Por Mateo Madridejos, periodista e historiador (EL PERIÓDICO, 04/04/09):
La cumbre del G-20 en Londres traslada al mundo de la economía globalizada el giro copernicano que ya se vive en el campo geoestratégico desde que el mundo unipolar derivado de la caída del Muro de Berlín y el fin de la guerra fría (1989) entró en fase de liquidación tras los atentados del 11 de septiembre del 2001. La vulnerabilidad de Estados Unidos al flagelo del terrorismo planetario, el desastre de Irak y la guerra de Afganistán, pero también el enquistado problema palestino y el desafío nuclear de Corea del Norte e Irán, confirmaron que el multilateralismo era inexorable.
Obama recurrió a la modestia para expresar en Londres su aceptación de la realidad heredada e implacable: “He venido a escuchar, no a dar lecciones”, pero añadió que el mundo no puede depender de que “Estados Unidos se comporte como un voraz consumidor”, nueva e ingeniosa fórmula para reclamar el reparto de la pesada carga sin abolir la primacía. El nuevo orden económico global será norteamericano, como no puede ser de otra manera, pero necesitará el concurso de las otras grandes potencias, tradicionales o emergentes, para estabilizarse y buscar la salida del laberinto de la recesión sin abandonar el capitalismo.
El presidente llegó a la capital británica en el momento menos glorioso desde que entró en la Casa Blanca, cuando tiene perturbado el frente interior con una enconada controversia sobre los efectos de su programa billonario de reactivación económica. La pugna tradicional entre los epígonos de Keynes y Friedman, los que propugnan la recuperación por la demanda o por la oferta, se completa con apelaciones críticas y hasta sarcásticas que remueven el populismo latente contra los errores manifiestos y devastadores de Wall Street. El respetado economista Joseph Stiglitz, premio Nobel, ha llegado a fustigar “el socialismo norteamericano que consiste en socializar las pérdidas y privatizar los beneficios”.
El presidente Sarkozy y la cancillera Merkel, felizmente reconciliados, llegaron a reclamar “un regulador global” que resultó inaceptable para el presidente norteamericano. Este acabó cediendo en el fraude de los paraísos fiscales y la disciplina de los productos especulativos, la ingeniería financiera y bursátil, además de renunciar a su propuesta estelar de que los países del G-20 dedicaran el 2% del producto interior bruto al estímulo de la economía. Lo más hiriente para Obama quizá fue el elogio implícito del capitalismo renano o europeo, de fuerte contenido social, que quizá no resulta tan dinámico como el anglo-norteamericano, pero que resiste mejor en estos tiempos de tribulación.
LA GRAN paradoja del aparente éxito europeo radica en la potencia aún abrumadora de EEUU, su indiscutible hegemonía tecnológica, económica, cultural y militar, de manera que la recuperación de los negocios resulta ilusoria si no irradia desde el mercado norteamericano. La competencia entre los estados-nación se ha recrudecido, pero los poderes emergentes –China, Rusia, India–compiten entre sí, más allá de la ideología. Y el retorno de la historia, según Robert Kagan, mantiene el foso entre los europeos de Venus, cautivados por el pacifismo, y los estadounidenses de Marte, que alimentan con sus impuestos y sus soldados a la única potencia indispensable.
La franqueza de Obama, al recordar que la recuperación no depende exclusivamente en la locomotora norteamericana, se refleja en el tono gris con que la gran prensa estadounidense recogió los fastos de Londres. Los límites de la potencia pueden cuantificarse: en los años 80, EEUU representaba el 35 % de la economía mundial, porcentaje ahora reducido a poco más del 20%.
Las estratosféricas cifras del compromiso (suma de lo gastado y lo por gastar), aireadas por el primer ministro británico, Gordon Brown, para captar los titulares y ver si remonta en su particular tobogán político, no deben enmascarar la realidad: ningún acuerdo específico por países para el estímulo fiscal o monetario que preconizaban EEUU y Gran Bretaña. La declaración concede el mismo espacio a la regulación que a la recuperación, esta centrada en el Fondo Monetario Internacional (FMI), cuyo organigrama y funcionamiento tendrán que acomodarse pronto a la nueva situación para satisfacer las demandas de los que se quejan de la hegemonía norteamericana establecida en Bretton Woods (1944).
LA PONDERADA conclusión de The Economist se resume en una pregunta: “¿Puede el FMI salvar al mundo?” Ni siquiera sabemos si la reforma será factible, incluyendo el número de votos atribuido a cada país, como China. Quizá el ascenso del FMI nos ahorraría los espectáculos a veces deprimentes de unas cumbres que degeneran en histrionismo, tan onerosas e hirientes en época de crisis, y que solo sirven para firmar un documento negociado entre bastidores que en esta ocasión fue filtrado a la prensa por los británicos una semana antes.
El cónclave de Londres tenía bien aprendida la lección de 1933, cuando una conferencia semejante acabó como el rosario de la aurora, y por eso se dispersó entre parabienes y sonrisas. La cancillera Merkel, que llegó del frío en 1990, habló de “compromiso histórico”. Pocas horas después, la OCDE publicó una lista de paraísos fiscales de la que habían desaparecido como por ensalmo Hong Kong y Macao. Primer fruto del consenso.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
La cumbre del G-20 en Londres traslada al mundo de la economía globalizada el giro copernicano que ya se vive en el campo geoestratégico desde que el mundo unipolar derivado de la caída del Muro de Berlín y el fin de la guerra fría (1989) entró en fase de liquidación tras los atentados del 11 de septiembre del 2001. La vulnerabilidad de Estados Unidos al flagelo del terrorismo planetario, el desastre de Irak y la guerra de Afganistán, pero también el enquistado problema palestino y el desafío nuclear de Corea del Norte e Irán, confirmaron que el multilateralismo era inexorable.
Obama recurrió a la modestia para expresar en Londres su aceptación de la realidad heredada e implacable: “He venido a escuchar, no a dar lecciones”, pero añadió que el mundo no puede depender de que “Estados Unidos se comporte como un voraz consumidor”, nueva e ingeniosa fórmula para reclamar el reparto de la pesada carga sin abolir la primacía. El nuevo orden económico global será norteamericano, como no puede ser de otra manera, pero necesitará el concurso de las otras grandes potencias, tradicionales o emergentes, para estabilizarse y buscar la salida del laberinto de la recesión sin abandonar el capitalismo.
El presidente llegó a la capital británica en el momento menos glorioso desde que entró en la Casa Blanca, cuando tiene perturbado el frente interior con una enconada controversia sobre los efectos de su programa billonario de reactivación económica. La pugna tradicional entre los epígonos de Keynes y Friedman, los que propugnan la recuperación por la demanda o por la oferta, se completa con apelaciones críticas y hasta sarcásticas que remueven el populismo latente contra los errores manifiestos y devastadores de Wall Street. El respetado economista Joseph Stiglitz, premio Nobel, ha llegado a fustigar “el socialismo norteamericano que consiste en socializar las pérdidas y privatizar los beneficios”.
El presidente Sarkozy y la cancillera Merkel, felizmente reconciliados, llegaron a reclamar “un regulador global” que resultó inaceptable para el presidente norteamericano. Este acabó cediendo en el fraude de los paraísos fiscales y la disciplina de los productos especulativos, la ingeniería financiera y bursátil, además de renunciar a su propuesta estelar de que los países del G-20 dedicaran el 2% del producto interior bruto al estímulo de la economía. Lo más hiriente para Obama quizá fue el elogio implícito del capitalismo renano o europeo, de fuerte contenido social, que quizá no resulta tan dinámico como el anglo-norteamericano, pero que resiste mejor en estos tiempos de tribulación.
LA GRAN paradoja del aparente éxito europeo radica en la potencia aún abrumadora de EEUU, su indiscutible hegemonía tecnológica, económica, cultural y militar, de manera que la recuperación de los negocios resulta ilusoria si no irradia desde el mercado norteamericano. La competencia entre los estados-nación se ha recrudecido, pero los poderes emergentes –China, Rusia, India–compiten entre sí, más allá de la ideología. Y el retorno de la historia, según Robert Kagan, mantiene el foso entre los europeos de Venus, cautivados por el pacifismo, y los estadounidenses de Marte, que alimentan con sus impuestos y sus soldados a la única potencia indispensable.
La franqueza de Obama, al recordar que la recuperación no depende exclusivamente en la locomotora norteamericana, se refleja en el tono gris con que la gran prensa estadounidense recogió los fastos de Londres. Los límites de la potencia pueden cuantificarse: en los años 80, EEUU representaba el 35 % de la economía mundial, porcentaje ahora reducido a poco más del 20%.
Las estratosféricas cifras del compromiso (suma de lo gastado y lo por gastar), aireadas por el primer ministro británico, Gordon Brown, para captar los titulares y ver si remonta en su particular tobogán político, no deben enmascarar la realidad: ningún acuerdo específico por países para el estímulo fiscal o monetario que preconizaban EEUU y Gran Bretaña. La declaración concede el mismo espacio a la regulación que a la recuperación, esta centrada en el Fondo Monetario Internacional (FMI), cuyo organigrama y funcionamiento tendrán que acomodarse pronto a la nueva situación para satisfacer las demandas de los que se quejan de la hegemonía norteamericana establecida en Bretton Woods (1944).
LA PONDERADA conclusión de The Economist se resume en una pregunta: “¿Puede el FMI salvar al mundo?” Ni siquiera sabemos si la reforma será factible, incluyendo el número de votos atribuido a cada país, como China. Quizá el ascenso del FMI nos ahorraría los espectáculos a veces deprimentes de unas cumbres que degeneran en histrionismo, tan onerosas e hirientes en época de crisis, y que solo sirven para firmar un documento negociado entre bastidores que en esta ocasión fue filtrado a la prensa por los británicos una semana antes.
El cónclave de Londres tenía bien aprendida la lección de 1933, cuando una conferencia semejante acabó como el rosario de la aurora, y por eso se dispersó entre parabienes y sonrisas. La cancillera Merkel, que llegó del frío en 1990, habló de “compromiso histórico”. Pocas horas después, la OCDE publicó una lista de paraísos fiscales de la que habían desaparecido como por ensalmo Hong Kong y Macao. Primer fruto del consenso.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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