domingo, abril 04, 2010

Un Papa alegre y casquivano

Por Jorge M. Reverte, periodista (EL PERIÓDICO, 03/04/10):

El título se corresponde con las primeras palabras de una canción irreverente del mejor momento del franquismo. No hay que poner entera la letra porque es como para que se ruboricen hasta las almas más descreídas en los valores de la jerarquía.

En todo caso, lo que parece difícil de cuestionar hasta por el más listo de los sociólogos es que, desde siempre, se ha aceptado en nuestro país la idea de que el Papa era el jefe, pero nunca ha calado de veras, salvo en las casas de los peores beatos, la pretensión fundamental de la Iglesia católica, la de que el Papa, además de infalible, era santo.

Lo que está sucediendo estos días afecta, y mucho, a nuestra vida diaria. Desde el punto de vista de la civilización y la cultura, pero también desde el punto de vista legal.

Lo segundo será lo más difícil de resolver. Resulta que, por causas que sería muy largo de desbrozar –y yo no soy capaz de ello–, cabe la posibilidad, con el derecho internacional en la mano, de que el Papa sea imputado por un presunto delito de encubrimiento; de uno o de varios.

Pero, ¿cómo es eso posible? Muy fácil: el Papa, fuera del orbe de los países que están constituidos legalmente como confesionales, es un hombre. Y eso significa que es una persona que puede haber cometido un delito. Porque no hay Código Penal sensato que permita que alguien permanezca fuera de la jurisdicción que cada país se ha dado para regular las relaciones entre unos ciudadanos y otros.

Eso sí, sucede que el Papa es el jefe de Estado de un país que se llama Vaticano.

Pero, estamos en las mismas. Si ese jefe ha cometido un delito, ¿cuál es el argumento para que no sea sometido a la ley? En la mínima racionalidad, ninguno. Otra cosa muy distinta es saber si eso es posible: se puede invadir Panamá, incendiar el centro de su capital y capturar a un narcotraficante llamado Noriega. Pero, ¿se podría hacer lo mismo con el Vaticano? Sabemos que no, desde que los Austrias dejaron de reinar en España.

Bueno, pues no es posible. Pero sería razonable hacerlo. Porque la acusación, además, no es baladí, sino que tiene que ver con la reincidencia. Joseph Ratzinger reincidió en la protección de, al menos, un pederasta, y le garantizó, con ello, la impunidad. De un delito que a cualquier persona sobrecoge: abusar de 200 niños sordos–200, hemos leído bien–, niños con minusvalías.

La razón práctica nos obliga a callarnos, a no mover muchos dedos para que eso se haga. Tampoco lo estamos haciendo para que Muamar el Gadafi pague por los destrozos de su hijo en Suiza o por los de su enviado en Lockerbie. A callarnos, no, rectifico: a no exigir más de lo que se puede.

La segunda parte, la que no es legal, sino que afecta a la manera en que uno ve las cosas, a cómo arma su vida, es más compleja todavía. Se trata de que más de la mitad de los europeos profesa la religión católica. Y esos señores están obligados a creer en la infalibilidad del Papa, a creer que nunca se equivoca.

El Papa no se equivoca. De acuerdo, les damos la razón. Pero el Papa que no se equivoca está alterando el Testamento de Jesús: «Quien escandalice a un niño más le valdría atarse una rueda de molino al cuello y echarse al mar». Más allá: cuando dice que hay que perdonar al pecador y condenar el pecado, a lo mejor está cometiendo un error de interpretación. Los pecadores –curas incluidos– van al cielo o al infierno; no son los pecados los que padecen el castigo. ¿Se imagina alguien que un juez enviara a la cárcel al delito de violación en lugar de al violador? Estamos asistiendo a un despropósito. No es paranoia, es que me persiguen. Porque eso está pasando en todos los ámbitos.

En Italia, Berlusconi quiere que se encarcele al Código Penal en lugar de a quienes lo transgreden, si son de su partido. Y en España, dedicamos más tiempo a discutir si Garzón es un prevaricador que a analizar todo el sistema de gobierno de los jueces, donde toda la organización de la justicia es un disparate, porque, junto con la Iglesia, es el último reducto de lo más reaccionario, donde no se ha producido la Transición. Los partidos políticos se han encargado de ello. Iglesia y justicia. Con ambas hemos dado, Sancho.

¿Se ha atrevido la justicia española a hacer alguna incursión en los terrenos de la Iglesia? No me refiero a los terrenos recalificados, que algún caso sí que ha habido, sino a todos los que afectan a millares de ciudadanos. Desenterremos el franquismo, pero no el nacional-catolicismo, hasta ahí podíamos llegar.

Desenterremos las hostias en comisaría, pero no las de los internos.

Un juez español por el que no siento un especial aprecio personal se atrevió a encausar al ex dictador Pinochet. Sería estupendo que algún juez de cualquier país pusiera una denuncia contra el jefe del Estado del Vaticano. Por encubrimiento de un delito de pederastia.

Pero no hay que ser tan ambicioso. Se puede iniciar alguna causa contra la jerarquía eclesiástica española por haber encubierto miles o –cientos de miles– de casos gravísimos de ese estilo. ¿Hay testigos? A punta de pala.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

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