jueves, febrero 28, 2008

Hacia un nuevo Gobierno en Cuba

Por Rafael Rojas, historiador cubano exiliado en México (EL PAÍS, 27/02/08):

Tras un régimen unipersonal de medio siglo, inicia la lenta e indecisa formación de un nuevo Gobierno en Cuba. A juzgar por los últimos meses, ese Gobierno sigue la misma ideología del anterior, pero posee un jefe, un estilo, un lenguaje y una racionalidad diferentes.

A Raúl Castro y su equipo, por lo visto, no les interesa jugar a la confrontación con Estados Unidos, ni la alianza con Chávez y Morales, ni el proselitismo obsesivo de Cuba en América Latina y el Tercer Mundo. A esos sucesores les interesa, sobre todo, reconstruir la legitimidad histórica del socialismo por medio de la satisfacción de las necesidades básicas de una ciudadanía deseosa y, a la vez, temerosa de cambios.

Con Raúl Castro en la Presidencia del Consejo de Estado de Cuba, y a pesar de la ubicación de un político tan rígido como José Ramón Machado Ventura en la primera Vicepresidencia, se deshace, en buena medida, el espejismo insular. Aquella fantasía del país de Granma, basada en el cacareo de las “virtudes” del socialismo, se viene abajo. La realidad de un país en crisis desde hace dieciséis años, por lo menos, es mirada de frente por la clase política. Los muchos y graves problemas de Cuba -transporte, vivienda, escasez, bajos salarios, altos precios, imposibilidad de viajar, falta de acceso a Internet, dos monedas, apartheid turístico…- no se esconden bajo la retórica triunfalista de la “batalla de ideas”, ni se atribuyen al “criminal bloqueo imperialista” o a la “guerra mediática de la mafia de Miami”. Por primera vez, las causas de los problemas de Cuba se localizan en una legislación obsoleta y una administración ineficiente.

Los únicos problemas de Cuba no son, desde luego, económicos y sociales. Raúl Castro, como tecnócrata de nueva estirpe, quisiera reducir la política a administración y pensar que con las necesidades básicas cubiertas, aunque sin libertades públicas, la ciudadanía insular estará conforme. Habrá que esperar un poco más para saber si esa visión gerencial es capaz de contener el malestar de la población y, sobre todo, para saber si con un partido único y una economía estatalizada es posible alcanzar una administración pública eficiente. Aún no sabemos, con certeza, cuántos deseos de ser libres tienen los ciudadanos de la isla.

No por manida, la distinción conceptual entre sucesión y transición se vuelve pertinente para entender el caso cubano. Sucesión es relevo, continuidad de las élites del poder, no alternancia ni circulación de las mismas. Transición es y ha sido en regiones tan disímiles como Suráfrica, Portugal, España, Sudamérica, México o Europa del Este, cambio de régimen, transfor-mación de sistemas de partido único o hegemónico, con grandes limitaciones de derechos políticos, en democracias regidas por la libertad de asociación y expresión y la competencia electoral. En Cuba, por tanto, se está produciendo una sucesión autoritaria, no una transición democrática, lo que no quiere decir que la primera no pueda ser un punto de partida para la segunda.

En la cuestión cubana, entendida de un modo inclusivo, las opciones de futuro se ven claramente delineadas. Los reformistas de la isla están, mayoritariamente, por la sucesión autoritaria. Los opositores de la isla, los exiliados, Estados Unidos y casi toda la comunidad internacional, incluida aquella que prefiere el diálogo diplomático a la presión comercial (España, la Unión Europea, el Vaticano, América Latina), desean una transición pacífica a la democracia en Cuba. Las diferencias de método o procedimiento, y las naturales reacciones que provoca la corrección diplomática, no deberían hacernos perder de vista que son muy pocos, realmente, los países que quieren que en Cuba persista un régimen comunista en pleno siglo XXI.

De manera que el conflicto entre transición y sucesión está planteado y, de algún modo, determinará la historia contemporánea de Cuba. En los próximos años, el Gobierno cubano avanzará en su proyecto, intentando que la reconstrucción de la legitimidad a que hemos hecho referencia sea suficiente para normalizar sus relaciones diplomáticas con la mayor parte del mundo. La oposición, el exilio y la comunidad internacional más influyente seguirán presionando o persuadiendo al régimen de la isla para que avance en la liberación de presos políticos, en la apertura de la esfera pública y, eventualmente, en la concesión de derechos civiles y políticos.

La formación de un nuevo Gobierno en Cuba, que se verá con mayor claridad cuando se reestructure el Consejo de Ministros y cuando la Asamblea Nacional comience a aprobar las medidas anunciadas, implica la subsistencia del mismo Estado. De hecho, el binomio Raúl-Machado Ventura puede ser interpretado como una transacción entre ortodoxos y reformistas, insinuada por Fidel Castro en su “proclama” del 31 de julio de 2006, que intenta garantizar la preservación del régimen durante el proceso sucesor. El objetivo de las élites cubanas es la creación de un nuevo Gobierno dentro del viejo Estado.

Para un país como Cuba, sometido durante medio siglo a la voluntad de una persona, ese cambio, por muy limitado que sea, es importante. Cuba comienza a ser gobernada por instituciones -el protagonismo de la Asamblea Nacional continuará reforzándose en los próximos meses- y la intervención de la clase política insular en la toma de decisiones es cada vez mayor. Quienes desean una transición a la democracia deberán aspirar a que las instituciones del régimen se abran al reconocimiento de la oposición y el exilio y a la comunicación con el verdadero malestar de la ciudadanía. Cuando ese contacto se produzca, dichas instituciones aprenderán a tolerar que la sociedad civil las rebase y a coexistir con nuevas asociaciones políticas, en condiciones de libertad. Sólo entonces nos acercaremos al fin del Estado socialista en la historia contemporánea de Cuba.

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