viernes, abril 17, 2009

México, bajo el azote del narcotráfico

Por Sergio González Rodríguez, escritor y periodista mexicano. Acaba de publicar en España su libro El hombre sin cabeza (Anagrama) sobre decapitaciones y usos rituales de la violencia por parte de los narcotraficantes (EL PAÍS, 16/04/09):

La visita a México del presidente Barack Obama se inscribe en una situación de excepcional degradación institucional al sur de la frontera de Estados Unidos. La inseguridad y la violencia, producto de la guerra del narcotráfico y otras industrias del delito, en particular el secuestro, nunca habían sido tan graves en México como ahora. Los 7.000 muertos de 2008 duplicaron la cifra del 2007. Y tan sólo en el primer trimestre de este año se cuentan 1.000 muertos. El año pasado hubo un promedio de 17 secuestros por día en todo el país, y el índice de impunidad de los delitos llegó al 99%, de acuerdo con la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH).

El Gobierno del presidente Felipe Calderón comenzó con una operación firme del Ejército en tareas de combate al narcotráfico. A pesar de su espectacularidad, los resultados han sido escasos. Los grupos delictivos multiplicaron su capacidad ofensiva y su control a lo largo y a lo ancho del territorio nacional, sobre todo en Chihuahua, Tamaulipas, Michoacán, Nuevo León y Tabasco, entre otros Estados. Por su parte, el Gobierno mexicano ha reducido el problema a media docena de localidades, entre ellas, Ciudad Juárez. Sin embargo, las bajas de esta guerra están en todas partes: delincuentes, militares, policías, ciudadanos.

Bajo la disputa del monopolio de la violencia entre el Estado y los narcotraficantes en sus diversas facciones, que luchan entre sí por la hegemonía del crimen y el dominio de los territorios, el despliegue de 90.000 soldados en varios puntos del país se ha convertido en un factor que tiende a empeorar los escenarios por el abuso de la fuerza y su falta de respeto a los derechos humanos. Al visitar México, la alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH), Louise Arbour, expresó ya el peligro que implica esta participación.

Al igual que otras veces durante los últimos años, el Gobierno mexicano ofreció, en víspera de un encuentro binacional y como muestra de su voluntad de combatir al narcotráfico, la detención de un narcotraficante de renombre. En este caso, se detuvo a Vicente Carrillo Leyva, hijo del que fuera jefe del cártel de Juárez Amado Carrillo Fuentes, el extinto Señor de los cielos. A pesar de que desde 1998 hubo orden de aprehensión contra Carrillo Leyva, derivada del Maxiproceso del Gobierno contra tal grupo criminal, las autoridades permitieron que éste, originario del Estado de Sinaloa al noroeste del país, se instalara en un barrio adinerado de la capital, previa cirugía estética que apenas le modificó la nariz, y viviera libre durante años como un joven empresario.

Días antes, las autoridades habían detenido a Vicente Zambada Niebla, hijo de otro ex miembro del cártel de Juárez, Ismael El Mayo Zambada, ahora afecto al cártel de Sinaloa. Esta detención fue la respuesta del Gobierno al escándalo internacional que suscitó la presencia del narcotraficante Joaquín El Chapo Guzmán Loera, cabeza del cártel de Sinaloa, en la lista de millonarios de la revista Forbes con una fortuna de 1.000 millones de dólares. Guzmán Loera, que se fugó en 2001 de un penal de “alta seguridad” en los primeros días del Gobierno de Vicente Fox Quesada, del Partido Acción Nacional (PAN), es conocido desde entonces como el capo del panismo, y permanece en libertad a pesar de existir orden de aprehensión contra él desde años atrás. Una red de corruptelas lo protege.

La situación adversa de México se gestó a lo largo de los últimos 25 años, y se asocia a los acuerdos de Estado y Gobierno con los cárteles de la droga, el uso del territorio del país para el trasiego de la cocaína proveniente de Sudamérica y la corrupción paulatina de las corporaciones militares y policiacas. Aquellos acuerdos fueron parte del apoyo mexicano en su territorio a la operación Irán-Contra de 1981, que dirigió el vicepresidente George Bush padre durante el mandato del presidente Ronald Reagan.

La operación, que consistió en el intercambio de armas para la contraguerrilla nicaragüense por drogas para el mercado de Estados Unidos, fue dirigida por la Agencia Central de Inteligencia (CIA), y participó su homóloga mexicana: la Dirección Federal de Seguridad (DFS). En esa época se dieron dos asesinatos emblemáticos que se atribuyen a intromisiones en tales nexos hasta entonces confidenciales: el del periodista mexicano Manuel Buendía y el del agente estadounidense anti-narcóticos Enrique Camarena. Su fantasma acompaña la degradación mexicana y la ambigüedad de Estados Unidos en el problema de las drogas en México y a nivel continental.

Dicho estigma ha continuado en sus dos vertientes: por un lado, periodistas amenazados, desaparecidos o asesinados mientras investigaban asuntos de crimen organizado y poder político (35 de ellos en los últimos siete años, como registra la CNDH); por otro, corporaciones militares o policiacas de ambos países inmersas en un juego de estrategia destructiva.

Casi nadie quiere recordar que la degradación mexicana comenzó y persiste en el seno de sus instituciones. El poder criminal que representa el narcotráfico en México es consustancial a su política y a su economía: cada año, las actividades por lavado de dinero ascienden a 24.000 millones de dólares, según difundió el diario The Washington Post en otoño pasado. El propio sistema financiero mexicano facilita que el lavado de dinero quede impune. Tratar de ignorar cómo se llegó y se sostiene esta aberración, está lejos de ayudar a detenerla.

A semejanza de antaño, se ha visto la escalada contradictoria de mensajes entre ambos países, que ha seguido un juego de dureza inicial acerca de México en tanto “Estado fallido” y riesgo para la seguridad de Estados Unidos, y, conforme se acerca la fecha del encuentro presidencial, se ha ido transformando en suavidad diplomática en busca de acuerdos básicos. Si se expresa la repetición de esta rutina, habrá un encuentro proclive a la propaganda y la hipocresía compartidas, más que el logro de un emplazamiento distinto del problema que trascienda las inercias del pasado.

Bajo el principio del prohibicionismo a la producción, el tráfico, la distribución, venta y consumo de las drogas, el combate a los cárteles seguirá el modelo de Estados Unidos impuesto a Colombia, que se funda en los riesgos a la soberanía nacional encubiertos bajo el rubro de la cooperación, el uso intensivo de fuerzas paramilitares susceptibles de ser corrompidas, el surgimiento de conflictos de contrainsurgencia, etcétera. Con todo, resulta imperativo que el Gobierno estadounidense se comprometa a restringir la demanda de drogas en su país y la oferta de armas, y que comience a aceptar la discusión sobre el fracaso de las acciones represivas en busca de un paradigma nuevo: la legalización de las drogas y su implantación gradual.

Hay muchas fuerzas geopolíticas y políticas dentro de ambos países que se benefician con el negocio de la ilegalidad de las drogas y el auge de las industrias delictivas. El caos aparente que trae consigo la violencia desatada y el imperio del crimen organizado es, en realidad, un escenario dirigido para las ganancias de algunos.

El presidente Felipe Calderón presume ante el mundo de su programa de combate al narcotráfico y al delito. Los hechos lo desfavorecen: su Acuerdo Nacional por la Seguridad, Justicia y Legalidad fue incapaz de inhibir el crimen organizado, lo que ha incrementado el poderío criminal y recrudecido la violencia. Ha ofrecido muchas acciones y las ha consumado, pero se ha olvidado de los resultados y la eficacia real de sus operativos; divulga sus cambios pero soslaya los nulos avances. Refugiado en el formalismo de su figura presidencial como último bastión, lo vemos perder poco a poco la batalla definitiva de su mandato. Y va en desventaja a su encuentro con el presidente Obama. Tendrá que añadir lucidez a su firmeza.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

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