domingo, abril 20, 2008

El gigante se la juega

Por JOSÉ REINOSO (El País.com, 20/04/2008)

Wu Tianxi lo había leído muchas veces. Docto en negocios y en los arcanos de la política china, este antiguo diputado de la provincia central de Henan, de 61 años, no vio otra solución. Su salud y su fortuna se estaban deteriorando, y si tantos emperadores y gobernantes lo habían hecho antes, quizá a él también podría servirle. Así que en la primavera de 2005 se dirigió a una adivina llamada Liu Pei para pedirle consejo, y esto es lo que la pitonisa le sugirió: "Tienes que acostarte con un centenar de vírgenes".

Wu se estaba haciendo viejo, y creyó que podría prolongar su vida y reforzar su masculinidad si lograba capturar la esencia femenina, según dicta una antigua superstición china. Durante los siguientes dos años "puso sus negras manos sobre 20 escolares de secundaria", según contó la prensa local. Con un objetivo: copular con 100 doncellas aún no mujeres. Las que cayeron en su red tenían todas entre 12 y 16 años.

Hace un año, la policía le detuvo. Pero el caso estuvo dando vueltas, arriba y abajo. Wu había sido diputado, y sus relaciones y contactos eran muchos. Finalmente, en enero de este año, los jueces le condenaron a muerte tras haberle encontrado también culpable de dirigir un sindicato del crimen.

El propio Mao Zedong fue un ferviente practicante de esta vieja creencia imperial, por la cual el sexo con vírgenes permite recuperar el vigor de tiempos pasados, según relata Li Zhisui, médico personal del fundador de la República Popular China, en su libro La vida privada de Mao. ¡Cómo iba, entonces, Wu Tianxi a despreciar esta vía a la inmortalidad cuando el retrato del líder chino sigue presidiendo la plaza de Tiananmen!, debió de pensar el envejecido ex diputado.

Superstición, sexo, política y dinero se mezclaron en una historia que acabó saliendo a la luz al calor de la lucha que la cuarta generación de líderes chinos, llegada al poder en octubre de 2002 bajo el liderazgo del presidente, Hu Jintao, ha declarado contra la corrupción y los abusos en el seno del Partido Comunista. Pero la extraña historia revela también hasta qué punto en la China de hoy, la que celebrará a partir de las 8 de la tarde y 8 minutos del mes 8 de 2008 los primeros Juegos Olímpicos de su historia, conviven la más apabullante modernidad con las creencias medievales, el progreso extraordinario con la miseria o la cultura refinada con la ignorancia profunda. El número 8 es objeto de adoración en el país asiático, ya que es considerado símbolo de la buena suerte.

El llamado Imperio del Centro sigue siendo un gran misterio para muchos. Un caleidoscopio de historias soñadas y filmes de culto, de relatos de filósofos y libros de aventuras, de monumentos ciclópeos y fábricas del mundo. Un país en el que los clichés de fumanchús y flanes El Mandarín continúan poblando el imaginario colectivo entre muchos habitantes de un Occidente incapaz de abarcar la mayor y más rápida transformación económica y social que ha vivido un país en la historia de la humanidad. Una metamorfosis que escuchó el pistoletazo de salida en diciembre de 1978, cuando un hombre "pequeño e inteligente" -como le definió una vez Mao Zedong-, llamado Deng Xiaoping, lanzó el proceso de apertura y reforma de una nación enrocada en sí misma durante miles de años. Intentar comprender China, desgranar su cultura y su tradición confuciana es como enfrentarse a una cebolla, en la que levantar una capa no hace más revelar otra.

El proceso de apertura ha cambiado "el país del centro" (traducción literal de Zhongguo) para siempre, y está desplazando el centro de gravedad geopolítico y económico del mundo hacia China y otras zonas de Asia, con la consiguiente suspicacia de las grandes potencias extranjeras. Los Juegos Olímpicos del próximo agosto serán el momento estelar con el que los dirigentes chinos "en cuyas almas laten las profundas cicatrices de los tiempos de humillación y dominio colonial extranjero" quieren simbolizar este movimiento del péndulo mundial y mostrar los avances que el país ha experimentado en las tres últimas décadas. De paso, pretenden sancionar la entrada de China en la modernidad y legitimar el poder absoluto de un régimen que ha sido incapaz de evolucionar al mismo ritmo que lo ha hecho su economía.

De ahí la gran preocupación, e incluso nerviosismo, que provoca en Pekín cualquier incidente que pueda poner en peligro el éxito del gran evento deportivo. Así lo revelan la supresión acerada de cualquier voz disonante ante los Juegos, y la reacción del Gobierno frente a los graves disturbios provocados recientemente en Tíbet y otras provincias vecinas por una población tibetana levantada contra la dominación china y lo que considera el aplastamiento de su cultura.

El proceso de reformas ha cambiado completamente la faz de este cuasi continente de 1.300 millones de almas. En algunos casos para bien, en otros para mal. Porque, para la dictadura ilustrada de sus dirigentes, lo más importante es preservar la estabilidad de una nación cuya historia está marcada por las guerras, las luchas internas, las revueltas populares y las hambrunas. Con un objetivo: ser cada vez más fuerte y ocupar la posición que sus líderes consideran que debe tener en el mundo. Conceptos como la posibilidad de una democracia de estilo occidental o los derechos humanos como se entienden en Europa están aún muy lejos del pensamiento de los dirigentes chinos, y de la inmensa mayoría de una población que, a falta de pluralidad informativa y cultural, tiende a repetir la doctrina oficial. Máxime cuando, para Pekín, los derechos del individuo deben estar supeditados a los que se otorgan al grupo.

El país que verán los 30.000 periodistas que cubrirán los Juegos Olímpicos consistirá sólo en las pinceladas bien orquestadas de la China construida "y destruida" en los últimos 30 años sobre los cimientos de una cultura milenaria. Detrás late mucho más; fuera de los estadios deslumbrantes, debajo de las gigantescas pantallas de televisión que han surgido como setas por toda la capital en los últimos meses. Éstas son algunas estampas de lo que piensa y siente un puñado de sus habitantes.

El 1 de octubre de 1949, cuando Mao Zedong proclamó la fundación de la República Popular China desde lo alto de la Puerta de la Paz Celestial (Tiananmen) y lanzó al mundo la frase "el pueblo chino se ha puesto en pie", Yao Shudian tenía 17 años. Hoy, a los 76, recuerda aquellos tiempos con cariño, pero sin nostalgia, mientras descansa en un banco del Templo de Confucio, situado en una calle arbolada del viejo Pekín. "Hace 50 años no había coches. Entonces ganaba 50 renminbis [cinco euros al mes], de los cuales 15 renminbis los empleábamos en comida". Yao mira a su esposa, Chen Yanmin, dos años mayor que él, absorta en sus pensamientos, y explica: "Nos presentaron unos colegas del trabajo. Los dos éramos profesores. El año que viene hará 50 que nos casamos".

El cielo pinta azul esta mañana, la temperatura es suave y no sopla ese viento tan molesto que suele barrer Pekín en primavera, dejando tormentas de arena. "Hemos venido aquí porque hace muy bueno y se está tranquilo", dice Yao. El jardín respira calma. Los templetes repartidos en los cuatros puntos cardinales exhiben sus tejados curvos y vigas policromadas. En la entrada hay una estatua del filósofo y maestro Confucio (551-479 a. C.). En un pabellón, estelas de piedra. Por todos lados, árboles de raíces retorcidas.

Yao, nativo de la provincia de Hebei, fue profesor en la de Hunan antes de mudarse en la década de 1980 a Pekín. Recuerda que en los años cincuenta le pagaban en función de lo que costaban productos básicos como el arroz, el aceite o la tela. "Los precios no eran estables, así que los salarios tampoco".

Cuando estalló la Revolución Cultural (1966-1976), el movimiento instigado por Mao para revigorizar el espíritu revolucionario y deshacerse de sus rivales políticos, se suspendieron las clases. Pero, a diferencia de mucha gente que pasó años en el campo, el matrimonio sólo fue enviado durante tres semanas a trabajar en la cosecha. "Lo que hizo el Gobierno, en nuestro caso, fue traer a muchos obreros a la escuela para reformar a los profesores", cuenta la pareja.

De aquellos años, Yao recuerda que todo corría a cargo del Estado: trabajo, casa, comida, sanidad, educación. Era lo que se conoce como el bol de hierro (tiefanwan). ?Lo único que queríamos era trabajar en un colegio, ser buenos profesores y servir al pueblo?, dice Yao utilizando el famoso eslogan maoísta wei renmin fuwu. "No existía la preocupación de poder perder el trabajo", interviene su esposa, una mujer de cuerpo menudo que se mantiene discretamente en un segundo plano. La pareja asegura que entonces no se tenían sueños, ya que no necesitaban nada. "Todo te lo daba el Estado. Ahora la gente sólo piensa en el dinero, porque vive bajo mucha presión y competencia. Es otra generación. La vida ha mejorado mucho, pero la economía de mercado ha creado una gran brecha entre ricos y pobres, que el Gobierno está intentando solucionar", añade Yao. El viejo profesor se levanta del banco, y lo mismo hace su esposa. Se despiden con afecto y continúan su paseo tranquilamente bajo los árboles.

Los empresarios chinos gustan de hablar y cerrar negocios alrededor de una tetera, deleitándose con la exquisita infusión con una pasión y culto que recuerdan a los que marcan en Occidente la degustación de los mejores vinos. El precio de la delicada bebida, servida en pequeñas tazas de fina porcelana en las casas de té, puede alcanzar cifras astronómicas al término del ritual de preparación. Se trata de una excelente forma de tejer redes en este país en el que los negocios pasan inexcusablemente por las relaciones (guanxi); cuanto más alto sea su nivel, mejor. China ha saltado en tres décadas de una economía planificada de inspiración sovié­tica a una economía de mercado socialista inventada por el vivaracho Deng Xiaoping, que viene a ser algo así como un capitalismo de estilo occidental bajo una fuerte intervención del Estado y un régimen de partido único.

De la misma forma que el té (cha) sigue presidiendo las reuniones de negocios, los chinos conservan una pasión por el comercio y un espíritu emprendedor que los años del uniformismo maoísta no pudieron borrar. De ahí que el proceso de cambio iniciado por Deng -uno de cuyos hitos fue la decisión, en 2002, de admitir a los empresarios en el Partido Comunista- haya decantado una extensa estructura empresarial, con millones de ciudadanos gestionando sus propios negocios y otros tantos soñando con hacerlo. El objetivo no es otro que aprovechar el fuerte crecimiento experimentado por la economía nacional (un 9,7% de media anual en los últimos 29 años) y hacerse ricos. Al fin y al cabo, fue lo que les aconsejó el Pequeño Timonel.

Wang Jing, de 38 años y madre de una chica de 18, es una de estos empresarios. Dice que la vida no era fácil hace 20 años, aunque su familia tenía para comer. Trabajó en la construcción, con su padre, y como vendedora en los mercados nocturnos, hasta que un día creó su empresa de gestión de residuos urbanos. "Ahora hay de todo, cosas que nunca pensé que podría encontrar, incluida comida occidental. Hasta quienes recogen la basura para reciclar tienen teléfono móvil. En el pasado solía ver a la gente peleándose en la calle, dejar la basura por todos lados y escupir. Ahora es mucho más cívica".

Wang se muestra satisfecha de su destino. "Antes soñaba con ser rica para tener una buena vida. Mis compañeros de clase eran de familias de diplomáticos, y cuando íbamos de excursión, mi pan era siempre mucho peor que el de ellos. Hoy mi único sueño es mantener mi nivel de vida y que mi empresa se desarrolle". Cuando se le pregunta cómo le gustaría que fuera su país en el futuro, responde: "Tengo una idea muy egoísta. Deseo que sea el número uno, y poder decir a la gente que estoy orgullosa de ser china. A veces me he sentido discriminada".

El rápido crecimiento que ha experimentado China en las últimas décadas ha permitido al Gobierno sacar de la pobreza a varios cientos de millones de personas. Aunque las autoridades de Pekín y organismos internacionales utilizan baremos distintos para definir la pobreza, pocos dudan del milagro que, desde el punto de vista económico, ha supuesto la reforma. Especular sobre qué habría ocurrido bajo otro sistema político no es más que eso, especulación.

Pero el éxito económico ha venido acompañado de un alto precio en degradación ambiental, corrupción, pérdida de cobertura sanitaria y educativa, y, sobre todo, una creciente brecha entre ricos y pobres, convertida en la principal amenaza para la estabilidad y la continuidad del Partido Comunista. Este riesgo es el que ha llevado al Gobierno de Hu Jintao a convertir estos desafíos en asunto prioritario, y a reconducir la situación sin poner en riesgo la prioridad de seguir creciendo a gran velocidad para proporcionar empleos a la población y que la locomotora de la economía no se detenga.

El progreso se ha producido, a menudo, en medio de unas condiciones laborales que si en Occidente serían calificadas de semiesclavitud, en este país de inmensa capacidad de trabajo y sacrificio son aceptadas con gran estoicismo, ya que permiten trabajar a millones de inmigrantes de las zonas rurales donde el paro resulta galopante. El año pasado murieron en China casi 3.800 mineros, y rara es la semana que no salta por los aires una galería o se inunda un pozo, sepultando en algunas ocasiones a más de un centenar de personas. Aunque el Gobierno central está clausurando muchas explotaciones ilegales y mejorando las condiciones de seguridad, tiene que hacer frente a la resistencia de las autoridades locales a los cierres y a la necesidad de mantener la producción de mineral, ya que el país obtiene el 70% de su suministro eléctrico del carbón.

No hace falta viajar a la China profunda para palpar la dureza de las condiciones laborales. En el propio Pekín abundan ejemplos. Un paseo por la capital a medianoche basta para ver tiendas de tabaco y bebidas de cinco metros cuadrados que esconden tras una cortina y luces mortecinas un camastro en el que duerme y vive el dueño las pocas horas que cierra al día; basta para sorprender a obreros de la construcción durmiendo, entre cemento y ladrillos, en el local comercial que han estado renovando durante el día; basta para observar taxis aparcados en los que duermen sus conductores, con el motor al ralentí, porque hacen turnos de 48 horas seguidas. Muchos de estos trabajadores tienen horarios interminables y no descansan un solo día al mes.

Es el caso de Zhou Fong, una joven de mejillas arreboladas, de 22 años, de la provincia occidental de Gansu, una de las más pobres de China. Camarera en un restaurante de Pekín, adonde llegó a mediados de marzo pasado, salpica su pequeño relato de sonrisas tímidas: "Vine a Pekín para ganar dinero. Me recomendó este restaurante una cuñada. Trabajo 13 horas diarias, siete días a la semana, y cobro entre 850 y 900 yuanes [85 a 90 euros] al mes más comida y alojamiento en un dormitorio con otras chicas. El dinero lo envío a mi casa. Mi hermano y mis dos hermanas mayores solían ayudar a mis padres, pero dejaron de hacerlo cuando se casaron. Ahora dependen sólo de mí. De lo que gano me quedo 100 yuanes [10 euros] al mes. Aquí no gasto mucho. Cuando era pequeña, en mi pueblo éramos muy pobres. Siempre faltaba comida, y muchos niños no podían ir al colegio porque las familias no tenían dinero. Ahora casi todos pueden ir. Desde hace 10 años, la vida ha mejorado mucho. Por lo menos tenemos para comer, y recibimos algunas subvenciones del Gobierno y consejos para encontrar trabajo. Mi pueblo tiene unos 5.000 habitantes. Cultivamos trigo. Nunca he pensado en continuar los estudios. Es imposible, porque mi familia no tiene dinero".

Zhou Fong se levanta y exhibe una nueva sonrisa, tan amplia como su horario de trabajo. Cuando se le pregunta cuál es su sueño, responde: "No tengo ningún sueño". Luego calla y desciende las escaleras de madera, por las que desaparece su figura, vestida con una chaquetilla azul y blanca ribeteada de rojo. Gracias a gente como Zhou, muchos empresarios se han enriquecido y el país ha progresado a una velocidad extraordinaria. Forman parte de lo que un clarividente ex diplomático español en China llamó una vez "el sacrificio de una generación".

El pasado marzo, durante la apertura de la sesión anual de la Asamblea Popular Nacional, el primer ministro, Wen Jiabao, afirmó lo siguiente: "Este año debemos continuar enarbolando la bandera de la paz, el desarrollo y la cooperación; seguir una política exterior independiente y pacífica; continuar la senda del desarrollo pacífico, y mantener la apertura basada en el beneficio mutuo para promover la construcción de un mundo armonioso". La declaración del líder chino, pronunciada ante 3.000 diputados en el anfiteatro del Gran Palacio del Pueblo -un edificio de estilo soviético de dimensiones catedralicias-, buscaba recordar al mundo lo que el Gobierno ha repetido numerosas veces ante los temores provocados por su creciente peso económico y diplomático: que el ascenso de China es un ascenso pacífico.

Sin embargo, los negocios de Pekín con países en los que existe un desprecio total por los derechos humanos, la amenaza de atacar Taiwan si declara la independencia (China considera la isla parte de su territorio) o el continuo incremento de su presupuesto militar -en cualquier caso, muy inferior todavía al de Estados Unidos- hacen dudar a algunos de la sinceridad de los dirigentes asiáticos. A este recelo no ha ayudado tampoco la dura represión contra los disturbios en Tíbet, que ha proyectado una nueva nube sobre la maltrecha imagen del Gobierno chino en el exterior.

¿Ayudarán los Juegos a mejorarla? Todo dependerá de cómo gestione los incidentes que se puedan producir antes y durante la competición, cuando los ojos de todo el mundo estén enfocados en Pekín. "No hay que olvidar que los Juegos son una reunión deportiva, que pertenecen a todo el mundo. No podemos permitir la interrupción de la paz y la armonía que representan", afirma Shao Shiwei, subdirector del Departamento de Comunicación del Comité Organizador. "La situación de los derechos humanos ha mejorado mucho en China. En los últimos años he viajado mucho, y me doy cuenta, comparando con otros países, de que los ciudadanos chinos disfrutan de libertad de expresión".

Cuando los estudiantes chinos sueñan con una universidad en la que les gustaría entrar, la Universidad de Pekín (Beida) ocupa un lugar prioritario. Situada en el noroeste de la capital, alterna un rosario de pabellones tradicionales chinos con modernos edificios distribuidos en un parque organizado alrededor de un lago. La razón por la que miles de jóvenes sueñan con acceder a este templo del saber reside en que de aquí sale parte de la élite intelectual del país.

Sentada en un banco a la orilla del agua, flanqueada de sauces llorones, Long Jiao, una estudiante de japonés de 21 años de la provincia de Hunan, recuerda su infancia en un pueblo donde no había electrodomésticos. "Ahora son cosa corriente", dice. Asegura que ama su país y la cultura tradicional, y que confía en que la economía, la educación y el civismo de la gente seguirán desarrollándose. También espera que Taiwan regrese algún día a China de forma pacífica.

Yi, un joven de 19 años con aire de avispado, originario del oeste de China, se muestra más incisivo, pero igualmente contento. "Estoy satisfecho con las condiciones del país, y la mayoría de la gente está contenta con el Gobierno. Hay que mejorar la situación de la economía y la educación, pero se trata de un proceso a largo plazo, de otros 20 años, en el que debemos ir por etapas", explica este estudiante de gestión industrial sentado a la puerta de la biblioteca de la universidad.

Sin embargo, Zhang Li (nombre ficticio), una profesora de 25 años, se declara menos entusiasta. "Me gusta la China de antes. Ahora no hay cultura. Muchos chinos hablan de nuestros 5.000 años de historia, dicen que se sienten orgullosos, pero no saben nada del pasado. Lo único que les interesa es ganar dinero, tener un coche y una casa. No conocen en absoluto la cultura de nuestros antepasados. Tienen piel china, pero no cultura china", afirma esta joven, a la que le gustaría irse a vivir al extranjero porque, según dice, la censura y los controles del Gobierno "impiden respirar".

¿Hasta cuándo podrá sostener Pekín las reformas económicas sin políticas? Es la pregunta que se hacen los observadores políticos extranjeros, y que se harán muchos de los turistas que visiten el país durante los Juegos Olímpicos. Algunos ciudadanos de la calle dan la respuesta. "Es cierto que no tenemos democracia. En Estados Unidos hay diferentes partidos, pero ¿significa eso que tiene democracia? O si se mira el caso de Taiwan, los diputados se pelean en el Parlamento. Y eso que la isla sólo tiene 23 millones de habitantes. ¿Qué ocurriría en un país como China, con 1.300 millones?", dice Yao Shudian, el antiguo profesor de 76 años.

"El sistema vigente encaja con las condiciones de nuestra nación. En un futuro cercano, es mejor que continúe así. Tengo confianza en nuestro país y nuestro pueblo", afirma Yi, el estudiante de Beida, al que, como a la mayoría de sus jóvenes compatriotas, no le interesa la política. Su sueño: "Ganar dinero y una vida confortable". Wang Jing, la empresaria, se muestra algo más crítica. "Me gustaría votar y poder elegir a los gobernantes, pero ahora es imposible en China, ya que todo está arreglado de antemano".

Los dirigentes están, por otra parte, determinados a seguir la vía trazada. El primer ministro, Wen Jiabao, lo recordó en su discurso de marzo: "Si miramos hacia atrás, nos animan los logros alcanzados los últimos cinco años. Si miramos hacia delante, vemos un futuro excitante para China. Nuestra tierra madre está embarcada en una carrera histórica, y el futuro anuncia perspectivas aún más brillantes".

¿Cómo lo logrará? Quizá conviene echar una mirada al interior del templo Guang Hua, en el viejo Pekín. Allí, en la oscuridad, una mujer ora ante un Buda dorado de grandes ojos y labios rojos. A su alrededor flota el olor a incienso. Cuatro grandes estatuas de rostros malhumorados flanquean la figura. El primero de los cuatro dioses, llamado Zhiguo Tianwang (el dios que administra los asuntos de Estado), proporciona la respuesta. Sostiene un laúd, el símbolo de cómo han gestionado tradicionalmente los líderes chinos el país. Li Songming, un ferviente budista de 58 años, que trabaja de voluntario en el templo, lo explica: "Si las cuerdas están demasiado tensas, se romperán; si están demasiado sueltas, el laúd no sonará".

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