sábado, febrero 09, 2008

Ciudadanía en píldoras

Por Cristina de la Cruz y Peru Sasia (EL CORREO DIGITAL, 27/11/07):

«Hagamos del consumidor un ciudadano». Ésta parece ser la consigna detrás de ese creciente número de iniciativas privadas, lideradas por grandes empresas y entidades financieras principalmente, que han comenzado a ‘robar’ protagonismo en la esfera pública a organizaciones políticas y movimientos sociales. La fórmula es sencilla, y rentable: ofrecer ‘productos solidarios’ que permiten respaldar los proyectos o programas que esas entidades incluyen dentro del ambiguo marco de su ‘acción social’. Los clientes encuentran así una posibilidad de encauzar su afán solidario utilizando los mecanismos de relación comercial que esas entidades les ofrecen. Pueden hacerlo con dinero propio o eligiendo el destino de alguna parte de los beneficios de la entidad, o incluso vinculando la cantidad a la compra de algún producto concreto o al uso de algún servicio.

La fórmula, además, se sustenta en uno de los pilares que parece necesitar un mecanismo de participación que aspire a una efectiva y real implicación ciudadana, lo cual augura su posible éxito comercial: se trata simplemente de hacer que los clientes se sientan participes de la decisión sobre el destino ’solidario’ del dinero. Nadie decide por ellos. Ellos son los que eligen, los que expresan sus intereses. Más aún: un simple ‘click’ les permite influir en la toma de decisiones sobre el desarrollo de los proyectos sociales que esas entidades promueven: Sur, medio ambiente, cultura, investigación rápido, directo, interactivo, atractivo «¿Por qué culpar siempre a la ciudadanía de su escasa implicación en la vida pública? Rompamos con ese mito del ‘ciudadano caído’ y démosle protagonismo: que sea él el que elija». En esto parece consistir el éxito de este fármaco ‘reconstituyente’ del espíritu ciudadano.

La primera reacción suele ser una tendencia a saludar estas iniciativas con un ‘ya era hora de que las empresas privadas se preocupasen de estas cuestiones’. Hay quien, además, cree ver ciertos visos de innovación social en estas estrategias comerciales. Sin entrar a valorar intenciones, cosa siempre difícil y que requiere en todo caso de un medio plazo que muchas de estas iniciativas aún no pueden ofrecer, no podemos olvidar que esta lógica arroja déficits importantes que pocas veces son subrayados con la rotundidad que requiere un debate serio sobre la solidaridad cívica y el papel de todos y cada uno de los agentes que tenemos la responsabilidad de construir sociedades justas.

Merece la pena matizar que no nos referimos a los comportamientos de empresas, entidades financieras, organizaciones sociales y poderes públicos ante las emergencias que nos salpican con dolorosa regularidad. Estas emergencias requieren agilidad, contundencia y más de un atajo. Son emergencias que están sujetas a otra lógica que no pretendemos analizar aquí, aunque sin duda hay también mucho que decir de las bochornosas excusas basadas en dificultades logísticas y procedimentales con que nos bombardean los responsables de aquí y allá continuamente para explicar que, en pleno Siglo XXI, se necesitan varios días para hacer llegar lo más básico a esos lugares.

Pero, ¿qué pasa cuando la emergencia es cotidiana? ¿Quién tiene legitimidad para tomar las decisiones que afectan a las urgencias sociales del día a día? Cuando de lo que se trata es de desarrollar estrategias sostenibles para afrontar los problemas estructurales de nuestras sociedades, pocas veces se pone en cuestión la fragilidad que supone hacer depender la justicia solidaria de la buena voluntad de los ciudadanos. Incluso la agregación de las iniciativas voluntarias de esos ciudadanos resulta igualmente frágil e insuficiente. Pocas veces también se pone en cuestión la fragilidad de la capacidad de elección de esa ciudadanía cuando ese proceso de elección no tiene el cultivo que requiere esa dimensión pública de nuestro quehacer social. No todo puede depender de un simple ‘dejar hacer’ cuando lo que está en juego son las injusticias y desigualdades estructurales de nuestras sociedades, de las que, no lo olvidemos, no sólo la ‘actividad’ propia de esas organizaciones empresariales y financieras es, en buena parte, responsable, sino que lo son también nuestros comportamientos agregados como consumidores: ‘Consuma sin miedo nuestros productos y suscriba un producto solidario para reparar el daño causado’.

Y pocas veces se pone en cuestión la fragilidad a la que se ven abocadas las organizaciones sociales implicadas en esta lógica. Resulta cuanto menos incómodo ver cómo se solicita a las personas colaboradoras, más cercanas y sensibles con los objetivos de estas organizaciones, hacerse clientes de entidades financieras o colaborar con la compra de determinados productos con el fin de que la elección que pueden ejercer como clientes o consumidores pueda favorecer a sus proyectos o programas.

El resultado de todo este proceso es preocupante: lo es para una ciudadanía que decide centrar su intervención en la arena pública desde iniciativas privadas concretas, demasiado orientadas por intereses que no siempre confluyen con el interés común. Igualmente preocupante es para todo ese ’sector’ que trabaja en torno a lo social, porque él mismo no puede (ni debe) asumir únicamente el protagonismo que sobre el destino de la solidaridad le otorgan las iniciativas empresariales privadas. Preocupantes también son las relaciones de poder entre las entidades empresariales y aquellas organizaciones sociales con mayor poder económico, social o mediático e influencia en las macrodecisiones estratégicas, las superONG, con el menoscabo que esto supone para otras organizaciones sociales más débiles en recursos y estructura, cuyo alcance para captar ‘clientes’ es mucho menor, aunque muchas veces son más eficaces y conocedoras de las realidades concretas y no están lastradas por inmensas estructuras administrativas.

Cuando hablamos de responsabilidad ciudadana, la pregunta de fondo nos remite al lugar social en el que reside la legitimidad para establecer las prioridades de intervención en favor de los colectivos y ecosistemas más vulnerables. Una primera respuesta se dirige hacia los poderes públicos, las administraciones que asumen la responsabilidad de desarrollar la acción social en nuestros territorios. Pero ésta no es la única respuesta posible. Tampoco es una respuesta suficiente. La capacidad de detectar las urgencias sociales, la posibilidad de proponer medidas adaptadas a los nuevos rostros de la pobreza, incluso las actividades de investigación o sensibilización, apuntan a todo un entramado social, una red de liderazgo ciudadano, que recoge esa tarea de desarrollar la acción social.

¿Cuál es el lugar de las organizaciones empresariales o el de las multimillonarias fundaciones filantrópicas en todo este entramado? ¿Hasta dónde legitima tener grandes cantidades de dinero disponible para apoyar económicamente proyectos de intervención social? ¿Pueden estas organizaciones decidir estrategias de lucha contra el sida, colectivos vulnerables prioritarios, áreas preferentes de regeneración medioambiental? Resulta evidente que algo falla en la estructura institucional de intervención social si las estrategias vienen condicionadas por poderosas entidades privadas por el mero hecho de que sean las que aportan jugosas sumas de dinero. Hay demasiadas preguntas sin respuesta cuando avanzamos en sistemas de solidaridad basados en este tipo de estrategias. Su condición esencial de ‘productos de tiempos de bonanza’ es una de ellas: en momentos de ajuste económico (cuando precisamente más necesidades de intervención a favor de colectivos vulnerables hay), estos programas se reducen drásticamente, con lo que la sospecha de favorecer la propia actividad de las entidades promotoras es permanente. Hay fotos que venden y otras que no. Y la tentación de que el márketing mande es demasiado poderosa.

La solidaridad cívica no puede quedar únicamente en manos de los poderes públicos. Eso ya se sabe suficientemente. Tampoco puede recaer únicamente ni en la iniciativa social ni en la sensibilidad ciudadana. Y, desde luego, tampoco puede quedar al amparo de la iniciativa económica privada de organizaciones empresariales y financieras. Cuando de lo que se trata es de afrontar los problemas de justicia social de nuestras sociedades, es preciso delinear los contornos de la legitimidad de cada uno de esos actores. Los recursos disponibles son sin duda una condición, pero las decisiones sobre qué hacer y cómo deben estar en manos de ese entramado institucional que cuenta con el conocimiento de las urgencias sociales, con la motivación que surge de la ausencia de intereses propios y con la capacidad de intervenir que le otorga su posibilidad de escuchar la voz de las personas vulnerables. No es el dinero disponible el que da la legitimidad. Ni tampoco las elecciones voluntarias y espontáneas de las personas a las que se nos convoca a comprar ‘vales de ciudadanía’.

El camino hacia la ciudadanía responsable incluye muchos más elementos que la oferta cerrada de ‘ciudadanía en píldoras’. Incluye, conviene no olvidarlo, mucho más que educación para la ciudadanía. El ejercicio de la ciudadanía implica encuentro, debate, acuerdos, cooperación, participación, poder, institucionalización social; elementos sin los cuales la construcción ciudadana queda siempre bajo sospecha.

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