martes, febrero 26, 2008

El estigma de ser del Este

Por Monika Zgustova, escritora (EL PAÍS, 09/02/08):

En España, ser “del Este” se ha convertido en un estigma. Últimamente, el rechazo del extranjero, una lacra que existe en todas las sociedades, va dirigido de manera especial contra los trabajadores temporales o residentes que proceden de los antiguos territorios soviéticos, o sea, de los llamados “países del Este”.

Conozco varios hogares españoles que emplean a una asistenta rumana o rusa, mujeres con formación universitaria que no pueden sobrevivir en su país. En todos ellos escuché comentarios elogiosos a la par que aterrados sobre esas ayudantes domésticas, tipo: “La asistenta es un encanto, pero, siendo rusa, ¿no trabajará para una de esas bandas del Este?”.

Es cierto que un buen número de los grupos de delincuentes que se dedican al robo con violencia y a la prostitución proceden de distintos puntos de la Europa balcánica u oriental -generalmente de Rumania, Moldavia o Rusia-. Pero el hecho de que la prensa española, en vez de distinguir la historia y la tradición cultural de los distintos países que hace casi dos décadas salieron del totalitarismo, haya acuñado para todos ellos la inscripción “Este” (y que a los criminales, vengan de donde vengan, los haya llegado a llamar indiscriminadamente “bandas del Este” o “mafias del Este”) no favorece ni a la imagen que los españoles puedan formarse de las personas provenientes de los países poscomunistas ni a su anhelo de entender esos países, tan desconocidos durante décadas.

En la mayoría de los casos, estas bandas que se dedican al crimen organizado están formadas por antiguos policías de los regímenes comunistas, los cuales, mientras duró el totalitarismo soviético, sirvieron a la Securitate, la KGB y organismos semejantes. Se trata de individuos que, al trabajar para los servicios secretos, fueron entrenados para pegar, torturar, entrar en las casas en ausencia del propietario, registrarlas y confiscar objetos escondidos, en especial manuscritos, libros clandestinos y documentos comprometedores. Sin embargo, con la caída del comunismo y la llegada de la democracia, bastantes de esos hombres perdieron su trabajo de empleados de los diferentes ministerios del Interior y, aunque la mayoría encontró otras colocaciones o se enroló en las renovadas fuerzas del orden, algunos se organizaron en poderosas mafias que, hoy, en otro marco muy distinto, prosiguen la labor que durante años conformó su cotidianidad.

Paradójicamente, la cruel ironía que viven hoy los ciudadanos europeos que vienen de los países del Este es la de verse estigmatizados por culpa de quienes durante el totalitarismo les infligieron miedo y vejaciones, por culpa de aquellos que les humillaron y reprimieron su libertad.

Hace unos meses, acompañé a una pareja de escritores polacos que había venido en su coche a España para dar una gira de conferencias. Al ver la matrícula polaca, la policía nos hizo parar y bajar, para luego registrarnos e inspeccionar el vehículo hasta la última bolsa de plástico, sin dejar de exhibir ante nosotros sus cuatro ametralladoras. Tras un riguroso interrogatorio en el arcén de la carretera, nos dejaron marchar balbuceando algunas excusas, pero uno de los policías añadió que buscaban a las bandas del Este, sobre todo a las de los Balcanes, “los más violentos”. Le dije que Polonia está lejos de los Balcanes y le pregunté por qué decía que los balcánicos eran los más violentos. El policía me contestó que ya lo demostraron en las recientes guerras de Yugoslavia, y en ese instante fui consciente de que esa es todavía la opinión de muchos otros españoles

Y es que se suele pensar que los criminales balcánicos son los más salvajes, mientras que los eslavos practican una crueldad refinada y diabólica, como los métodos de la KGB de ayer y de la FSB de hoy. Un estereotipo tras otro estereotipo, una vez más.

Los criminales más violentos y temibles, comentaron luego mis acompañantes polacos, sean de donde sean, son los antiguos miembros de las policías secretas y de los aparatos represores totalitarios, de cuya mano los ciudadanos de los países ex comunistas sufrieron lo suyo en una época no tan remota. Convenimos que esos hombres, que han dedicado su vida a la violencia son básicamente los causantes de que en la actualidad los mismos ciudadanos que fuimos sus víctimas quedemos difamados por ser “del Este”. A estas alturas, está claro que ser del Este es una expresión que ha adquirido connotaciones claramente peyorativas.

¿Cómo deben sentirse en ese ambiente rencoroso las personas que vienen de esos países para residir en España? Experimenté dicha animadversión personalmente al acompañar a una empresaria y una diplomática, ambas de Praga, como yo, a un acto en Madrid. Por el camino, que hicimos en autobús, charlamos animadamente en checo y entonces noté que los viajeros nos escuchaban y observaban con curiosidad. Luego, al bajar, un hombre nos soltó una exclamación descarada sobre las mujeres “del Este”, acompañando sus palabras con un gesto obsceno.

Más tarde, en un taxi, el conductor, al oírnos hablar, nos preguntó de dónde éramos. Por miedo a causar una mala impresión, mis acompañantes contestaron evasivamente, hasta que una de ellas se hartó de su temor y dijo la verdad. El taxista exclamó: “¡Del Este, ya lo decía yo!”. Acto seguido, ambas mujeres se deshicieron en justificaciones diciendo que provenimos de una ciudad civilizada, cultural, piense en Kafka o Dvorak…

¿Por qué mis acompañantes sintieron la necesidad de justificarse como si se tratara de una grave acusación? Pues porque esos hombres, con sus miradas, sus gestos, sus insinuaciones, nos estaban tratando como si perteneciéramos a grupos de delincuentes o a redes de la prostitución “del Este”.

En parte, entendí la razón del rencor de los españoles por los “del Este” cuando, al día siguiente, fui a buscar una copia de mi partida de nacimiento al Registro Civil, ubicado en la madrileña calle de la Montera. Ya de madrugada (la cola para conseguir la documentación empieza a formarse alrededor de las seis), se podía observar a decenas de prostitutas pululando en ese lugar tan céntrico de Madrid, y entonces deduje que la mayoría habrían sido raptadas de Rusia, Ucrania y Rumania contra su voluntad para, una vez aquí, someterlas a una suerte de violencia cotidiana. Aquellas mujeres eran unas esclavas contemporáneas, víctimas de sus secuestradores y de todos los que permiten su condición. Ante un espectáculo semejante, cualquier ciudadano debe sentirse violento.

Parcialmente por culpa de ese fenómeno, la imagen de la mujer eslava se ha ido deteriorando en los últimos dos años, asociándose con alguien que se aprovecha de su físico. Existen series televisivas y largometrajes, españoles y otros, en los que una rusa o una polaca, consciente de su atractivo, se vende al mejor postor. Y conozco más de un caso en el que padres españoles se opusieron rotundamente a que su hijo se casara con una mujer eslava. ¿Qué es todo ello si no un nuevo racismo?

En una encuesta reciente de la cadena de televisión francesa France 24, los ciudadanos españoles fueron los que mostraron actitudes menos racistas de todos los ciudadanos europeos. Sin embargo, tras 20 años de residir en España sin ningún problema, observo un creciente número de actitudes como las que he tratado de describir.

No deberíamos olvidar que un inmigrante, sea del Este o no, ese extranjero que nunca acaba de comprender del todo el idioma y la cultura del país que le ha acogido, es un ser más vulnerable que los demás, alguien que con facilidad se siente humillado y maltrecho. Estigmatizar al débil es cometer una injusticia, por lo que urge reaccionar ya, evitando denigrar a un grupo de conciudadanos por las actuaciones delictivas de una minoría.

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