martes, abril 21, 2009

Historia e impostura, una fraternidad

Por Félix de Azúa, escritor (EL PAÍS, 20/04/09):

Para Demetrio Pin en Saint-Julien Le Pauvre

Si descartamos el pundonor profesional, virtud de difícil defensa (¿soy honrado o me he acomodado a la “honradez” de mi biotopo?), no hay muchas razones para escribir honradamente la verdad. Los historiadores, como los periodistas, han de verse constantemente asaltados por la duda. ¿Es verdad que los franquistas “ocuparon” Barcelona, o la “liberaron”, como decían las grandes familias que todavía hoy controlan el país con nuevas máscaras? Decidir sobre un verbo puede marcar para siempre.

En una ocasión, M. McCabe, que se encargaba de la Filosofía Antigua en el King’s College de Londres, se las hubo con un historiador astuto y deconstructivo, poco partidario de la verdad. Me quedó un argumento de McCabe en defensa de la historia verdadera: la historia no sirve para nada, si no es para conocernos a nosotros mismos y tomar medidas correctoras. Las mentiras socialmente útiles (las habituales en historiadores y periodistas ideológicos u orgánicos) ocultan y disfrazan nuestros errores, lo que instiga a repetirlos. En cuyo caso es mejor leer o escribir novelas. Son más verdaderas.

No obstante, resistirse a la ficción socialmente útil es asunto de gran dificultad. Voy a presentar tres casos de impostura útil, cada uno de los cuales presenta un contenido moral distinto.

Un fotógrafo amigo mío tuvo la suerte de interesar a unas galeristas de San Francisco cuando éstas entraron por azar en una muestra suya mientras hacían turismo por España. Le contrataron una exposición, tuvo buenas críticas y le pidieron más material al tiempo que le animaban a visitar la galería americana. Así lo hizo, y cuando se presentó ante ellas, abrió una carpeta con fotos similares a las que le habían expuesto. Llevaba, sin embargo, otra carpeta con ejemplares de su obra más arriesgada, quizás calificable de “perversa”, en todo caso, turbadora. En el momento de abrirla tuvo una iluminación. “Mirad, dijo, como no me quedaban más fotos, os he traído el trabajo de una amiga que vive en mi ciudad. Se llama Gladys Steiner y a lo mejor os parece un poco atrevida”. Las galeristas se lanzaron sobre las fotos gorjeando de placer, compraron al instante la carpeta entera y le exhortaron a facilitar el contacto para contratar a Gladys como estrella fija. En consecuencia, mi amigo comenzó a entrenar a una muchacha de Tarragona para que ejerciera de Gladys. La moza se lo tomó con tanto entusiasmo que ahora mismo está persuadida de ser Gladys y pueden acabar todos en el juzgado.

Uno de los peligros de inventar héroes que nunca existieron, como suelen hacer los historiadores simbólicos en busca de raíces milenarias, legitimaciones medievales y otros arcaísmos, es queluego han de vivir con ellos. Los fantasmas se alimentan de sangre. Hay historiadores que llevan un pequeño Wilfredo o un Pelayo hincado en el cuello para siempre.

El segundo caso es el de otro amigo, excelente escritor y hombre muy competente en las más diversas y duras disciplinas, como la arqueología grecolatina, la filología clásica, las lenguas semíticas, la historia de los imperios orientales, en fin, aquellos saberes que caracterizaban al sabio alemán del siglo XIX. Sin embargo, esos conocimientos son el resultado de la pasión: su título universitario es el de Derecho. Tras muchos años de estudio, pagándose viajes a lugares remotos (y peligrosos), rebuscando en bibliotecas e incluso comprando en subastas, ha conseguido reunir la documentación suficiente como para presentar la hipótesis de que “Homero” es una atribución que corresponde a otro gran nombre de la antigüedad (que no puedo revelar), auténtico recopilador de la Iliada. Una propuesta de este calibre (¡habría que cambiar cientos de miles de escritos donde aparece “Homero” para poner “XYZ”!) no pudo asumirla ningún editor. Armándose de valor, impostó como autor del ensayo a un profesor alemán exiliado en Noruega durante el dominio soviético, le añadió una bibliografía impecable y, en fin, lo construyó de arriba abajo. El profesor alemán ya ha recibido dos ofertas de edición.

He aquí una variante de los falsos poemas de Ossian, en los que un patriota escocés se hacía pasar por rapsoda ancestral para dar lustro a la historia nacional. Los poemas que se inventó eran buenos, aunque no, desde luego, antiguos. El que presento es un caso más sutil: también precisa inventar un autor inexistente, pero no para expandir la mentira sino para que se sepa la verdad. De todos modos, las impostaciones siempre terminan mal. El falso Ossian acabó exasperado, frenético, ridiculizado por los ataques que recibió, sobre todo, de los irlandeses. Mi amigo tiene serias dudas de que pueda mantener la impostación, si llega a publicar el libro. ¿Qué dirán los macedonios?

El último caso lo conozco mejor. Hace unas semanas y en este mismo periódico me inventé una falsa biografía de Francis Bacon para justificar sus pinturas. Irritado por la importancia que daban los medios de comunicación a la santidad del artista como “explicación” de su obra (homosexual, sadomasoquista, un amante suicidado en el retrete, alcohólico, en fin, una vida ejemplar), le atribuí una vida que huyera del sentimentalismo. Felizmente casado (con Doris), dos hijos, votante del Partido Conservador, empleado de seguros y turista en la Costa Brava. Le di esos atributos escasamente románticos como si fueran decisivos para entender sus pinturas, en imitación de lo que habían escrito tantos otros sobre “la verdad” de Bacon. A pesar de todo, y por si algún despistado se lo tragaba sin pillar la ironía, añadí, a modo de escudo, una biografía imposible de Velázquez. Ni a tiros. Recibí una ola de mensajes, algunos interesándose por la esposa de Bacon (destaca el que exclama: “¡Ya era hora de que alguien sacara de la oscuridad a esa mujer!”), otros preguntando por el municipio portugués donde se guardan los documentos sobre la transexualidad del sevillano, y no faltaron lectores emocionados por el sufrimiento de Bacon al ser amonestado en su compañía de seguros. Los mejores, unos cuantos de seriedad apostólica insultándome por mentir como un bellaco.

He aquí una última enseñanza de por qué es peligroso mentir cuando se escribe la historia: es bastante probable que mucha gente te crea, sobre todo, si es algo por completo increíble. Y entonces, si eso va a suceder, ¿no es mejor decir la verdad? ¿Aunque sea por modestia o por sentido del humor?

Este dilema, sin embargo, tiene un recurso: es casi seguro que si digo la verdad (piensa el mentiroso) me expulsarán del biotopo político en el que me alimento. Tendré que buscarme la subsistencia en tierras extrañas, muchas de ellas dominadas por otros mentirosos. En cambio, en mi biotopo estoy bien alimentado, mis hijos tienen amigos, me han otorgado una distinción y me bendice la prensa patriótica. Además, mi nación ha sufrido mucho y está rodeada de enemigos, así que bueno es ayudarla aunque sea mintiendo. Es lo que hacen algunas personalidades con la Cuba de Fidel, por ejemplo.

Contra este argumento no hay defensa. Tiene razón el historiador ideológico, hay que conservarse. Sólo cabría recomendarle que escriba novelas porque, de seguir aceptando la denominación de “historiador”, dentro de unos años la gente se reirá de sus mentiras como ahora nos reímos de los libros de historia escritos por franquistas de nómina. Es cierto que con un poco de suerte eso sucederá cuando ya esté criando malvas y la vergüenza sólo caerá sobre sus hijos. Pero eso a él ¿qué más le da? Viven las patrias eternamente. Efímeros son los patriotas.

Un aviso final: los tres casos que he relatado son verdaderamente históricos. He cambiado nombres y lugares para proteger a mis invitados.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

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