Por Daniel Reboredo, historiador (EL CORREO DIGITAL, 10/04/09):
Las naciones victoriosas de la Gran Guerra se empeñaron en beneficiarse de su triunfo bélico, de la eliminación temporal de las potencias rusa y alemana y de la desaparición de los imperios austrohúngaro y turco para consolidar su dominio sobre el mundo, redistribuir las colonias y territorios de ultramar que habían conquistado y establecer en Europa una organización que perpetuaría la impotencia de los vencidos y haría imposible una guerra de revancha. La Conferencia de Paz de París y los tratados de 1919-1920 (Versalles, Saint-Germain-en-Laye, Neully-sur-Seine, Trianon y Sèvres) fueron un compromiso entre los principios wilsonianos y la antigua diplomacia europea representada por sus interlocutores. En la esfera política y territorial los mencionados principios sufrieron grandes reveses, aunque gran parte de los tratados de paz que debían impedir una nueva guerra se confeccionaron acorde a los mismos.
El Pacto de la Sociedad de Naciones que confirió a un consejo de 9 miembros, cinco de ellos permanentes (Francia, Gran Bretaña, Italia, Japón y EE UU), la tarea de resolver los conflictos que surgieran entre ellas; el desarme de los países vencidos; la revisión de los tratados que ya no eran aplicables; el control de las antiguas colonias alemanas y la administración de algunos territorios turcos que los vencedores asumieron y, finalmente, la creación de una Oficina Internacional del Trabajo recogían lo más destacable de los citados tratados.
Un 11 de abril de 1919 nacía de las ruinas de la Europa decimonónica una de las organizaciones más longevas del planeta, la Organización Internacional del Trabajo (OIT), cuyos noventa años serán conmemorados con múltiples actividades en todos los continentes y cuyos precedentes encontramos en las ideas de Robert Owen y Daniel Legrand y en la Asociación Internacional para la Protección Legal de los Trabajadores fundada en Basilea en 1901. El aniversario de su creación, de los cuarenta artículos de su Constitución redactados por la Comisión de Legislación Internacional del Trabajo (presidida por el, a su vez, presidente de la Federación Estadounidense del Trabajo, Samuel Gompers) y de la celebración de la Primera Conferencia Internacional del Trabajo (Washington, 29 de octubre de 1919), durante la que se aprobaron los primeros seis convenios en la historia de las normas laborales internacionales con la presencia de cuarenta delegaciones de otros tantos países, coincide con la peor crisis económica y financiera de la Historia de la Humanidad. Preocupaciones humanitarias (explotación de los trabajadores y miseria, injusticia y privaciones de los mismos y sus familias), políticas (posibilidad de conflictos sociales e incluso de una revolución) y económicas dieron forma a la OIT. La frase inicial de la Constitución («la paz universal y permanente sólo puede basarse en la justicia social») incorporaba una cuarta razón, la que agradecía a los trabajadores su esfuerzo en la guerra y la que pretendía evitar otro conflicto bélico de las mismas dimensiones. El texto constitucional se convirtió en la Parte XIII del Tratado de Versalles y de ella emanó una organización tripartita, única en su género, que reunía en sus órganos ejecutivos a los representantes de los trabajadores, de los empresarios y de los gobiernos.
La OIT se estableció en Ginebra en el verano de 1920 y lamentablemente en pocos años, a pesar del interés de muchos de sus miembros, el entusiasmo inicial se atenuó ante los múltiples frentes en que se movía. Desde su primer director, el francés Albert Thomas, hasta el último, el chileno Juan Somavia, la Organización ha evolucionado hasta las posiciones actuales que no pierden la referencia de la promoción del trabajo decente como medio para generar y preservar el empleo y los ingresos de los ciudadanos. Los primeros seis convenios son ahora ciento ochenta y ocho y los cuarenta países se han convertido en ciento ochenta y dos. Noventa años han obrado el milagro. Pero como en tantas ocasiones acaece, los deseos no se corresponden con la realidad. Los sueños se limitan y constriñen cuando se llevan a la práctica, lo que no debe impedirnos reconocer su labor y la necesidad de su existencia. Recordemos que la Organización formula normas internacionales del trabajo (convenios y recomendaciones) fijando condiciones mínimas en materia de derechos laborales fundamentales (libertad sindical, derecho de sindicación, derecho de negociación colectiva, abolición del trabajo forzoso, etcétera), presta asistencia técnica (política de empleo, legislación del trabajo y relaciones laborales, condiciones de trabajo, etcétera) y fomenta el desarrollo de organizaciones independientes de trabajadores y de empresarios y les facilita formación y asesoramiento técnico.La ingente labor de la OIT es una pequeña gota en el océano de los derechos laborales y del trabajo digno y más en estos momentos en los que el desempleo mundial ha subido hasta cotas desconocidas y en los que el empleo debe ser el centro de las políticas económicas y sociales. La reciente reunión del G-20 ha servido para constatar y reconocer, por primera vez, el fracaso de las políticas neoliberales que han destrozado el sistema financiero mundial y la necesidad de que la economía mundial se asiente en otros principios y valores que, junto con controles exhaustivos, disciplinen el capital especulativo y eliminen los paraísos fiscales.
Pero lo acordado en Londres es insuficiente para poner fin a la crisis, para evitar otras de la misma naturaleza y para acabar con el sufrimiento humano que genera la actual organización de las relaciones económicas internacionales. De ahí que la OIT plantee la necesidad de un pacto mundial por el empleo que contrarreste las conclusiones del estudio denominado ‘La crisis financiera y económica’ y, sobre todo, las de su informe anual titulado ‘Tendencias mundiales del empleo’. En ambos constatan las pocas medidas adoptadas para la economía real (creación de empleo y protección social) y las numerosas dirigidas al rescate del mundo financiero, así como que la crisis económica mundial aumentará el desempleo a nivel mundial en 2009, con respecto a 2007, en una cantidad comprendida entre los 18 y los 30 millones de trabajadores, llegando a más de 50 millones si el contexto internacional continúa empeorando. La principal, y única, lectura positiva de un panorama tan desolador como el que nos rodea quizás se encuentre en la propia crisis financiera y en la oportunidad que ofrece de desarrollar un orden económico más justo, democrático y descentralizado. Las resistencias son muchas pero la coyuntura para conseguirlo es inmejorable.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Las naciones victoriosas de la Gran Guerra se empeñaron en beneficiarse de su triunfo bélico, de la eliminación temporal de las potencias rusa y alemana y de la desaparición de los imperios austrohúngaro y turco para consolidar su dominio sobre el mundo, redistribuir las colonias y territorios de ultramar que habían conquistado y establecer en Europa una organización que perpetuaría la impotencia de los vencidos y haría imposible una guerra de revancha. La Conferencia de Paz de París y los tratados de 1919-1920 (Versalles, Saint-Germain-en-Laye, Neully-sur-Seine, Trianon y Sèvres) fueron un compromiso entre los principios wilsonianos y la antigua diplomacia europea representada por sus interlocutores. En la esfera política y territorial los mencionados principios sufrieron grandes reveses, aunque gran parte de los tratados de paz que debían impedir una nueva guerra se confeccionaron acorde a los mismos.
El Pacto de la Sociedad de Naciones que confirió a un consejo de 9 miembros, cinco de ellos permanentes (Francia, Gran Bretaña, Italia, Japón y EE UU), la tarea de resolver los conflictos que surgieran entre ellas; el desarme de los países vencidos; la revisión de los tratados que ya no eran aplicables; el control de las antiguas colonias alemanas y la administración de algunos territorios turcos que los vencedores asumieron y, finalmente, la creación de una Oficina Internacional del Trabajo recogían lo más destacable de los citados tratados.
Un 11 de abril de 1919 nacía de las ruinas de la Europa decimonónica una de las organizaciones más longevas del planeta, la Organización Internacional del Trabajo (OIT), cuyos noventa años serán conmemorados con múltiples actividades en todos los continentes y cuyos precedentes encontramos en las ideas de Robert Owen y Daniel Legrand y en la Asociación Internacional para la Protección Legal de los Trabajadores fundada en Basilea en 1901. El aniversario de su creación, de los cuarenta artículos de su Constitución redactados por la Comisión de Legislación Internacional del Trabajo (presidida por el, a su vez, presidente de la Federación Estadounidense del Trabajo, Samuel Gompers) y de la celebración de la Primera Conferencia Internacional del Trabajo (Washington, 29 de octubre de 1919), durante la que se aprobaron los primeros seis convenios en la historia de las normas laborales internacionales con la presencia de cuarenta delegaciones de otros tantos países, coincide con la peor crisis económica y financiera de la Historia de la Humanidad. Preocupaciones humanitarias (explotación de los trabajadores y miseria, injusticia y privaciones de los mismos y sus familias), políticas (posibilidad de conflictos sociales e incluso de una revolución) y económicas dieron forma a la OIT. La frase inicial de la Constitución («la paz universal y permanente sólo puede basarse en la justicia social») incorporaba una cuarta razón, la que agradecía a los trabajadores su esfuerzo en la guerra y la que pretendía evitar otro conflicto bélico de las mismas dimensiones. El texto constitucional se convirtió en la Parte XIII del Tratado de Versalles y de ella emanó una organización tripartita, única en su género, que reunía en sus órganos ejecutivos a los representantes de los trabajadores, de los empresarios y de los gobiernos.
La OIT se estableció en Ginebra en el verano de 1920 y lamentablemente en pocos años, a pesar del interés de muchos de sus miembros, el entusiasmo inicial se atenuó ante los múltiples frentes en que se movía. Desde su primer director, el francés Albert Thomas, hasta el último, el chileno Juan Somavia, la Organización ha evolucionado hasta las posiciones actuales que no pierden la referencia de la promoción del trabajo decente como medio para generar y preservar el empleo y los ingresos de los ciudadanos. Los primeros seis convenios son ahora ciento ochenta y ocho y los cuarenta países se han convertido en ciento ochenta y dos. Noventa años han obrado el milagro. Pero como en tantas ocasiones acaece, los deseos no se corresponden con la realidad. Los sueños se limitan y constriñen cuando se llevan a la práctica, lo que no debe impedirnos reconocer su labor y la necesidad de su existencia. Recordemos que la Organización formula normas internacionales del trabajo (convenios y recomendaciones) fijando condiciones mínimas en materia de derechos laborales fundamentales (libertad sindical, derecho de sindicación, derecho de negociación colectiva, abolición del trabajo forzoso, etcétera), presta asistencia técnica (política de empleo, legislación del trabajo y relaciones laborales, condiciones de trabajo, etcétera) y fomenta el desarrollo de organizaciones independientes de trabajadores y de empresarios y les facilita formación y asesoramiento técnico.La ingente labor de la OIT es una pequeña gota en el océano de los derechos laborales y del trabajo digno y más en estos momentos en los que el desempleo mundial ha subido hasta cotas desconocidas y en los que el empleo debe ser el centro de las políticas económicas y sociales. La reciente reunión del G-20 ha servido para constatar y reconocer, por primera vez, el fracaso de las políticas neoliberales que han destrozado el sistema financiero mundial y la necesidad de que la economía mundial se asiente en otros principios y valores que, junto con controles exhaustivos, disciplinen el capital especulativo y eliminen los paraísos fiscales.
Pero lo acordado en Londres es insuficiente para poner fin a la crisis, para evitar otras de la misma naturaleza y para acabar con el sufrimiento humano que genera la actual organización de las relaciones económicas internacionales. De ahí que la OIT plantee la necesidad de un pacto mundial por el empleo que contrarreste las conclusiones del estudio denominado ‘La crisis financiera y económica’ y, sobre todo, las de su informe anual titulado ‘Tendencias mundiales del empleo’. En ambos constatan las pocas medidas adoptadas para la economía real (creación de empleo y protección social) y las numerosas dirigidas al rescate del mundo financiero, así como que la crisis económica mundial aumentará el desempleo a nivel mundial en 2009, con respecto a 2007, en una cantidad comprendida entre los 18 y los 30 millones de trabajadores, llegando a más de 50 millones si el contexto internacional continúa empeorando. La principal, y única, lectura positiva de un panorama tan desolador como el que nos rodea quizás se encuentre en la propia crisis financiera y en la oportunidad que ofrece de desarrollar un orden económico más justo, democrático y descentralizado. Las resistencias son muchas pero la coyuntura para conseguirlo es inmejorable.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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