viernes, febrero 22, 2008

¿Los movimientos sociales en el paro?

Por Daniel Innerarity (EL CORREO DIGITAL, 20/01/08):

No está muy bien visto ponerle objeciones a la participación ciudadana o limitar el significado de los movimientos sociales, ni mostrar alguna reserva que pueda acotar su espacio de actuación. Se hace uno así sospechoso de querer ponerle puertas al campo de la sociedad autónoma, al libre movimiento de lo social. Lo políticamente correcto es llamar a la participación, pensar que la sociedad es mejor que sus representantes y adular a los movimientos sociales. ¿A qué se debe tanta concentración de gente en torno a unos tópicos cuya revisión le hace a uno inmediatamente acusable de elitismo democrático? Pues probablemente al hecho de que se ha convertido en un lugar común la idea de que la política se hace tan mal que cualquier otra cosa debería ser necesariamente mejor.

Se ha hablado mucho de que las sociedades contemporáneas han efectuado una transferencia de sacralidad desde las religiones establecidas hacia los proyectos políticos. Podría completarse este cuadro advirtiendo que después de la transferencia de sacralidad desde las religiones hacia la política ha venido una época en la que lo sacralizado han sido las formas no convencionales de la política, lo que podríamos llamar la ‘alter-política’. No deja de resultar curioso este deslizamiento de las expectativas sociales en virtud de la cual lo que hemos dejado de esperar de la política convencional creemos poder alcanzarlo a través de formas alternativas de la política, reactivando unas energías puras que, al parecer, estaban intactas en la esfera de la sociedad despolitizada, llámese esta sociedad civil, ciudadanía activa o movimientos sociales.

Mi defensa de la democracia representativa está llena de matices y no es ciega ante la crisis de nuestra cultura política. Por supuesto que hay más formas y cauces de expresión, e incluso modalidades de acción política, que los institucionales. La política se hace de muchas formas, también comprando, protestando, recurriendo a los tribunales o simplemente mediante la indiferencia o el desafecto. Junto a la política que podríamos llamar ‘oficial’ discurre todo un magma de procesos que condicionan el mundo institucional. A las tensiones que se siguen de esta coexistencia les debemos, entre otras cosas provechosas, que el sistema político se enriquezca, corrija o amplíe su cortedad de vista. No podemos confiar los avances políticos únicamente a la competencia de sus profesionales. Una buena parte de los progresos que la política ha realizado tuvieron su origen en causas exógenas: seguramente la mayoría de las conquistas sociales o la conciencia ecológica, por ejemplo, no fueron ocurrencias de los políticos sino el resultado de presiones sociales muy concretas. En la sociedad hay una energía que el sistema político requiere para ejercer su función, unos recursos de los que no dispone soberanamente y que a veces incomodan e incluso subvierten el orden establecido, pero que siempre condicionan el ejercicio de ese poder establecido.

Los movimientos y las iniciativas sociales que comparecen en el seno o en los márgenes de toda democracia establecida sirven para tareas tan diversas y tan poco prescindibles como, por ejemplo, la vigilancia en orden a impedir que determinados asuntos sean sustraídos de la mirada pública, como es el caso de los conflictos internacionales, que no queremos sean manejados desde la oscuridad diplomática o al margen de procesos de pública discusión; llaman la atención sobre lo excluido y muestran, con su denuncia, aspectos incómodos de la realidad; también contribuyen a revisar la agenda política, en la que introducen temas nuevos y prioridades diferentes, enriqueciendo así el elenco de las cosas que deben ser atendidas por el poder institucional. En Euskadi, por ejemplo, ni el reconocimiento de las víctimas, ni las reflexiones en torno al acuerdo político serían lo que son de no haber mediado el trabajo de Gesto o Elkarri. Sólo por esto, utilizando la manida expresión de Voltaire, si no existieran habría que inventarlos.

Ahora bien, quien tiene un buen instrumento en sus manos debe saber tanto para qué sirve como para qué no sirve, de manera que interprete bien sus éxitos y no los malogre pensando que son trasladables a otros ámbitos para los que no es tan competente. ¿Cuáles son esas limitaciones en el caso concreto de la movilización ciudadana? De entrada, la mayor parte de los movimientos sociales forman parte de esa dinámica que no se aglutina tanto en torno a proyectos como contra algo; suelen ser de protesta o de resistencia y con estos materiales se hacer precisamente eso, protestar o resistir, lo que en ocasiones es una tarea encomiable, pero nada que se parezca a una proyección en positivo. También suelen caracterizarse estas iniciativas sociales porque se inscriben en esa tendencia creciente, tal vez como consecuencia de la llamada crisis de las ideologías, a focalizarse en un solo tema: en torno a algún género de víctimas, por la paz, en favor de las mujeres, para defender la naturaleza, e incluso coaliciones de cazadores o automovilistas. Su fuerza se debe a esa concentración puntual, pero también reside ahí su debilidad manifiesta, ya que toda acción social organizada termina requiriendo una coherencia de la que esas agrupaciones casuales carecen.

No deberíamos olvidar tampoco que el mundo de los movimientos sociales es tan plural como la misma sociedad y que de las energías sociales cabe esperar una cosa y su contraria, avances y retrocesos, que los hay de derechas y de izquierdas. Hay quien invoca la participación de la sociedad y está pensando únicamente en aquella fuerza que le conviene. Pero en la sociedad hay de todo, como es lógico. Son movimientos sociales Lokarri y Gesto, pero también la AVT y la Iglesia, los ‘lobbies’ y las coordinadoras, las asociaciones de consumidores y las plataformas de oposición al TAV. La expectativa de superar el marco de la democracia representativa cuenta con partidarios en ambos lados del espectro político: lo que los movimientos sociales de los 60 representaron en el imaginario de la izquierda se encuentra igualmente en la apelación neoliberal a la sociedad civil en los 90. Se trata de una coincidencia que debería al menos hacernos pensar.

Los movimientos sociales, si quieren ser eficaces, han de reconocer sus propias limitaciones, su verdadero alcance, no traicionar su especificidad. Lo que sirve para algo no sirve para todo y no hay mejor manera de arruinar algo provechoso que utilizarlo para cualquier cosa. Los movimientos sociales, la participación ciudadana no convencional o al margen de los partidos tienen una gran función que malograrían si pretendieran sustituir a la democracia representativa. Esta democracia representativa necesita muchas correcciones pero no tiene todavía un candidato para sustituirla. En el fondo del entusiasmo por las formas alternativas de acción social (que aquí, en Euskadi, se traduce en nuestra propensión hacia las mesas y las coaliciones como herederas de las instituciones y los partidos) lo que hay, a mi juicio, es un intento de huir de la lógica política, es decir, de la acción plural y el compromiso, el sueño de una sociedad en la que fueran superadas definitivamente las limitaciones de nuestra condición política.

La mejor garantía de nuestra libertad se encuentra precisamente en esa condición que no despierta grandes pasiones ni promete en exceso, en el equilibrio de las posiciones contrarias y en la tensión entre representación y participación. No hay acción política coherente, estable, articulada, eficaz, responsable fuera de la representación política. Seguramente hay poco de esto en los actuales partidos políticos y en nuestras prácticas institucionales, pero menos aún fuera de ellos. Por eso también a los partidos habría que inventarlos y renovarlos con algunas de las energías que bullen en los movimientos sociales.

¿Qué consecuencias tiene todo esto para el caso concreto de los movimientos sociales en Euskadi y particularmente de los que han batallado a favor de la paz? Pienso que sus actuales dificultades responden al hecho de que nuestra sociedad se ha desheroizado, es decir, no se moviliza tan fácilmente salvo cuando ocurre algo traumático; en esos momentos de movilización puntual, la sociedad señala nuevamente los límites de lo inaceptable. Ojalá no tuvieran que demostrar nunca más su capacidad de convocatoria. Tales movilizaciones tienen un significado más ético que político. Pero la sociedad vasca no está en condiciones de hacer un trabajo de concreción del acuerdo político que, en la lógica de la democracia representativa, corresponde a las instituciones y los partidos. Por eso no tiene mucho sentido lamentar la desmovilización porque ésta es lógica y tiene un significado político que hay que saber interpretar. En una sociedad democráticamente madura la gente no está dispuesta a hacer los deberes de otros y el hartazgo o la movilización escasa y ocasional significa que está esperando de los agentes representativos un esfuerzo a favor del acuerdo.

El supuesto debilitamiento de los movimientos pacifistas responde, no lo perdamos de vista, a su éxito, a su enorme éxito. A ellos les debemos algunas conquistas irreversibles como el reconocimiento de las víctimas, el rechazo social a la tortura o el hito de reflexión compartida que supusieron las conversaciones de Egino. Su éxito consiste en que la pelota ya no está en su tejado y tal vez su función actual consiste en impulsar para que los partidos alcancen un gran acuerdo social integrador.

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