Por Mira Milosevich, escritora y Doctora en Estudios Europeos (ABC, 29/02/12):
En agosto del año pasado, cuando vimos las imágenes de Vladimir Putin
 sacando dos ánforas griegas del siglo V del mar Negro en Fanagoria, 
frente a las costas de Crimea, supimos que esta no era solo una foto más
 para su bookegolátrico, donde ya almacenaba imágenes suyas montando a 
caballo con el torso desnudo como en una película de Nikita Mijailov, 
practicando judo o apagando un incendio desde un helicóptero, sino que 
formaba parte de la propaganda electoral para las presidenciales rusas 
de 2012. No sorprende que Putin, tras ejercer como presidente entre 2000
 y 2008, y como primer ministro desde 2008 a 2012, quiera volver a la 
Presidencia durante otros dos mandatos, es decir, doce años más. Si 
cumple su aspiración, terminará habiendo reinado en Rusia durante 24 
años, seis años más que Brezhnev y seis menos que Stalin. A pesar de la 
considerable pérdida de votos de su partido, Rusia Unida, en las 
elecciones legislativas del pasado diciembre, en las que bajó del 64% 
que había obtenido en 2007 al 49%, y de las protestas multitudinarias 
por el fraude electoral, todos los pronósticos le auguran una victoria 
en los comicios del próximo 4 de marzo. Así que la cuestión no es si 
Vladimir Putin ganará o no las elecciones presidenciales, sino si podrá 
mantenerse en el poder tanto tiempo como pretende. El hecho de que Rusia
 sea un Estado neoautoritario, disfuncional e incapaz de solucionar los 
complejos problemas económicos, sociales, étnicos y demográficos a que 
se enfrenta, contribuye a reforzar la hipótesis de que no llegará al 
final del primer mandato, pero no ofrece respuestas a la incógnita sobre
 lo que vendrá después.
Desde el año 2000, Putin está construyendo un Estado ruso que 
constituye por sí solo una nueva especie política, combinación de lo que
 él define como «democracia soberana» (sobre el supuesto de que cada 
pueblo, según su carácter y tradición, debe poseer su propia democracia)
 y lo que calla pero es perceptible en la eliminación física de sus 
adversarios, sean periodistas, políticos de la oposición o antiguos 
espías. Un Estado, en fin, dirigido y dominado por los miembros del 
Servicio Secreto. Ni los Estados fascistas ni la antigua URSS —sin duda,
 peores en muchos aspectos que la actual Rusia— fueron controlados en 
tal grado por los profesionales del espionaje. Su estrategia política 
para las elecciones presidenciales de 2012, al margen de las imágenes 
del macho fuerte (que no son cosa baladí en un país donde la fuerza ha 
sido y es la base última del poder) y de la retórica sobre la urgencia 
de la modernización y de la lucha contra la corrupción, sigue siendo la 
misma que desplegó en las presidenciales del año 2000. Su proyecto 
político sigue siendo el mismo que entonces, dentro y fuera de Rusia.
Putin llegó al poder prometiendo la «renacionalización»; es decir, la
 restauración de la gobernabilidad del país, muy dañada durante los años
 de presidencia de Boris Yeltsin. Es cierto que Rusia se deslizó entre 
1992 y 1999 hacia la condición de Estado fallido, porque el Kremlin no 
dejó de perder influencia sobre las repúblicas de la antigua URSS (algo 
bastante lógico, después del colapso del comunismo) y la liberalización 
económica desembocó en la corrupción generalizada. Yeltsin, un 
excomunista alcohólico de salud precaria, no fue capaz de enderezar 
aquella deriva. La campaña electoral de Putin se basó entonces en la 
necesidad de «poner orden en el caos reinante». En la actual, el «caos 
de los noventa» le sirve de amenaza. Putin o el diluvio. El caos volverá
 si no logra mantenerse en el poder, porque él es el Libertadorde Rusia.
 No hay que olvidar que, para un antiguo miembro del KGB, la 
liberalización democrática supone un escenario incontrolable, un 
sinónimo del caos, y «poner orden» significa restringir la libertad. 
Como en la campaña de 2000, Putin añade a la insistencia obsesiva en el 
mantenimiento del orden un discurso virulentamente antioccidental que 
hace de sus opositores cómplices de un frente contra Rusia dirigido 
desde Washington, convirtiéndolos así en traidores. Por lo demás, su 
programa de política exterior consiste, como siempre, en conservar las 
zonas de influencia en las repúblicas exsoviéticas y en los Balcanes, y 
en cultivar la imagen rusa de gran potencia, manteniendo el pulso con 
EE.UU. y la Unión Europea a través de gestos como el rechazo de la 
resolución de la ONU sobre Siria, el apoyo a Hugo Chávez en Venezuela y a
 Ahmadineyad en Irán, la negativa al reconocimiento de Kosovo como 
Estado y la oposición a la implantación del sistema norteamericano BMD 
(Ballistic Missile Defense) en Rumanía (2015) y Polonia (2018).
Vladimir Putin no ha cambiado, pero hay indicios de que el paisaje 
político ruso es distinto. Las protestas por el fraude electoral 
reunieron el pasado 24 de diciembre a 80.000 personas, y a 100.000 el 4 
de febrero. Estas movilizaciones reflejan la indignación creciente de la
 ciudadanía rusa, que no acepta las nuevas formas de despotismo, 
sospecha que la política actual no puede solucionar los complejos 
problemas del país y reclama una alternativa a los clanes del poder del 
Kremlin. Las encuestas demuestran que Putin ha perdido Moscú y el apoyo 
de la intelligentsia, dos pérdidas a las que ningún régimen ruso 
sobrevivió. Así que el zar no solo está desnudo (y no solo de torso), 
sino que además su sistema entra en una fase preagónica.
¿De dónde saldrá una nueva fuerza política capaz de articular la 
indignación ciudadana y derrocar el putinismo? La situación actual no 
tiene precedentes en la historia rusa, porque no se trata de sustituir a
 Putin por un nuevo zar que se ajuste a cualquier modelo precedente, sea
 el de Pedro el Grande o el de Stalin, sino de convertir Rusia en lo que
 nunca ha sido, un país democrático. El zarismoestá arraigado 
profundamente en la tradición política rusa, marcada por el 
autoritarismo tanto bajo los zares como bajo las dictaduras de partido 
único.
A través de su historia, las respuestas a la tiranía han oscilado del
 anarquismo a absolutismos de signo opuesto al gobernante. Solo una 
nueva cultura democrática podría cambiar a Rusia, pero ninguna de las 
tres instancias actuantes en la historia de Rusia —la clase política, la
 Iglesia ortodoxa y la intelligentsia— parece capaz de dirigir tal 
transformación. La clase política, por razones obvias. La Iglesia 
ortodoxa rusa, pasiva y complaciente ante el poder establecido, siempre 
ha sido reacia a los cambios. La inteligencia no es en absoluto de fiar,
 porque siempre terminó avalando los regímenes anteriores. Como observó 
Isaiah Berlín, la inteligencia rusa ha tendido a creer religiosamente en
 las ideas, al contrario que en Occidente, donde las ideas circulan 
libremente, creando un clima de opinión. Los rusos tienen pasión por las
 ideas fuertes y excluyentes, esto es, por las ideologías. El cambio 
solo podría llegar desde la propia sociedad civil, que, aunque carece 
aún de una clara alternativa al putinismo, está mejor organizada que 
hace doce años, gracias a las redes sociales y a los movimientos 
cívicos. Si recibiera un apoyo internacional, como Solidarnosc en 
Polonia, tendría mayores posibilidades. Rusia produjo el zarismo, un 
paradigma autoritario, pero también la disidencia, que lo ha sido de la 
libertad individual bajo condiciones extremas de tiranía, como lo 
demuestran los casos de Anna Ajmatova, Alexandr Solzhenytsin, Yuri 
Sajarov o Anna Politkovskaya, entre muchos otros. El Zar Nicolás I solía
 decir que los rusos solo pueden confiar en su Ejército y en su Armada. 
Acaso ha llegado la hora de que confíen en sí mismos.
 Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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