Por Martín Santiváñez Vivanco, director del Center for Latin American Studies de la Fundación Maiestas y miembro correspondiente por Perú de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas de España (EL MUNDO, 11/10/08):
Cuando juzgó que la muerte lo envolvía en su manto sombrío y que pronto, muy pronto, habría de rendirle cuentas al Supremo Creador, don Pedro Antonio Fernández de Castro, décimo conde de Lemos, virrey de la muy noble Corte del Perú, ordenó que su corazón, ese músculo enorme que por entonces lo traicionaba, permaneciese sepultado en Lima, la ciudad de los Reyes, la tres veces coronada Villa, dama presuntuosa de pompa y oropel que fuera cómplice de sus años mejores, época dorada en la que su cetro justiciero gobernó el reino más poderoso de la gloriosa Corona española. Y allí, todavía, 300 años después, reposa inmaculado, en medio del barroco más bello del continente, en la Iglesia de San Pedro, en Lima, su idolatrada Lima, centro y raíz de los Andes, esas moles pétreas que alguna vez, en tiempos felices, formaron parte de un gran Imperio en el que nunca, nunca se ponía el sol.
Esta imagen entrañable de un español que ama apasionadamente a nuestra América y que se siente tan criollo como peninsular se impone a la historiografía parricida y marxista que ha intentado, infructuosamente, a lo largo de los siglos y desde el nacimiento de las repúblicas, distanciar los corazones de la madre patria de -citando a Rubén Darío- los mil cachorros sueltos del León español.
Ante un aniversario más de la Hispanidad y ad portas del bicentenario de la independencia de América Latina urge reconsiderar ciertos tópicos que trascienden la demagogia ramplona con que suelen adornar sus discursos los políticos. No son los lazos comerciales ni los intereses fenicios los que unen indisolublemente a España con Latinoamérica. No. La presencia todopoderosa de las empresas ibéricas al otro lado de Atlántico y la diplomacia de las cumbres iberoamericanas -tan estéril como pintoresca gracias a Hugo Chávez- no pueden equipararse a la Historia compartida, al idioma de Cervantes y a la cruz del cristianismo. Pese a la enorme y creciente influencia de Estados Unidos y también de otras comunidades que han enriquecido nuestra cultura con tradiciones tan milenarias como respetables, seguimos rezando en castellano. Y estamos orgullosos de ello.
Víctor Andrés Belaunde, el diplomático e intelectual peruano que presidió la Asamblea General de la ONU en 1959, acuñó un término acertado para definir la esencia de nuestros países: «síntesis viviente». Y, en efecto, eso somos, la síntesis viviente de varias culturas, la hispana y la indígena de manera preeminente, pero también, la mixtura de tantos y tantos pueblos que han venido a morar en medio de nosotros. Una síntesis inacabada, majestuosa, en perpetuo devenir, que recoge las mejores tradiciones de cada nación y también, por qué no -lamentablemente-, las taras y vicios de la condición humana.
Sin embargo, la inventiva latinoamericana y la enorme capacidad de nuestros pueblos para el trabajo han sido más que validadas por las comunidades de inmigrantes que han transformado los países en los que se han asentado. Ni Estados Unidos son la misma nación desde que el exilio cubano y mexicano acampó bajo su bandera, ni España y la Unión Europea volverán a ser las mismas sociedades tras el vendaval de la inmigración. Y todo ello, por supuesto, para bien. Llevamos con nosotros el ímpetu de los exploradores y la ilusión de crear una sociedad mejor.
Con la misma valentía con la que sus antepasados recorrieron el sendero inverso, los inmigrantes emprenden odiseas marcopolescas y empresas colosales. Y se produce, entonces, el bendito mestizaje, la síntesis viviente de culturas y valores que apuntala la prosperidad de las naciones, la grandeza de los ideales y la renovación de las ciudadanías, eternizando la hermandad entre los pueblos de buena voluntad. Por ello, precisamente por ello, perturba contemplar cómo los partidos políticos instrumentalizan la inmigración, convirtiéndola en moneda de cambio de programas coyunturales y cortoplacistas.
Paradójicamente y, casi dos siglos después, estamos a años luz de la Constitución de Cádiz, que consagró, por ejemplo, la igualdad de derechos de peninsulares y americanos y una única y grandiosa nacionalidad. Hoy, por el contrario, tenemos que soportar medidas exacerbadas que provocan el resentimiento de Latinoamérica, como la recientemente aprobada Directiva europea de la vergüenza sobre el retorno y las barreras para la reagrupación familiar de los inmigrantes, sin ir muy lejos. Enfangados como estamos en un contractualismo posmoderno que pretende regular las relaciones jurídicas entre naciones gemelas, olvidamos que, cuando media la sangre, estorba la ley. O, lo que es lo mismo, parafraseando a Cicerón, silent leges inter fratres. Entre hermanos, ¡por favor!, que callen las normas abusivas.
La diáspora latina, que reclama un lugar de preeminencia en el demos [ciudadanía con derechos] político español, poco a poco abandonará los guetos periféricos y se incorporará a la vida pública, liderando cambios e implementado propuestas. Así ha ocurrido en Estados Unidos y así ocurrirá también en Europa. Si los políticos dan los pasos equivocados, si sucumben a la oscura tentación del facilismo electoral, España puede convertirse, una vez más, en el chivo expiatorio de Latinoamérica. Las ofensas, que nadie lo dude, tardan mucho tiempo en olvidarse. Ni merecemos algo así ni, para ser justos con nostros mismos, españoles y americanos podemos permitírnoslo.
Hay una síntesis viviente que juntos podemos construir en tierras ibéricas. Es un reto fabuloso, una utopía indicativa por la que vale la pena apostar. Dos millones de latinoamericanos que viven y sueñan en España han llegado para quedarse, a pesar de los programas de retorno y las promesas fariseas de los ministros de turno. España se ha convertido, para nosotros, en la última frontera de un mundo cada vez más ancho y ajeno. Porque estamos en casa y nos sentimos españoles -tanto como el conde de Lemos se sentía americano-, aspiramos a una vida plena y a una sepultura digna, si no en los santuarios indianos que refulgen con la plata inagotable de los incas, sí aquí, confundidos con la gente, en un solo abrazo, sintiendo el ruido inmenso de Hispanoamérica, ese fragor eterno de un solo corazón. Creemos en una hispanidad cosmopolita y queremos que España enarbole con orgullo los nobles estandartes de una veintena de países hermanos.
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