Por Antoni Traveria, periodista y director de la Fundació Casa Amèrica Catalunya (EL PERIÓDICO, 31/05/08):
El escenario actual de Colombia no anima a pensar que la muerte del octogenario y mítico Manuel Marulanda Vélez, Tirofijo, pueda suponer que en el horizonte inmediato se vislumbre el final de las FARC, ni tampoco un debilitamiento de su capacidad estratégica militar, pero sí es posible vaticinar aires de cambio en los ejes estratégicos de intervención política de la guerrilla en activo más antigua de América Latina. El goteo incesante de bajas singulares de la dirección, unido a las deserciones de cientos de combatientes –1.300 en lo que va de año– presagian un periodo de reflexión no exento de intensas turbulencias que podrían conducir a una fractura interna. Hay evidencias de vulnerabilidad y desconcierto que nunca antes se habían producido.
Las FARC encajan como pueden cada uno de los continuos golpes recibidos en los últimos meses, ocasionados desde distintos flancos. A la muerte del líder reverenciado, debe añadirse en la lista de símbolos desaparecidos la del número dos de la organización, Raúl Reyes, abatido en una emboscada del Ejército colombiano el pasado 1 de marzo en el interior de la selva ecuatoriana, operación que comportó una escalada de tensiones, todavía no cerrada, entre los gobiernos de Quito y Bogotá. Pero, además, el número cuatro del secretariado ejecutivo, Iván Ríos, caía asesinado a manos de su propio jefe de seguridad y la muy temida, con etiqueta de sanguinaria, Karina, viéndose cercada por las tropas del Ejército, prefirió rendirse junto a su novio antes que entrar en combate empuñando las armas que sí usó durante los últimos 20 años. Karina era una de las más buscadas, entre otras muchas causas, por ser la presunta asesina del padre del presidente Álvaro Uribe. Y, antes, la muerte en combate de El Negro Acacio, junto a otros 16 guerrilleros, considerado uno de los artífices de la transformación y fortalecimiento de las FARC en la década de los 90 a través de los ingresos por narcotráfico que repercutieron en una renovada capacidad de compra de armamento.
Durante años, la guerrilla se estuvo preparando para cuando la muerte de Tirofijo fuera un hecho cierto y no una fabulación. Pero, como enseña la historia, nunca una organización, por muy leninista que se defina, puede evitar secuelas traumáticas ante la desaparición del líder fundacional. Desde los años 50, a Tirofijo le habían dado por muerto en más de 15 ocasiones, confundiendo deseos con realidad. En una de sus muertes, en 1951, la prensa llegó a publicar detalles de su entierro, con fotos incluidas. Tal vez sea este, sin embargo, el momento más critico para quedarse huérfanos.
NO PARECE que la sucesión de un liderazgo sobre el que existía pleno consenso, al mantener los equilibrios internos, vaya a resultar nada fácil en la actual coyuntura. Guillermo León Sáenz Vargas, alias Alfonso Cano, próximo a cumplir 60 años, 30 de ellos en las FARC, nacido en el seno de una familia de clase media de Bogotá y con formación universitaria, debe enfrentar la pesada sombra alargada de un campesino que siempre se movió por olfato e intuición, aprendiendo de sus referentes de aquel 9 de abril de 1948, cuando asesinaron al político liberal Jorge Eliécer Gaitán, lo que encendió la mecha de otra etapa muy cruel para Colombia, conocida como la época de La Violencia, prolongada hasta 1960.
Nada es igual que entonces, aunque pudiera parecerlo. Hoy hay hasta tres generaciones muy distintas de combatientes que conviven en las FARC. Aquellas máximas de la revolución, la justicia social, la defensa de los excluidos, dieron paso a los asesinatos indiscriminados, a la toma de rehenes para ser usados como escudos humanos o a la vinculación con las mafias del narcotráfico a la búsqueda de un negocio altamente lucrativo. Hoy sabemos que Colombia es el segundo país con más desplazados del mundo, según el último informe de ACNUR. Una guerra interna que ya ha dejado a cuatro millones de personas sin su hogar y sin su trabajo, obligadas a vagar por los suburbios de Bogotá en busca de socorro, saltando fronteras, huyendo del fuego cruzado del Ejército colombiano y las FARC, sin olvidar la violencia de los grupos paramilitares, todavía muy activos, a pesar de lo que asegura el presidente Álvaro Uribe.
LAS POSIBLES negociaciones están hoy por hoy rotas, aunque este martes pasado las FARC aseguraran, sin abandonar su ya clásica retórica, que mantienen su disposición al intercambio humanitario de guerrilleros presos por rehenes secuestrados. Los gestos unilaterales al liberar en primer lugar a Clara Rojas y Consuelo González, y, días después, a cuatro exparlamentarios, no comportaron ningún avance hacia un proceso de diálogo que había generado no pocas esperanzas en todo el mundo. Al contrario: la fuerza de las armas venció una vez más a los esfuerzos diplomáticos con una acción torpe e ilegal ordenada por Álvaro Uribe. La muerte del entonces interlocutor guerrillero Raúl Reyes no ha devuelto la libertad ni a Ingrid Betancourt ni a ningún otro secuestrado. Y ahora resulta que, para el Gobierno, la autopsia al cadáver de Tirofijo vale casi tres millones de dólares “por interés nacional”. ¿Quieren crear un mártir? En Colombia, el mañana siempre resulta ser impredecible.
El escenario actual de Colombia no anima a pensar que la muerte del octogenario y mítico Manuel Marulanda Vélez, Tirofijo, pueda suponer que en el horizonte inmediato se vislumbre el final de las FARC, ni tampoco un debilitamiento de su capacidad estratégica militar, pero sí es posible vaticinar aires de cambio en los ejes estratégicos de intervención política de la guerrilla en activo más antigua de América Latina. El goteo incesante de bajas singulares de la dirección, unido a las deserciones de cientos de combatientes –1.300 en lo que va de año– presagian un periodo de reflexión no exento de intensas turbulencias que podrían conducir a una fractura interna. Hay evidencias de vulnerabilidad y desconcierto que nunca antes se habían producido.
Las FARC encajan como pueden cada uno de los continuos golpes recibidos en los últimos meses, ocasionados desde distintos flancos. A la muerte del líder reverenciado, debe añadirse en la lista de símbolos desaparecidos la del número dos de la organización, Raúl Reyes, abatido en una emboscada del Ejército colombiano el pasado 1 de marzo en el interior de la selva ecuatoriana, operación que comportó una escalada de tensiones, todavía no cerrada, entre los gobiernos de Quito y Bogotá. Pero, además, el número cuatro del secretariado ejecutivo, Iván Ríos, caía asesinado a manos de su propio jefe de seguridad y la muy temida, con etiqueta de sanguinaria, Karina, viéndose cercada por las tropas del Ejército, prefirió rendirse junto a su novio antes que entrar en combate empuñando las armas que sí usó durante los últimos 20 años. Karina era una de las más buscadas, entre otras muchas causas, por ser la presunta asesina del padre del presidente Álvaro Uribe. Y, antes, la muerte en combate de El Negro Acacio, junto a otros 16 guerrilleros, considerado uno de los artífices de la transformación y fortalecimiento de las FARC en la década de los 90 a través de los ingresos por narcotráfico que repercutieron en una renovada capacidad de compra de armamento.
Durante años, la guerrilla se estuvo preparando para cuando la muerte de Tirofijo fuera un hecho cierto y no una fabulación. Pero, como enseña la historia, nunca una organización, por muy leninista que se defina, puede evitar secuelas traumáticas ante la desaparición del líder fundacional. Desde los años 50, a Tirofijo le habían dado por muerto en más de 15 ocasiones, confundiendo deseos con realidad. En una de sus muertes, en 1951, la prensa llegó a publicar detalles de su entierro, con fotos incluidas. Tal vez sea este, sin embargo, el momento más critico para quedarse huérfanos.
NO PARECE que la sucesión de un liderazgo sobre el que existía pleno consenso, al mantener los equilibrios internos, vaya a resultar nada fácil en la actual coyuntura. Guillermo León Sáenz Vargas, alias Alfonso Cano, próximo a cumplir 60 años, 30 de ellos en las FARC, nacido en el seno de una familia de clase media de Bogotá y con formación universitaria, debe enfrentar la pesada sombra alargada de un campesino que siempre se movió por olfato e intuición, aprendiendo de sus referentes de aquel 9 de abril de 1948, cuando asesinaron al político liberal Jorge Eliécer Gaitán, lo que encendió la mecha de otra etapa muy cruel para Colombia, conocida como la época de La Violencia, prolongada hasta 1960.
Nada es igual que entonces, aunque pudiera parecerlo. Hoy hay hasta tres generaciones muy distintas de combatientes que conviven en las FARC. Aquellas máximas de la revolución, la justicia social, la defensa de los excluidos, dieron paso a los asesinatos indiscriminados, a la toma de rehenes para ser usados como escudos humanos o a la vinculación con las mafias del narcotráfico a la búsqueda de un negocio altamente lucrativo. Hoy sabemos que Colombia es el segundo país con más desplazados del mundo, según el último informe de ACNUR. Una guerra interna que ya ha dejado a cuatro millones de personas sin su hogar y sin su trabajo, obligadas a vagar por los suburbios de Bogotá en busca de socorro, saltando fronteras, huyendo del fuego cruzado del Ejército colombiano y las FARC, sin olvidar la violencia de los grupos paramilitares, todavía muy activos, a pesar de lo que asegura el presidente Álvaro Uribe.
LAS POSIBLES negociaciones están hoy por hoy rotas, aunque este martes pasado las FARC aseguraran, sin abandonar su ya clásica retórica, que mantienen su disposición al intercambio humanitario de guerrilleros presos por rehenes secuestrados. Los gestos unilaterales al liberar en primer lugar a Clara Rojas y Consuelo González, y, días después, a cuatro exparlamentarios, no comportaron ningún avance hacia un proceso de diálogo que había generado no pocas esperanzas en todo el mundo. Al contrario: la fuerza de las armas venció una vez más a los esfuerzos diplomáticos con una acción torpe e ilegal ordenada por Álvaro Uribe. La muerte del entonces interlocutor guerrillero Raúl Reyes no ha devuelto la libertad ni a Ingrid Betancourt ni a ningún otro secuestrado. Y ahora resulta que, para el Gobierno, la autopsia al cadáver de Tirofijo vale casi tres millones de dólares “por interés nacional”. ¿Quieren crear un mártir? En Colombia, el mañana siempre resulta ser impredecible.
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