Por Mateo Madridejos, periodista e historiador (EL PERIÓDICO, 06/04/08):
Dos hechos recientes, con fuertes repercusiones mediáticas, resaltan la conflictiva situación de los fieles musulmanes y sus representantes en varios países de Europa, cada día más secularizados, en los que la práctica religiosa tiende a desaparecer del espacio público. Me refiero a la conversión al catolicismo de un reputado periodista italiano, de origen egipcio e islámico, Magdi Allam, bautizado por el Papa, y al estreno accidentado en internet de la controvertida película Fitna (discordia en árabe), del diputado populista holandés Geert Wilders, en la que se combinan mediocremente imágenes de actos terroristas con la lectura de versículos del Corán.
El periodista y el diputado, amenazados de muerte, coinciden en sus críticas del islam, al que describen, con mayor o menor respaldo erudito, como una religión no reformada, como un bloque de inercia intocable, en la que prevalecen las exégesis más retrógradas, en cuyo nombre se cometen abominables actos de terror, se discrimina a la mujer o se ejecuta a los apóstatas, porque en el Corán pueden inspirarse la tolerancia y la compasión, pero también el fanatismo y la crueldad. Las declaraciones de uno y el film del otro suscitaron la consternación comprensible de los partidarios del diálogo interreligioso y un espectáculo deplorable en el ámbito político.
El Gobierno holandés, con insignes colaboradores externos, pretendió instalar en el corazón europeo de la tolerancia una nueva forma insidiosa de censura o autocensura bajo amenaza real o imaginada. El primer ministro, Jan-Peter Balkenende, con notoria parcialidad, aseguró que el film “identificaba al islam con la violencia” y trató de impedir su difusión. La presidencia eslovena de la Unión Europea, con insólito ardor inquisitorial, condenó severamente el intento de “inflamar el odio”, y el secretario general de la ONU añadió a la repulsa una estrafalaria teoría que subordina la libertad de expresión a la responsabilidad social.
La actitud ambigua del Gobierno holandés, con su inicial pretensión de prohibir el film, sembró la confusión en un país sensible a la libertad de expresión, pero que se ha convertido, según un informe del Consejo de Europa, en el más islamófobo, convulsionado por el asesinato del cineasta Theo van Gogh y el calvario de la somalí Ayaan Hirsi Ali. La contradicción persiste: la tolerancia tradicional y una actitud anglosajona ante los inmigrantes –comunidades cerradas a condición de que no interfieran en la vida pública– sofocan la integración, de manera que existen guetos religiosos y educativos con subvención oficial en los barrios marginales.
EL SOCIÓLOGO holandés Paul Schefer vitupera el sistema de “vasta tolerancia y débil integración, que acreciente las desigualdades y la alienación, amenazando la paz social”. Y para evitar males mayores –los disturbios, los asesinatos–, el primer ministro pensó en introducir la censura, pese a que un Gobierno democrático no puede mediatizar la libertad de expresión sin declarar previamente el estado de emergencia y someterlo a control parlamentario. Con el pretexto del interés público, instrumento retórico de las dictaduras, Balkenende cedió a la pesadilla de sustituir el orden jurídico, garante de la libertad de expresión, por el sentimiento que del bien común tenga en cada momento el Gobierno de turno; es decir, el imperio de la ley por la arbitrariedad, aceptando el chantaje expreso o tácito de los sectores islámicos supuestamente agraviados.
NO HACE falta insistir en que la libertad de expresión, aunque no es un bien absoluto, sólo puede ser coartada por los jueces. La jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos es inequívoca en cuanto permite las publicaciones que puedan “chocar, ofender o perturbar” los sentimientos religiosos, incluidos los islámicos, aunque los denunciantes o inquisidores invoquen la blasfemia o el libelo. Gran parte de Europa, bajo un extraño síndrome de Estocolmo o de corrección política, confundido con una interpretación restrictiva del multiculturalismo, parece haber preterido los principios alumbrados por la Ilustración, esencia de la democracia.
No puede restringirse la libertad de expresión preventivamente por el temor de que los mahometanos se sientan ofendidos. La censura preventiva es una desviación de poder intolerable y el pragmatismo o la ética de la responsabilidad no pueden esgrimirse cuando están en juego derechos fundamentales de la persona. La lección magistral e imperecedera está en el capítulo segundo del libro Sobre la libertad, de John Stuart Mill: “Nunca podemos estar seguros de que la opinión que tratamos de ahogar sea falsa, y si lo estuviéramos, el ahogarla sería también un mal”.
SI CREEMOS que el islam debe experimentar una reforma ilustrada, para aproximarse a la modernidad y la democracia, flaco servicio le prestaremos silenciando la crítica o restringiendo la libertad, o tolerando prácticas comunitarias que chocan frontalmente con los derechos humanos, por miedo o comodidad. El islam está necesitado de una reflexión que le ayude a romper las cadenas que lo aherrojan. Pero si el Estado nacional renuncia a proteger los derechos de todos, delegando parte de su poder en comunidades que propugnan y manipulan la ley islámica, estará sentando las bases de un retroceso histórico y execrable de la libertad.
Dos hechos recientes, con fuertes repercusiones mediáticas, resaltan la conflictiva situación de los fieles musulmanes y sus representantes en varios países de Europa, cada día más secularizados, en los que la práctica religiosa tiende a desaparecer del espacio público. Me refiero a la conversión al catolicismo de un reputado periodista italiano, de origen egipcio e islámico, Magdi Allam, bautizado por el Papa, y al estreno accidentado en internet de la controvertida película Fitna (discordia en árabe), del diputado populista holandés Geert Wilders, en la que se combinan mediocremente imágenes de actos terroristas con la lectura de versículos del Corán.
El periodista y el diputado, amenazados de muerte, coinciden en sus críticas del islam, al que describen, con mayor o menor respaldo erudito, como una religión no reformada, como un bloque de inercia intocable, en la que prevalecen las exégesis más retrógradas, en cuyo nombre se cometen abominables actos de terror, se discrimina a la mujer o se ejecuta a los apóstatas, porque en el Corán pueden inspirarse la tolerancia y la compasión, pero también el fanatismo y la crueldad. Las declaraciones de uno y el film del otro suscitaron la consternación comprensible de los partidarios del diálogo interreligioso y un espectáculo deplorable en el ámbito político.
El Gobierno holandés, con insignes colaboradores externos, pretendió instalar en el corazón europeo de la tolerancia una nueva forma insidiosa de censura o autocensura bajo amenaza real o imaginada. El primer ministro, Jan-Peter Balkenende, con notoria parcialidad, aseguró que el film “identificaba al islam con la violencia” y trató de impedir su difusión. La presidencia eslovena de la Unión Europea, con insólito ardor inquisitorial, condenó severamente el intento de “inflamar el odio”, y el secretario general de la ONU añadió a la repulsa una estrafalaria teoría que subordina la libertad de expresión a la responsabilidad social.
La actitud ambigua del Gobierno holandés, con su inicial pretensión de prohibir el film, sembró la confusión en un país sensible a la libertad de expresión, pero que se ha convertido, según un informe del Consejo de Europa, en el más islamófobo, convulsionado por el asesinato del cineasta Theo van Gogh y el calvario de la somalí Ayaan Hirsi Ali. La contradicción persiste: la tolerancia tradicional y una actitud anglosajona ante los inmigrantes –comunidades cerradas a condición de que no interfieran en la vida pública– sofocan la integración, de manera que existen guetos religiosos y educativos con subvención oficial en los barrios marginales.
EL SOCIÓLOGO holandés Paul Schefer vitupera el sistema de “vasta tolerancia y débil integración, que acreciente las desigualdades y la alienación, amenazando la paz social”. Y para evitar males mayores –los disturbios, los asesinatos–, el primer ministro pensó en introducir la censura, pese a que un Gobierno democrático no puede mediatizar la libertad de expresión sin declarar previamente el estado de emergencia y someterlo a control parlamentario. Con el pretexto del interés público, instrumento retórico de las dictaduras, Balkenende cedió a la pesadilla de sustituir el orden jurídico, garante de la libertad de expresión, por el sentimiento que del bien común tenga en cada momento el Gobierno de turno; es decir, el imperio de la ley por la arbitrariedad, aceptando el chantaje expreso o tácito de los sectores islámicos supuestamente agraviados.
NO HACE falta insistir en que la libertad de expresión, aunque no es un bien absoluto, sólo puede ser coartada por los jueces. La jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos es inequívoca en cuanto permite las publicaciones que puedan “chocar, ofender o perturbar” los sentimientos religiosos, incluidos los islámicos, aunque los denunciantes o inquisidores invoquen la blasfemia o el libelo. Gran parte de Europa, bajo un extraño síndrome de Estocolmo o de corrección política, confundido con una interpretación restrictiva del multiculturalismo, parece haber preterido los principios alumbrados por la Ilustración, esencia de la democracia.
No puede restringirse la libertad de expresión preventivamente por el temor de que los mahometanos se sientan ofendidos. La censura preventiva es una desviación de poder intolerable y el pragmatismo o la ética de la responsabilidad no pueden esgrimirse cuando están en juego derechos fundamentales de la persona. La lección magistral e imperecedera está en el capítulo segundo del libro Sobre la libertad, de John Stuart Mill: “Nunca podemos estar seguros de que la opinión que tratamos de ahogar sea falsa, y si lo estuviéramos, el ahogarla sería también un mal”.
SI CREEMOS que el islam debe experimentar una reforma ilustrada, para aproximarse a la modernidad y la democracia, flaco servicio le prestaremos silenciando la crítica o restringiendo la libertad, o tolerando prácticas comunitarias que chocan frontalmente con los derechos humanos, por miedo o comodidad. El islam está necesitado de una reflexión que le ayude a romper las cadenas que lo aherrojan. Pero si el Estado nacional renuncia a proteger los derechos de todos, delegando parte de su poder en comunidades que propugnan y manipulan la ley islámica, estará sentando las bases de un retroceso histórico y execrable de la libertad.
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