viernes, febrero 22, 2008

Auschwitz en Hiroshima

Por Eduardo Garrigues, escritor, diplomático y consejero para Asuntos Hispanos del Ministerio de Asuntos Exteriores (EL MUNDO, 18/01/08):

Durante su reciente visita al Museo del Holocausto en Jerusalén, George W. Bush dijo: «Deberíamos haber bombardeado Auschwitz», refiriéndose a que la aviación estadounidense en Europa hubiera debido destruir los campos de exterminio de los judíos en vez de dar prioridad a otros objetivos militares. En ese mismo contexto, el presidente podría haber aludido a que el titánico esfuerzo realizado por su país durante la II Guerra Mundial para desarrollar la energía nuclear había sido iniciado y dirigido por científicos judíos refugiados en Estados Unidos, cuya principal motivación era, precisamente, evitar que el régimen nazi pudiese continuar su política de exterminio de las minorías. Pero como Alemania fue derrotada antes de que la bomba estuviese disponible, aunque ya para entonces también Japón estaba a punto de rendirse, el presidente Truman decidió utilizar en Hiroshima y Nagasaki el arma que había sido diseñada precisamente para evitar la consecución del Holocausto.

La investigación sobre la fisión del átomo de los científicos de origen judío fue un elemento esencial en el desarrollo de un proceso que culminaría en la fabricación de la bomba atómica. Hasta principios de los años 30, los científicos norteamericanos iban muy retrasados en la investigación nuclear con respecto a los físicos europeos. Y cuando a finales de esa década los físicos estadounidenses habían conseguido reducir la ventaja inicial de la ciencia europea en ese ámbito, dos científicos alemanes del Instituto Kaiser Wilheim de Berlín consiguieron bombardear mineral de uranio con neutrones, con el resultado inesperado de que al ser absorbido por el átomo de uranio, éste se dividía en dos fragmentos relativamente iguales y con la consecuencia de que este proceso podía originar una reacción en cadena que liberase enormes cantidades de energía.

Cuando estos descubrimientos fueron anunciados a la comunidad científica internacional, durante una conferencia en la Universidad de Georgetown (Washington) en enero de 1939, todos los físicos asistentes a ese encuentro supieron que había sido liberada la enorme fuente de energía que había mantenido al átomo unido desde los albores del universo (de hecho la palabra original griega atomoi significa «indivisible»). Aunque por entonces fuese sólo a nivel teórico, se calculaba que la fuerza que podía liberar medio kilo del isótopo de uranio (U 235) era equivalente a la explosión de 15.000 toneladas de dinamita. Después se supo que ese cálculo era más bien conservador.

Lo que aquí interesa destacar es que el conocimiento del terrible potencial que suponía esa nueva fuente de energía coincidió en el tiempo y en el espacio con el endurecimiento en Alemania del nazismo antisemita, lo que provocó el exilio de importantes científicos judíos hacia Estados Unidos; eventualmente iban a reunirse en ese país físicos de la talla de Enrico Fermi y Emilio Segré (Italia), de Niels Bohr (Dinamarca) o Hans Bethe (Alemania), que habían trabajado desde distintos enfoques en el campo de la fisión nuclear en sus respectivos países y que, antes o después de la guerra, recibirían todos ellos el premio Nobel.

Otro científico europeo perseguido por los nazis que escapó de Hungría, Leo Szilard, al analizar la posibilidad -aún teórica- de usar la fisión del uranio para crear un arma infinitamente más poderosa que los explosivos convencionales y saber que los científicos alemanes estaban trabajando sobre esa misma hipótesis, quiso alertar a la Administración de Washington sobre las terribles perspectivas que abría la utilización militar de una reacción en cadena. En contacto con otros científicos, Szilard consiguió que Albert Einstein escribiese una carta para Franklin D. Roosevelt que fue entregada personalmente al presidente en octubre de 1939. En esa carta se recomendaba establecer un canal de comunicación con los científicos que estaban trabajando en ese campo, propuesta que fue aceptada por el presidente Roosevelt, que creó un comité ad hoc inicialmente llamado Comité del Uranio.

En los años siguientes esa iniciativa experimentó diferentes avatares, pero habría que esperar a la reacción emocional provocada por el ataque japonés a Pearl Harbour y la entrada de EEUU en la guerra para que la Administración Roosevelt diese un paso cualitativo -y cuantitativo, en lo que respecta a la asignación de fondos- al comité conjunto de científicos y militares que en 1942 crearían el Manhattan Engeneering District Project, la agencia responsable de la fabricación de la bomba atómica. Una decisión fundamental para el éxito del proyecto sería la designación de otro científico de origen judío, Julius Robert Oppenheimer -que era profesor de física en el Instituto de Tecnología de Pasadena y en la Universidad de California en Berkeley-, como director del laboratorio de Los Alamos. Este laboratorio se encargaría de coordinar las diversas agencias estatales involucradas en el Manhattan Project.

Parte del éxito en la realización del proyecto se debió a la fructífera colaboración entre dos personajes muy diferentes: el propio Oppenheimer, como director científico del proyecto, y el general Leslie R. Groves, ingeniero militar con una impresionante hoja de servicios, que fue nombrado director militar del mismo. Robert Oppenheimer -Opje para los amigos- aparte de su indiscutible talento como científico era un hombre refinado, polifacético, con un poder de persuasión casi hipnótico sobre sus alumnos y colaboradores. En cambio Groves, mucho menos carismático y atractivo en el trato personal y profesional, tenía un gran sentido práctico, lo que le hizo ignorar las continuas advertencias de varios miembros de los servicios de seguridad y del FBI que consideraban a J. Robert Oppenheimer un elemento de riesgo para la seguridad por su pasado filocomunista. Lo cierto es que sus convicciones políticas durante la Guerra Civil española le habían impulsado a ayudar financieramente a la causa republicana, y que tanto su hermano Frank como su antigua novia Jean Tatlock -con la que mantuvo relaciones hasta después de su boda con Kitty Puening- eran miembros activos del Partido Comunista Americano.

La firmeza del general Groves en la dirección militar del proyecto y el liderazgo científico y moral de Oppenheimer consiguieron que un grupo de científicos ilustres pero bastante variopintos -el general Groves se refería a ellos como «el mayor atajo de empollones sobre la faz de la tierra»- se prestasen a trabajar juntos y recluidos en un laboratorio perdido en la más remota serranía del Estado de Nuevo México. Estos científicos fueron capaces de producir en un tiempo récord los componentes necesarios para que el 16 de agosto de 1945 se pudiera realizar, en un tramo del desierto que los primeros exploradores españoles habían llamado con sentido premonitorio La Jornada del Muerto, la primera prueba de una bomba atómica.

Lo cierto es que, para entonces, la derrota de Alemania y la muerte del Führer habían quitado a los científicos judíos y al propio Oppenheimer su principal incentivo en la creación de ese arma de destrucción masiva: la lucha contra el nazismo. A pesar de ello, continuaron colaborando en un proyecto cuyas consecuencias negativas para la paz mundial serían en poco tiempo muy evidentes. En defensa de la buena fe de los científicos, es preciso decir que el Gobierno de Estados Unidos les ocultó en la etapa final del proyecto cierta información esencial, como el dato de que -a través de la interceptación de telegramas codificados japoneses- en Washington se sabía que las autoridades de Tokio estaban dispuestas a aceptar una rendición siempre que no fuese incondicional.

Este importante dato devalúa la excusa muchas veces alegada de que las bombas de Hiroshima y Nagasaki sirvieron para ahorrar muchas vidas humanas, al evitar una prolongada agonía de Japón y un sangriento colofón de la guerra en el Pacífico. Tras la muerte de Franklin D. Roosevelt, que en vida no había confiado a su vicepresidente el secreto de la bomba, Harry Truman se encontró de la noche a la mañana con aquel horrible juguete -aunque pueda sonar extraño, ése era el apodo que utilizaban para referirse a la bomba atómica (the gadget, en inglés)-; y decidió utilizarlo para asestar el golpe de gracia a un enemigo ya vencido y para amedrentar a Stalin en la Conferencia de Postdam.

La saga del llamado padre de la bomba atómica quedaría coja sin la referencia a la caída en desgracia de J. Robert Oppenheimer, ya en plena Guerra Fría y durante la campaña anticomunista del senador McCarthy. De ser un personaje mundialmente famoso y aplaudido, cuya foto ocupó la portada de la revista Time en noviembre de 1948, nombrado Doctor Honoris Causa por las más prestigiosas universidades y presidente de la Agencia de Energía Atómica, Opje fue acusado de traidor por el mismo grupo de ejecutivos que antes presidía, y tras unas audiencias infamantes se le retiró el permiso de acceso a los secretos oficiales.

La figura de Prometeo, que robó el fuego de los dioses para ser luego castigado por Zeus a ser encadenado a una montaña donde sus entrañas eran devoradas por las aves de rapiña, ha sido utilizada para describir la personalidad de Opje en el libro de Kai Bird y Martin J. Shervin titulado Prometeo Americano: El triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer (Knopf 2005). Sin duda una personalidad no exenta de luces y sombras, Oppenheimer fue obnubilado por la embriaguez intelectual que debe de producir el desvelar los más profundos arcanos de la naturaleza. Pero por otro lado, era demasiado lúcido y demasiado honesto para no albergar en su conciencia el sentimiento de culpa que expresaría cuando después de la guerra se encontró con el presidente Truman: «Todavía puedo sentir que tengo sangre caliente en las manos», le dijo en aquella ocasión.

Volviendo a la frase del actual presidente citada al principio de este artículo, George W. Bush no tiene porqué conocer los complejos vericuetos de la historia que han llevado a darle acceso al botón nuclear. Y, aunque los conociese, su reciente gira por Oriente Próximo no sería el momento más oportuno para hablar de la complicidad de los científicos judíos y el Gobierno estadounidense en el ámbito nuclear, so pena de que su secretaria de Estado le hubiese mandado callar. El problema con el que puede encontrarse este nuevo Prometeo en el Olimpo de los Dioses del Petróleo, a quienes intenta convencer del peligro que supone el programa nuclear de Irán, es que para muchos de esos dignatarios árabes el término holocausto puede tener un sentido diferente del utilizado en el Museo de Jerusalén.

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