viernes, mayo 01, 2009

Obama y Afganistán

Por Francesc Vendrell, profesor visitante en la Universidad de Princeton. Entre 2002 y 2008 fue Representante Especial de la Unión Europea para Afganistán, habiendo servido como Representante Personal del Secretario-General de la ONU del 2000 al 2002. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo (EL PAÍS, 26/04/09):

A primera vista, muchas cosas encomiables se aprecian en la perspectiva adoptada por la Administración de Barack Obama respecto a Afganistán. En realidad, muchos de sus nuevos elementos coinciden con los que mi organismo defendió cuando yo era Representante Especial de la Unión Europea para ese país.

Resulta refrescante escuchar que dicha Administración declare, por ejemplo, que la legitimidad del Gobierno afgano se ve socavada por la “corrupción rampante”, que hay que establecer criterios claros para garantizar que la ayuda extranjera no se despilfarra, o que el conflicto afgano no se resolverá del todo mientras los talibanes cuenten con santuarios paquistaníes en los que la insurgencia islamista no deja de extenderse.

También es positivo que Estados Unidos se recuerde a sí mismo y a la comunidad internacional que la propia seguridad nacional es la principal razón de nuestra presencia en esa región.

Sin embargo, no puede uno dejar de preguntarse sobre otros elementos que apuntan menos hacia una “nueva” política que a una continuación de la que propugnaba George W. Bush.

Pensemos por ejemplo en el discurso sobre la “derrota” de Al-Qaeda. ¿Hasta qué punto se diferencia de la victoria en la “guerra contra el terror”? ¿Qué tiene que ocurrir para que se proclame el éxito en esta empresa, cuando Al-Qaeda es más una franquicia que una organización centralizada?

O pensemos en el incremento de los efectivos militares, que a corto plazo será el aspecto más visible de la política de Obama. Dejando de lado que todavía queda por dilucidar si una medida parecida ha estabilizado Irak, cabe preguntarse si es esto lo que hay que hacer cuando el pueblo afgano se muestra cada vez más harto, cuando no directamente hostil, a la presencia militar extranjera, que durante siete años -al tiempo que las víctimas civiles no han dejado de aumentar-, no ha logrado proporcionarle una mayor seguridad.

La política del presidente Barack Obama también adolece de otras carencias, algo seguramente achacable a la influencia del Ejército estadounidense en su formulación. Una de ellas es la relativa al silencio sobre el futuro del centro de detención de Bagram, que alberga a unos 600 prisioneros, en condiciones como mínimo tan duras como las de Guantánamo; otra es la falta de compromiso en lo tocante al respeto de los Convenios de Ginebra o de los Protocolos Adicionales, o respecto al inicio de conversaciones con el Gobierno afgano para llegar a un acuerdo sobre un estatuto de las fuerzas de intervención que -similar al recientemente firmado con Irak-, pueda regular la presencia y la conducta de los contingentes estadounidenses en Afganistán.

Resulta alentador que Estados Unidos apoye las iniciativas de reconciliación con aquellos combatientes que hayan podido unirse a los talibanes menos por convicción ideológica que por agravios localizados o falta de empleo, y que advierta del peligro de que dichas conversaciones se conviertan en una excusa para que Afganistán vuelva a un “régimen medieval”, o de que se abandone la lucha por los derechos humanos o la mejora de la situación de la mujer.

Sin embargo, en Washington se escucha a importantes personalidades declarar que no debería importarnos el tipo de Gobierno de Afganistán, y también a quienes, sin pretender rendir un inmerecido homenaje a la Administración de George W. Bush, le atribuyen la intención de exportar a todo el mundo tanto la democracia como la concepción de gobernanza occidental.

Según dicha argumentación, “no debemos intentar crear una Suiza en Afganistán” -como si en algún momento alguien, desde luego no la última Administración estadounidense, hubiera tenido esa intención-, y lo que tácitamente se admite es que el Gobierno representativo, las instituciones respetuosas con el imperio de la ley o los derechos humanos reconocidos universalmente no deben ser nuestro principal objetivo.

Precisamente el fracaso registrado hasta el momento en lo tocante a asentar el monopolio de la violencia en manos del Gobierno afgano y la pasividad mostrada por la ISAF (Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad, en sus siglas en inglés) en la disolución de los grupos armados ilegales, han sido en parte responsables de la proliferación del mal gobierno, la impunidad y la corrupción, elementos que a su vez han contribuido al éxito de los talibanes.

Además, ¿está la opinión pública internacional dispuesta a sacrificar soldados y recursos para alcanzar un objetivo tan abstracto como la derrota de Al-Qaeda, apoyando al mismo tiempo un régimen corrupto que reproduzca las peores prácticas de los talibanes en el pasado?

Lo que convierte en realmente trascendentales las elecciones presidenciales de finales de agosto es que los afganos desean un régimen verdaderamente representativo. El despliegue de más tropas internacionales -entre ellas las españolas- durante las elecciones es una medida sensata, pero bastante insuficiente para garantizar que éstas sean justas y creíbles. La inseguridad imperante hará que los observadores internacionales se vean relegados a unos pocos centros urbanos, puesto que alrededor de un cuarto de las circunscripciones afganas se consideran zonas prohibidas.

Además, según la Constitución, el mandato del presidente Karzai finaliza el 22 de mayo, meses antes de que pueda conocerse el resultado definitivo de unos comicios que probablemente precisen de dos vueltas.

El presidente insiste en que continuará en su puesto hasta entonces y ha recibido el apoyo del Tribunal Supremo, a pesar de que la jurisdicción y la independencia de éste suscitan dudas generalizadas.

La comunidad internacional ha aceptado los consejos del Tribunal, sin insistir por desgracia en que se restrinjan de alguna manera los poderes del presidente, y sin exigir -ante las justificadas sospechas de imparcialidad que pesan sobre la Comisión Electoral nombrada por el presidente- la imposición de algún tipo de mecanismo que garantice reglas de juego justas.

Lo que se necesita urgentemente es que las principales fuerzas políticas, y los potenciales y más importantes candidatos presidenciales consensúen tanto su proceder después del 20 de mayo como un posible plan alternativo en el caso de que los problemas de seguridad imposibiliten el objetivo de celebrar elecciones libres.

Como indican los recientes ejemplos de Kenia y Zimbabue, nada puede ser más desestabilizador que un proceso electoral cuyos resultados sean considerados fraudulentos por la mayoría de la ciudadanía.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

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