jueves, febrero 28, 2008

JJOO y libertad de expresión

Por Marc Carrillo, catedrático de Derecho Constitucional de la Universitat Pompeu Fabra (EL PERIÓDICO, 25/02/08):

El próximo mes de agosto tocan Juegos Olímpicos en Pekín. China es una dictadura y también un gran mercado para muchos países. Resulta que la regla 51 de la Carta Olímpica prohíbe “todo tipo de demostración o de propaganda política, religiosa o racial en un lugar o emplazamiento olímpico”. La violación de este principio puede conducir, con carácter inapelable, a la descalificación y retirada de la acreditación. De acuerdo con ello, el Comité Olímpico Británico –según informaba recientemente Le Monde– ha elaborado con el mayor de los secretos una cláusula que prohíbe a sus atletas expresarse durante los juegos sobre temas sensibles, bajo amenaza de expulsión.

Las cuestiones sensibles pueden ser muchas, dado el estado del mundo en la actualidad, pero las que preocupan en especial son las concernientes a China: el respecto a los derechos humanos o su apoyo al Sudán, en plena guerra civil en la región de Darfur, y la terrible crisis humanitaria que la asola.

PARECE obvio, que lo que justifica el interés de la China en sostener al Gobierno de Jartum es el petróleo en la zona. Y lo que preocupa a muchos europeos, entre ellos los británicos, es no entorpecer las relaciones económicas con un mercado tan apetitoso como el chino en plena expansión, en el marco de un sistema capitalista de partido único, donde la cuestión de los derechos fundamentales es cosa secundaria. Seguramente, no resulta extraño, que esta actitud del Comité Olímpico británico no sea antagónica con los objetivos de Gordon Brown tras su visita a China en enero pasado.

Consciente del impacto económico y mediático que los Juegos Olímpicos suponen; sabedor de que son una extraordinaria plataforma de proyección mundial para el país organizador en todos los ámbitos, al régimen chino lo que le interesa es que el acontecimiento no trascienda más allá de su dimensión deportiva y festiva. Esto es, que los Juegos se desarrollen en el marco de la hermandad de los pueblos mediante el deporte, que es una de las estulticias y cursiladas habituales invocadas en estas ocasiones.

Pero a estas alturas de la sociedad de la comunicación y la información, resulta difícil pensar que los temas sensibles, sean para China o para cualquier otro país, no dejen de reflejarse con motivo del acontecimiento deportivo. Pues bien, a fin de evitar riesgos se conmina a los deportistas a que se dediquen a lo suyo. Así lo expresaba recientemente Bernard Laporte, el secretario de Estado francés para el Deporte, en relación con los atletas de su país, con una lógica ambivalente que rezumaba un cierto tufo cínico: puesto que somos una democracia –decía–, cada uno tiene derecho a expresarse, pero lo deseable es que corran rápido y salten alto; estamos en los Juegos Olímpicos y de lo que se trata es de ganar medallas, ¡voilà!

Nada nuevo bajo el sol. No hay que sorprenderse al constatar una vez más, la instrumentalización política del deporte por parte del poder político. Tanto del que se sustenta en el principio democrático como del que carece de esta legitimidad.

China ve en los Juegos una oportunidad para revalidarse ante Occidente, y la mayoría de los países democráticos no parecen muy dispuestos a poner pegas por cuestiones de derechos humanos. Sus prioridades son tributarias de un mercado amplio y atractivo.

Pero, siendo ello así, no ha de sorprender que desde el interior de China y desde la oposición exterior la cita deportiva pueda ser legítimamente aprovechada por quien pueda, como una plataforma ante el mundo para expresar la realidad de un pueblo que no es libre. Así lo hicieron en 1968 en México, en el momento de sonar el himno nacional, los norteamericanos Tommie Smith y John Carlos, primero y tercero en la final de los 200 metros, para protestar por la segregación racial contra los negros en Estados Unidos. Y es loable que el deportista se exprese; no solo en su especialidad de competición sino también respecto de la sociedad que le rodea. Aunque, cuando lo hacen algunos futbolistas y otros individuos de los llamados deportistas de élite, más bien parezcan el eslabón perdido del género humano, cuando no un presunto delincuente.

POR OTRA parte, el contexto de la relación instrumental entre política y deporte ofrece también una buena ocasión para comprobar la doble moral sobre los derechos humanos. El caso chino es un ejemplo ilustrativo: como es sabido, Steven Spielberg ha rechazado finalmente ser asesor del Comité Olímpico para la filmación de los Juegos. En él han hecho mella las advertencias de Mia Farrow, quien le alertaba del peligro de convertirse en la Leni Riefenstahl de los Juegos de Pekín. La negativa del cineasta es, en principio, loable. Solo que él mismo y tantos otros, al expresar su enérgica denuncia frente a algunas dictaduras, olvidan otras y, sin solución de continuidad, se colocan la venda en los ojos ante violaciones de los derechos humanos cometidas por regímenes democráticos, como Israel. Por ejemplo, ante la inaceptable situación humanitaria en el infierno de la franja de Gaza. Así no vale. Así, no merecen respeto.

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