lunes, mayo 04, 2009

El legado de Adam Smith

Por Álvaro Delgado-Gal (ABC, 29/04/09):

La crisis financiera internacional, y los comportamientos sórdidos o estúpidos que la precedieron, han puesto en marcha el tic-tac de un reloj virtual. ¿Qué marca el reloj? El tiempo que va pasando sin que la izquierda se arranque a decir algo de sustancia. Tal cual economista laureado ha recomendado desde la columna de su periódico medidas fiscales que no terminan de convencer a otros economistas. Y poco más. Finalmente, Amartya Sen ha elevado un poco el perfil del debate haciendo doblete en el Financial Times («Adam Smith`s Market never stood alone», 11-3-2009) y en la New York Review of Books («Capitalism beyond the Crisis», marzo 26-abril 8, 2009). La tesis de Sen es que Adam Smith ha sido tergiversado por muchos liberales que lo citan habiéndolo leído al sesgo o sin haberlo leído en absoluto. En primer lugar, Smith reconoció la necesidad de que el Estado interviniera en el aseguramiento de determinados bienes (educación y obras públicas, por ejemplo). En segundo lugar, concedió gran importancia a las virtudes, en particular, a las virtudes sociales. De ahí deduce Sen que la exaltación del mercado como un mecanismo apto a mantener en solitario el orden colectivo, y la concomitante incuria de la ética convencional, van a redropelo de la buena doctrina smithiana, del sentido común, y quizá del decoro.

¿Se halla en lo cierto Amartya Sen? Sí. En La riqueza de las naciones (V.i.i.), Smith admite, famosamente, que el concurso de los gobiernos se justifica cuando están en cuestión bienes públicos básicos. Y en La teoría de los sentimientos morales (IV.2.8) habla de un observador imparcial que llevamos incrustado en el corazón y que nos mantiene, con sus advertencias y consejos, dentro los límites de la virtud. Todo esto es verdad, como lo es que el pensamiento del escocés supera en sutileza, ductilidad y hondura a las simplificaciones de que ha sido objeto por los extremosos y simplistas. Ahora bien, de aquí a sacarse de la manga un Smith vagamente socialdemócrata, media un abismo. El asunto revestiría un importe meramente académico, si la visión que Smith alimentó sobre las cosas humanas no fuera incompatible con muchas tesis de la izquierda tardía. Pero resulta que esa incompatibilidad es profunda y manifiesta, y por lo mismo, digna de ser tenida en cuenta en el debate contemporáneo. Intentaré resumir en dos patadas por qué no me han persuadido los artículos de Amartya Sen.

Antes de Smith -existen, por supuesto, excepciones ilustres- el pensamiento europeo estaba cautivo de un lugar común retórico: el de la virtud como atributo heroico. Refleja bien este talante Rousseau, retórico entre los retóricos. Vean si no el siguiente párrafo, sacado de la Economía política: «Enseñemos a los hombres a considerar su ser individual en relación sólo con el cuerpo del Estado, y a no percibir, por así decirlo, su existencia sino como una parte de aquél; lograremos entonces que se identifiquen con un todo superior, que se sientan miembros de una patria, que se amen como el individuo aislado se ama a sí mismo, que eleven permanentemente su alma a un gran objeto…». Rousseau nos invita a una palingenesia, a una muda y portentosa sublimación de los hábitos e instintos con que está tejida nuestra existencia diaria. O somos como deberíamos ser, o no seremos sino despojos, que es la triste condición que signa la suerte de los hombres en tanto no logren elevarse por encima de sus miserias y suscriban el contrato social. A esta exigencia inaudita y odiosa, odiosa por incumplible, Smith opone un gran hallazgo. A saber, que es posible que de la interacción de nuestras pasiones egoístas surja un orden beneficioso para todos. Se trata de la tesis de la «mano invisible». La expresión aparece por primera vez en La teoría de los sentimientos morales (IV. 1. 10), una obra anterior a La riqueza de las naciones y la más invocada por quienes persisten en indagar un Smith de izquierdas.

Poco antes de introducir su frase célebre, Smith explica cómo el afán de lujo y la vanagloria de los grandes propietarios propicia la actividad económica, la cual, a su vez, genera empleo y crea y distribuye riqueza. Aparece aquí la otra gran idea de Smith: la libertad, un bien máximo, se promueve a través de la opulencia. Smith explaya su tesis con claridad diamantina en Lecciones de Jurisprudencia. En la correspondiente al 10 de enero de 1763, establece un contraste entre dos mundos: el de los siglos oscuros, dominado por señores que ofrecían hospitalidad a cambio de lealtad personal y por tanto servil, y el industrioso y moderno, en que el rico remunera los servicios del arquitecto, el albañil, el sastre o el joyero. Los excedentes de los ricos no se disipan en regalos sino que se intercambian por trabajo conforme a las leyes del mercado, y el vasallo deja de ser vasallo para adquirir la categoría de empresario independiente. El corolario raro, raro para la época, es que el consumo expansivo del príncipe constituye una premisa de la libertad. Años atrás, Rousseau había alcanzado justo la conclusión contraria, en línea de nuevo con una tradición moralista que se remonta a la era clásica: «El lujo es un remedio mucho peor que el mal que pretende curar; o mejor dicho, representa el peor de los males que pueden afectar a una nación, sea ésta grande o pequeña» (Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad entre los hombres). Amartya Sen, por cierto, cita en su artículo de la New York Review of Books un párrafo de Smith por entero congruente con lo que digo aquí. En La riqueza de las naciones (I, viii), Smith pinta con trazos vivos y elocuentes las penalidades a que se ve sujeto el pobre. Pero no lo hace, ¡ay!, para reclamar la intervención del Estado. Su glosa busca, ante todo, poner de relieve las consecuencias de un crecimiento económico negativo. Ese Smith recuerda más a Greenspan, que al que Amartya Sen quiere instarnos.

¿Por qué Smith continúa siendo una referencia significativa dentro del debate contemporáneo? Porque el llamado «republicanismo», cuyos ecos llegaron a España tras la crisis, o al menos la melancolía, del marxismo, supone una reversión del pensamiento de izquierdas hacia los planteamientos utópicos y a la vez premodernos de Rousseau. Nadie hace alusión ya, por supuesto, a los quirites romanos, ni a las inauditas fortalezas de la aristocracia espartana. Pero se resucita la estampa simétrica de unos ciudadanos idealmente racionales, enzarzados en un diálogo permanente sobre la cosa pública y manumitidos de los desfallecimientos y mezquindades que convierten a cada hombre en rehén de sus intereses. Esto es Rousseau, envuelto en la culta latiniparla de la academia contemporánea. Y esto es aventurado, por cuanto postula un modelo de la democracia muy alejado de la realidad, y en tanto que alejado de la realidad, tentador para quienes estiman que no iremos a ningún sitio si no se cambia primero el mundo de arriba abajo. Se acabó el determinismo marxista. No, sin embargo, el sueño de la revolución, formulado ahora en clave voluntarista.

Smith observa, con buen criterio, que estamos hechos de barro. Y habla de sociedades que pueden ser libres y prósperas a pesar del barro de que estamos hechos. ¿Algo más? Sí. Sería equivocado confundir a Smith con un Solón, o peor, con un mesías. La economía política pretende conjurar ciertas supersticiones, no depararnos la salvación. Lo comprendió Smith mejor que muchos de sus seguidores.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

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