Por Fernando Henrique Cardoso, sociólogo y escritor, presidente de Brasil de 1995 al 2003 (LA VANGUARDIA, 11/10/08):
Son conocidos los mecanismos de formación de crisis financieras y el modo de su propagación. La situación actual repite la trama: abundancia de financiación, voracidad de los consumidores, relajación de los mecanismos de evaluación de riesgos, falta de fiscalización de las entidades crediticias y confianza “inquebrantable” en que habrá siempre quien preste y quien pague.
Iniciada en el sector inmobiliario, hubo un factor de “ingeniería financiera” que complicó la crisis actual. Los precios de las casas en Estados Unidos y Europa estaban subiendo desde hacía mucho tiempo. Había préstamos fáciles y abundantes para la compra. Los consumidores podrían pagarlos hasta el infinito y revender los inmuebles, ya fuera para comprar otros más grandes o para obtener ganancias. Los bancos y las instituciones de crédito hipotecario revendían los préstamos bajo la forma de títulos hipotecarios.
Había inversionistas ávidos por comprarlos, así como intermediarios para efectuar las operaciones de venta al público a escala global: los bancos de inversión y los bancos comerciales, con sus “vehículos de inversión estructurada”, creados para ese propósito. Les sobraba capacidad y creatividad para crear productos financieros nuevos, con base en esos créditos. Sabían cómo desmenuzarlos, mezclarlos entre sí y juntarlos con créditos representativos de otros activos.
La economía globalizada funciona mediante vasos comunicantes.
Lo que hace un agente financiero lo imita otro, y no sólo en el país originario: unas financieras les venden a otras en cualquier parte del mundo. El sistema financiero funcionó fuera de los controles de los bancos centrales e incluso con su indulgencia. Sin transparencia en las operaciones, se volvió difícil evaluar los riesgos y garantizar la confianza.
De una crisis de liquidez de quien no tenía cómo cumplir sus compromisos se pasó a una crisis de confianza: nadie confía en nadie para prestar dinero, ni siquiera los bancos para prestarse unos a otros. El crédito se agota. Sólo después de propagada la crisis, los bancos centrales inyectaron los billones de dólares. Aún peor: dejaron margen para la sospecha de que, más que salvar el sistema, se estaban rescatando las fortunas personales a costa del contribuyente.
Desde hace siglos se sabe que el remedio contra la exacerbación irracional de los mercados es la regulación y la transparencia. Pero de eso sólo hay memoria después de que estalla la “burbuja”.
Y no ayuda saber, como sabíamos, que los fundamentos de la economía estadounidense estaban vacilantes, con el espantoso déficit doble de 5% o más del PIB en las cuentas internas y externas, y con un gobierno gastando en guerras y disminuyendo los impuestos de los ricos.
Cuando el frenesí del lucro fácil motiva a las personas, estas actúan en manada: todas dispuestas a comprar. Cuando la burbuja estalla, todas dispuestas a vender. Al diablo los fundamentos de la economía…
El resultado está a la vista de todos: quiebra generalizada de la confianza. Nadie conoce a ciencia cierta la solidez de cada institución financiera ni de cada empresa, pues a estas también les pudo haber entrado la fiebre de las hipotecas y los derivados. Los inversionistas, los especuladores y los clientes en general, en la duda, corren para colocar sus haberes en puerto seguro.
Hasta hace poco, eso era en dólares y en documentos emitidos por el banco central de Estados Unidos. ¿Hasta cuándo China y los demás países seguirán confiando en el dólar? En la crisis de los años setenta, cuando el gobierno de Richard Nixon eliminó la paridad entre el dólar y el oro, los estadounidenses hicieron el ajuste de sus desatinos fiscales devaluando su moneda a costa de todo el mundo, con inflación y todo.
¿Irán los desatinos de la era Bush por el mismo camino? Pese a todo, ahora hay una diferencia: existe el euro. Y hay otras diferencias más, China es fuerte y hay otras economías emergentes. Apenas está comenzando el juego de los empujones por salir. La verdadera batalla vendrá después: ¿quién pagará de hecho los costos del ajuste que tendrá que hacerse? Ciertamente, de modo directo o indirecto, todo el mundo los pagará.
Es tiempo de regresar a la cuestión de la reforma de la “arquitectura financiera global”, como decía el presidente Bill Clinton. Mientras estuve en la presidencia de Brasil, insistí en cartas a los jefes de Estado y de Gobierno del Grupo de los Ocho (G-8) en que la regulación financiera mundial era precaria, el FMI era impotente o estaba desviado, el Banco Mundial, empequeñecido por el volumen de las inversiones privadas.
Los esfuerzos regulatorios del BIS (el banco de Basilea que emite las normas para todos los bancos centrales) no eran obedecidos por todos, como no lo son todavía. ¡Basta decir que, mientras los bancos brasileños no prestan más de 12 veces su capital y reservas, en Estados Unidos, las instituciones financieras “apalancadas” prestan hasta 50 veces!
Brasil, China, los demás países de economía emergente y la misma Europa deben volver al tema de la regulación global. Quizá convocando un nuevo Bretton Woods para crear un mecanismo regulador que utilice como reserva una canasta de monedas compuesta no sólo por dólares, sino también por el euro, el yen, el yuan y, quizá, en el futuro, el real, después de que este fuera hecho convertible.
En medio de la pesadilla, no cuesta nada soñar un poco.
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