jueves, marzo 01, 2012

Rusia: El Zar se tambalea

Por Mira Milosevich, escritora y Doctora en Estudios Europeos (ABC, 29/02/12):

En agosto del año pasado, cuando vimos las imágenes de Vladimir Putin sacando dos ánforas griegas del siglo V del mar Negro en Fanagoria, frente a las costas de Crimea, supimos que esta no era solo una foto más para su bookegolátrico, donde ya almacenaba imágenes suyas montando a caballo con el torso desnudo como en una película de Nikita Mijailov, practicando judo o apagando un incendio desde un helicóptero, sino que formaba parte de la propaganda electoral para las presidenciales rusas de 2012. No sorprende que Putin, tras ejercer como presidente entre 2000 y 2008, y como primer ministro desde 2008 a 2012, quiera volver a la Presidencia durante otros dos mandatos, es decir, doce años más. Si cumple su aspiración, terminará habiendo reinado en Rusia durante 24 años, seis años más que Brezhnev y seis menos que Stalin. A pesar de la considerable pérdida de votos de su partido, Rusia Unida, en las elecciones legislativas del pasado diciembre, en las que bajó del 64% que había obtenido en 2007 al 49%, y de las protestas multitudinarias por el fraude electoral, todos los pronósticos le auguran una victoria en los comicios del próximo 4 de marzo. Así que la cuestión no es si Vladimir Putin ganará o no las elecciones presidenciales, sino si podrá mantenerse en el poder tanto tiempo como pretende. El hecho de que Rusia sea un Estado neoautoritario, disfuncional e incapaz de solucionar los complejos problemas económicos, sociales, étnicos y demográficos a que se enfrenta, contribuye a reforzar la hipótesis de que no llegará al final del primer mandato, pero no ofrece respuestas a la incógnita sobre lo que vendrá después.

Desde el año 2000, Putin está construyendo un Estado ruso que constituye por sí solo una nueva especie política, combinación de lo que él define como «democracia soberana» (sobre el supuesto de que cada pueblo, según su carácter y tradición, debe poseer su propia democracia) y lo que calla pero es perceptible en la eliminación física de sus adversarios, sean periodistas, políticos de la oposición o antiguos espías. Un Estado, en fin, dirigido y dominado por los miembros del Servicio Secreto. Ni los Estados fascistas ni la antigua URSS —sin duda, peores en muchos aspectos que la actual Rusia— fueron controlados en tal grado por los profesionales del espionaje. Su estrategia política para las elecciones presidenciales de 2012, al margen de las imágenes del macho fuerte (que no son cosa baladí en un país donde la fuerza ha sido y es la base última del poder) y de la retórica sobre la urgencia de la modernización y de la lucha contra la corrupción, sigue siendo la misma que desplegó en las presidenciales del año 2000. Su proyecto político sigue siendo el mismo que entonces, dentro y fuera de Rusia.

Putin llegó al poder prometiendo la «renacionalización»; es decir, la restauración de la gobernabilidad del país, muy dañada durante los años de presidencia de Boris Yeltsin. Es cierto que Rusia se deslizó entre 1992 y 1999 hacia la condición de Estado fallido, porque el Kremlin no dejó de perder influencia sobre las repúblicas de la antigua URSS (algo bastante lógico, después del colapso del comunismo) y la liberalización económica desembocó en la corrupción generalizada. Yeltsin, un excomunista alcohólico de salud precaria, no fue capaz de enderezar aquella deriva. La campaña electoral de Putin se basó entonces en la necesidad de «poner orden en el caos reinante». En la actual, el «caos de los noventa» le sirve de amenaza. Putin o el diluvio. El caos volverá si no logra mantenerse en el poder, porque él es el Libertadorde Rusia. No hay que olvidar que, para un antiguo miembro del KGB, la liberalización democrática supone un escenario incontrolable, un sinónimo del caos, y «poner orden» significa restringir la libertad. Como en la campaña de 2000, Putin añade a la insistencia obsesiva en el mantenimiento del orden un discurso virulentamente antioccidental que hace de sus opositores cómplices de un frente contra Rusia dirigido desde Washington, convirtiéndolos así en traidores. Por lo demás, su programa de política exterior consiste, como siempre, en conservar las zonas de influencia en las repúblicas exsoviéticas y en los Balcanes, y en cultivar la imagen rusa de gran potencia, manteniendo el pulso con EE.UU. y la Unión Europea a través de gestos como el rechazo de la resolución de la ONU sobre Siria, el apoyo a Hugo Chávez en Venezuela y a Ahmadineyad en Irán, la negativa al reconocimiento de Kosovo como Estado y la oposición a la implantación del sistema norteamericano BMD (Ballistic Missile Defense) en Rumanía (2015) y Polonia (2018).

Vladimir Putin no ha cambiado, pero hay indicios de que el paisaje político ruso es distinto. Las protestas por el fraude electoral reunieron el pasado 24 de diciembre a 80.000 personas, y a 100.000 el 4 de febrero. Estas movilizaciones reflejan la indignación creciente de la ciudadanía rusa, que no acepta las nuevas formas de despotismo, sospecha que la política actual no puede solucionar los complejos problemas del país y reclama una alternativa a los clanes del poder del Kremlin. Las encuestas demuestran que Putin ha perdido Moscú y el apoyo de la intelligentsia, dos pérdidas a las que ningún régimen ruso sobrevivió. Así que el zar no solo está desnudo (y no solo de torso), sino que además su sistema entra en una fase preagónica.

¿De dónde saldrá una nueva fuerza política capaz de articular la indignación ciudadana y derrocar el putinismo? La situación actual no tiene precedentes en la historia rusa, porque no se trata de sustituir a Putin por un nuevo zar que se ajuste a cualquier modelo precedente, sea el de Pedro el Grande o el de Stalin, sino de convertir Rusia en lo que nunca ha sido, un país democrático. El zarismoestá arraigado profundamente en la tradición política rusa, marcada por el autoritarismo tanto bajo los zares como bajo las dictaduras de partido único.

A través de su historia, las respuestas a la tiranía han oscilado del anarquismo a absolutismos de signo opuesto al gobernante. Solo una nueva cultura democrática podría cambiar a Rusia, pero ninguna de las tres instancias actuantes en la historia de Rusia —la clase política, la Iglesia ortodoxa y la intelligentsia— parece capaz de dirigir tal transformación. La clase política, por razones obvias. La Iglesia ortodoxa rusa, pasiva y complaciente ante el poder establecido, siempre ha sido reacia a los cambios. La inteligencia no es en absoluto de fiar, porque siempre terminó avalando los regímenes anteriores. Como observó Isaiah Berlín, la inteligencia rusa ha tendido a creer religiosamente en las ideas, al contrario que en Occidente, donde las ideas circulan libremente, creando un clima de opinión. Los rusos tienen pasión por las ideas fuertes y excluyentes, esto es, por las ideologías. El cambio solo podría llegar desde la propia sociedad civil, que, aunque carece aún de una clara alternativa al putinismo, está mejor organizada que hace doce años, gracias a las redes sociales y a los movimientos cívicos. Si recibiera un apoyo internacional, como Solidarnosc en Polonia, tendría mayores posibilidades. Rusia produjo el zarismo, un paradigma autoritario, pero también la disidencia, que lo ha sido de la libertad individual bajo condiciones extremas de tiranía, como lo demuestran los casos de Anna Ajmatova, Alexandr Solzhenytsin, Yuri Sajarov o Anna Politkovskaya, entre muchos otros. El Zar Nicolás I solía decir que los rusos solo pueden confiar en su Ejército y en su Armada. Acaso ha llegado la hora de que confíen en sí mismos.

 Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

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