viernes, abril 10, 2009

Al atardecer, cuando refrescaba

Por Eugenio Trías (ABC, 09/04/09):

Un desgarrón divide por la mitad el círculo del Gran Año. La rueda de la verdad descubre en ese instante trágico su cesura. Culmina en la escena que tiene las trazas de una catástrofe cósmica.

La muerte en cruz arrastra al mundo a su declive: presagio de su rescate y salvación. Ese mundo es propiedad del Dios de este mundo. Es el Señor de la Muerte.

Se produce de pronto el verdadero diabolus in musica: el temible tritono que parte en dos la escala musical, la octava, en una equidistancia que no admite mediaciones entre la cuarta y la quinta. La chirriante nota, acorde con las tinieblas que invaden el mundo, sobreviene entre la hora sexta y la novena.

Cristo pronuncia su última y desesperada palabra: voz en grito en clave de oración. Se trata del inicio del salmo 22, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?: Eli, eli, lama asabthani: lo pronuncia en lengua hebrea. Un grito estremecedor se adelanta a la muerte. Lucas lo dulcifica, como es costumbre en su evangelio. En lugar del alarido final de Mateo pone en boca de Jesús una expresión de entrega a la voluntad divina: «Dios mío, en tus manos encomiendo mi espíritu».

Mateo, no. Presenta el abandono, el anonadamiento, y la separación de Padre e Hijo en estado puro: esa es la soberana grandeza de ese relato tan honesto como magnífico en su pulso trágico.

Juan dice, con discreta sobriedad, que inclinó la cabeza y murió. Diego de Velázquez dio la forma pictórica más ajustada a ese icono de la pasión juánica. La crucifixión de El Greco, en cambio, con nubes blancas agujereadas de tonos grisáceos amenazantes, responde al escenario de Mateo.

Para Juan la crucifixión es exaltación gloriosa. Incluso en el máximo rebajamiento, como dice el texto al que pone música Johann Sebastian Bach al comienzo de su Pasión según San Juan, sigue manifestando el Señor su dominio, su señorío.

La pasión constituye, en San Juan, el experimentum crucis de su natural divino. Hasta en el rebajamiento mayor resplandece la divinidad. El relato de la pasión nos descubre ese misterio del Dios Amor: el Dios que entrega su vida por sus amigos -la mayor prueba amorosa- como dice el Cristo juánico en el discurso de despedida durante la última cena.

Su encumbramiento en la cruz, como en el caso de la serpiente de bronce, trae salud. Cura la infirmitas: el pecado de este mundo. Atrae hacia sí, desde su altura, a los suyos; los pone a salvo.

Su muerte no es desgarrada. Inclina la cabeza y muere (en el velazqueño gesto señalado). Esa muerte es, de hecho, resurrección: retorno a la morada del Padre, o a esa casa paterna que dispone de muchas moradas. Vuelve, en virtud de la muerte, a la vida: a esa vida divina de cuyo seno salió con el fin de mostrar el camino o la puerta que conduce a la salvación a sus amigos.

Antes de ese contrapunto final de reconciliación sobreviene la tragedia más cruel: la muerte en cruz jalonada por el estremecimiento cósmico. Las rocas se hienden. Los muertos salen de las tumbas (expulsados, vomitados por esas rocas hechas trizas). Permanecen dormidos en sueño cadavérico durante tres días a la espera de recobrar la vida merced a la resurrección de Jesús.

Toda esa desgarradura, que culmina con el velo rajado de par en par del templo, celebra el derrumbamiento absoluto de lo simbólico, la quiebra de toda reconciliación.

La tumba abierta: esa es la cesura del ciclo entero, religioso y simbólico, de este relato de la pasión. Todo el ciclo litúrgico se organiza en torno a ese tremendo agujero de sentido. Allí afinca la más dura de las pasiones evangélicas.

El verdadero centro de gravedad de la Pasión según san Mateo de Johann Sebastian Bach, que no en vano es una tragedia superada, o elevada a divina comedia, no es ese episodio que sobreviene en la tiniebla cósmica entre la hora sexta y novena, cuando sol y luna se entenebrecen y expresan su desconsuelo. El momento álgido de la composición tiene lugar después, aprés le deluge, una vez sobrevenida la tragedia. Y es, creo, el más intenso y emocionante momento musical de la pieza.

Me refiero al recitativo, acompañado de las cuerdas, en estremecido «tremolando»: Am Abend, da es kühle war: al atardecer, cuando ya refrescaba. Las palabras clave las pronuncia el bajo en un relato inmensamente poético que resume en tres estrofas de dos versos la historia de salvación y la Biblia entera: la caída de Adán, el diluvio y el pacto de Noé con Dios -con la paloma y la rama de olivo en su pico-, y sobre todo la muerte en cruz del Salvador.

Dice así el texto que el bajo pronuncia a modo de condensación exaltante de ese resumen sintético de la historia de salvación (Heilgeschichte) entera: O schöne Zeit! O Abendstunde!: ¡Oh tiempo hermoso, hora del atardecer!
Al atardecer, cuando refrescaba, tuvo lugar el escenario de la caída de Adán. También tuvo lugar entonces -al atardecer, cuando refrescaba- la reconciliación del hombre y Dios en el pacto tras el diluvio, con la rama de olivo en la boca de la paloma; y con el arco iris como contraseña simbólica del pacto conciliador.

Ahora el diluvio divino del Hijo de Dios hecho hombre, prendido, torturado y crucificado, sella para siempre la conciliación, el sym-bolon. La Cruz es esa contraseña desgarrada que en su efecto salvífico consigue sutura y bálsamo a una humanidad sufriente, mortal por razón de la universalidad sin excepción de un pecado que desencadena la cólera divina, la ira Dei. Ese instante se encarna en el momento sublime en que el bajo reconoce la hermosura de esa plenitudo temporis. «¡Oh tiempo hermoso!», dice. Lo más genial del texto y del recitativo musical estriba en que ese instante supremo ha sido captado en su puro matiz atmosférico y climático: al caer de la tarde, al sentirse ya el frío…

Al atardecer, cuando refrescaba.

Y para dar realce teatral de buena ley a ese instante, el bajo pronuncia la más célebre y melódica de las arias de esta pasión: Mache, dich, mein Herze rein // Purifícate, corazón mío / que quiero yo mismo enterrar a Jesús.

Dios ha muerto: pero al morir es la muerte la que muere. Dios es sinónimo de Vida. Es el Señor de la Vida. Dios ha muerto: pero no es su cadáver el que hiede, como afirma el insensato (Der Narr) en La ciencia jovial de Friedrich Nietzsche.

Jesucristo se emancipó de las ataduras mortales al desprenderse de los lazos de la muerte, como el coral luterano de la resurrección -Cristo ha resucitado- enuncia y canta. La resurrección ha exigido previamente la más cruenta de las muertes. De este modo Cristo ha dejado libre el camino de redención del creyente. También el que tiene fe puede -tras la muerte- resucitar.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

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