lunes, junio 02, 2008

Pasión por las montañas mágicas

Por Gregorio Morán (LA VANGUARDIA, 31/05/08):

Anteayer hubiera cumplido 41 años Iñaki Ochoa de Olza Seguín - no sé por qué le quitan siempre el segundo apellido, como si los himalayistas no tuvieran madre-. Había nacido un 29 de mayo, que es como estar marcado por el destino de montañero en su más alto concepto; tal día como ese de 1953 pisaron la cima del Everest dos leyendas, Hillary y Tensing. Si hay una historia que aún no tiene quien la escriba, que yo sepa, es la de los himalayistas; un puñado de personas obsesionadas con un reto humano que no está al alcance sólo de una gran voluntad, sumada a una aguzada inteligencia y una descomunal preparación física, sino de algo más complejo que suma voluntad, inteligencia y excepcionales condiciones físicas, algo indescriptible hasta el día de hoy y que lo suma todo. El arte de subir ¡y bajar! los 14 picos superiores a los 8.000 metros de altitud que conforman la cordillera del Himalaya.

Sí, es verdad que hace unos días la cima del Everest tuvo poco menos que implantar turnos para que cerca de cien escaladores la hollaran, como si se tratara de la Pica d ´ Estats (pico más alto de Catalunya, 3.143 m) en un puente veraniego, y que hay montones de basuras montañeras, aseguran, en algunas rutas nepalíes. Pero eso son esclavitudes de la época que nos ha tocado vivir, porque somos muchos y muy mal educados, y basta que un rico tenga veleidades de alpinista para que le monten una tournée por el Everest con sherpas de película y helicópteros de apoyo. No estamos hablando de eso, sino de otro mundo, el de aquellos que viven de y para la montaña, para quienes una cordada, un ascenso, una expedición, incluso fallida, sin coronar nada que no sea el agotamiento, constituye no sólo lo más hermoso y vivo y solidario, sino su forma de ser, aquello para lo que creen haber nacido. Su máxima pasión, su única fe inquebrantable.

Estoy hablando de Iñaki Ochoa de Olza, muerto el viernes de la semana pasada, a las doce y media, hora de Nepal, en una angosta tienda de lona, acompañado por otra leyenda del himalayismo, el suizo Ueli Steck, que ya no podía hacer nada por él salvo verle morir reventado por dentro con un edema cerebral primero, que lo dejó mudo e inmóvil, y otro pulmonar que le cerró el fuelle. Estaba a 7.400 metros de altura y acababa de hacer su segundo intento de coronar el Annapurna, por mal nombre traducido Diosa de la Abundancia,la que los grandes del himalayismo dejan para el final, como hizo Iñaki. El año pasado había atacado por el norte, pero no llegó. Esta vez lo hizo por el sur y se quedó a cien metros de la cima, cien, exhaustos los dos compañeros de cordada. Lo contó el superviviente, un dentista rumano, Horia Colibasanu.

Ochoa de Olza era un montañero que además escribía. Y es sabido que entre subir ochomiles y escribir artículos, lo segundo es lo más fácil. Recuerdo una de sus máximas, impresionante en su eficacia cesariana: la rapidez es seguridad. Avanzar despacio en la altísima montaña es aumentar las probabilidades de riesgo. Inolvidable también su manera de enfocar el fracaso. El relato de su caída libre mientras subía al K2 en 1994 es un prodigio de sensibilidad y sentido del ridículo: se quejaba de la abultada mochila y fue gracias a ella que salvó la vida, por más que se le partiera el cuerpo y quedara colgando durante muchas horas, muchas.

Sólo faltaban cien metros pero los síntomas de congelamiento, el mal de altura y la meteorología les hicieron bajar hasta los 7.400, donde metidos en la tienda el dentista rumano vivió cuatro jornadas de las que no se olvidan. A Ochoa de Olza le estalló la cabeza, se volvió mudo y ya no pudo moverse. Si los días aseguran que tienen 24 horas, estando metido en una tienda a tal altura podría aventurar que las horas se hacen infinitas y los minutos duran eternidades. Este héroe fraterno, el rumano dentista, fue derritiendo hielo y dándoselo a Iñaki, siguiendo como podía las instrucciones telefónicas que le llegaban desde Pamplona, donde la familia y los amigos de la fraternidad montañera trataban de hacer lo posible para que la sangre no se haga pasta y sobrevenga el final. Trato de imaginar lo que deben ser cuatro días en una tienda con un moribundo lleno de vida, con el sentimiento de que si sigues allí te vas a morir tú también y que no te queda otra opción que calcular hasta dónde llegan tus fuerzas, para marchar en el último minuto, cuando hayas garantizado que alguien se va a hacer cargo de aquel a quien tú dejas exhausto e inerte.

Esta odisea necesitaría espacio, talento y una pluma de excepción para contarla en toda su grandeza. ¿Qué resorte saltó entre los implacables hombres de las nieves, los himalayistas, para que en número de catorce, la misma cifra mágica y nada cabalística, que indica otros tantos picos obsesivos, se lanzaran a la tarea de hacer lo imposible para salvar a Iñaki Ochoa de Olza Seguín? El kazajo Denis Urubko que se reponía de otra ascensión se echó al monte, nunca mejor dicho, en una temeraria ascensión con bombonas de oxígeno que hubieran podido ser la última oportunidad. Los suizos Ueli Steck y Simon Anthamatten acudieron al reclamo y en un tiempo récord ascendieron hacia la tienda del campo 2, a tal ritmo que Anthamatten sufrió un ataque y hubo de abandonar. El canadiense, el mismo que se había separado de la cordada del navarro y el rumano, volvió sobre sus pasos para echar una mano. Quizá tratar de bajarle. ¿Cómo se baja a un tipo que no puede moverse? Se le mete en el saco de dormir y se le lleva arrastrando, pero cuando llegan los desniveles pronunciados ahí es Troya. No hay helicópteros que puedan acceder hasta 7.000, salvo algunos del ejército, pero los militares de Nepal, donde acaban de derribar la monarquía, no están para montañeros. Incluso el ruso Sergei Bolotov, que había conseguido llegar hasta la cima del Annapurna y que tras coronarla se zumbó y bajó a trompicones, volvió a subir tratando de acercarle una cámara hiperbárica. Y así hasta catorce. Sin contar Pamplona, donde debieron colocar las agujas del reloj en la parte menos blanda del corazón.

El único que logró llegar a tiempo, es un decir, fue el suizo Steck que hubo de recoger al rumano que bajaba ya con el edema pulmonar a cuestas y ayudarle a llegar al campo 3. Hay que tener una resistencia física más allá de lo excepcional para luego volver a subir hasta la tienda de Iñaki y en contacto por satélite con el grupo de Pamplona, ir suministrándole Edemox y Dexametasona, que poco efecto podía hacerle ya. Quizá le hubiera servido el oxígeno que llevaba el kazajo Denis Urubko a marchas forzadas, pero aún le faltaban cinco horas de ascensión, ¡nada más que cinco horas!, decía un montañero experto. Cinco horas de ascenso a 7.000 metros las medimos los ciudadanos de a pie en infinitos. Falleció a mediodía del viernes, 23 de mayo, y con buen criterio la familia decidió que se quedará allí entre las nieves perpetuas. Ni un riesgo más para los catorce avezados escaladores del Himalaya; o hay vida o no la hay, el resto es literatura. Había muerto un hombre cabal, vegetariano sin fundamentalismos, sensible, con más de 30 expediciones a la cordillera nepalí, que había hecho 15 ochomiles (subió por tres veces el Cho Oyu). Sólo le faltaban dos de las mágicas montañas, el Kangchenjunga y el Annapurna en el que se le fue la vida.

La última foto que conozco de Ochoa de Olza - uno de esos tipos atractivos que no hacen ningún esfuerzo por parecerlo, con una sonrisa algo retadora, como si te preguntara con una mirada cómplice “¡Qué! ¿Te animas?”- se la hicieron en Nepal mientras se preparaba para este segundo intento de coronar el Annapurna. Está delante de la lápida que recuerda a quien había sido su amigo, el montañero ruso Anatoli Boukreev, que murió en la escalada funesta de 1997. Detrás de Iñaki se pueden ver unos versos en ruso a modo de epitafio firmado por el propio Boukreev: “Las montañas no son metas donde satisfago mi ambición, son las catedrales donde practico mi religión”.

A mí de todo lo que conozco del montañero navarro la idea que más me gusta es un comentario banal y profundo que le retrata. “Los niños son los únicos que no me preguntan nunca por qué lo hago. Lo ven natural”.

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