Por José Enrique de Ayala, general de brigada del Ejército de Tierra en la reserva (EL PAÍS, 03/04/09):
La Alianza Atlántica es la historia de un éxito. Desde la firma del Tratado de Washington, hace ahora 60 años, hasta la disolución del Pacto de Varsovia y de la Unión Soviética en 1991, cumplió la misión para la que fue creada: defender a Europa occidental de la amenaza que venía del Este. Algo que los europeos solos no hubieran sido capaces de garantizar.
Con el fin de la guerra fría, la organización que se había creado en los años 50 para aplicar el Tratado, la OTAN, se encontró con que su misión principal había desaparecido y emprendió un camino de transformación, más dirigido a garantizar su supervivencia que a defender a los aliados contra otros riesgos, un tanto indeterminados. Se inició una ampliación hacia el Este que ha llegado hasta las fronteras rusas, y se aprobaron dos nuevos conceptos estratégicos enfocados a ampliar los objetivos de la alianza y a promover la ejecución de misiones fuera de área, que por supuesto no estaban contempladas en el Tratado y que incluían, en ocasiones, operaciones de combate, como en el caso del bombardeo de Serbia durante la crisis de Kosovo, en 1999, ejecutado sin autorización del Consejo de Seguridad y en contra de la Carta de Naciones Unidas. La Alianza mostraba así su vocación de convertirse en un gendarme global, arrogándose la prerrogativa de decidir cuándo una guerra era justa.
Es precisamente en esas misiones fuera de área donde se ha puesto de manifiesto que los intereses de Estados Unidos y Europa, idénticos en la guerra fría, pueden ahora no coincidir exactamente en algunos casos. Las relaciones con Rusia se han deteriorado -en contra de los intereses europeos- por la iniciativa de Washington para desplegar parte del sistema de defensa antimisiles en dos países europeos y por la decisión de admitir como miembros de la OTAN, aunque sin fecha, a Ucrania y Georgia, que Moscú considera esenciales para su seguridad. En Kosovo, se mantiene el despliegue de KFOR y se le dan nuevas misiones que suponen un reconocimiento de facto de la independencia, a pesar de que hay cuatro aliados, entre ellos España, que no la aceptan y de que la resolución del Consejo de Seguridad (1244) por la que se creó, reconoce la integridad de la República Federal de Yugoslavia (hoy Serbia). En Afganistán, los aliados han visto evolucionar su misión desde la seguridad de Kabul hasta operaciones de combate en todo el país, sin que haya habido una decisión estratégica común, y sólo ahora, a iniciativa de Washington, parece que esa estrategia puede concretarse.
A pesar del radical cambio en el escenario estratégico, los mecanismos de decisión aliados siguen siendo los mismos. Teóricamente, la decisión corresponde al Consejo Atlántico, pero en la práctica los países europeos -o algunos de ellos- se ven a veces compelidos a aceptar decisiones o a seguir estrategias adoptadas en Washington sobre las que tienen serias reservas. La consecuencia es un escaso entusiasmo que se traduce en aportaciones limitadas o restricciones en el empleo de la fuerza, con el consiguiente debilitamiento de la cohesión. La vuelta de Francia a la estructura militar integrada, más formal que real, puesto que ya estaba en el Comité Militar y en los Cuarteles Generales, podrá aumentar el peso europeo, pero no cambiará por sí sola la relación interna de fuerzas existente ahora. Mientras los europeos actúen individualmente, la situación será la misma.
Pasados casi 20 años de la caída del muro de Berlín, una Europa reunificada, con 500 millones de habitantes y cerca del 30% del PIB mundial, no puede confiar eternamente su defensa a una potencia externa. La dependencia militar implica siempre una cierta dependencia política y supone una limitación evidente de la libertad de acción que la Unión Europea necesita para ejercer un papel relevante en el mundo multipolar que ahora emerge.
Sin embargo, Europa comparte con Estados Unidos y Canadá, valores, ciertos intereses, riesgos y, sobre todo, una enorme conexión cultural, económica y comercial que hace a ambas partes interdependientes. Una alianza política y defensiva entre ellos sigue siendo útil y necesaria no sólo para la seguridad de ambos, sino también para la estabilidad global. El vínculo trasatlántico debe y puede seguir existiendo.
Pero este vínculo no puede expresarse ya a través de una estructura y unos procesos de decisión que están basados en la relación de fuerzas que existía en la guerra fría, es decir, que responden a la preeminencia política que EE UU adquirió en aquella época sobre los países europeos a cambio de otorgarles su protección. La única manera efectiva de que Europa asuma su responsabilidad y su parte de la carga común, es que esa relación desequilibrada se sustituya por una alianza entre iguales en la que ambas orillas del Atlántico tengan el mismo peso y sean igualmente autónomas y solidarias.
El Tratado de Washington debe ser reformado y convertirse en un tratado entre EE UU y la UE, al que puedan asociarse también los miembros actuales de la OTAN que no forman parte de la Unión. El nuevo articulado debería incluir, además, la posibilidad de acciones comunes fuera de área, y las condiciones en las que podrían llevarse a cabo, así como la extensión del compromiso de asistencia mutua a la defensa contra agresiones o amenazas que no tengan carácter territorial.
La Unión Europea tendría en el nuevo tratado una voz única, lo que debería lógicamente reflejarse en la organización y la estructura militar. Un solo representante de la Unión se sentaría en el Consejo Atlántico, así como en el resto de los órganos aliados, incluido el Comité Militar. En este último, el representante europeo tendría que ser el comandante de las fuerzas aliadas europeas, subordinado al Consejo Europeo, que debería disponer de una estructura de mando propia de la UE.
Esta estructura no tiene que ser creada ex novo, puede ser la actualmente existente de la OTAN en Europa, aunque con una nueva dependencia puramente europea, ya que más del 80% del personal y los recursos actuales son europeos y sus órganos pueden funcionar perfectamente sin la contribución norteamericana.
Para evitar que las fuerzas de EE UU en Europa estuvieran subordinadas a los Cuarteles Generales con mando europeo, algo que las directivas presidenciales estadounidenses no permiten, se podría establecer un Cuartel General específico para ellas, cuyo jefe sería el interlocutor del comandante de las fuerzas aliadas europeas. Entre ambos Cuarteles Generales, europeo y estadounidense en Europa, se establecerían vínculos suficientemente estrechos para permitir un adiestramiento y un desarrollo de capacidades coordinados, así como la participación en operaciones combinadas -bajo una u otra autoridad, según el caso- cuando se produjera la decisión política correspondiente.
De este modo, se conservaría un vínculo trasatlántico sólido -incluida la asistencia mutua- y se mantendría la capacidad de actuar juntos, aprovechando la experiencia acumulada, pero con una organización que respondería mejor a la necesidad de una autonomía europea real. La Unión Europea estaría en la Alianza Atlántica del mismo modo que Estados Unidos, es decir, sin depender exclusivamente de ella. Podría tomar sus propias decisiones, sin pedir permiso a nadie, y asumir sus propias responsabilidades, incluida la de su propia defensa colectiva, lo que le daría la independencia política imprescindible para actuar como un actor global diferenciado.
A nadie se le escapan las dificultades que tiene la puesta en marcha de una reforma de esta trascendencia, empezando por la falta de unidad de los europeos, sin la cual no puede acometerse. La reforma tendrá que enfrentarse además, probablemente, a cierta incomprensión en Washington e incluso al intento de bloqueo de algún país aliado. El proceso de transformación no será fácil ni, por supuesto, corto.
Y, no obstante, hay que intentarlo. Porque la alternativa es una progresiva falta de objetivos comunes, y, por ende, de la cohesión aliada, que puede conducir a la inoperancia de la organización, si no a su desaparición a medio plazo. Por el contrario, sólo una adaptación profunda a las nuevas realidades permitirá que dentro de 60 años otras generaciones puedan seguir celebrando el aniversario de una alianza que tanto ha contribuido a la paz en Europa y a la estabilidad global.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
La Alianza Atlántica es la historia de un éxito. Desde la firma del Tratado de Washington, hace ahora 60 años, hasta la disolución del Pacto de Varsovia y de la Unión Soviética en 1991, cumplió la misión para la que fue creada: defender a Europa occidental de la amenaza que venía del Este. Algo que los europeos solos no hubieran sido capaces de garantizar.
Con el fin de la guerra fría, la organización que se había creado en los años 50 para aplicar el Tratado, la OTAN, se encontró con que su misión principal había desaparecido y emprendió un camino de transformación, más dirigido a garantizar su supervivencia que a defender a los aliados contra otros riesgos, un tanto indeterminados. Se inició una ampliación hacia el Este que ha llegado hasta las fronteras rusas, y se aprobaron dos nuevos conceptos estratégicos enfocados a ampliar los objetivos de la alianza y a promover la ejecución de misiones fuera de área, que por supuesto no estaban contempladas en el Tratado y que incluían, en ocasiones, operaciones de combate, como en el caso del bombardeo de Serbia durante la crisis de Kosovo, en 1999, ejecutado sin autorización del Consejo de Seguridad y en contra de la Carta de Naciones Unidas. La Alianza mostraba así su vocación de convertirse en un gendarme global, arrogándose la prerrogativa de decidir cuándo una guerra era justa.
Es precisamente en esas misiones fuera de área donde se ha puesto de manifiesto que los intereses de Estados Unidos y Europa, idénticos en la guerra fría, pueden ahora no coincidir exactamente en algunos casos. Las relaciones con Rusia se han deteriorado -en contra de los intereses europeos- por la iniciativa de Washington para desplegar parte del sistema de defensa antimisiles en dos países europeos y por la decisión de admitir como miembros de la OTAN, aunque sin fecha, a Ucrania y Georgia, que Moscú considera esenciales para su seguridad. En Kosovo, se mantiene el despliegue de KFOR y se le dan nuevas misiones que suponen un reconocimiento de facto de la independencia, a pesar de que hay cuatro aliados, entre ellos España, que no la aceptan y de que la resolución del Consejo de Seguridad (1244) por la que se creó, reconoce la integridad de la República Federal de Yugoslavia (hoy Serbia). En Afganistán, los aliados han visto evolucionar su misión desde la seguridad de Kabul hasta operaciones de combate en todo el país, sin que haya habido una decisión estratégica común, y sólo ahora, a iniciativa de Washington, parece que esa estrategia puede concretarse.
A pesar del radical cambio en el escenario estratégico, los mecanismos de decisión aliados siguen siendo los mismos. Teóricamente, la decisión corresponde al Consejo Atlántico, pero en la práctica los países europeos -o algunos de ellos- se ven a veces compelidos a aceptar decisiones o a seguir estrategias adoptadas en Washington sobre las que tienen serias reservas. La consecuencia es un escaso entusiasmo que se traduce en aportaciones limitadas o restricciones en el empleo de la fuerza, con el consiguiente debilitamiento de la cohesión. La vuelta de Francia a la estructura militar integrada, más formal que real, puesto que ya estaba en el Comité Militar y en los Cuarteles Generales, podrá aumentar el peso europeo, pero no cambiará por sí sola la relación interna de fuerzas existente ahora. Mientras los europeos actúen individualmente, la situación será la misma.
Pasados casi 20 años de la caída del muro de Berlín, una Europa reunificada, con 500 millones de habitantes y cerca del 30% del PIB mundial, no puede confiar eternamente su defensa a una potencia externa. La dependencia militar implica siempre una cierta dependencia política y supone una limitación evidente de la libertad de acción que la Unión Europea necesita para ejercer un papel relevante en el mundo multipolar que ahora emerge.
Sin embargo, Europa comparte con Estados Unidos y Canadá, valores, ciertos intereses, riesgos y, sobre todo, una enorme conexión cultural, económica y comercial que hace a ambas partes interdependientes. Una alianza política y defensiva entre ellos sigue siendo útil y necesaria no sólo para la seguridad de ambos, sino también para la estabilidad global. El vínculo trasatlántico debe y puede seguir existiendo.
Pero este vínculo no puede expresarse ya a través de una estructura y unos procesos de decisión que están basados en la relación de fuerzas que existía en la guerra fría, es decir, que responden a la preeminencia política que EE UU adquirió en aquella época sobre los países europeos a cambio de otorgarles su protección. La única manera efectiva de que Europa asuma su responsabilidad y su parte de la carga común, es que esa relación desequilibrada se sustituya por una alianza entre iguales en la que ambas orillas del Atlántico tengan el mismo peso y sean igualmente autónomas y solidarias.
El Tratado de Washington debe ser reformado y convertirse en un tratado entre EE UU y la UE, al que puedan asociarse también los miembros actuales de la OTAN que no forman parte de la Unión. El nuevo articulado debería incluir, además, la posibilidad de acciones comunes fuera de área, y las condiciones en las que podrían llevarse a cabo, así como la extensión del compromiso de asistencia mutua a la defensa contra agresiones o amenazas que no tengan carácter territorial.
La Unión Europea tendría en el nuevo tratado una voz única, lo que debería lógicamente reflejarse en la organización y la estructura militar. Un solo representante de la Unión se sentaría en el Consejo Atlántico, así como en el resto de los órganos aliados, incluido el Comité Militar. En este último, el representante europeo tendría que ser el comandante de las fuerzas aliadas europeas, subordinado al Consejo Europeo, que debería disponer de una estructura de mando propia de la UE.
Esta estructura no tiene que ser creada ex novo, puede ser la actualmente existente de la OTAN en Europa, aunque con una nueva dependencia puramente europea, ya que más del 80% del personal y los recursos actuales son europeos y sus órganos pueden funcionar perfectamente sin la contribución norteamericana.
Para evitar que las fuerzas de EE UU en Europa estuvieran subordinadas a los Cuarteles Generales con mando europeo, algo que las directivas presidenciales estadounidenses no permiten, se podría establecer un Cuartel General específico para ellas, cuyo jefe sería el interlocutor del comandante de las fuerzas aliadas europeas. Entre ambos Cuarteles Generales, europeo y estadounidense en Europa, se establecerían vínculos suficientemente estrechos para permitir un adiestramiento y un desarrollo de capacidades coordinados, así como la participación en operaciones combinadas -bajo una u otra autoridad, según el caso- cuando se produjera la decisión política correspondiente.
De este modo, se conservaría un vínculo trasatlántico sólido -incluida la asistencia mutua- y se mantendría la capacidad de actuar juntos, aprovechando la experiencia acumulada, pero con una organización que respondería mejor a la necesidad de una autonomía europea real. La Unión Europea estaría en la Alianza Atlántica del mismo modo que Estados Unidos, es decir, sin depender exclusivamente de ella. Podría tomar sus propias decisiones, sin pedir permiso a nadie, y asumir sus propias responsabilidades, incluida la de su propia defensa colectiva, lo que le daría la independencia política imprescindible para actuar como un actor global diferenciado.
A nadie se le escapan las dificultades que tiene la puesta en marcha de una reforma de esta trascendencia, empezando por la falta de unidad de los europeos, sin la cual no puede acometerse. La reforma tendrá que enfrentarse además, probablemente, a cierta incomprensión en Washington e incluso al intento de bloqueo de algún país aliado. El proceso de transformación no será fácil ni, por supuesto, corto.
Y, no obstante, hay que intentarlo. Porque la alternativa es una progresiva falta de objetivos comunes, y, por ende, de la cohesión aliada, que puede conducir a la inoperancia de la organización, si no a su desaparición a medio plazo. Por el contrario, sólo una adaptación profunda a las nuevas realidades permitirá que dentro de 60 años otras generaciones puedan seguir celebrando el aniversario de una alianza que tanto ha contribuido a la paz en Europa y a la estabilidad global.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
No hay comentarios.:
Publicar un comentario