clandestinos, una fórmula infalible para socavar el predominio civil. Los antiguos caudillos afganos, de los que los talibán se habían desembarazado en los años 90, la CIA volvió a emplearlos. Se metamorfosearon como mariposas, de caudillos en empresarios, en traficantes de drogas, en transportistas, en magnates inmobiliarios, pero debajo del traje nuevo de Armani seguía estando el mismo caudillo odiado por la población. Así pues, los afganos culpan a los norteamericanos de haber resucitado a sus torturadores antes inactivos.

La corrupción es galopante, pero no solo porque los gobernantes sean unos cleptómanos. Los norteamericanos tienen que asumir una parte muy importante de la culpa por haber adjudicado sustanciosos contratos a personas a las que no debían haberlos adjudicado, hurtando al Congreso la exigencia de responsabilidades y transparencia y no ocupándose de poner en pie una economía en lugar de enriquecer a unos pocos. Todas estas dejaciones (caudillos, corrupción, víctimas civiles) han contribuido a alimentar una variedad diferente y viscosa de antiamericanismo.

Entretanto, la ayuda norteamericana y el desarrollo económico de Pakistán y Afganistán se han centrado en «proyectos de efecto rápido», con la idea de ganarse la voluntad de los ciudadanos pero, como el puré instantáneo de sobre, se desinflan a la misma velocidad. La responsabilidad de fondo, de ayudar a estos estados a desarrollar una economía propia y a crear puestos de trabajo, se ha dejado a la buena ventura. Afganistán está a punto de caer en una recesión económica aguda en cuanto se marchen los cien mil soldados norteamericanos y las decenas de miles de afganos que trabajan para ellos se queden sin trabajo.

En Pakistán, la gente no ve ningún beneficio económico duradero de los 20.000 millones de dólares que Washington ha volcado desde 2001. Grandes cantidades de material militar, pero ni un embalse, ni una universidad, ni una central eléctrica.

El ejército de Pakistán siempre ha pensado que no era consultado suficientemente por los Estados Unidos y que no estaba considerado un verdadero aliado, así que se montó sus propias defensas a base de apoyar simultáneamente tanto a Bush como a la renaciente insurgencia talibán. Hay otra cara en la moneda del antiamericanismo. A los dirigentes políticos de Afganistán y Pakistán les ha venido muy bien exacerbarlo para su propia supervivencia o para justificar sus equivocaciones. Karzai es un maestro consumado a la hora de derramar lágrimas para describir hasta la última perfidia de los norteamericanos al mismo tiempo que no acierta a luchar contra la corrupción ni a hacer posible un mínimo de buen gobierno.

Los intentos de los norteamericanos por cambiar este curso de las cosas, unas veces a base de zanahorias y otras a base de palos, son objeto de continuos desaires mientras que los gobernantes civiles se mantienen en un segundo plano, muertos del miedo de que los aplaste cualquiera de los dos elefantes macho. Entretanto, las voces del extremismo se dedican ahora a equiparar el anti-americanismo con denuncias de que la democracia, el liberalismo, la tolerancia y los derechos de las mujeres son conceptos occidentales o norteamericanos.

Nada va a ir a mejor durante un tiempo muy largo, porque tanto el Gobierno de los Estados Unidos como el de Pakistán son, en cierto sentido, el reflejo exacto el uno del otro. El ejército de Estados Unidos y la CIA dominan las decisiones que se toman en Washington sobre Afganistán y Pakistán. Lo mismo que el ejército de Pakistán y sus servicios secretos hacen en Islamabad.

Tras la trágica muerte de Richard Holbrooke el año pasado, a quien Obama no hacía el menor caso pero que ideó una estrategia política para guiar la toma de decisiones en Estados Unidos, no ha habido una estrategia política de los norteamericanos sobre Pakistán o Afganistán. Diez años después, debería estar claro que, en esta parte del mundo, las guerras no pueden ganarse pura y simplemente por la fuerza militar ni debe delegarse la toma de decisiones en los generales.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

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