domingo, marzo 29, 2009

El infierno en un frasco de caviar

Por Rafael Argullol, escritor (EL PAÍS, 28/03/09):

Vladimirske Central es un antiguo penal que en la época del estalinismo servía, como tantos otros, para albergar a los prisioneros políticos víctimas de la represión. Actualmente sirve también para hacer turismo. Una agencia de viajes especializada organiza tours en el penal por la módica cantidad de 100 euros. La expedición consiste fundamentalmente en disfrazar a los turistas de presidiarios, con sus uniformes y números de identificación, proporcionándoles la emoción de pasar un día en las viejas celdas e incluso distraerse un poco en los destartalados talleres en los que tenían lugar los trabajos forzados. Como el turista-presidiario no puede quedarse con hambre también se le ofrece un rancho que imita el que recibían los presos.

Según contaba recientemente Vitali Shentalinski, uno de los investigadores que entraron en los archivos del KGB para estudiar los expedientes de los escritores represaliados, la propuesta turística de Vladimirske Central ha tenido tanto éxito que la agencia de viajes, desbordada por las peticiones, se plantea aumentar la tarifa de la excursión. La gente encuentra que ésta es muy emocionante y que el rancho que se proporciona es variado y abundante. Las cámaras digitales trabajan a toda velocidad y a la salida del penal, abandonado el uniforme de presidiario, los excursionistas se muestran unos a otros disfrazados de reos del feroz estalinismo.

No obstante, esto no significa que Stalin sea particularmente feroz para la Rusia de hoy. Junto a la más bien macabra anécdota de Vladimirske Central, Shentalinski también se refería a la paulatina dificultad de los historiadores para acceder a los archivos de la represión y a su temor de que la Rusia de Putin, con la excusa de un renacimiento nacional, abra el paso a una rehabilitación del tirano, no muy lejana si tenemos en cuenta que un 50% de los rusos actuales respetan el papel histórico de Stalin frente a una proporción muchísimo más baja hace una década. De la actitud de los jóvenes tampoco se puede esperar mucha variación pues o bien -como el resto de los jóvenes del mundo- saben muy poco de lo que pasó anteayer o bien se inclinan por el más crudo de los pragmatismos. La nieta de un antiguo detenido en Siberia declaraba que Stalin había sido “un buen manager”. Nada menos.

No es de extrañar, por tanto, que hace unos meses los periódicos informaran de que Stalin, en una votación por televisión en la que habían participado millones de personas, había sido designado el tercer ruso más importante de la historia, tras Alexander Nevski, el primero, y un ministro del zar Nicolás II cuyo nombre no se citaba en la noticia. Para conseguir su relevante posición el padrecito Stalin había desbancado, para más ironía, a Pushkin; quizá no hay que dramatizar con estas estúpidas votaciones televisivas. Con este método el portugués más decisivo de la historia de Portugal resultó ser Oliveira Salazar, y si no recuerdo mal, en una gran demostración de conocimientos respecto al propio pasado, los televidentes norteamericanos eligieron a Ronald Reagan y los españoles, a Juan Carlos de Borbón. O, por el contrario, quizá sí que haya que dramatizar con estos resultados.

Como quiera que fuere el asunto de la hipotética rehabilitación de Stalin se cruzó continuamente en mi memoria cuando el otro día vi un espléndido documental francés titulado La historia secreta del archipiélago Gulag. Es una película realizada el año pasado por Sean Crépu y Nicolas Miletitch en la que a través de la última entrevista a Alexander Soljenitsin dos meses antes de la muerte de éste, se revela paso a paso la prodigiosa composición del Archipiélago Gulag.

Cuando apareció este libro en 1973, primero en Francia y luego, rápidamente, en varios países europeos la campaña contra Soljenitsin fue demoledora por parte de muchos medios izquierdistas, un eco de la orquestada desde Moscú. En aquel entonces yo era estudiante y recuerdo perfectamente la opinión de diversos intelectuales que tenían prestigio entre nosotros, los estudiantes, contra Soljenitsin. Para ellos, Un día en la vida de Iván Denisevitch resultaba aceptable, una buena novela sobre la desestabilización en la Unión Soviética, pero Archipiélago Gulag era pura y duramente un producto “anticomunista”. Soljenitsin fue sucesivamente un agente de la CIA, un místico, un paranoico. Con el tiempo desapareció lo de “agente de la CIA” y Soljenitsin, pese a haber ganado el Premio Nobel de Literatura en 1970, permaneció en una suerte de limbo de la cultura literaria contemporánea como un “loco místico”.

No sé, ni me importa, si Archipiélago Gulag es una de las cumbres literarias del siglo XX. Lo que sí sé es que es el libro más decisivo de esa centuria, el único capaz de ofrecer a los que sufrieron cruelmente el totalitarismo una vindicación y una catarsis que, si afecta particularmente al pueblo ruso, se extiende asimismo al mundo entero. Aunque pudiera llegar una siniestra rehabilitación de Stalin la sola existencia del Archipiélago Gulag es un juicio permanente contra la brutalidad del totalitarismo y un tribunal de la memoria más duradero que cualquiera que pudiera poner en marcha, como de otra parte sería su obligación democrática, el Estado ruso.

Precisamente esto es lo que demuestra fehacientemente el documental de Jean Crepú y Nicolas Miletitch. En él un Alexander Soljenitsin envejecido, extremadamente delgado, terminal, se saca definitivamente la máscara de “loco místico” y revela con extraordinaria lucidez que culminó en su libro. Es difícil que ningún texto reciente haya requerido tantas energías y comportado riesgos semejantes. Antes de Archipiélago Gulag, nadie, ni en Rusia ni en Occidente, tenía una imagen del inmenso conjunto carcelario creado por Stalin. Se conocían los sufrimientos particulares pero no el dibujo global que permitía recuperar la grandeza de estos sufrimientos y advertir a la humanidad futura.

La película expresa el coraje y la tenacidad de Soljenitsin, a menudo, aislado en los largos años de escritura del libro. No obstante, más allá del escritor desfilan por los fotogramas los héroes anónimos que contribuyeron a la obra tanto como él: los centenares de presos que dieron su testimonio, las tres mujeres que mecanografiaron el texto, el cineasta que lo microfilmó, los cómplices que lo escondieron, los campesinos estonios que dieron refugio al autor, el periodista sueco que se mantenía en guardia, el hombre que finalmente, arriesgó la vida para llevarse a París el microfilme del libro ¡dentro de un frasco de caviar!

Qué maravillosa paradoja que un recipiente tan pequeño pueda contener tanta pasión, tanta resistencia y tanta libertad.

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