Por Carlos Amigo Vallejo, Cardenal Arzobispo de Sevilla (ABC, 10/04/09):
Tormento cruel y vergonzoso era el de cruz, al que sólo se condenaba a los más aviesos entre los criminales. Suplicio reservado para los delitos más viles o para los esclavos perversos. Se colgaba al reo de la cruz para que sirviera de escarmiento y vergüenza pública.
Es fácilmente comprensible que se hablara del «escándalo de la cruz» en una cultura en la que no se podía recordar, sin sentir vergüenza y repugnancia social, todo cuanto podía hacer referencia a la cruz y a los crucificados.
Como si se tratara de una transfiguración, la realidad y el signo de la cruz ha pasando del horror a la gloria; de la vileza del castigo a la bendición; del simbolismo a la realidad de un mundo unido y salvado por la cruz; del instrumento disuasorio para los malhechores, a una invitación a tomar la cruz como camino de salvación; del escándalo al amor del Crucificado; de la tortura, a tener grabadas las «cicatrices de Cristo» (Gál 6, 17), a la aceptación del sufrimiento y de la muerte plenamente identificados con Cristo. El Espíritu de Dios ha desvelado la sabiduría de la cruz.
Con la aparente paradoja del dolor y de la gloria, del padecimiento y de la salvación, se va realizando ese contradictorio, pero eficaz itinerario, entre lo que fuera castigo ignominioso y el signo más significativo de la acción redentora de Cristo. Siempre será la palabra de Dios la que deshaga el desacuerdo y ponga el verdadero y justo sentido al misterio. Sabiduría es para los llamados, que tienen la luz del Señor para comprender todo aquello que se revela en el misterio de la cruz.
El seguidor de Cristo acepta el poder de Dios en la debilidad del hombre. Encuentra el camino de la salvación aceptando sobre sí el peso de la cruz y entrando de esta manera en la comunión con Jesús, el que cargara con la cruz. Esta es la mayor de las sabidurías y el encuentro con las insondables riquezas del corazón de Cristo.
El sentido de la cruz y de la muerte de Cristo se explica en que Dios es fiel a sí mismo y a su amor al hombre y al mundo. No retrocede ante nada. El amor es siempre lo más grade. Y Dios es Amor.
Miramos al que crucificaron. Pues sabemos que Cristo ha tomado sobre sus espaldas las heridas de la humanidad. El murió para que todos vivieran. Se vació de sí mismo para llenar de amor de Dios el corazón de todos los hombres. Sólo el sufrimiento sin amor es el que enerva y destruye al hombre. Sólo la muerte sin esperanza de resurrección es la que llena de angustia el destino del hombre.
La cruz que está sobre los hombros de nuestros hermanos, también es una cruz verdadera. Por eso, quien hace de la cruz de Jesús timbre de gloria, no puede olvidarse del sufrimiento de los hombres y mujeres que padecen desde la enfermedad hasta la injusticia, pasando por tantas circunstancias adversas que le producen un estado de dolor, contra las que hay que luchar con todas las fuerzas. El hombre creyente se rebela contra el sufrimiento, porque está profundamente convencido que Dios busca la vida y la esperanza de la salvación, y busca el remedio en los resultados de la investigación científica, en el estudio y la reflexión, en la súplica a Dios, pero nunca apropiándose injustamente del derecho del indefenso a poder vivir.
Hay unas razones y principios humanitarios, sociales, solidarios, basados en la dignidad de la persona, en la justicia y el derecho. Todo ello es de un valor incalculable y debe ser cimiento imprescindible en el que nos apoyemos. Pero hay que seguir adelante. Como cristianos, y sin perder nunca esa consideración de la justicia, hay que avanzar más y considerar al otro, por muy débil que sea, como una persona, como un hermano, como un hijo de Dios. La tolerancia, así concebida, se convierte en virtud, pues expresa una manera de vivir el amor fraterno tratando de superar cualquiera de las barreras que levanta la injusticia.
Una verdadera y permanente actitud justa y solidaria, unida siempre con el mejor sentido de la caridad cristiana, será la garantía de que la ayuda que se presta a los demás nace de un amor fraterno auténtico y está lejos de cualquier interés que no sea el de servir a Cristo en nuestros hermanos. Sin amor fraterno, sin verdadera caridad cristiana, privaríamos a la solidaridad y a la justicia de unos grandes valores de estima a la persona, del sentido trascendente de las acciones y de la misma vida.
«La cruz del Señor -ha dicho Benedicto XVI- abraza al mundo entero; su vía crucis atraviesa los continentes y los tiempos». La cruz reúne a todos los hijos de Dios y les hace constituir una fraternidad universal. Por la cruz Cristo ha reconciliado a los hombres con Dios y entre sí. La cruz ha quedado plantada en todas las naciones del mundo. Cualquier diferencia ha sido abolida entre los hijos de Dios gracias a la entrega de Cristo en la cruz. Ahora hay un solo cuerpo y en una nueva alianza universal.
De la cruz de Cristo ha salido un fuego nuevo: el de la salvación para la humanidad. La memoria de la cruz de Cristo no es recuerdo del tiempo, ni relato de unos días ya muertos, sino de un espíritu que está vivo. No es recuento de hazañas gloriosas, sino imperativo de gratitud al Señor que nos sostiene. No es espejo para la vanagloria, sino estímulo de imitación de todo lo bueno y digno de elogio que hicieron los que nos han precedido.
La cruz para el cristiano es como el monte de la transfiguración. Toda la vida resplandece con otro rostro, hay una espiritualización, no evasiva sino celebrante y comprometida, con la luz de la esperanza que brota más que abundante de la inagotable fuente del misterio Pascual.
Es imposible pensar en una vida auténtica e inconfundiblemente cristiana, sin hablar de una identificación con todo lo que significa la cruz y la pasión de Cristo. El cristiano está místicamente clavado con Cristo en la cruz y nunca comprenderá su misión en el mundo sin esta unión con el Salvador.
Nada falta ya en la grandeza salvadora de la cruz. No es muerte, ni lágrimas ni dolor. La cruz está llena de esperanza, pues la cruz es señal del amor de Cristo, de la pasión salvadora de Cristo, de la redención operada por Cristo en beneficio de toda la Humanidad.
Misterio grande el de la cruz, que ha sido desvelado en la resurrección de Cristo. La cruz no conduce a la muerte sino a la vida. La cruz es verdadera sabiduría y fuerza de Dios. Señal que identifica al cristiano, y condición para ser discípulo de Cristo.
La teología de la cruz se apoya en la palabra revelada, y no busca tanto una explicación completa del significado de la cruz, como de resaltar que el misterio de la cruz es el que va a dar sentido y razón al contenido de la fe cristiana. Dios se manifiesta en la cruz y en el Crucificado.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Tormento cruel y vergonzoso era el de cruz, al que sólo se condenaba a los más aviesos entre los criminales. Suplicio reservado para los delitos más viles o para los esclavos perversos. Se colgaba al reo de la cruz para que sirviera de escarmiento y vergüenza pública.
Es fácilmente comprensible que se hablara del «escándalo de la cruz» en una cultura en la que no se podía recordar, sin sentir vergüenza y repugnancia social, todo cuanto podía hacer referencia a la cruz y a los crucificados.
Como si se tratara de una transfiguración, la realidad y el signo de la cruz ha pasando del horror a la gloria; de la vileza del castigo a la bendición; del simbolismo a la realidad de un mundo unido y salvado por la cruz; del instrumento disuasorio para los malhechores, a una invitación a tomar la cruz como camino de salvación; del escándalo al amor del Crucificado; de la tortura, a tener grabadas las «cicatrices de Cristo» (Gál 6, 17), a la aceptación del sufrimiento y de la muerte plenamente identificados con Cristo. El Espíritu de Dios ha desvelado la sabiduría de la cruz.
Con la aparente paradoja del dolor y de la gloria, del padecimiento y de la salvación, se va realizando ese contradictorio, pero eficaz itinerario, entre lo que fuera castigo ignominioso y el signo más significativo de la acción redentora de Cristo. Siempre será la palabra de Dios la que deshaga el desacuerdo y ponga el verdadero y justo sentido al misterio. Sabiduría es para los llamados, que tienen la luz del Señor para comprender todo aquello que se revela en el misterio de la cruz.
El seguidor de Cristo acepta el poder de Dios en la debilidad del hombre. Encuentra el camino de la salvación aceptando sobre sí el peso de la cruz y entrando de esta manera en la comunión con Jesús, el que cargara con la cruz. Esta es la mayor de las sabidurías y el encuentro con las insondables riquezas del corazón de Cristo.
El sentido de la cruz y de la muerte de Cristo se explica en que Dios es fiel a sí mismo y a su amor al hombre y al mundo. No retrocede ante nada. El amor es siempre lo más grade. Y Dios es Amor.
Miramos al que crucificaron. Pues sabemos que Cristo ha tomado sobre sus espaldas las heridas de la humanidad. El murió para que todos vivieran. Se vació de sí mismo para llenar de amor de Dios el corazón de todos los hombres. Sólo el sufrimiento sin amor es el que enerva y destruye al hombre. Sólo la muerte sin esperanza de resurrección es la que llena de angustia el destino del hombre.
La cruz que está sobre los hombros de nuestros hermanos, también es una cruz verdadera. Por eso, quien hace de la cruz de Jesús timbre de gloria, no puede olvidarse del sufrimiento de los hombres y mujeres que padecen desde la enfermedad hasta la injusticia, pasando por tantas circunstancias adversas que le producen un estado de dolor, contra las que hay que luchar con todas las fuerzas. El hombre creyente se rebela contra el sufrimiento, porque está profundamente convencido que Dios busca la vida y la esperanza de la salvación, y busca el remedio en los resultados de la investigación científica, en el estudio y la reflexión, en la súplica a Dios, pero nunca apropiándose injustamente del derecho del indefenso a poder vivir.
Hay unas razones y principios humanitarios, sociales, solidarios, basados en la dignidad de la persona, en la justicia y el derecho. Todo ello es de un valor incalculable y debe ser cimiento imprescindible en el que nos apoyemos. Pero hay que seguir adelante. Como cristianos, y sin perder nunca esa consideración de la justicia, hay que avanzar más y considerar al otro, por muy débil que sea, como una persona, como un hermano, como un hijo de Dios. La tolerancia, así concebida, se convierte en virtud, pues expresa una manera de vivir el amor fraterno tratando de superar cualquiera de las barreras que levanta la injusticia.
Una verdadera y permanente actitud justa y solidaria, unida siempre con el mejor sentido de la caridad cristiana, será la garantía de que la ayuda que se presta a los demás nace de un amor fraterno auténtico y está lejos de cualquier interés que no sea el de servir a Cristo en nuestros hermanos. Sin amor fraterno, sin verdadera caridad cristiana, privaríamos a la solidaridad y a la justicia de unos grandes valores de estima a la persona, del sentido trascendente de las acciones y de la misma vida.
«La cruz del Señor -ha dicho Benedicto XVI- abraza al mundo entero; su vía crucis atraviesa los continentes y los tiempos». La cruz reúne a todos los hijos de Dios y les hace constituir una fraternidad universal. Por la cruz Cristo ha reconciliado a los hombres con Dios y entre sí. La cruz ha quedado plantada en todas las naciones del mundo. Cualquier diferencia ha sido abolida entre los hijos de Dios gracias a la entrega de Cristo en la cruz. Ahora hay un solo cuerpo y en una nueva alianza universal.
De la cruz de Cristo ha salido un fuego nuevo: el de la salvación para la humanidad. La memoria de la cruz de Cristo no es recuerdo del tiempo, ni relato de unos días ya muertos, sino de un espíritu que está vivo. No es recuento de hazañas gloriosas, sino imperativo de gratitud al Señor que nos sostiene. No es espejo para la vanagloria, sino estímulo de imitación de todo lo bueno y digno de elogio que hicieron los que nos han precedido.
La cruz para el cristiano es como el monte de la transfiguración. Toda la vida resplandece con otro rostro, hay una espiritualización, no evasiva sino celebrante y comprometida, con la luz de la esperanza que brota más que abundante de la inagotable fuente del misterio Pascual.
Es imposible pensar en una vida auténtica e inconfundiblemente cristiana, sin hablar de una identificación con todo lo que significa la cruz y la pasión de Cristo. El cristiano está místicamente clavado con Cristo en la cruz y nunca comprenderá su misión en el mundo sin esta unión con el Salvador.
Nada falta ya en la grandeza salvadora de la cruz. No es muerte, ni lágrimas ni dolor. La cruz está llena de esperanza, pues la cruz es señal del amor de Cristo, de la pasión salvadora de Cristo, de la redención operada por Cristo en beneficio de toda la Humanidad.
Misterio grande el de la cruz, que ha sido desvelado en la resurrección de Cristo. La cruz no conduce a la muerte sino a la vida. La cruz es verdadera sabiduría y fuerza de Dios. Señal que identifica al cristiano, y condición para ser discípulo de Cristo.
La teología de la cruz se apoya en la palabra revelada, y no busca tanto una explicación completa del significado de la cruz, como de resaltar que el misterio de la cruz es el que va a dar sentido y razón al contenido de la fe cristiana. Dios se manifiesta en la cruz y en el Crucificado.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
No hay comentarios.:
Publicar un comentario