jueves, marzo 01, 2012

Cuando la tecnofobia se vuelve tóxica

Por Henry Miller, médico y biólogo molecular, profesor de filosofía científica y políticas públicas en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Fue el director fundador de la Oficina de Biotecnología en la Administración de Medicamentos y Alimentos de Estados Unidos. Traducido del inglés por Rocío L. Barrientos (Project Syndicate, 29/02/12):

A finales de los años noventa 1990 apareció un fenómeno singular en los países de todo el mundo. Las empresas de alimentos y bebidas, una tras otra, se rindieron ante los activistas que se oponían a una tecnología nueva y prometedora: la ingeniería genética de las plantas para la producción de ingredientes. Hasta la fecha aún continúan rindiéndose ante dichos activistas.

La cervecería japonesa Kirin y la cervecería danesa Carlsberg eliminaron de sus cervezas ingredientes genéticamente modificados. En los Estados Unidos, el gigante de comida rápida McDonald’s ha prohibido incluir dichos ingredientes en sus menús, los fabricantes de alimentos Heinz y Gerber (en ese momento una división de Novartis, una empresa con sede en Suiza) retiraron dichos ingredientes de sus líneas de alimentos para bebés, y Frito-Lay exigió que sus productores agrícolas dejen de sembrar maíz que había sido genética modificado con el objetivo de hacerlo resistente ante el ataque de insectos.

Estas medidas se han manejado conceptualmente de varias maneras, pero la realidad es que, al ceder ante las demandas de un número minúsculo de activistas hipócritas, las empresas optaron por ofrecer productos menos seguros a los consumidores, con lo que dichas empresas se exponen a riesgos legales.

Cada año en todo el mundo se retienen o se retiran del mercado innumerables productos alimenticios envasados debido a la presencia de contaminantes “totalmente naturales”, como ser partes de insectos, hongos tóxicos, bacterias y virus. Debido a que la producción agrícola es una actividad que se realiza al aíre libre y en la tierra, la contaminación es un hecho con el que se tiene que vivir. A través de los siglos y de manera frecuente el principal culpable de la intoxicación alimentaría masiva ha sido la contaminación por toxinas de hongos que sufren los productos agrícolas no elaborados; este es un riesgo de que se ve exacerbado cuando los insectos atacan a los cultivos de alimentos, abriendo resquebrajaduras que permiten que los hongos (los mohos) obtengan lugares donde desarrollarse.

Por ejemplo, las fumonisinas y algunas otras toxinas de hongos son altamente tóxicas, ya que provocan cáncer de esófago en seres humanos y enfermedades mortales en el ganado cuando se ingiere el maíz infectado. Las fumonisinas también interfieren con la absorción celular de ácido fólico, una vitamina que reduce el riesgo de defectos del tubo neural en los fetos en desarrollo, y por lo tanto puede causar deficiencia de ácido fólico, y defectos como ser la espina bífida, incluso cuando la dieta contiene lo que de otra forma se podría considerar como una cantidad suficiente de dicha vitamina.

Por lo tanto, diversas agencias reguladoras han establecido los niveles máximos recomendados de fumonisinas que se pueden permitir en productos alimenticios elaborados con maíz para humanos y para animales. La forma convencional para cumplir con dichas normas y para evitar el consumo de toxinas de hongos es, simplemente, llevar a cabo pruebas en cereales procesados y no procesados y proceder a descartar aquellos que se determine que están contaminados; este es un enfoque que tiende a fallar y lleva a grandes derroches.

Pero la tecnología moderna, concretamente, la ingeniería genética de las plantas que utiliza la tecnología del ADN recombinante (también conocida como la biotecnología o modificación genética de alimentos), ofrece una manera de prevenir el problema. De manera contraria a las afirmaciones de los críticos de los alimentos biotecnológicos, que insisten en afirmar que los cultivos modificados genéticamente plantean riesgos (en los hechos, no se ha producido ninguno de dichos riesgos) relacionados a nuevos alérgenos o toxinas en los alimentos, los productos de dichos cultivos ofrecen a la industria alimentaria un medio comprobado y práctico para luchar contra la contaminación por hongos en el mismo lugar donde se origina.

Un excelente ejemplo es el maíz que se obtiene al modificar un gen (o genes) mediante un proceso co-transcripcional de corte y empalme utilizando una bacteria inofensiva con el objetivo de obtener variedades comerciales de dichos genes. Los genes bacterianos producen proteínas que son tóxicas para los insectos barrenadores del maíz, pero que son inofensivas para las aves, peces y mamíferos, incluyendo para los seres humanos. A medida que el maíz modificado mantiene a raya a las plagas de insectos, también se reducen los niveles de moho Fusarium, lo que a su vez reduce los niveles de fumonisinas.

Justamente los investigadores de Iowa State University y del Departamento de Agricultura de EE.UU. han determinado que se reduce el nivel de fumonisinas en el maíz modificado hasta en un 80% en comparación con el nivel que está presente en el maíz convencional. De manera similar, un estudio italiano con lechones destetados que fueron alimentados ya sea con maíz convencional o con la misma variedad modificada que sintetiza una proteína bacteriana que confiere resistencia a la depredación de insectos ha determinado que la variedad modificada contenía niveles más bajos de fumonisinas. Es aún más importante el hecho de que los lechones que consumieron el maíz modificado lograron un mayor peso final, lo que se constituye en una medida de su salud en general, a pesar de que no existieron diferencias en la cantidad de alimento que se consumió en ambos grupos.

Teniendo en cuenta los beneficios para la salud, sin tener que entrar a hablar sobre el hecho de que frecuentemente la producción agrícola es más alta y más confiable, los gobiernos deberían introducir incentivos para el uso cada vez mayor de dichos granos y de otros cereales que se han sido genéticamente modificados. Además, cabría esperar que los defensores de salud pública exijan que se cultiven y se utilicen estas variedades mejoradas, un pedido que no es diferente al de que se añada flúor y cloro al agua potable. Y los productores de alimentos que tienen el compromiso de ofrecer los mejores y más garantizados productos a sus clientes deberían entrar en competencia para lograr que los productos modificados genéticamente ingresen al mercado.

Desafortunadamente, nada de esto ha ocurrido. Los activistas siguen oponiéndose a voz en cuello y de manera tenaz a los alimentos genéticamente modificados, a pesar de que ya han transcurrido casi 20 años en los cuales se han demostrado importantes beneficios, incluyéndose entre ellos, el uso reducido de pesticidas químicos (y por lo tanto menos residuos químicos en las vías fluviales), un mayor uso de prácticas agrícolas que evitan la erosión de los suelos, mayores ganancias para los agricultores, y menos contaminación por hongos.

En respuesta a los clamores de los activistas, las autoridades han supeditado a las pruebas y a la comercialización de cultivos genéticamente modificados a reglamentos no científicos y draconianos, lo que conlleva graves consecuencias. Un estudio pionero de la economía política en biotecnología agrícola llegó a la conclusión de que el exceso de regulación causa “demoras en la difusión global de tecnologías probadas, resultando en una menor tasa de crecimiento de la oferta mundial de alimentos y en precios de alimentos que son altos”. Las políticas actuales también crean “desincentivos para invertir en más actividades investigación y desarrollo, lo que conduce a una desaceleración en la innovación de las tecnologías de segunda generación previstas para introducir vastos beneficios para los consumidores y el medio ambiente”.

Todas las personas involucradas en la producción y consumo de alimentos han sufrido: los consumidores (sobre todo en los países en desarrollo) han sido sometidos a riesgos de salud que podrían evitarse, y los productores de alimentos se han puesto en peligro legal debido a que venden productos que se sabe que tienen “defectos de diseño”.

Las políticas públicas que discriminan innovaciones vitales y desalientan la producción de alimentos no son políticas que toman a pecho el interés del público en general.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona  

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